Diez

La única manera de aquilatar la experiencia del festival semianual auspiciado por la Sociedad Aerostática de las Lejanas, y que se celebra en la Cabaña Skytop, en las alturas del monte Merrow, es estar en pie antes del alba y llegar a la pista de despegue lo bastante temprano para poder presenciar las primeras ascensiones, puesto que la levitación de esas naves más ligeras que el aire, improbable en el mejor de los casos, es más posible al amanecer y al crepúsculo, cuando la atmósfera está todavía fresca y en calma.

Así pues, tiritando en el frío de la madrugada, Pierce Moffett, sentado en los escalones de su portal, esperaba que se encendieran las luces en la casa de enfrente y que saliera Beau Brachman, más o menos dispuesto para esta aventura, pero pensando en la caja gris con las hojas de papel amarillo que dejara sobre el escritorio de Fellowes Kraft, en Stonykill, a varias millas de distancia. Y que parecía irradiar en su mente un fulgor velado, como un sol embozado.

Quizá por haber leído tan poca literatura de ficción en los últimos años, nada sino aquello que describía —o al menos pretendía describir— la realidad, sentía ahora en su pecho esa tibieza misteriosa, esa complacencia en alguna región profunda de su ser que durante largo tiempo no había conocido satisfacción alguna; esa visión del contenido del libro como de montañas al amanecer perdiéndose cadena tras cadena en una pálida lejanía, todas nuevas, todas distintas, todas por explorar y sin embargo a la vez ya conocidas. Y sin embargo, qué idea tan simple, qué metáfora; de todas, sí, la más reveladora: que alguna vez, en algún tiempo, el mundo fuera realmente diferente, diferente de como es ahora.

Y Bruno, el precursor, el mensajero del futuro, convencido de que la era por venir traería consigo más magia, no menos como aquellos que ahora, en la época del propio Pierce, proclamaban el advenimiento de la nueva era.

Bruno, mejilla en mano, sentado a la mesa de John Dee, dibujando con un trozo de tiza los círculos del universo porvenir, la revolución de los orbes celestiales. Antaño no era así, pero ahora lo es. Y de ahora en adelante así habrá de ser.

Dee, sin embargo. Dee, prevenido por sus ángeles, ellos mismos destinados a perecer, no se deja engañar, él depondrá la varita mágica y su globo (vacío), suponía Pierce, como Próspero ahogará sus libros. Ahora, todo ha terminado.

Un inmenso temblor, pero ¿por qué?, lo sacudió y lo hizo sonreír.

¿Y si fuera verdad?

El inmenso cuerpo del tiempo se despierta de tanto en tanto de su sueño, mueve sus pesados miembros, los dispone de otra manera, gruñe, y vuelve a dormirse. Hum. Y después nada es nunca más como ha sido.

Recordó cómo, cierta vez, en St. Guinefort, mientras mataba el tiempo en la sala de lectura con un volumen de la Enciclopedia Católica, se había topado, por casualidad, con una opinión condenada de Orígenes, que este mundo que nosotros conocemos, en el que Adán pecó, el que Cristo había venido a redimir y al que Él en la Gloria de la batalla final retornará —a este mundo, una vez que sea enrollado como un pergamino, le sucederá otro en el cual nada de todo esto volverá a acontecer; y a ese mundo, llegado a su fin, le seguirá otro; y así hasta el infinito— y Pierce al leer eso, había experimentado por un momento la más pura sensación de alivio, una bocanada de algo semejante a la libertad, ante la idea de que en verdad pudiera ser así…

Que real, literal, verdaderamente pudiera ser así. Se rió. La más grande de todas las historias secretas, la que contenía y explicaba todas las historias secretas existentes, y explicaba, además, por qué eran secretas. Lió un cigarrillo y lo encendió, áspero al paladar en ayunas al amanecer; y vislumbró un corolario.

Si entonces había sido uno de esos momentos, ahora tenía que ser otro. Sí. Y para que él pudiera sustentar esa idea, el mundo tenía que estar precisamente ahora otra vez en un momento de transformación porque es únicamente en esos momentos de cambio —cuando no sólo aparecen a la vista todos los futuros posibles sino también todos los posibles pasados—, cuando los momentos de cambio anteriores se hacen visibles, y el tiempo despierta y se frota los ojos: Oh, ya veo, ya recuerdo. ¿No era eso lo que en realidad estaba diciéndole, o más bien sugiriéndole Kraft a su lector? Entonces fue un momento, ahora es otro.

Ahora, la década blanca acaba de pasar; los chicos en la búsqueda, los días en que un mundo cerrado como el de Dante se había abierto y la Tierra inmóvil había echado a andar, rotando sobre su eje y girando en su órbita; y Pierce se había encontrado en una repentina encrucijada, cuando la noche palidece y los vientos del alba se levantan. Y este libro de Kraft gestándose, página amarilla por página amarilla, un libro que en nada se parecía a cuantos había escrito hasta entonces.

Pierce recordó a Julie sentada en la cama de su antiguo apartamento, el narguile en el suelo a sus pies, pintándose estrellas en las uñas: Tiene muchísimo sentido.

Ahora el cielo estaba claro, y en la fachada de la casa de Beau, en la acera de enfrente, se habían encendido unos recuadros de amarilla luz artificial. Un perro ladró. La puerta enrejada de Beau se cerró con un golpe y Pierce se levantó de su asiento glacial. Y si fuera así.

Julie no se caería de espaldas, no quedaría estupefacta, si él le dijera que el libro que estaba escribiendo para ella iba a proclamar que era así. El libro de Kraft era, al fin y al cabo, sólo una novela, una metáfora; pero qué pasaría si el suyo pudiera, en verdad, aducir pruebas de que era así. Dios. Un mundo más perdido que la Atlántida, vislumbrado de nuevo bajo las aguas del mar, reencontrado, sus tesoros descritos. Su fortuna asegurada y también la de Julie.

Rió de nuevo a carcajadas. Basta por ahora, se aconsejó; sé cauto. Aún se reía quedamente cuando entró en el patio de Beau y sus vecinas, intrigadas, le sonrieron.

—Hola, hola —dijo, y se dispuso a ayudar a acomodar cestas de picnic y niños en el coche de Beau, un amplio Python abollado que no siempre funcionaba.

—¿Listo? ¿Listo? —le dijo uno de los chicos, terriblemente excitado.

