Ocho
La tormenta no se desencadenó, ni tampoco pasó de largo. Después del viento oscurecedor y de unas gotas indecisas, pareció apaciguarse despejando el cielo del anochecer. Sin embargo, permaneció sobre el horizonte, gruñendo sordamente de tanto en tanto, tal vez lloviendo (se decían unos a otros en la fiestecita de Spofford) en alguna otra fiesta, en algún otro lugar. El aire denso y caliente parecía electrizado por su cercanía; y cuando salió la luna, entre brindis y risas, inmensa y ambarina como el whisky, su luz doró el borde festoneado de las nubes.
Pierce y Spofford bajaron a la fiesta en el ve tusto camión de Spofford, Pierce con los pies en medio de cajas de herramientas y trapos grasientos, en tanto Spofford conducía con un brazo en el volante y el otro apoyado en la ventanilla, como sosteniendo el techo. Los caminos de grava, el olor del viejo camión, el aire de la noche en su rostro, le hacían pensar a Pierce en Kentucky, en las lejanas noches estivales de sábado, a la luz de las estrellas, en la libertad y en la esperanza: como si este camino fuese una prolongación de otro en el que había estado alguna vez, un camino que abandonara años y años atrás y que volvía a encontrar en este cruce, quién hubiera pensado que lo conduciría aquí, quién lo hubiera pensado.
Se internaron, a barquinazos, por un maltrecho camino pavimentado y a poco andar se detuvieron al lado de un tenderete cerrado. A la luz de los faros delanteros, Pierce vio que en él se vendía, o se había vendido alguna vez, una larga lista de comidas de verano. Estacionaron allí, en medio de otros vehículos: había camiones viejos como el de Spofford, otros más nuevos, algunos equipados para usos especiales, un pequeño convertible rojo y una camioneta enorme. Spofford sacó de un tirón la manta ocre con dibujos indios que cubría el asiento del camión, la enrolló y se la puso debajo del brazo. Con el dedo índice cogió una damajuana de vino tinto, que se hallaba en el compartimiento trasero del camión, se la echó por encima del hombro y guió a Pierce hasta un sendero que corría por detrás del tenderete y descendía a través de un bosque de pinos en dirección a un triángulo de aguas negras y doradas. Había otros en el sendero, siluetas oscuras o bañadas por la luna que acarreaban cestas, pastoreaban niños.
—¿Spofford? —dijo una mujer corpulenta, con un vestido estilo carpa, y un cigarrillo entre los labios.
—Hola Val.
—Qué noche espléndida —dijo Val.
—Mejor imposible.
—Luna en Escorpio —dijo Val.
—¿Así que esas tenemos?
—Sí, pero ten cuidado —rió Val entre dientes, y desembocaron en un claro lleno de gente, a la luz de una hoguera, entre voces que saludaban y perros que ladraban.
La fiesta era de Spofford sólo porque el tramo de ribera en que se celebraba era parte de su propiedad, un pequeño recreo que sus padres solían explotar durante los veranos; el tenderete, unas cuantas mesas de picnic, unos fogones de piedra dispuestos enferma de anillo druida, un muellecito de madera, un par de cobertizos. «Ellos» y «Ellas». Spofford traía la damajuana de vino pero no hacía las veces de anfitrión, sólo tenía un aire un tanto feudal mientras iba y venía, acompañado de Pierce, en medio de la gente, diciendo hola y haciendo comentarios. Las mesas estaban atestadas de vituallas y frutas, botellas, quesos y cuencos de una cosa y de otra, suficientes para multitudes al parecer cada convidado era allí su propio anfitrión. En algunos dólmenes habían encendido fogatas, y el humo de la leña se mezclaba con el aire de la noche; y una flauta sonaba tenue, rizándose en el susurro de los pinos.
Con las manos en los bolsillos, saludando con un movimiento de cabeza a derecha e izquierda como lo hacía Spofford, Pierce bajó con su amigo hasta el borde del agua. La luna, por encima de los árboles frondosos de la otra orilla, parecía un agujero recortado en un cielo de azabache para dejar pasar la luz de un firmamento lejano y frío. Súbitamente, una dos tres figuras irrumpieron en la superficie del agua como si hubieran estado durmiendo en el fondo del río y acabaran de despertarse; risueñas y desnudas, treparon hasta el muelle por la escalerilla, y allí se quedaron secándose a la luz de la luna; tres mujeres, una morena, una clara, una rosada; tres gracias.
—Bueno, ella está aquí —dijo Spofford en voz baja, alejándose.
—¿Ah sí? —dijo Pierce sin volverse. La morena se retorcía con las manos la espesa cabellera negra, para escurrirle el agua; la rubia se afirmó con una mano en el hombro de la morena para secarse los pies. La tercera señaló a Pierce y las tres alzaron los ojos y parecieron reír; Pierce oía sus voces, por encima del agua, pero no sus palabras. Inmóvil, las manos siempre en los bolsillos, observaba y sonreía. De pronto, oyó a sus espaldas fuertes pisadas de unos pies descalzos, un hombre desnudo pasó corriendo delante de él y, con las manos extendidas en actitud de oración y el largo pelo flotante, se arrojó al agua como si fuera a ahogarse ofrendando su vida: era de él de quien se habían reído las mujeres.
Un niñito rubio lo siguió, se hundió hasta las rodillas, lanzó un grito y se detuvo de repente, como sorprendido; luego un niño algo mayor pasó a la carrera delante de Pierce y se zambulló. Una mujer corpulenta (su madre, quizá) se quitó la bata corta que vestía y, balanceando al andar los grandes pechos, corrió y se zambulló detrás de los niños, agitando el agua listada de oro y trocándola en espuma de plata.
