Carta VIII
Querido Justo:
De un modo totalmente inesperado he tenido que separarme de él. Vuelvo a Jerusalén con la sensación de no haber sabido poner en claro quién es este hombre, qué es lo que realmente enseña y qué quiere de mí.
Cierta mañana, poco después de haber vuelto de Gerasa, el maestro, sus discípulos y yo nos encontramos en aquella misma colina desde la que no hacía mucho él había proclamado sus bienaventuranzas. El rocío, semejante a unas gotitas de leche que se hubieran escapado de una jarra rota, cubría la hierba. Esta colina tiene una profunda hendidura que rasga la cima en dos picos. Por ella, como si fuera a través de una ventana triangular, se divisa a lo lejos el lago de Genesaret, parecido a la enorme arena de un circo romano. Aquella mañana se extendía por doquier una compacta masa de niebla amarillenta y espesa que el sol en vano intentaba traspasar. Como nos ocurre a menudo en nuestras correrías, pasamos la noche entre unas rocas. Dormí mal, despertándome repetidas veces. Cada vez que levanté la cabeza de mi húmedo manto y miré, vi vacío el sitio del maestro. Hacia el atardecer había subido a la cima de la colina y allí se quedó rezando hasta la madrugada. Cuando comenzamos a desperezarnos nos llamó desde lo alto:
—Venid: quiero deciros algo.
Fuimos adonde estaba. Como otras veces, los discípulos se lanzaron a ver quién llegaba primero. Juan, que tiene las piernas más largas, llegó antes junto al maestro, adelantándose a Simón, que siempre se enfada por esto. Sólo Judas y yo no tomamos parte en este juego infantil.
Nos esperaba en la colina. Parecía impaciente, como si tuviera prisa por comunicarnos su pensamiento. Estaba al borde mismo de la pendiente, que en este punto es muy vertical; apoyó afectuosamente las manos sobre los hombros de Juan y Simón. Dijo:
—Escuchadme, hijos míos: quiero que os separéis y os marchéis por toda la tierra galilea para anunciar a la gente que ya ha llegado la hora y que todos deben hacer penitencia…
Calló y los observó como si quisiera saber el efecto que les habían producido estas palabras tan inesperadas. Pero ellos evitaron su mirada y sólo de enojo se miraban unos a otros con caras que expresaban sorpresa, desconfianza e inquietud. Comprendí su inseguridad. Estos amhaares sólo se encuentran bien cuando van en grupo. Cada uno de ellos, incluso un sabelotodo como Natanael, cuando está solo se siente perdido y tiene miedo. Apenas les hubo dicho esto ya no les quedó nada de su anterior seguridad en sí mismos, de su orgullo y de sus ingenuos sueños de «reinar en el reino del maestro». Simón se rascó la nuca con su enorme mano.
—¿Y tú, maestro? —preguntó—. ¿No iras con nosotros?
Él mostró una clara sonrisa y movió la cabeza. Estaba como una persona que ha dicho todo lo que quería decir y ahora espera los argumentos contrarios para ir rebatiéndolos uno a uno.
—No. Iréis solos, de dos en dos…
Se quedaron mudos. Si antes estaban medio dormidos, ahora se sintieron anonadados.
—¿Cuándo, maestro? —preguntó uno de ellos.
—Ahora mismo —contestó con una suave firmeza. Comenzaron a darse codazos y mirarse significativamente. ¿Acaso pensaban que después de toda una noche en vela el maestro no sabía bien lo que estaba diciendo? Sobre todo los turbaba el tono risueño de sus palabras. Se consultaban con la mirada: «¿Qué pensáis de esto?». Santiago el Menor (lo llaman así para distinguirlo del hijo de Zebedeo) torció la boca con gesto desdeñoso. Evidentemente, no le había gustado el proyecto del «Hermano». Se frotó la nariz con el revés de la mano e iba a decir algo, pero Felipe se adelantó.
Éste siempre sale con algo cuando parece que los otros se hayan tragado la lengua. Enroscándose en un dedo los pocos pelos que le cuelgan sobre la oreja, dijo:
—Antes tendríamos que bajar a la ciudad para adquirir provisiones. Ninguno de nosotros lleva sandalias decentes… —Miró a los compañeros con orgullo, como si hubiera descubierto una fuente en medio del desierto. —Con estos agujeros —levantó el pie— no llegaríamos lejos…
—No tenemos ni un as —observó Judas.
Como queriendo confirmar la veracidad de sus palabras, abrió la alforja y nos mostró su fondo vacío. El maestro le había encargado que administrara el poco dinero con que la gente los socorría.