—Listo —dijo Pierce subiendo al automóvil. Le parecía curioso que mientras él había estado fuera del mundo de los viajes en automóvil, la naturaleza de los carricoches hubiese cambiado. Este no era un Nash achacoso como el de Sam, ni un viejo De Soto veloz; este Python era uno de esos automóviles de línea estilizada semejantes a depredadores de… bueno, del pasado reciente; un coche del nuevo tipo de coches, y sin embargo no, ya era viejo, una chatarra, tenía ese olor a aceite quemado y a tapicería mohosa, y hasta la manta escocesa en el asiento de atrás. Curioso.

Frente a la Cueva de las Roscas, a la luz amarillenta de las farolas, había dos o tres camionetas aparcadas, pero por lo demás el pueblo, en silencio, parecía extrañamente insustancial, la mañana y el río en torno de él, tan llenos de vida, tan reales y fragantes. Salieron por la carretera del río Sombra e iniciaron el ascenso; y hasta el niño sobreexcitado, sentado en las rodillas de Pierce, se sosegó ante la blanca exhalación del río y los pinos fantasmales y el viento húmedo que penetraba en el automóvil.

Pero si juera así, seguía pensando Pierce, o tal vez sólo diciéndolo en su corazón, si fuera así: que el mundo pudiera ser, que haya sido en otros tiempos distinto de como es y cuanto más lo pensaba o lo sentía, más claro veía —sin ninguna sorpresa— que desde hacía mucho tiempo él había supuesto que era así. Siempre: sí, él nunca había creído, en verdad, que la Historia rebosara detrás de él, en ese mismo río de tiempo en que flotaba él, que todas aquellas gentes y lugares y cosas, coloreadas como los nueve dígitos, existieron en verdad, alguna vez en el mundo en que él vivía su propia existencia, donde el agua corría y maduraban las manzanas. Nunca. Fuera lo que fuese lo que se contara a sí mismo, o a sus alumnos o a sus maestros, lo que en realidad buscaba en aquellos fragmentos de tiempo pasado que recogía y estudiaba con tanta diligencia y cuidado era la confirmación de esa certeza que ansiaba descubrir: que las cosas no están obligadas a ser como son.

El último deseo: el único deseo, en realidad. Que las cosas pudieran ser, no como son, sino de otra manera. No mejores, o no mejores en todos los sentidos; un poco más generosas, quizá, más llenas de esto y aquello, pero en lo esencial sólo diferentes. Nuevas. Que yo, Pierce Moffett, pueda saber que alguna vez el mundo había sido como fue y que ya no es así; que yo pueda saber que fue rehecho alguna vez y por tanto pueda serlo una vez más, todo nuevo, todo distinto. Entonces, tal vez, mi corazón se liberaría al fin del peso de esta angustia.

—Oh, mirad —dijo la mujer que iba en el asiento del acompañante—. Oh mirad. Allá va uno.

La niebla se había disipado y el cielo aparecía límpido; el globo levitaba suspendido, en el aire, no lejos de allí, donde no había estado antes, insolente en su improbabilidad: un globo azul inverosímil con una franja anaranjada, una estrella blanca y una barquilla de mimbre llena de gente. El Python viró bruscamente en un recodo, y todas las cabezas dentro de él, excepto la del conductor, se volvieron para mirar el globo, que parecía mirarlos a su vez desde su altura como una divinidad. Deus ex machina.

Una llamarada brotó en él, con un ruido que sonó como el largo suspiro de un dragón, y el globo se elevó suavemente en el cielo cada vez más claro. Había amanecido.

La granja Skytop había sido, en un tiempo, una verdadera granja; después, durante algunos años, fue una colonia de vacaciones, y hoy en día es un coto privado. El pabellón principal abre ahora sólo de tanto en tanto, para una comida después de una partida de caza, un festival aerostático. Está situado en lo alto de una larga manta de prados multicolores que se extiende hasta las estribaciones del monte Merrow, y abarca un amplio círculo panorámico de las Lejanas.

Cuando llegó la tropilla de Jambas, el aparcamiento estaba colmado, y Beau tuvo que dejar el Python lejos del campo de vuelo. Cruzando el parque, Pierce reparó en la presentía del camión de Spofford y de un pequeño Asp rojo que se parecía muchísimo al coche con el que había visto forcejear a Mike Mucho y su ex esposa.

—Unas cuantas personas conocidas por aquí —le dijo a Beau.

—Oh, claro —dijo Beau—. Claro que sí.

Una mañana bochornosa sucedía ahora al frío amanecer. Los aeronautas —que habían pernoctado allí en riendas de campaña y casas rodantes, o albergados dentro de los remolques de sus aeróstatos— ya estaban en pie y en plena actividad tomando café en los puestos ambulantes, levantando la cremallera de sus monos, controlando sus equipos. Algunos ya habían despegado, otros globos empezaban a brotar de la gramilla, tumescentes y en lenta erección. Todo un campo de globos aerostáticos en levitación hacía que uno se sintiera cómicamente ingrávido, más ligero que el aire, capaz de levitar, y el niño que tironeaba de la mano de Pierce saltaba ahora tratando de imitarlos. Pierce también se rió, no pudo evitarlo, cuando de pronto otro se levantó del suelo, la tierra, no súbita sino serenamente, y trotó por el aire a través del prado.

—Me imaginé que estarías aquí —dijo alguien a su lado mientras él, boquiabierto, contemplaba el globo.

—Spofford —dijo Pierce—. Vi tu camión. Eh. ¿Dónde has estado?

—Por ahí —dijo Spofford apaciblemente.

—Bueno, caramba —dijo Pierce—, caramba. Hubieras podido ir a visitarme.

—Bueno. Lo mismo digo. Por lo general estoy arriba, en casa.

—Te olvidas de que no sé conducir —dijo Pierce.

—Ah, de veras —dijo Spofford, mirándolo con una sonrisa más amplia aún, como si todavía disfrutara de una jugarreta que le hubiese hecho a Pierce algún tiempo atrás. Le tendió un libro que llevaba escondido detrás de la espalda—. Te he traído esto —dijo—. Por si te encontraba aquí. Lo dejaste el año pasado.

Era las Soledades de Góngora, los rebuscados poemas bucólicos que Pierce nunca había rescatado de la cabaña de Spofford. Tomó el libro; una fecunda cadena de momentos pretéritos se forjó dentro de él eslabón por eslabón, y recordó cómo y por qué estaba ahora aquí.

—Gracias —dijo.

—Les eché una ojeada —dijo Spofford—. Interesante, pero abstrusos.

—Bueno —dijo Pierce—. No son para leer; quiero decir, quiero decir…

—Uno de esos pastores había sido soldado —prosiguió Spofford.

—¿Sí?