Pierce, el pecho ensanchado de bienestar, la sonrisa todavía en su rostro, volvió la cabeza. Adamitas. ¿Cómo se habrían librado de la maldición?
—Nunca podrías comprar esto en la ciudad —le dijo a Spofford, que estaba sirviéndole un vaso de vino tinto, negro a la luz de la luna—. No podrías comprarlo. Este deleite.
—Claro que no —dijo Spofford—. No está en venta. —Le pasó un porro grueso y crepitante que despedía un humo viscoso—. ¿Quieres comer algo?
*
Maíz asado y tomates dulces como fresas, los buenos frutos de la cosecha; pan casero y crujiente del horno de algún invitado; perritos calientes, nueve clases de col y ensalada; su plato de papel se combaba, empapado, bajo el peso de tantos manjares.
—¿Qué puede ser esto? —le preguntó a una mujer que llenaba su plato junto a él, pinchando algo que parecía un pastel.
—No sé —respondió ella—. Comida beige.
Llevó su plato hasta una roca que ofrecía un asiento adecuado y un panorama completo de la fiesta. En la roca de al lado estaba sentado el flautista, su música tenue e incierta provenía de una serie de cañas huecas enlazadas entre sí, y él mismo tenía el aire de un Pan dulcificado, la boca en arco fruncida para soplar, la barba juvenil. Un niño soñoliento se hallaba sentado a sus pies, con la cabeza apoyada en su regazo.
—Siringa —dijo Pierce cuando el flautista dejó de tocar para sacudir la saliva de su instrumento.
—¿Qué dices?
—Las flautas —dijo Pierce—. Siringa es el nombre. Era una muchacha, una ninfa que el dios Pan amaba. Y perseguía. —Hizo una pausa para tragar—. Ella era casta, trataba de escaparse, quiero decir, y en el preciso instante en que él estaba al fin por darle alcance, algún otro dios o diosa se compadeció de ella y la transformó en un manojo de cañas. En el último momento.
—Qué me dices.
—Sí. Y Pan confeccionó su flauta con esas cañas. Siringa. La misma palabra que «jeringa», dicho sea de paso, una caña hueca. Y Pan sopla en ella hasta el día de hoy.
—Bueno, ¿a ver, quién da el tono? —preguntó el flautista. Tentó una nota—. No puedes tocar muchas cosas con ella.
—Puedes —dijo Pierce—. Puedes tocar la Música de las Esferas.
—Tal vez después de algunas lecciones. —La curva de la boca y su voz suave, un poco ronca, daban la impresión de que estaba a punto de echarse a reír, como si Pierce y él compartieran una broma secreta—. Estaba tratando de sacar Tres ratones ciegos.
Pierce se rió, pensando en octavas y ogdoadas, en Pitágoras y la lira de Orfeo. Podía seguir así, indefinidamente. Era el porro; rara vez fumaba en estos tiempos, había notado que el humo sólo lo ponía paradojal y críptico, por mucha lucidez que pareciera crear dentro de él, lo cual le hacía desconfiar de la lucidez. El flautista lo miraba como si tratara de individualizarlo, o de recordar quién era, siempre sonriendo con esa sonrisa de grata complicidad.
—Soy forastero aquí —dijo Pierce—. Mi nombre es Pierce Moffett. He venido con Spofford.
—Me llamo Beau. —No tendió la mano, aunque su sonrisa se ensanchó.
—En realidad —dijo Pierce— no debería estar aquí.
—¿Ah, sí? —Algo de Pierce o de su explicación parecía deleitar cada vez más al flautista.
—Iba a un lugar totalmente distinto. Un autobús me dejó varado.
—De modo que eres un colado. Entraste por la ventana.
—Así es.
—Pero no estás herido, sin embargo.
—¿Hum?
—Eh, Rosie —llamó Beau hacia la oscuridad—. Ven a charlar. —Pierce escrutaba los rostros, en medio del gentío que iba y venía. Una muchacha morena que se alejaba, cerveza en mano, volvió la cabeza hacia él en el mismo instante, y encontró su mirada; le sonrió como si lo conociera y siguió de largo.
—Bueno —dijo Beau, tecleando con los dedos los agujeros de su flauta—, ya que estás aquí, supongo que te pondrás a tono. ¿Sí? De una u otra forma.
—Bueno, claro —dijo Pierce. Dejó su plato en el suelo y al instante apareció un perro a investigarlo, sin encontrar en él nada de interés—. Sí, supongo, en cierto modo —dijo, levantándose.
El niño recostado en el regazo de Beau levantó la cabeza, pidiendo más música. Beau tocó. Pierce partió en pos de la sonrisa que había visto, y que ahora había desaparecido en medio de los convidados. Siringa. ¿Qué podía importar aquí una mercancía como ésta? Era un tema realmente candente, sobre todo este mes. Sólo que tendría que exhibir sus mercancías para poder venderlas, y mostrarlas equivalía a revelarlas. ¿Qué pagarías tú por saber dónde, por qué, esa flauta…?, ¿qué imágenes o resonancias pueden evocar los intervalos de esa flauta…? La encontró sentada en un tronco junto a la orilla, un poco aislada al parecer; cuando se retorció entre las manos la larga cabellera, Pierce la reconoció. Oyó que alguien le decía al pasar:
—Dime, ¿sabes si Mike va a venir?
Ella se encogió de hombros, sacudió la cabeza, no, Mike no iba a venir; o no, ella no sabía; o rechazaba la pregunta. O las tres cosas. Por un momento pareció fastidiada, y bebió con avidez.