Movieron las cabezas y dirigieron una mirada interrogante al maestro. Pero él volvió a sonreír como un niño encantado con su propia idea.
—¡No necesitáis nada! —exclamó con calor—. Ni dinero, ni provisiones, ni siquiera una bolsa. Marchad con las sandalias rotas y con lo que lleváis puesto. Que cada uno se haga un bastón con la rama de un árbol: no necesitáis la vara de peregrino. Marchad tal como vais y no os equipéis para ir de viaje. Allá… —extendió una mano y se acercó al borde, empujando, al pasar, unos guijarros, que cayeron rodando por la pendiente. La niebla, en el valle, había disminuido y a la grisácea luz del amanecer se veía el mar, salpicado de espuma, con centenares de casas esparcidas a sus orillas—, allá —repitió— os espera la siega. Id a trabajar. No visitéis a paganos y samaritanos, antes bien buscad las ovejas descarriadas del rebaño de Israel. Decidles a ellas: ha llegado la hora. Y, como señal, curad a los enfermos ungiéndolos con aceite, limpiad a los leprosos y expulsad demonios. Aceptad lo que os den, como el obrero que no discute su paga, y no pidáis nada. Habéis recibido de balde; dad, pues, de balde también.
Aquí se interrumpió y los miró esperando ver su reacción. Pero ellos seguían mirándose unos a otros, inmóviles en su sitio. Sus palabras, en vez de animarles, aún habían aumentado su temor. Porque no era lo mismo curar o aventurarse a expulsar demonios cuando el maestro estaba allí, dispuesto a ayudarles, que tener que ir ahora lejos con este poder entre las manos. En el silencio que reinaba resonó le estridente voz de Santiago:
—Nos mandas e buscar las ovejas… Pero allí donde hay ovejas hay también lobos…
—Has dicho bien —afirmó. Pero su voz seguía siendo alegre—. Os mando como ovejas en medio de lobos… Entre ellos debéis ser confiados como palomas y astutos como zorros…
—Pero si la oveja confía en el lobo, el lobo no la soltará… —observó Simón.
—La oveja muerta no teme al lobo —contestó dirigiéndose al fuerte pescador—. Vosotros temed sólo e Aquel que, incluso después de muerto, puede conservar su poder sobre vosotros. ¿Y qué, si os matan el cuerpo? ¿Y qué, si os conducen a juicio? Sí, todo esto llegará un día… —agregó de pronto con un tono totalmente distinto.
Aquel arranque de alegría que tenía al principio se extinguió. Apartó de nosotros su cansada mirada y la fijó en el espacio: parecía que estuviera mirando algo muy lejos, más allá de las grises montañas, al otro lado del mar. Su brillante mirada se nubló como si la hubiera cubierto la niebla que ahora se estaba levantando por encima del lago y se derretía bajo los rayos del sol.
Siempre como si buscara sus pensamientos más allá del horizonte, siguió diciendo:
—He venido a traer la paz. Pero mis palabras traerán la guerra. Por causa de ellas habrá disputas en las casas: los hermanos, irán contra los hermanos, la mujer contra el marido. Por ellas el hermano traicionará al hermano, el hijo al padre… He venido a traer el amor. Pero por su causa os odiarán… A mí me odian y vosotros correréis la misma suerte… Este será el destino de los discípulos. Seréis perseguidos como yo, buscaréis dónde esconderos y nunca encontraréis la ciudad que os dé refugio. En verdad os digo que aún no os habrán prendido y ya tendréis que cargar sobre vuestras espaldas la cruz de vuestros presentimientos, de vuestras dudas y de vuestros temores…
Dejó de hablar, pero siguió con la mirada perdida en el espacio. Sus labios temblaban ligeramente. Pero aquél era un día en el que toda niebla debía ceder a la tuerza del sol. Su mirada volvió de la lejanía para posarse en aquel pequeño grupo de personas, todavía más asustadas después de oírle. Apareció de nuevo su alegre sonrisa.