Spofford volvió a coger el libro y lo abrió.

Cuando el que ves sayal fue limpio acero.

—¿Lo he entendido bien?

—Supongo.

—Combatió una vez en una batalla, en esa misma montaña por la que ahora guía al náufrago, ¿no? Una vez, mucho tiempo antes. Mira:

Yacen ahora, y sus desnudas piedras

visten piadosas yedras;

que a ruinas y a estragos

sabe el tiempo hacer verdes halagos.

Devolvió el libro.

—Interesante —dijo. Sus ojos se entrecerraron contra la luz del sol, la mirada perdida mas allá de las Lejanas—. Recuerdo lo rápido que reapareció la jungla.

—Hum. —Pierce se puso el libro bajo el brazo un poco avergonzado, avergonzado de que su antiguo alumno pudiera encontrar verdadera sustancia en la palabra escrita, por mucho que el autor hubiera preferido que no se la buscara.

Avanzaron juntos a través del gentío apiñado en los contornos del campo, donde casi todos los globos estaban ya inflados y dispuestos, una heráldica de losanges, burelas, chevrones y escudos de colores estridentes, como pabellones de caballeros apostados en el campo del torneo, enorme sin embargo, estandarte, jinete y cabalgadura todo en uno.

—Es curioso —dijo Pierce. Retribuyó, agitando la mano, el saludo de un hombre moreno, de pantalón corto; un abogado, pensó, a quien había conocido jugando al cróquet—. Al principio, cuando vine a vivir aquí, temí que no hubiera muchas personas para conocer. Supuse que haría frecuentes viajes a la ciudad para, para…

—Ir de juerga.

—Para distraerme. Y sin embargo no lo he hecho. Y ahora que estoy conociendo gente, veo que en realidad hay montones. Y gente buena además. Interesante. Cada día conozco más. Me sorprende.

—Sí. —Spofford levantó su mano morena y la agitó saludando a alguien.

—Y mira ahora —dijo Pierce—, este campo se está llenando de personas que ya he conocido o que por lo menos he visto. Las mismas. Creo que ya me han presentado a una quinta parte, y a muchos otros los conozco de vista.

—Uhu.

—Pronto se me acabarán. No son infinitos como en la ciudad; pronto los habré conocido a todos.

—Ja —dijo Spofford—. Espera hasta que te hayas casado con una o dos, y hayas tenido hijos con otra, y que la madre de tus hijos sea la amante del antiguo marido de tu ex esposa. Etc. Entonces habrás acabado con ellos y será hora de que te vayas con la música a otra parte.

—¿Sí?

—Bueno, es que no te quedará mucho margen para maniobrar —dijo Spofford—. Ellos creen saberlo todo de ti, y lo que ellos han decidido que eres, eso tendrás que ser. Pueblo chico ¿sabes?

Pierce creía saberlo. El pueblo en el que había crecido era, en muchos aspectos, mucho más pequeño que cualquiera de los de esta región, más pequeño por estar más alejado, en tiempo y espacio, de la Posibilidad. Allá el carácter era destino: el borracho del pueblo, el implacable dueño de la mina y su hijo degenerado, el predicador hipócrita y el médico bondadoso. Y las simples fábulas morales representadas una y otra vez por este escueto elenco, como una película. De exhibición continua.

Esta mañana, sin embargo, aquí en las Lejanas, no le parecía que esa especie de determinismo de pueblo chico pudiera tener una incidencia tan negativa, tan desafortunada. Claro que él había escapado de allí lo antes posible y se había lanzado al ancho mundo en busca de espacio para crecer y aire para respirar; y sin embargo en la ciudad no había hecho más que languidecer, no había crecido sino que se había encogido hasta caer, con el tiempo, en una extraña forma de invisibilidad. Casi ninguna de las personas que conociera allí, conocía a ninguna otra que él hubiera conocido, y de este modo, a cada nueva relación, Pierce podía presentar una personalidad distinta y parcial, un carácter ad hoc especialmente adaptado a las circunstancias (bar, librería, Brooklyn), pero demasiado frágil como para soportar a más de una sola persona por vez, o dos a lo sumo. Una cierta libertad, esa cambiante vida de dandy, pero una libertad inconsistente, insustancial.

Ahora, las cosas serían diferentes. Durante mucho tiempo había vivido en solitario, como una bola de billar, pese a las carambolas de eso que llaman amor; pero tal vez ahora pudiera empezar entablar vínculos reales. Tal vez. De qué naturaleza, no podía saberlo: porque no dependería de él. Quienquiera que él llegara a ser, con el correr del tiempo, a los ojos de estas gentes, cualquiera que fuese el exemplum que la comedia comunal requiriese de él, y él pudiera encarnar de manera plausible, ellos participarían en la decisión.

Un papel que representar. De acuerdo. Muy bien.

—Allí —le dijo a Spofford—, por ejemplo, de pie junto a la cesta de ese globo, está Mike Mucho.

Spofford miró en esa dirección.

—Es cierto. Bueno, en realidad no me lo han presentado, pero lo conozco, sé quién es. —Y alguien con quien Pierce ya había tenido encuentros, en más de un sentido. Q.E.D. Una tibieza misteriosamente fraternal le subió al pecho—. Y allí con él está su esposa, Rosie.

La cabeza de Spofford giró bruscamente hacia el globo negro y acto seguido de nuevo hacia Pierce.

—No, no es ella.

—¿No?

—No.

—Entonces debe de ser la otra —dijo Pierce—. Pero se parece muchísimo a su esposa.

—No. Para nada —dijo Spofford.

Bueno, ella estaba lejos y además había que hacer concesiones, pensó Pierce, a los ojos del amor. A los suyos, se parecía muchísimo a Rosie Mucho.

—Se llama Ryder, Rose Ryder —dijo Spofford.

¿Ryder también era Rose? Un nombre popular en estos contornos; con ésta eran tres que conocía. Las rosas florecían en abundancia en este suelo.

—Ella y yo —dijo Spofford— tuvimos un asuntito hace bastante tiempo, hace mucho tiempo. Y mira ahora.

Mike ayudaba a Rose Ryder a subir a la barquilla.

—¿Te das cuenta de lo que quiero decir? —dijo Spofford, cruzando las manos en la espalda, y dándose vuelta—. ¿Lo estás viendo?

Podía ser, pensó Pierce, que Mike Mucho fuera otro como él: sólo una mujer, la misma mujer con diferentes disfraces, bajo distintos nombres y en el caso de Mike, casi el mismo nombre.

—Y allí, además —dijo, señalando en otra dirección, hacia el prado—. Otro ejemplo.