—Hola, Rosie —dijo Pierce, de pie junto a ella—. ¿Cómo está Mike? —Era el humo, el maldito humo y la bebida, que lo volvían tan desfachatado.
—Muy bien —dijo ella automáticamente, alzando la vista y sonriendo otra vez; sus dientes eran de una blancura deslumbrante, grandes y desparejos, con caninos largos y uno de los de delante picado—. No te recuerdo.
—Bueno, caramba —dijo él, sentándose a su lado—, qué mala noticia.
—¿Eres de Los Leños? No conozco a todos los que están allí.
—¿Los Leños?
—Bueno, no sé —dijo ella, con aire desvalido.
—Fue una impostura —dijo Pierce—. Una broma. No podrías diferenciarme ni de Adán. ¿Y cómo sabremos, cuando lleguemos al Paraíso, cuál de los hombres que hay allí es Adán, si no nos lo dicen? En especial esta semana.
Ella no pareció ofenderse, se limitó a mirarlo con curiosidad, esperando que dijera algo más. La nariz larga, los pómulos salientes, la hacían parecerse a un gato egipcio; el vestido de verano que se había puesto era bonito e infantil.
—No, de veras —dijo Pierce—, soy un amigo de Spofford. He venido con él.
—Ah.
—Nos conocimos en la ciudad. Estoy de visita. Pero ya estoy pensando en venirme a vivir con él, aquí. Dedicarme a la cría de ovejas. —Se rió, y también rió ella, como si la frase tuviera un doble sentido; en ese momento Spofford en persona hizo su aparición en el pequeño muelle, acompañado de otros, que se quitaban la ropa.
—¿Así que conoces a toda esta gente? —preguntó ella.
—Ni por asomo —dijo él—. Pensé que tú los conocerías.
—No son exactamente mis amigos.
—Salvo Spofford.
—Oh, bueno, sí. —Spofford estaba desnudo ahora, a no ser por el ancho sombrero de paja; los otros lo provocaban: el juego amenazaba convertirse en una broma pesada, pero Spofford se aparto. Manteniéndolos a raya.
—Es el hombre más guapo de aquí —dijo Pierce—. Así lo veo yo.
—Para ti.
—A mi modo de ver.
—¿Y el chico con quien te vi charlando hace un rato?
—Precioso —dijo Pierce—. No es mi tipo, sin embargo.
Observaron cómo Spofford se sacaba el sombrero de paja y lo arrojaba sobre el muelle, y luego se erguía (en verdad, notó Pierce, muy atractivo) y se zambullía.
—Mm —dijo Pierce—. Eso me gusta.
Ella soltó una risita, observándolo observar y sosteniendo su copa con ambas manos; la miró y la encontró vacía. Una música más ruidosa estaba comenzando, el clap clap clap de un estéreo portátil, saludada por gritos de alegría y entusiasmo. Pierce sacó de su bolsillo una petaca plateada —un regalo de su padre, con las iniciales de algún desconocido grabadas en ella; aunque de metal gastado, Axel había decidido que era el regalo justo para su hijo, y la destapó.
—En general no tomo bebidas fuertes —dijo ella.
—¿No? —dijo él, inclinado para escanciar.
—No me caen bien. —Acercó su copa a la espita, Pierce vertió el scotch; había llenado la petaca y la había puesto en su maleta al salir de la ciudad; nunca se sabe, buena idea.
—¿Y dices que te conozco? —preguntó ella, levantando la copa para que él cesara de servir, como siempre hacían los curas cuando él les escanciaba el vino de la misa.
—No me conoces, todavía no. —Tapó la petaca, sin beber. De pronto necesitaba tenerla cabeza despejada. Entre los adamitas no existía la vergüenza por la desnudez; no había pecado para los salvos. Entre ellos él se sentía con patas de cabra; aunque no invitado, también él, por otras razones, sin vergüenza—. Nunca te había visto antes de esta noche. —Señaló el río—. Emergiendo de las aguas.
—¿Ah sí? —dijo ella, devolviéndole la mirada. La música resoplaba y vibraba, y su cabeza se movía al compás, con risa en los ojos—. ¿También eso te gustó?
Los dos rieron entonces, las cabezas muy juntas; los ojos de ella —tal vez fuera la luna, que al trepar al medio cielo se había vuelto pequeña y blanca, pero más reluciente que nunca— brillaban húmedos pero no parecían suaves; era como si estuviesen recubiertos por una fina y delicada capa de hielo o cristal.
La música era a la vez nueva y vieja, acompañada de una banda de instrumentos que la gente improvisaba, matracas, campanas, cencerros y bongos. También el baile era ecléctico, con reminiscencias del destemplado zapateo country y los éxtasis convulsivos de los cuáqueros; todo el mundo participaba, o casi todos. Pierce casi siempre se mantenía al margen, en la ciudad hoy en día el baile era ejecutado principalmente por semiprofesionales, muchachos de cuerpos acerados, rutilantes, relucientes de sudor, con quienes uno no querría competir. Pierce, de todos modos, no tenía ninguna habilidad, y no disfrutaba de este alegre coribante; ni siquiera en los tiempos de la Gran Procesión lo había tentado la idea de confundirse con las muchedumbres y hacer camino con ellas. Un chapado a la antigua. De aquella Procesión se acordaba aquí, la gente brincando, los ritmos de fabricación casera, como si un contingente o una rama de aquellas multitudes se hubiese desprendido y quedado aquí, siempre girando y girando, en feliz ignorancia de lo que había sido de sus compañeros, dondequiera que estuviesen; siempre musicando, coribanteando, paseándose desnudos pero criando hijos y hortalizas y horneando pan y compartiéndolo con otros en la nueva vieja hospitalidad. No podía ser eso, claro que no; era el humo (el sabor antiguo persistía en su boca, dulzón y ardiente, nunca había sabido cómo describirlo, alcachofas y humo de leña y palomitas de maíz enmantecadas) y la sensación de haber caído aquí en medio de ellos con mugre de ciudad en los poros y vicios de ciudad en el corazón.