—Recordad, con todo, lo que os dije aquella mañana después de la tempestad: estoy con vosotros. Quien pierda la vida por mí, la habrá ganado, quien lleve su cruz por mí, me encontrará… Quien os reciba durante vuestra peregrinación me recibirá a mí y, junto conmigo, a Aquel que me ha enviado. Bendecir a todo aquel que os escuche. ¡Marchad ya, poneos en camino! Dentro de un mes volveremos a encontrarnos en esta colina. Os estaré esperando. Marchad pronto, el trigo ya está maduro y la hoz os espera. No debéis permitir que los granos caigan al suelo…
Se miraron por última vez. En el silencio del amanecer se percibía su agitada respiración. La niebla del lago se había desvanecido totalmente y el aire se volvió transparente como el cristal. En el valle, unas pequeñas olas blancas corrían como agua derramada sobre la azul y brillante superficie del lago. El calor aumentaba gradualmente y se bebía toda la humedad que aún quedaba en la hierba y en nuestros mantos. Tocándose con los codos, comenzaron o juntarse en grupos de dos. Simón llamó a Juan: «Ven conmigo» (creo que temía que Juan se quedara con el maestro). Vi que mi Judas escogía como compañero a Simón el Zelota. Los taciturnos Judas y Mateo, el antiguo publicano, se hicieron a un lado. Pero ninguna de las parejas quería ser la primera en marchar. Iban demorando la partida y no hacían más que mirarse unos a otros. Uno de ellos suspiró como si aspirara aire antes de tirarse al agua. Me llegó la voz de Felipe: «Debemos marchar sin más demora. No tardará en hacer mucho calor…». A éste siempre le importa no el qué, sino el cómo. Pero él tampoco se adelantó a los otros. Todos parecían ocupados en recogerse la cuttona y apretarse las correas de las sandalias mientras con el rabillo del ojo observaban lo que hacían los demás. Creo que allí se hubieran quedado si el maestro no hubiese dicho:
—Hijos, marchad, marchad ya. Debéis iros. Salom alehem…
Contestaron: salom alehem; y todo aquel compacto grupito osciló al borde de la pendiente como una roca socavada por el agua que oscila sobre ella misma antes de caerse. Los primeros en marchar —imagínate tú— fueron Judas, el «hermano» del Señor, y Mateo. Los guijarros crujieron bajo sus pies. Los otros tampoco tardaron en ponerse en camino. Pareja por pareja se inclinaban ante el maestro y desaparecían detrás de la roca. Poco después quedamos sobre la colina solamente nosotros dos: él y yo. Desde el fondo del barranco nos llegaban las voces de los caminantes y el golpear de sus bastones. Los perdimos de vista durante un buen rato y, cuando por fin aparecieron de nuevo, formaban ya sólo un cordón de blancas manchas que avanzaba por el sendero en medio de un verde prado. El maestro los siguió con la mirada. Yo, a un lado, le observaba: su rostro expresaba emoción y ternura. Ya te lo he escrito en otra ocasión: él ama como si en su amor no hubiera diferencias… Se podría pensar que ama a aquel grupo de amhaares como un padre a sus hijos más queridos y que considera que más que darles la vida les ha creado, como hizo el Todopoderoso cuando tomó de la tierra un puñado de arcilla y la soltó de su mano transformada en un ser viviente…
Sólo cuando desaparecieron definitivamente entre los arbustos dejó de mirarlos y, levantando los ojos a lo alto, pareció murmurar al cielo una corta plegaria. He aquí llegado el momento, pensé, que tanto he esperado.
Estábamos los dos solos, lejos de la gente, con el lago allá en el valle y sobre nuestras cabezas el cielo, inmensamente grande. Comprendí que debía ser entonces o nunca… Busqué las palabras adecuadas. Confieso que después de todo lo que he visto últimamente ya no sé hablarle como antes: me sigue resonando en los oídos el rugido de la tempestad que serenó, el vocerío que se produjo entre la multitud cuando la mujer de Jairo salió de su casa gritando… Esto todavía no he tenido tiempo de contártelo. Pero ¡ocurren tantas cosas nuevas cada día! Hace poco resucitó a la hija de un rosh-hakeneseth. Cuando se dirigía a la casa de Jairo, la gente le decía «No te molestes en ir, rabí. Lástima de tu tiempo. ¡Ya ha muerto!… Escucha a las plañideras que han comenzado ya sus lamentos…». Pero no les hacía caso. Seguía andando y movía la cabeza. «Os equivocáis… está dormida…». Ni siquiera se daba prisa. Por el camino tuvo que detenerse un momento porque se le acercó una mujer que tocó los zizith de su manto y quedó curada sin que él hiciera nada… De esto también se podría hablar largamente. Luego entró en la casa, de la que salía un ruido ensordecedor de pífanos. Llevó consigo solamente a Juan, Simón y Santiago. Yo me quedé fuera entre la multitud. Todo fue cuestión de pocos instantes. De pronto, los pífanos y los lamentos enmudecieron. Se hizo un gran silencio en el que resonó un espantoso grito de mujer. La mujer de Jairo apareció a la puerta. Las lágrimas caían sobre sus mejillas llenas de arañazos y sus labios sonreían. Hablaba aprisa, con una voz jadeante que desfallecía constantemente: «¡Ha revivido! Ha dicho: “Despiértate”… y ella ha abierto los ojos. Se ríe y come…». Tan de prisa como había salido volvió a entrar en la casa. Y un grito de admiración estremeció las turbas.