—Sí —dijo Spofford.

—Esa mujer es mi nueva jefe —dijo Pierce—. Y también se llama Rosie.

—Rosalind —dijo Spofford—. Sí, me he enterado. Estás trabajando para la Fundación.

—¿Lo sabías?

Rosie Rasmussen los saludó a los dos con la mano; iba en pos de una niña de dos o tres años que parecía llevada por una prisa loca.

—La conoces, supongo.

—Sí —dijo Spofford—. Os presenté. ¿No? Tal vez no con ese nombre. —Empezó a volverla cabeza en dirección al globo negro, en el campo de vuelo detrás de él, pero pareció cambiar de idea—. Sé que te he hablado de ella, mis planes y todo. Rosie, Rosie Mucho. —Echó a correr a través del prado hacia donde la niña de los rizos de oro trepaba penosamente. Pierce no lo siguió. Giró en parte la cabeza en dirección a la Rose que estaba detrás de él, Ryder; pero cambiando de idea, la volvió nuevamente hacia la Rosie que tenía delante.

—Está un poquito chiflada —le dijo Rosie a Spofford. Los dos, al unísono alcanzaron a Sam. La niña, atrapada hasta las rodillas por las matas espinosas, se agitaba con desesperación.

—Papi no se va a ir sin ti, cariño, no te aflijas —le dijo Rosie.

Spofford, sonriendo, alzó a la llorosa Sam hasta sus hombros, desde donde ella continuó tendiendo histriónicamente los brazos hacia su padre.

—¿Así que vas a dar un paseo en globo, eh, Sam? —le preguntó.

—Es increíble —dijo Rosie—. No puede pensar en ninguna otra cosa. Yo estaría cagada de miedo.

Spofford soltó una carcajada, que tuvo el efecto de calmar a Sam.

—Oye —dijo, entonces—. Perdona lo del torneo.

—No importa, está bien. —Pierce Moffett, solemne, la saludó agitando una mano desde la ladera de la colina—. ¿Y cuál es ese famoso proyecto? Dijiste que tenías un proyecto.

—Tiene que ver con las ovejas —dijo Spofford—. Te lo explicaré más tarde. He hablado con Boney. Le ha parecido bien.

Cuando Rosie llegó al lado de Pierce, él, con las manos hundidas en los bolsillos, mirándola con extrañeza, parecía aún más aturdido que el otro día en la habitación de Kraft.

—Hola —lo saludó—. Todavía no conoces a mi hija Sam ¿verdad? Samantha. Di hola, cariño. Oh, no te pongas a llorar otra vez.

Pierce miró a Sam, a bordo de Spofford. Tal vez el estar aturdido era su modo de ser o su humor habitual: daba la impresión de alguien que se despierta en una cama que no es la suya y se pregunta cómo ha llegado allí. Una cama agradable, un cuarto desconocido. Un aire casi enternecedor.

—Y qué —dijo ella—. ¿Volvemos mañana? ¿A casa del viejo Kraft?

Pierce se limitaba a estudiarla como si estuviera sordo; al cabo dijo:

—Sí. Sí. Si puedo.

—He hablado un poco más con Boney —dijo Rosie—. Está muy interesado, sabes, en… lo que escás haciendo.

—Eso me pareció —dijo Pierce.

—Dice que deberías pedir una subvención. De la Fundación Rasmussen. —De pronto se sintió ridícula, un personaje de la televisión alterando la vida de un inocente—. Me dijo que no te deje escapar.

—¿Ah sí?

—De veras, hay dinero en eso.

Ahora, desde el globo, impaciente en la ladera, y tirando de los amarres, Mike llamaba a Rosie. Spofford iba ya en dirección a él, llevándole a su hija.

—Oye —dijo Pierce, cuando quedaron solos—. ¿Puedo hacerte una pregunta?

—Claro que sí. —Por un momento, Pierce pareció indeciso, la mirada perdida en la colina, como confundido—. El hombre que está en el globo ¿es tu ex marido?

—Sí, en realidad desde hoy; desde hoy.

—¿Y la mujer que está con él en el globo es su esposa actual?

—¿Rose? No, sólo una amiga.

—Ajá.

—Yo soy su ex y única, hasta ahora.

El gran globo negro, mucho más grande si se miraba desde abajo su vacío interior, se balanceó en la brisa, como uno de esos payasos inflables que se usan en las prácticas de boxeo; las condiciones atmosféricas más propicias para el vuelo habían pasado. Spofford había entregado su hija a Mike. Y Sam, ahora aferrada a su padre, con las manos y las rodillas, parecía menos segura de sus ganas de volar.

—Bien, bien —gritó el capitán, un hombre delgado de tez curtida, con las manos enguantadas en manoplas, como un maquinista de los viejos tiempos. Organizó a los espectadores, inclusive a Pierce y a Spofford, los altos, en una tripulación de tierra que debía retener la barquilla y afirmarla hasta que él diera la orden.

—Michael —dijo Rosie—. ¿Recibiste tu carta, hoy?

—Sí.

—Yo recibí la mía. Hoy.

—Está bien, Rosie, está bien.

Con su mano enguantada, el aeronauta tiró de la cuerda de su quemador, como si fuera el silbato de vapor de un barco o la campanilla de un tranvía, pero la respuesta sonó brutal, como un bufido. La barquilla se elevó girando, más ligera que el aire, y al girar dejó a la mujer llamada Rose justo delante de donde estaba Pierce preparado para sujetar su amarra.

—Hola. —A pesar de la hora, ella tenía en la mano una botella de cerveza.

—Hola —dijo Pierce—. Hola Rose.

—Me he acordado de ti. Al fin.

El terrible rugido se oyó otra vez, el globo se elevó, Pierce sujetó la amarra; la mujer, Rose, cerró los ojos y la boca, como si alguien la abrazara desde atrás, y los abrió de nuevo cuando el ruido cesó.

—La fiesta en el río —dijo ella—. El bote.

—Sí.

—La botellita.

—Eso es.

La marca de fábrica de este globo estaba impresa en un marbete cosido al reborde de lona de la barquilla. Era un Cuervo.

—Ibas a dedicarte a la cría de ovejas. —Otra vez aquel brillo glacial había vuelto a cubrirle los ojos, de eso no podía caber ningún error.

—¿Vives aquí, ahora?

—En las Jambas de Blackbury. —La barquilla había empezado a desplazarse por el campo. Pierce y el resto de la gente la seguían.

—Te veré por allí —dijo ella—. Voy a menudo a la biblioteca.