Flirteando. Sólo flirteando. No veía a Spofford por ninguna parte en el laberinto de los bailarines, ni en el agua ahora quieta. Rosie giraba y bailoteaba con los demás, imposible saber si tenía una pareja, o si alguien la tenía. La ventaja del observador consistía en que al no haber en este tipo de danza, reglas de movimiento, revelaba el carácter; no había forma de hacerlo bien si no se tenía un sentido natural del ritmo y el don de demostrarlo. Rosie iba y venía absorta, abstraída, balanceando la larga cabellera. Daba la impresión de no estar asimilada al populacho, aunque formaba Parte de él, como si hubiese adoptado las costumbres de una tribu Primitiva que, menos grácil, sin embargo sabía mejor que ella el porqué de esa danza…
En un alto de la música se acercó a él, un poco sonrojada, sí colocón sólo evidente en el brillo de sus ojos.
—¿No quieres bailar?
—No soy muy bailarín —dijo Pierce—. Pero resérvame el vals.
—¿Tienes todavía la botellita?
Pierce la destapó; ella había perdido su copa, y bebió de la petaca; también él bebió, y luego ella otra vez. Miró en torno.
—Hay una cosa en tus amigos —dijo—. Pueden ser un poco cerrados. Sin ofender.
—A mí me parecen muy hospitalarios.
—Bueno, claro. Contigo.
—De verdad —dijo Pierce, levantándose—. Soy un recién llegado. —Y para información de ella—: Probablemente me vaya mañana, o pasado. Pronto, en todo caso. Para siempre. —Echó a andar hacia el agua; ella lo siguió. ¿Dónde se había esfumado Spofford? En medio del agua, un bote navegaba perezosamente, cargado de niños a quienes llevaban a dar un paseo por el río. Otro bote estaba amarrado al muelle.
—No —dijo ella—. Ibas a quedarte a vivir con Spofford. A dedicarte a la cría de ovejas. —Le devolvió la petaca—. ¿Cómo es que has cambiado tu historia?
—Vivo en Nueva York —dijo él—. Desde hace años.
—¿De veras? —Con vivacidad.
—Entonces —dijo él—, dime una cosa. Si no es tu grupo, y son cerrados, ¿a qué has venido?
—Oh, a nadar. Y bailar. Y echar un vistazo.
—¿A alguien en particular?
—No —dijo ella, mirándolo con tanta franqueza como lo permitían esos ojos extraños, cristalizados—, a nadie en «particular».
Pierce bebió.
—¿Te interesaría —dijo en tono caballeresco— dar un paseo en bote? A la luz de la luna.
—¿Sabes remar? —Y en seguida, como una chiquilla—: Yo sé. Y lo hago bien.
—Bueno, magnífico —dijo Pierce, tomándola por el codo—. Alternaremos.
Otro doble sentido. El humo podía transformar cualquier observación en un juego de palabras; se rió de éste y del bote de remos que estaba desamarrando (el extremo puntiagudo iba adelante, recordó, con el remero de espaldas) y, además, de una cálida certeza que en ese momento se incubaba en su interior. Se quitó los zapatos y los calcetines y los dejó en el embarcadero, se arremangó los pantalones hasta las rodillas y desatracó, saltando al bote con no toda la agilidad que hubiera deseado.
Maniobró la vieja embarcación hacia la luz de la luna, devolviendo poco a poco a sus músculos artes que había aprendido tiempo atrás en el río Little Sandy y en sus riachos y ramales; una vez más aquel viejo camino parecía desembocar aquí, en el golpe de los toletes y el gorgoteo suave del agua de la noche contra la proa.
—Bueno —dijo—. El río Blackberry.
—Oh, éste no es el río en realidad —dijo ella. Se había sentado a horcajadas en su asiento, y movía los pies para mantenerlos apartados del agua de la sentina—. Sólo un riacho. El río verdadero está allá. —Señaló con el dedo, reflexionó un momento, y lo movió apuntando vagamente hacia la orilla—. Allá.
Pierce miró por encima de su hombro, pero no vio ninguna salida.
—¿Vamos a ver?
—Si pudiera encontrar el canal. Más a babor —dijo—. No, más a babor. Para ese lado.
Pierce remó en falso y estuvo a punto de caer de espaldas sobre la proa; ella se rió y preguntó si estaba seguro de saber cómo se hacía, recordándole su pretensión de saberlo con el mismo aire de incredulidad que había adoptado ante la historia de quién era él, de dónde había venido, etc. Pierce hizo caso omiso y recobró la compostura, mirando por encima de su hombro en dirección a lo que parecía una impenetrable espesura de árboles enmarañados. La corriente tironeaba con suavidad del bote, y más por sus efectos que por las indicaciones de ella, se internaron en un túnel de luz de luna y sauces.
Pierce recogió un remo, el riacho era demasiado angosto para remar, y la corriente conocía el camino. Con el otro mantenía el bote alejado de las intrincadas raíces de los árboles y de las espadañas. Se sentía tranquilo, inmensamente privilegiado. ¿Qué había hecho él para merecer esto, esta belleza? ¿Qué habían hecho ellos? Ella, que vivía allí, con todo esto siempre a su alcance, todo suyo, esos sauces que bañaban sus largas cabelleras, esos nenúfares absortos en sus propios sueños? ¿Cómo no iban a sentirse genero y felices?