Siempre me parece que delante de él lo mejor es callarse. Pero si no se lo decía ahora, ya nunca encontraría salvación para Rut… Comencé tartamudeando:
—Yo rabí…
En la mirada que me dirigió leí un sentimiento de extrañeza: ¿por qué no me preguntas? Él nos fuerza a exteriorizar nuestros pensamientos más recónditos, aun aquellos de los que nosotros mismos no tenemos todavía plena conciencia…
—¿Quieres algo de mí? —preguntó.
Me quedé cortado. En aquel momento todo debía quedar aclarado. Su afable mirada me facilitaba la tarea. Y, a pesar de todo, ¡no pude! No mencioné a Rut. Cuanto más íntimo es el pensamiento que he de confesar, tanto más me cuesta hacerlo.
Sólo pude susurrar:
—Rabí, ¿qué debo hacer para alcanzar el reino…? La vida que dijiste… aquello de volver a… ¿Recuerdas? Me indicó con la mirada que entendía mi pregunta.
—Tú sabes —dijo— qué exige la Ley y cuáles son los mandamientos que trajo Moisés…
—Sí, lo se… —afirmé.
—Y sabes también —continuó— cuál es el mandamiento más importante… ¿Qué más, pues, deseas saber?
Abrí los brazos, descorazonado.
—Estas prescripciones —al hablar, las palabras se me endurecían en la boca y las soltaba cada una por separado, como si fueran piedras— nunca he dejado de cumplirlas. Desde mi juventud siempre he deseado estar en la casa del Señor, siempre he amado el esplendor de su Templo… Le he servido con todas mis fuerzas, por encima de todo…
—… y a pesar de esto… —dijo como para ayudarme.
—¡Sí! —exclamé—. ¡A pesar de esto me falta algo!
—¿Y no sabes qué?
—No… —contesté con voz muy baja. Sentía los latidos de mi corazón.
Se quedó silencioso como si meditara. Los saltamontes comenzaron a cantar entre la hierba soleada.
—Te lo voy a decir —oí por fin—. Tienes demasiadas preocupaciones, disgustos, inquietudes y angustias… Dámelas a mí, dámelas todas, Nicodemo, hijo de Nicodemo; ven y sigue mis huellas.
—¿Cómo puedo darte mis preocupaciones, rabí? —pregunté.
La voz, de pronto, comenzó a temblarme y sentí una enorme emoción porque me di cuenta de que había puesto el dedo en la llaga de mi corazón.
—Dámelas todas —repitió suavemente.
No me explicó sus palabras. Temí que dijera como aquella vez: «tú eres sabio, conoces las Escrituras, deberías saber…». ¿De qué me sirven mis conocimientos? No sé nada, nada, nada. Le miré tímidamente, pero la expresión de su rostro me animó: había en él la misma afabilidad que cuando despedía a sus discípulos. Confesé:
—Tú sabes que no te comprendo, rabí…
No me respondió ni se rió de mí. Me habló, lleno de bondad:
—Quiero que me entregues todo lo que te aprisiona… quiero que saques de tus espaldas la cruz de tus penas y temores y tomes la mía… ¿Cambiamos de cruces, Nicodemo?
Sentí una sombra de disgusto. ¡Qué comparación! La cruz es un instrumento de castigo infame y no es agradable mencionarla siquiera. Sólo la más baja chusma ciudadana goza contemplando semejante espectáculo. Por suerte, recientemente, Pilatos prometió no imponer este castigo más que a los peores criminales.
—Rabí, ¿por qué mencionas la cruz? —dije con cierto tono de reproche—. Es una muerte ignominiosa. ¿Es que tus palabras significan un deseo de que alguien te acompañe en la dura prueba?
Como un eco en un desfiladero entre montañas, repitió mis últimas palabras.