—Yo también —dijo Pierce.

—¿De veras?

Él corría ahora a la par del Cuervo; Rose lo miraba desde arriba, y se reía:

—De acuerdo —dijo.

—Adiós —gritó Rosie Rasmussen—. Adiós, adiós. Tente fuerte.

Uno por uno, los miembros de la tripulación de tierra fueron soltando las amarras, los más bajos, primero, los altos después; sin saber por qué razón continuaron corriendo detrás del globo a medida que éste se elevaba. El quemador rugió. Las leyes de la física, como en una travesura, arrebataron e izaron de golpe, fuera del alcance, el globo vasto y tenso.

—Al fin —dijo Rosie, casi sin aliento. Miró a Pierce, y luego a Spofford, y Pierce vio en su mirada algo así como una resignación, una sombra de miedo a la resignación, o creyó verlo.

—Creo que iré a buscar un café —dijo Pierce.

—Me he dado cuenta de una cosa —le dijo Spofford a Rosie, míentras miraban el globo que se empequeñecía al ganar altura—. Me he dado cuenta de que una mujer que ama a un hombre lo llama a menudo por su nombre verdadero.

—¿Cómo?

—Mientras el resto del mundo puede llamar a un tipo Bob o Dave, la mujer que lo ama lo llamará Robert David. Michael. —Seguía mirando al cielo.

—¿Y eso qué supones que quiere decir?

—Sí tú no lo sabes —dijo Spofford—, entonces, muy probablemente no quiere decir nada.

—Hum. —Rosie cruzó los brazos sobre el pecho. Podía ver que Samantha, en la cesta de mimbre, no sacaba la cabeza del hueco del cuello de su padre; Mike, riendo, le tiraba de los rizos.

—¿Qué carta es ésa? —dijo Spofford—, ésa que los dos recibisteis. Era…

—Del juzgado. El divorcio. Dice que ya está asentado, y que tenemos una sentencia nisi.

—Oh. —Spofford dio un corto paso en dirección a ella y enlazó las manos detrás de la espalda; estudió el cielo—. Oh.

—Sí. —Un nuevo comienzo, decía Allan en la carta afectuosa y cortés que había adjuntado a la notificación, pero Rosie no tenía idea de que eso pudiera significar un comienzo. No un final sino un comienzo; o El Comienzo, como en Manzanas mordidas: El comienzo encordado como un sarcasmo, la mitad en blanco de la última página, el resto de su vida.

Para ella misma no parecía tan nefasto. Podría apañarse de alguna manera, pensó, un camello, una nave del desierto, sin rumbo fijo. Pero para la hija que tan irreflexivamente había tomado a su cargo, sólo podía proyectar un futuro imaginario, lúgubre y sin amor, protegida o mejor dicho atendida por una mujer que había olvidado, si alguna vez lo supo, qué era el Amor, qué era lo que la gente quería o necesitaba para poder vivir; una especie de alienígena, una Madre de Otro Mundo.

Tal vez debiera morirse. Antes de que todos los demás se dieran cuenta, Spofford, Boney. Sam podría entonces venerar su memoria, recordar los momentos felices, sin descubrir jamás su secreto.

—Una sentencia nisi —dijo Spofford, como paladeando la frase—. ¿Y eso es, digamos, una sentencia definitiva?

—No exactamente. —Sin que pareciera haberse movido, el globo estaba ya más lejos, más pequeño aún en la distancia.

—Es una sentencia nisi. Nisi es en latín. Significa salvo que.

—Salvo que ¿qué?

—Salvo un montón de cosas. Salvo nada en realidad. Es una simple formalidad. Hay que esperar seis meses para obtener los papeles definitivos. Eso es todo.

—Eso me recuerda un cuento que leí no sé dónde —dijo Spofford. Seguía estudiando el cielo pero como si no viera nada en él—. De un tipo a quien un rey iba a hacerlo decapitar. Lo habían pillado haciendo de las suyas con la esposa del rey. Y él dice: Esperad un minuto; si me perdonáis la vida por seis meses, en ese lapso puedo enseñarle a hablar a vuestro caballo. Garantizado.

Quizá, pensó Rosie, deberían subir al coche y perseguir al globo. Podía perderse, caerse en el Blackbury, no volver nunca más.

—El rey dice: Por qué no. Tienes seis meses. Y encierra al hombre en el establo, con el caballo. En realidad es un cuento muy viejo. Entonces la esposa del rey va a ver al hombre y le pregunta: ¿Cómo pudiste hacer una promesa tan descabellada? No podrás cumplirla ¿verdad? Y el hombre responde: Espera, en seis meses pueden suceder muchas cosas, el rey puede enfermarse y morir; puede cambiar de parecer. Puede morir el caballo; yo puedo morir, y a lo mejor el caballo…

—Oh, Dios —dijo Rosie y asió el brazo de Spofford.

Por algún capricho del aire, el globo había descendido bruscamente antes que el quemador lo volviera a elevar. Rosie tuvo un arranque de furia ciega contra ellos, por el peligro que corrían, por lo lejos que estaban de ella.

—Perdona —dijo, reparando de pronto con cuánta paciencia Spofford esperaba que ella le volviera a prestar atención—. ¿No estabas contando un cuento?

—No tiene importancia —dijo él, con una sonrisa.

—Perdona —repitió y las lágrimas se le agolparon, dolorosas, en la garganta. Quería decirle que lo lamentaba, que en realidad todo cuanto quería hacer era desandar el camino por el que había venido, pero que ya no había retorno posible; fuera lo que fuese lo que hubiera al otro lado de esto, y ella ni siquiera sabía si había algo al otro lado, ésa era la única dirección que podía tomar, y a solas.

¿Hasta dónde puede uno internarse en un bosque? La vieja adivinanza de la escuela primaria. La respuesta es: hasta la mitad. A partir de allí empiezas a salir. Pero ¿cómo sabría ella en qué momento había llegado a la mitad? Hasta tanto lo supiera, cada paso era sólo más lejos: cada paso un comienzo.

—Perdona —dijo otra vez, palmeó el recio hombro de Spofford, y desvió la mirada.

En realidad, es más simple de este modo, supuso Pierce, ninguna multiplicación innecesaria de entidades. Y sin embargo, durante mucho tiempo seguiría sintiendo la presencia de otra, una más por lo menos; una que no era ninguna de aquellas dos, o que era ambas, o una u otra con una historia diferente. Ninguna reconsideración de los hechos podría jamás borrarla del todo.