Ella dejó correr una mano por el agua.
—Más templada que el aire —dijo—, ¿cómo puede ser?
—¿Una zambullida? —propuso Pierce, con el corazón de pronto en la garganta.
—Oh, mira —dijo ella, la mano en el único bolsillo de su vestido—. He encontrado un canuto, aquí en mi bolsillo. —Se lo mostró entre una «V» de dedos, como en un antiguo anuncio de Lucky—. ¿Tienes un fósforo?
A su lumbre, ella lo miró con su rostro transformado o quizá sólo mejor definido por la luz de la cerilla; inquisitivo, o indeciso por alguna razón, o incluso asustado. El fósforo se apagó.
—Por ahí —dijo, señalando.
Se adentraron en el río. Una ancha avenida negra, flanqueada de árboles inmensos; una avenida de cielo húmedo le hacía réplica en lo alto. La corriente los condujo, perezosa, hacia el misterio de la orilla; Pierce sacó los remos y los hundió en el fango. Tenues como si provinieran de las confusas y doradas constelaciones, los murmullos y el tintineo de la fiesta y la música.
—Vas a encallar —dijo Rosie con calma.
Él empujó el remo derecho, pero la embarcación chocó con algo que afloraba de la orilla y giró en redondo. Era un pequeño desembarcadero de madera, y el bote se instaló allí, listo ahora para ser amarrado, como un caballo viejo que ha conducido a su jinete de regreso al establo.
Bueno. Bien. La pequeña escollera conducía a unos peldaños, por encima de los cuales no se veía absolutamente nada.
—¿Exploramos? —dijo él—. Bajemos a merodear un poco.
—Oh oh oh.
Pero él, en dos rápidas lazadas, ya había sujetado la boza a un pilote, al menos no había olvidado esa treta marinera. Se puso de pie para ayudarla a bajar.
—¿Y si vive alguien, aquí?
—Aborígenes amables.
—Un perro, tal vez.
La mano era pequeña y estaba húmeda. Al apoyarle la mano en la espalda para ayudarla a descender, cómo se deslizaba el algodón de su vestido sobre la seda de su piel. Cuando estuvo a su lado, le ofreció una vez más la petaca. Escuchaban el silencio.
—No seas miedoso —dijo ella, tomándolo del brazo. Lentamente, pisando con cautela el suelo desconocido, subieron los escalones, meros troncos hundidos en la tierra blanda, sostenidos por una gran raíz, bajo pinos que, con murmullos amenazadores intentaban ahuyentarles.
—Una casa.
Una casa de campo; un porche grande protegido por alambreras y una chimenea, el declive de una cumbrera contra el cielo abierto a la luz de la luna, y un sendero tapizado de pinocha que subía hasta ella. Estaba a oscuras.
—¿Quién estará haciendo eso en la oscuridad? —murmuró ella.
—¿Qué?
—El piano.
Él no oía nada.
—El piano —dijo ella—. Despiértate.
No había ningún piano.
Caminaron alrededor de la casa; era un conglomerado extraño, la parte visible a la luz de la luna era de estuco; dos pilotes rechonchos sostenían una cornisa por encima de una puerta y dos ventanas con dintel de arco. El gran porche alambrado era sin duda un añadido. Más allá de lo que a la luz de la luna parecía césped de terciopelo y un topiario, aunque tal vez sólo fuera un prado, en una elevación boscosa, había una casa alta, con numerosas chimeneas.
—Aquí viven ellos.
—Probablemente.
También la casa grande estaba a oscuras. ¿Por qué hablaban en voz baja? La exploración los condujo de nuevo a la parte oscura, al porche cercado. Necesitaba algunas reparaciones: aquí, junto a la puerta, un agujero lo bastante grande como para pasar una mano. Pierce introdujo la suya y, como un experto, como un ladrón, como un espía, abrió el cerrojo.
Nada de cuanto hacía era una elección voluntaria, excepto la elección de aceptar todo cuanto se le ofrecía. Si hubiera sido guiado por algún resplandeciente conductor de almas hacia un fabuloso Más Allá, a las fuentes y montañas del Elíseo, no se habría sentido más ajeno a su yo cotidiano, menos responsable. Bebe de aquí. Come de allá. Y ella, adelantándose traspuso la puerta a pasos lentos, indecisos…
La casa había estado deshabitada largo tiempo. Dos sillas de mimbre rotas eran todo lo que el porche contenía. Rosie probó la puerta de entrada a la casa: estaba cerrada con llave. Pero la gran ventana lateral, cuando Pierce la empujó, se abrió de golpe con un sonido como si, sorprendida, la casa tomara aliento. Por encima del bajo alféizar pasó la pierna y entró.
Olor a naftalina y a ratones. A empapelado mohoso y a veranos muertos. ¿Cuándo, dónde había entrado antes así, como un ladrón, en un lugar cerrado con esos mismos olores que dejaran abandonados antiguos veranos? Había una alfombra arrollada como un cadáver en un rincón. Pero nada más. La luz de la luna yacía en fríos romboides sobre el suelo.
—¿Y si no fuera segura? —la voz de ella retumbó en el vacío. Se volvió a enfrentarlo, su cuerpo delineado al contraluz de las ventanas, y de un solo paso Pierce estuvo con ella.