—Sí; desearía que alguien me acompañase en la dura prueba…
Vacilé. En mi interior, los pensamientos y los sentimientos estaban sosteniendo una lucha. Se me ocurrió que quizás él había notado la creciente hostilidad de los fariseos hacia su persona. ¿Acaso espera que yo le ayude? Al mismo tiempo comprendí cuán peligroso era ofrecerle ayuda. ¿Cómo puedo saber lo que aún hará o dirá? Detesto las decisiones tomadas a la ligera… Levanté lentamente los ojos: su mirada avasalla a los hombres. ¿Comprendes, Justo, qué significa descubrir que este hombre me ama? Cuando éramos jóvenes nos parecía que el mundo ascendía hacia las estrellas. Pero ¡cuánta más alegría no experimenta la persona que, al llegar al borde de la vida humana, tiene la suerte de encontrar el amor…! El adolescente busca el amor, pero no lo conoce. El hombre que ha pasado ya la misteriosa línea de los cuarenta sabe lo que vale este trofeo. Y por esto desea más que nunca el amor de otra persona… ¡Si tú supieras de qué modo él nos mira! Con milagros se puede comprar una multitud, pero conquistarla sólo es posible así. En esto debe residir el secreto de esta absoluta entrega de los amhaares. Incluso ellos lo han sentido a través de su dura piel. ¿Cómo podemos decir a un ser que nos ofrece semejante amor que no queremos prometerle nada? Soy blando y a menudo me arrepiento de las promesas hechas. Quizás ahora también me arrepienta. ¡No sé qué más puede pedirme este hombre! ¡Exige tanto! Me dijo: «dame tus penas y angustias…». ¿Todas? ¿Quiere decir también la preocupación de Rut? Porque, adivinando como adivina él los pensamientos humanos, no es posible que ignore esta enfermedad. Quiere aligerarme de todo… Pero ¿qué me dará a cambio?, ¿también algún otro «todo»? Lo ha llamado cruz… ¡Qué comparación tan desagradable!
Cuando yo estaba en la edad en que los niños dejan su casa y pasan a estudiar a la del maestro, los soldados de Coponio rodearon a Séforis con un círculo de cruces… Fue la última gran locura… ¡Qué cosa tan horrible! Con razón las Escrituras dicen: «Maldito sea el que ha sido colgado de una cruz». ¿Sabes, Justo? Realmente, no sabía cómo responderle. Él seguía mirándome y me pareció que de nuevo, como un velo de niebla, había oscurecido su rostro, antes radiante. Pero esta tristeza no disminuía su amor. Quizá lo hacía resaltar más aún (si esto es posible) porque nada es más amor que el amor nacido a pesar del dolor. Entonces no pude resistir más. Le dije:
—Si lo deseas, rabí… si así lo deseas, hágase…
Pero en este momento me invadió un miedo, un miedo horrible que me traspasó todo produciéndome una sensación de ahogo. En otra ocasión te he hablado de esa trampa… Sentía como si hubiese caído en ella. El ofrece dones a los que quiere vencer. Pero ¿qué dará al que le haya prometido fidelidad? ¡Rut, oh Rut! Le miré y mi temor aumentó más aún. En sus ojos clavados en mí, en sus ojos amantes como el mismo amor, me pareció leer una sentencia… ¡Oh, Adonai! Comprendí que ahora ya no podía pedirle nada como Jairo: ni siquiera podía intentar robarle su poder como aquella mujer del flujo de sangre. ¡Entregué a Rut a cambio de aquella mirada! ¡Adonai! ¡Adonai! ¡Adonai! Jairo salvó a su hija… La mujer de Naim recuperó a su hijo… Pero ¿y yo? La trampa presentida se ha cerrado sobre mí… No hay salida… ¡Oh, Adonai, ten piedad!
Mientras he estado escribiendo, se ha hecho de noche. El viento mueve las hojas de las palmeras y recoge el reflejo de las estrellas en la superficie del mar. Quizá no es verdad lo que he pensado en relación a Rut, quizá todo quedará como antes… ¿Como antes? Pero, lo que ahora existe, ¿puede quedar así? Cuando me imagino lo peor, pienso: ¡todo menos esto! ¡Que esta enfermedad dure aunque sea decenas de años! Pero sé que cuando vuelva y vea sus sufrimientos repetiré con desesperación: ¡esto tiene que terminar de algún modo! ¡Tiene que acabarse!
El maestro y yo hemos hecho, pues, una especie de pacto. ¿Qué resultará de él? No lo sé. Le dejé en la colina. Quizás esperará allí la vuelta de los discípulos. Yo vuelvo a Judea. Procuraré defenderle de las acusaciones que habrán ido llegando contra el al Sanedrín durante mi ausencia. No, no soy discípulo suyo. No tengo nada en común con aquellos amhaares. Nuestro pacto sólo nos concierne a nosotros dos: a él y a mí. ¿Un pacto o una amistad? Ni yo mismo lo sé… A decir verdad, todo esto resulta un poco ridículo: le he entregado mis preocupaciones, que, claro está, han quedado igualmente conmigo, y he cargado con la promesa de algo ante lo cual siento un miedo inexplicable… La cruz, ¡qué instrumento tan odioso! Afortunadamente, tenemos la promesa de Pilatos… ¡Qué idea tan extraña hablar de una cosa así!