La esposa de Mike y novia de Spofford: una. La novia de Mike y compañera de bote de Pierce: dos. Todas las demás no eran sino la una o la otra bajo distinto aspecto, estrellas matutinas y vespertinas, luna llena y luna creciente.

Debía de haberse equivocado sin duda, al suponer que Rosie se le había insinuado, Rosie Rasmussen, Rosie Mucho, en la alcoba de Fellowes Kraft, que él, que él y ella… No, una equivocación. Era sólo su Adán que empezaba a impacientarse; un hombre ciego, cuyas falsas percepciones Pierce tendría que acostumbrarse a enmendar.

Y si él, imprudente, hubiera, hubiera… y la mujer de Spofford, además. (¿Sería exacto eso? Era exacto). Sintió una ardiente oleada de cómica vergüenza, de una culpa dos veces eludida involuntariamente y soltó una carcajada. Si esa gente entre la cual vivía ahora —esa gente sensata y feliz, apacible como el día y como la pradera— iba a seguir engañándolo de ese modo, como artistas que cambian de vestuario con increíble celeridad, entonces él se había equivocado por cierto al decirle a Spofford que pronto los conocería a todos.

Ya era pleno día, y hacía calor. Buscó un café, lo llevó a una mesa cercana al tenderete de los refrescos, se sentó debajo de un parasol a rayas, y abrió las Soledades que Spofford le devolviera esa mañana.

La Soledad Primera. Era del año la estación florida. Empezaba con un naufragio y terminaba con una boda; como muchos buenos romances, pensó Pierce, como más de uno de Shakespeare.

No el suyo, sin embargo. La terrible, asombrosa sospecha de que real, verdaderamente pudiera ser así, se instaló como con un golpe súbito en una región recóndita de su ser. Era así. Lenta, cautelosamente, cruzó las piernas, y dejó que las páginas de las Soledades se cerraran en abanico.

El celibato, —incluso el más estricto celibato de corazón y de propósitos que Pierce se había impuesto— no significaba necesariamente castidad. Probablemente no, pensó, no, dada la campaña electoral que aparentemente tenía lugar, en secreto, en torno de él—. Alzó los ojos. Todo el campo de vuelo —todas las naves aptas, al menos— se habían elevado ya. Flotaban en el aire a distancias diversas, globos grandes y pequeños, como una clase ilustrativa sobre la tercera dimensión. Allá, con las siluetas demasiado pequeñas para que se pudiera divisarlas, flotaba el negro, el Cuervo.

Tendría que ser muy cuidadoso, eso era todo; conociéndose como se conocía, sabiendo cómo era.

Había otras historias, de todos modos, pensó. La del náufrago, el hombre desnudo e indigente que, gracias a su ingenio y buena voluntad, (tal vez también a sus protectores mágicos), se abre camino, y al cabo de numerosas aventuras llega a ser rey del país sin rey en que la marea lo ha depositado.

Y luego, a la larga, se hace otra vez a la mar.

Vistas desde allá arriba, desde el Cuervo, las gentes y las cosas de aquí abajo también habían cobrado, con la distancia, un aspecto ilustrativo: ese aspecto nítido, como de juguetería, que adquieren, cuando se los contempla desde un avión, los automóviles, en miniatura deslizándose en silencio, los parques y las casas, pulcros y de apariencia artificial. Relatividad. Rose Ryder miró hacia abajo, las manos ligeramente apoyadas en el mimbre cubierto de lona, los pies apoyados también ligeramente en la nada entre ella y la tierra.

Había visto a Pierce alejarse del sitio en que Rosie Mucho y Spofford permanecían juntos, pero no qué dirección había tomado. Pensó que lo saludaría si lo veía mirar para arriba. No, no lo haría.

Pierce Moffett, nombre curioso, áspero y suave a la vez.

Sam lloraba más fuerte cada vez que se encendía el quemador del globo, chillando en el hueco del hombro de su padre. Por lo demás, estaba rígida, y Mike no conseguía que alzara la cabeza para mirar.

—¿Ves el hospital? —dijo—. ¿Ves dónde trabaja papi? Oh, Sam.

Si alguna vez ella fuera a tener un hijo, si alguna vez fuera a quedar embarazada, había decidido Rose, nunca se lo diría al padre. Él nunca vería a la criatura que nacería en secreto; él nunca se enteraría de su existencia. Se imaginaba asimismo, años más tarde, hablando con él, el padre de la criatura, en la mesa de un restaurante, charlando de cualquier cosa, del pasado; y la criatura en otra parte, jugando, creciendo. En secreto.

El aeronauta, a su lado, encendió de nuevo el quemador; el ruido sacudió a Rose como un golpe, hizo que algo profundo vibrara en su interior. La tierra se alejaba. De acuerdo con la ciencia de la climateria, cuyo método Rose había aplicado a su vida, este día azul era el primero de su nuevo año de tránsito ascendente, hacia la meseta de los veintiocho: y pese a las recomendaciones de Mike, que sostenía que la climateria no era profecía. Rose estaba segura, segura, segurísima, de que éste iba a ser un buen año para ella. Un cambio para mejor. Podía sentirlo, como la brusca certeza de la llama del quemador, en la raíz de su ser.

—Mira, Sam, Rose no tiene miedo. Rosie quiere verte ¿ves?

Los Leños dieron vuelta un recodo de su montaña y desaparecieron. El tapiz verde chartreuse de las Lejanas que, pespunteado de plata por el Blackbury, se prolongaba hacia el oeste y el sur, le parecían a Rose Ryder, a la luz de la mañana, los dedos entrelazados de un par de manos pacientes apoyadas en el torso de la inmensa tierra.

Aquél fue el último día de la primavera, pues contados son en las Lejanas los días primaverales; y a la semana siguiente Spofford bajó con su rebaño por los atajos y entrecortados senderos que llevan a Arcadia. Trashumando, ésa era la palabra en que pensaba al andar, una palabra que había aprendido de Pierce, un palabra que significaba la migración de los pueblos pastores de las tierras invernales a las estivales tierras de pastoreo; porque eso, o algo como eso, consideraba estar haciendo.

El plan tenía para él varias ventajas, y ventajas también para Boney Rasmussen, ventajas que Spofford había puesto ampliamente de relieve cuando se lo expuso a Boney. Sus campos, que, debido a los estrictos presupuestos de los últimos años, corrían el riesgo de convertirse en bosques, se mantendrían cultivados y cuidados (y desde luego fertilizados gratuitamente): «pezuñas de oro, señor Rasmussen», había dicho Spofford, ilustrando con sus dos índices la invalorable manera en que las ovejas hundían sus propias boñigas en el suelo. Ése era el aspecto pintoresco. Yuna parte del producto eventual, además, cuidadosamente envuelto en papel de carnicero, conservado en hielo seco en los frigoríficos de Cascadia. Toda carne es hierba.