Ella lo recibió sin sorpresa; pero con qué vehemencia, él no hubiera podido decirlo; de todos modos se alimentó, sin glotonería, pero hasta saciarse, con avidez, como quien bebe agua; cuando momentáneamente se sintió satisfecho y se apartó, ella se separó de él con un pequeño tambaleo, como una flor que ha sido visitada por una abeja; y dejando caer su mano del pecho de Pierce, que había estado oprimiendo aunque no rechazando, se apartó.
—Éste es el cuarto de estar —dijo.
Había otra habitación después de aquélla, donde una mesa de juego se inclinaba sobre una pata coja como si la favoreciera; y donde una cocina negra sacaba un largo brazo de tiro de un agujero en la pared. Cocina. Cuarto de baño.
—Oh, mira —dijo ella—. Secreto.
Una puerta del baño daba a otra habitación. ¿Otro añadido? No había más acceso a ella que la puerta del baño. Una cama de hierro, escorada, atónita, sorprendida; un colchón magro, con botones, tirado al descuido sobre el somier. Pierce, desde la puerta, vio que Rosie se acercaba a la cama con pasos lentos. Volvió la cabeza y lo miró, ásperamente le pareció a Pierce, como si la hubiese sorprendido allí, asustándola, y luego hubiera subido detrás de ella y la hubiese acorralado.
Ella lo soportó, las manos tironeando distraídamente de las de él, la cabeza caída hacia atrás sobre su hombro. Él le levantó el vestido y las dos manos izquierdas bajaron juntas a la entrepierna de ella; su vello era corto, tupido, como un terciopelo. Ella se volvió para mirarlo, y él entonces la soltó; pero cuando lo hizo, ella se escabulló y se alejó, diciendo algo que Pierce no alcanzó a comprender.
—¿Qué?
—… si ya no hay más baile, y mañana tengo que levantarme temprano. —Su vestido la cubría otra vez, aunque no se lo había arreglado—. Bailando soy siempre la última. —Lo miró con aire ausente, como si él fuera su invitado y la visita se estuviera prolongando demasiado. Y él tuvo de pronto la insensata sospecha de que ella conocía esta habitación, de que la conocía mucho y bien; y (porque, en cierto modo, era el mismo pensamiento) de que podría hacer allí con ella cualquier cosa, cualquier cosa, sin encontrar más resistencia que esa extraña apatía. No era de él de quien se apartaba.
—Sé que no debería —dijo ella, empujándose hacia atrás el cabello—. Sé que no debería, pero si todavía tienes esa botellita, me gustaría otro sorbo. Si puedo.
Él tenía que negarse. Lo sabía; tenía que negarse, negarse en verdad a escuchar cualquier otra cosa que ella dijera; era para eso que ella lo decía. El cabello se le erizó en la nuca, el vello en los brazos.
—Seguro —dijo, sacando la petaca del bolsillo—. Seguro, aquí tienes, pero vayámonos de aquí. Basta ya de casa encantada.
—¿Asustado? —dijo ella, y se rió; y fue y lo tomó del brazo; él le dio la botella y ella la empinó mientras salían de la casa—. Yo vivo a veces en una casa como ésta —dijo. Pierce la ayudó a salir por la ventana—. Junto al río, quiero decir, una cabaña, es agradable. Me gusta tanto el agua. Aquí tienes tu botella. Creo que lo que más me gusta es el taponcito colgado de la cadena.
Tomados del brazo, otra vez alegres compañeros, volvieron al bote. Pierce, con el corazón confuso y los ijares túrgidos, no sabía si se había estafado a sí mismo, si le había fallado a ella, o si había escapado indemne de un peligro; sólo sabía que había bajado de un piso alto, al que no recordaba haber subido nunca. Fue el terror de encontrarse allí, sin saber cómo ni por qué, en el peldaño más alto, lo que hizo que se le erizaran los cabellos, lo que le hizo pensar en volver. Ella, de pie en el rincón junto a la cama de hierro, petrificada, absorta, partida en dos.
Pierce, haciendo bromas, las manos y la cabeza en contradicción, desatracó con torpeza y comenzó a remar. La luna estaba poniéndose y el río se había vuelto más oscuro; luchando contra la corriente, condujo el condenado bote de nuevo hacia el gorgoteante canal, sin que ella le echara una mano. Ahora estaba tentada de risa, encontraba ridículos sus forcejeos, y le tomaba el pelo mientras él bregaba con los remos que se enzarzaban en las algas pegajosas, el sudor cosquilleándole en las cejas.
—A ver ahora —dijo, empezando a temer que pudieran perderse—. No perdamos la cabeza, no perdamos la cabeza —pero también eso era un doble sentido.
Ella sólo dejó de reírse cuando entraron en aguas de remanso y él remó, al fin, hacia la playa iluminada por las fogatas.
—Bueno —dijo ella alegremente, saltando a tierra—. Gracias por el paseíto en bote. —Le tendió la mano—. Fue agradable conocerte. Eres muy interesante.
—Fue agradable conocerte a ti —dijo él.
—Estoy segura de que te veré por aquí.
—Seguro —dijo él—, en la feria del condado.
—Me gustan las ferias.
—Eso diría yo.
Ni la bebida ni el humo habían fundido ese hielo extraño detrás del cual su mirada se perdía indistinta. Se alejó de él, playa arriba, haciendo ondular el ruedo de su vestido de verano. Pierce hundió otra vez las manos en los bolsillos y se volvió hacia el agua, cuyo oro se había desvanecido. Un hombre gordo, embutido en un neumático, flotaba cerca de allí, pataleando suavemente.
Bueno, y ahora qué, pensó Pierce.
Una súbita ráfaga de aquí y ahora. ¿Por dónde andaba Spofford? Iba justamente hacia donde él estaba, al otro lado del campamento. A la luz de una fogata donde estaban quemando basura, y tostando sin dúdalos últimos malvaviscos, Spofford lo saludó con la mano.