Lo que Spofford ganaría en la transacción, dijo, era, ante todo, campos de pastoreo más vastos y más lozanos. Y un granero en buenas condiciones, sus propios establos artesanales deberían ser derribados y reconstruidos para alojar nuevas crías; y la ayuda (ocasional) de Rosie, a quien —Spofford estaba seguro— le gustaría la actividad y la posibilidad de adiestrar a sus dos perros antes de que fueran demasiado viejos y perezosos para aprender a ganarse el sustento.

—Bueno, eso desde luego tendrá usted que preguntárselo a ella —dijo Boney.

—Oh, eso pienso hacer —dijo Spofford—. Eso pienso.

En realidad, al conocer el proyecto, Rosie no había parecido tan complacida, ni de lejos como Sam; insinuó que tenía mucho que hacer, y que no le gustaba que le ofrecieran una participación que ella no había solicitado. Pero eso a Spofford no le había sorprendido. Hasta lo había previsto cuando concibió el plan, en mayo, una noche de insomnio, la primera en que su ventana había permanecido abierta hasta el alba.

De modo que recorrió el perímetro de los prados traseros de Arcadia y comprobó que los muros de roja piedra arenisca, aunque desmoronados en algunas partes, eran todos a prueba de ovejas, y cercó el círculo que le asignaran con alambre electrificado y poco visible; y una verde mañana arrió hasta allí a su intrigado y quejoso rebaño, a través de un espacioso portal esculpido (uvas y caras) que ya nadie utilizaba. Spofford había conseguido un trabajo en el norte, la carpintería de una hilera de casas de veraneo a orillas del lago Níquel, y pasaría cada mañana y cada anochecer cerca de la entrada de Boney; no le costaría nada echar una ojeada y controlar.

Las ovejas no tardaron en tranquilizarse. La hierba era dulce bajo los robles de Arcadia, serenos también, cada árbol en su estanque de sombra, una multitud de solemnes eminencias irguiéndose a respetuosa distancia una de otra, Spofford, alzando la cabeza, los contemplaba.

Para ser un verdadero pastor clásico, le había dicho Pierce, tendrías que comer bellotas y estar enamorado.

—Bueno, un pan hecho con bellotas —le dijo Pierce—. Supongo que no la nuez misma.

—Hum —dijo Spofford, seguro de que le estaba tomando el pelo—. Bellotas.

Las ovejas, tímidas invitadas a una gran comilona, erraban por el prado, también él erraba. La casa ocre y con todos sus ángulos apareció a la vista, arropada entre los tejos y los rododendros; sus torres vacías, techada de tejas onduladas rosadas y azules. Era una de esas casas que por alguna razón su madre llamaba siempre la casa de La Bella Durmiente.

La casa que él mismo estaba edificando allá arriba, en el luminoso huerto de la montaña, sería diferente, no una casa secreta; llana y fácil de comprender a primera vista. Este verano los cimientos, el terreno desbrozado, puntuado y cercado. Tendría la luz del largo atardecer para trabajar en ella.

Él no sabía nada del amor. Lo que la gente entendía por «enamorarse» siempre lo había confundido e irritado; «echarse a volar» era lo que al parecer querían decir. Lo que él sabía al respecto era algo distinto, algo que cobraba existencia poco a poco, un quid pro quo; no dar un paso a menos que hubiese camino suficiente donde poner el pie, pero tomar cuanto camino apareciese a la vista, eso era todo.

Encontró un buen árbol para descansar a su sombra, con la casa a la vista y allí se sentó y cruzó sus botines de lona. Él seguiría en pie, erguido sobre sus cuatro patas, y vería a dónde lo conducían. Tiene que resultar. Sacó su vieja Kohner y sopló el polvo que se había acumulado en los intersticios, buscando con su oído mental una melodía.

En ese mismo momento, cuando el sol, en su eterno periplo, cruzaba el meridiano, Pierce Moffett, en la casa de Fellowes Kraft en Stonykill, dio vuelta a la última página de lo que había escrito Kraft, sobre la pila que tenía a su derecha y se reclinó en la dura silla (¿cómo pudo Kraft pasar tantas horas sentado en ella?), delante del escritorio.

Encendió un cigarrillo, pero permaneció sentado e inmóvil con él en la mano, mientras el humo se desenroscaba en una cinta continua y múltiple, como el calor que de las entrañas le subía al pecho. Ahora sabía que su vida entera hasta ese momento, la religión en que había nacido, las historias que había aprendido e inventado y narrado, la educación que había recibido o esquivado, los libros de algún modo escogidos para que leyera, su gusto por la historia y las fechas coloreadas con que él la había enriquecido, las drogas que había ingerido, los pensamientos que había pensado, todo ello lo había preparado no para escribir Un libro, como él había supuesto, no, sino para leer uno. Este libro. Esto era lo que él en un tiempo había esperado y anhelado encontrar en cada uno de los libros que abría, que cada libro fuera el libro que él necesitaba, su propio libro.

Porque este libro no era diferente del suyo, también inconcluso (ni siquiera empezado, en realidad); en realidad su propia vida parecía igual, el libro no escrito, inescribible, de toda su vida vivida, sólo que en otra edición, y con el mismo título por añadidura. Un título equívoco, había dicho Julie, y difícil de clasificar.

Contempló el tambaleante montón de páginas, todas boca abajo, leídas, pero no concluidas para él. ¿Para qué público —se preguntó— había pensado Kraft que estaba escribiendo? ¿Quiénes supuso él que querrían leer semejante historia? Nadie tal vez y ésa es quizá la razón por la cual permanece aún sobre este escritorio, inconclusa, inédita, en espera de su único lector ideal.

Porque el libro, considerado como tal, como novela, no era por cierto un buen libro, pensó Pierce; era un romance filosófico, remoto y extravagante, sin el verdadero sabor de la vida que en realidad debió de prevalecer en el mundo, como había realmente acontecido si uno se refería a este mundo, este único mundo en el cual, metáforas aparte, todos nosotros hemos vivido real y únicamente. Los personajes eran fantasmas hambrientos, sin esa saludable contundencia de la vida misma que Pierce recordaba de otras obras de Kraft como Manzanas mordidas, o aquella otra sobre Wallenstein. Las docenas de figuras históricas, ninguna excepto las menos significativas, hasta donde Pierce podía juzgar, eran fabricadas, los incidentes reales, grandes y pequeños en que ellos en verdad participaran, reducidos todos a un cuento de invierno, las motivaciones imaginarias que aquí se atribuían a sus actos; los dolores de parto y las angustias de muerte de las eras del mundo, las agonías de los potentes magos, la obra de los demonios, de las lágrimas de Cristo, de las prepotentes estrellas.

No no no, le había dicho a Julie no, esos rosacruces preservando secretas sus historias, transmitiéndolas a través de las edades codificadas en libros secretos que significan lo contrario de lo que dicen, trabajando para alterar la vida de los imperios, acechando detrás de los tronos de los reyes y los papas-despierta: las sociedades secretas, los masones, los illuminati, no han tenido un poder real en la historia. ¿No te das cuenta?, había dicho él, la verdad es tanto más interesante: las sociedades secretas no han tenido poder en la historia, pero la creencia de que las sociedades secretas han tenido poder en la historia, sí ha tenido poder en la historia.

Y sin embargo. Y sin embargo.

Terminar de escribirlo. Huh. A diferencia de la Historia, las historias necesitan finales; las páginas de notas al final del manuscrito de Kraft llevaban la narración más y más lejos, acumulando más años y libros y personajes —calculó Pierce de una ojeada— como para llenar otros dos, otros tres volúmenes, sin llegar a un final.

Pero Pierce podía imaginar un final; podía, sí. Podía imaginar que después de que hubiera tenido lugar el gran cambio: un diluvio universal, un huracán de diferencia que arrasara con todo el viejo mundo, una tempestad en la que convergieran la Guerra de los Treinta Años, los tercios, Wallenstein, el fuego y la espada; la Razón, Descartes, Peter Ramus, Bacon y también la Sinrazón, las brujas ardiendo en sus hogueras; después de que todo hubiera sido barrido una vez más y desaparecido en lo irrecuperable, los hermanos rosacruces en fuga, la Piedra, el Cáliz, la Cruz, la Rosa, todo barrido como hojas al viento, él podía imaginar que, bajo un cielo fuliginoso e impenetrable (el alba a punto de romper, pero en otra parte; y otro tiempo que el allí y el entonces) ellos, los héroes de esa Era, que para entonces ya serían imaginarios, serían reunidos uno a uno por un anciano de barba blanca como la leche y con una estrella en la frente. Convocados. Venid, venid ahora, pues nuestro tiempo es pasado. Uno a uno, desde los talleres y las cavernas de Praga y los jardines filosóficos de Heidelberg, desde las celdas y los palacios de Roma y París y Londres. Ahora todo es pasado. ¿Y a dónde podrán ir ellos entonces? El viento se levanta con el amanecer; ellos suben a bordo de ese navío impaciente en su anclaje, cuyos velámenes se están abombando ya, el signo de Cáncer pintado en ellas. Hacen rumbo hacia otra parte, una ciudad blanca en el Oriente más remoto, un país nuevamente sin nombre. Se hacen a la mar.

Con una horrible y súbita certeza, Pierce supo que iba a llorar.

Santo Dios, pensó, cuando el acceso hubo pasado, Santo Dios, de qué región de su interior le había sido arrancado inesperadamente, como por una mano. Se secó los ojos en los hombros de su camisa, el izquierdo, el derecho, y miró por la ventana del parteluz, el pecho todavía trémulo. Allá fuera, Rosie Rasmussen y su hija se ocupaban del descuidado jardín de Kraft. También Sam estaba llorando.

Por qué tengo que vivir en dos mundos, preguntó Pierce, por qué. Somos todos o sólo unos pocos los que siempre vivimos en dos mundos, un mundo fuera de nosotros, real pero extraño, y un mundo interior que tiene sentido y que nos arranca lágrimas de reconocimiento cuando penetramos en él. Se levantó. Acomodó la pila de páginas que legara el difunto Kraft, y la insertó de nuevo en su caja.

No era verdad. Claro que no. Porque si este momento era un momento en que podía ser verdad, también este momento estaba transcurriendo velozmente; y cuando hubiera pasado, toda esta historia de Kraft no sólo ya no sería posible sino que no había sido posible jamás. No habría forma, si el mundo continuaba girando, estas historias contenidas una dentro de otra; una por una se deslizaban de nuevo en la mera ficción —el falso Egipto de Hermes, y el falso Hermes de Bruno; el falso Bruno de Kraft; la falsa historia del mundo de Pierce, las puertas que una vez se abrieran de golpe, se cerraban también de golpe a lo largo del corredor, que conducía hacia los siglos coloreados.

La brecha se cerraba; quizás este año fuera el último en que pudiera percibírsela; este mes el último mes; y una vez que se cerrara no habría ya mensajero alguno a quien uno pudiera creer. Yo sólo he escapado para decíroslo, porque también el mensajero sería una ficción, una idea loca, una fantasía.

El momento del cambio, el momento de Pierce, el momento mismo no iba a sobrevivir al cambio, eso era todo. Se retraía con todo lo demás en el mundo ordinario, este único mundo, ese mundo real que ahora retrocedería infinitamente, todo a la vez, igual a sí mismo.

Sí.

Salvo que, de ahora en adelante, no a menudo pero sí de vez en cuando, aquellos que hubiesen pasado por ese momento podrían experimentar la aguda sensación de que sus vidas están partidas en dos, y de que sus infancias, en el lejano extremo, yacen no sólo en el pasado sino también en otro mundo: una certeza melancólica, para la cual no puede aducirse, ni siquiera imaginarse prueba alguna, que las cosas contenidas en ella, la naranja Nehi y las zapatillas sucias, la misa cantada y el texto de geografía y la revista de historietas, las ciudades y los pueblos, los perros, estrellas, piedras y rosas, no tienen ninguna semejanza con las que condene el mundo de hoy.

Pierce salió del estudio, atravesó la casa oscura y emergió a la luz del mediodía. Continua, imperceptible, a la velocidad de un segundo por segundo, el mundo pasaba de lo que había sido a lo que iba a ser. Rosie se levantó el ala de su sombrero de sol para ver a Pierce, que salía de la casa a largos trancos, y Sam dejó de lloran Spofford, en Arcadia, levantó el instrumento que sostenía en sus palmas, para tocar.

—Listo —gritó Pierce—. Terminado.

—Nosotras también —dijo Rosie; y levantó, para que él pudiera ver, el botín que habían recogido en el jardín de Kraft, grandes brazadas de flores que de otro modo se hubieran marchitado a solas, amapolas y rosas exuberantes, margaritas, lirios y glicinas.

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