El flautista se había marchado, como casi todos los otros. Un pensamiento súbito lo asaltó: toda esa gente tendrá que conducir para volver a casa ¿cómo se apañan? ¿Y cómo se apañará ella?
—Buena fiesta —dijo Spofford. Estaba comiendo un trozo de pastel, una mano debajo, a modo de patena, para recoger las migas.
—Divertida —dijo Pierce.
—¿Listo? —preguntó Spofford.
—A la orden. Cuando tú quieras.
Spofford, aunque sonreía, parecía pensativo. Arrojó las migas al fuego y se frotó las manos.
—Buena fiesta —dijo otra vez, con aire satisfecho. Echó una mirada a sus tierras, se aseguró de que quedaban allí los suficientes invitados meticulosos cuyo placer es limpiar y ordenar, y dijo—: Vámonos.
Si le ocurre un accidente será en parte por mi culpa, pensó Pierce. Estuvo a punto de reprocharle a Spofford: deberías cuidarla mejor, no sabes en qué peligros se mete.
Oh Dios.
Spofford arrojó la manta ocre en el camión.
—¿Conociste gente? —preguntó—. No era mi intención arrojarte a los leones.
—Ya lo sé.
—Hubiera tenido que presentarte.
—Me las arreglé.
—Buena gente, casi todos. —Le sonrió a Pierce de soslayo, poniendo en marcha el camión—. Y el viejo Mike no apareció, según parece.
—¿No? —dijo Pierce sintiéndose ridículo. Qué demonios había estado haciendo, qué. Había metido su gran pata en una trama de relaciones que ni siquiera había empezado a comprender, en un territorio, el territorio de su amigo, al que acababa de llegar, un huésped. Y en el cual no tenía en realidad nada que hacer.
El camión saltó a la carretera ensombrecida. Spofford silbaba entre dientes. Cuando hubieron viajado largo rato en silencio, Pierce dijo.
—Supongo que debería volver.
—¿Ah sí?
—El Deber. El Futuro.
—Lo que tú digas.
La noche, el viento, el arco de luz de los faros del camión. La luna había desaparecido. Pierce se abrazó fatigado, perplejo. Tenía la impresión de haber estado ausente de su casa durante un siglo.
—¡Eh! —dijo Spofford quitando el pie del acelerador. En el camino había un ciervo, un gamo inmóvil sobre sus zancas delicadas. El camión viró para esquivarlo y se detuvo, y el gamo, como si al cabo se decidiera a tener miedo, echó a correr y de un salto se zambulló en la espesura. Un goterón de lluvia se estrelló en el parabrisas, y luego otro—. Aquí llega la tormenta —dijo Spofford.
Cuando Pierce despertó en la cama de Spofford, ya del otro lado de la noche, había dejado de llover; en algún momento Spofford debió de levantarse sin despertarlo y abrir las ventanas, porque ahora estaban abiertas. La noche estaba clara, o empezaba a aclararse. Pierce podía ver una única estrella en el ángulo de la ventana.
Había sido un zumbido insistente, que iba y venía, semejante a un pequeño barreno de alta velocidad, lo que lo había despertado. Tardó un rato en reconstruir el mundo en torno a él, mientras escuchaba a Spofford que roncaba suavemente dentro de su saco de dormir en el cuarto contiguo; esperando que el mosquito que le rondaba la oreja se posara por fin, para aplastarlo de un manotazo, vivía aún en el sueño largo y minucioso que había estado soñando, una alegoría de los grumos del colchón de Spofford y la orquesta de insectos fuera de la casa.
Y a ver, qué era lo que había soñado…
De pie, en compañía de un anciano, al alba o al anochecer, contemplaba una comarca lejana, tan lejana que estaba hecha de tiempo, no de espacio. De pie, sí, junto a la entrada de una caverna, con ese anciano que tenía una estrella en la frente. De pie, y frente a ambos la comarca, por qué, cómo habían llegado hasta allí. Pierce pujaba por mantener abiertas las puertas que se cerraban silenciosamente, las puertas que conducían a las antiguas trastiendas del sueño, las puertas que se cerraban ciegamente, por qué tenían que cerrarse, por qué.
Oh, sí. Ya recuerdo.
Años y años. Su educación a cargo de maestros difíciles… ¿O fue acaso uno sólo, el único maestro, el anciano, bajo distintos disfraces? La inconsciencia salvaje que le fuera arrancada por la fuerza, con deberes que aún podía sentir, incluso paladear, pero no recordar, enigmas para dilucidar y paradojas para resolver, oh lo he encontrado, lo veo, cualesquiera que hayan sido, dualidad, identidad, metáfora y símil. Viajes, o ilusiones de viajes, porque parecía, había parecido, habíale sido demostrado o revelado una y otra vez y otra vez, que nunca había salido de los confines del socavón donde le fueran impartidas esas enseñanzas, no hasta ahora: no hasta que tomado de la mano lo guiaran hasta un largo túnel de greda húmeda, a la luz del farol del anciano, hasta la boca de la caverna, para señalarle el camino hacia las tierras de más allá; aire límpido y real por fin, vientos de amanecer despeinando sus cabellos y ondulando la túnica del maestro, juntos allí los dos, antes de separarse para siempre. Él conocía su tarea; sabía cuáles eran sus armas y quiénes sus enemigos. Y a la luz de los ojos claros y tristes del viejo, veía que haría todo lo posible, lo haría, sí, pero que también lo olvidaría todo, todo cuanto había aprendido, su tarea, su educación, quién era él y de dónde había venido, todo; recordaría, cuando hubiera llegado lejos, sólo lo lejos que había viajado; sólo recordaría, y vagamente, que era un forastero aquí, en este país triste, en estas calles tristes, en esta oscura celda triste donde esperaba a la chica que le traería sandwiches y leche y…
Oh sí. Pierce se despertó del todo, recordando.
Una bandeja de sandwiches y leche traída, como de costumbre, por la chica sonriente, la niñita que había sido tan amable, burlonamente bondadosa, como si en realidad no le tuviera ninguna lástima; la bandeja que le traían como de costumbre, como durante años, el único recreo de su trabajo, qué trabajo, su educación de años y años aquí, este camastro, esta lámpara, aquellos libros. Sólo que hoy había una carta apoyada en el vaso, una carta. ¡Una carta! No necesitaba abrirla, con sólo verla recordaba súbitamente todo; quién era él, cómo había venido aquí. ¡Oh, sí! ¡Sí! Toda la parte final del sueño, el maestro venerable, la tarea, las palabras de poder que aprendiera, la comarca avizorada a lo lejos, todo acudió súbitamente a su memoria cuando cogía la carta, un sobre blanco que irradiaba una tenue luz opalina; la memoria bañándolo como agua clara.
Oh sí, oh Dios, qué alivio recordar y no haberlo perdido. Tendido aún inmóvil en la cama de Spofford, sentía con profunda gratitud la posesión de su sueño, un placer sensual semejante al de rascarse o el de bañarse en agua clara. Prodigioso, prodigioso. Por qué, qué es esto, cómo pueden la carne y la sangre revelar semejante prodigio, cómo puede la carne sentirlo. Oh Dios, qué extraña es la vida. ¿Cómo es que el Significado cobra existencia? ¿Cómo, cómo lo forja la vida, lo modela, lo exuda; cómo es que el significado llega a tener efectos físicos, tangibles, o es experimentado con una conmoción, o causa dolor o añoranza, o es buscado como un alimento; el Significado puro que nada tiene que ver con los vestidos de las personas, ni con los hechos con que está arropado, y no obstante inseparable de una u otra de esas prendas? Una estrella en su frente. Una estrella.
El mosquito, con un alboroto enorme, se acercó de nuevo a su oreja, se posó, e instantáneamente cesó de zumbar. Pierce esperó con terrible astucia a que se acomodara. Al cabo de un momento, cuando hubo insertado su delicada probóscide y empezó a inocular su fluido irritante, Pierce logró localizarlo, y de una rápida palmada lo asesinó. Gruñendo de alivio, el oído aún zumbándole a causa del golpe, hizo con su trofeo una bolita entre los dedos. Una pulga en la oreja. Había historias de personas que se habían vuelto locas a causa de algún bicho alojado en el conducto auditivo, imposible de extraer.
Se desperezó sobre el terreno de la cama, y paladeó el aire fresco que corría libremente por la cabaña y se hubiera dicho también a través de su cuerpo. Tuvo una percepción súbita, una perla destilada al parecer de las aguas claras de su sueño, de cómo podía salir del aprieto en que estaba metido con el Barnabas College y procurarse tal vez un futuro que no fuese una celda. Sí. Simple, no fácil pero simple. Sólo requeriría astucia y años de trabajo; pero algunos de esos años de trabajo ya habían sido invertidos, bajo esa lámpara, entre esos libros.
Amanecía. La ventana era un rectángulo pálido de luz verdosa como un encaje de hojas oscuras, y una polilla blanca revoloteaba buscando una salida. Pierce arrojó a un lado la sábana y se levantó, completamente despierto; fue hasta la ventana para liberar a la polilla que batía las alas contra el mosquitero.
La tarea había consistido en olvidar, por supuesto; lo que él había visto en los ojos de su maestro no era reproche sino piedad. La tarea había consistido en olvidar, en vestirse de olvido como con túnicas y una armadura, las túnicas encima de la armadura, a fin de poder entrar disfrazado en esta ciudad triste. El viaje mismo, y la comarca lejana que debía cruzar, habían sido olvido.
Un hiato en su trabajo. Un largo hiato. Pero ahora, ahora recordaba.
Se acodó en el alféizar, y miró a lo lejos, la cara entre las manos, como una gárgola. En la calle ladraban perros; carillones de viento; cencerros de camello; una pandereta sacudida lánguidamente. La caravanera, bien despierta.
Ella lo había sabido siempre, por supuesto, ella, la que fuera cuidadora o carcelera o las dos cosas; no era de extrañar que hubiera sonreído, no era de extrañar que se hubiera mostrado solícita pero no piadosa con él. Casi podía oír la risa de ella a sus espaldas.
Porque ahora el mundo empezaba a moverse bajo sus pies una vez mas, los vientos del amanecer se levantaban a medida que la noche palidecía. Los campamentos se despertaban, las caravanas se agitaban, los guías gritaban y empuñaban sus látigos, los camellos se erguían, ululando y lamentándose, sobre dos patas, sobre cuatro patas, las altas alforjas se balanceaban y tintineaban, mercancías exóticas provenientes de los siglos coloreados. Hazte a la mar, ponte en camino, más allá del antiguo portal que se abría al Oriente, las estriadas arenas se prolongaban, interminables, hacia el horizonte, hacia el cielo verdeoro, donde antes de la salida del sol, resplandecía una sola estrella. Ovoides de un blanco acerado, con un zumbido agudo que no era de este mundo, ascendían dos cuatro seis desde el otro lado de las áridas montañas rosadas, reflejando la luz del sol todavía oculto: naves astrales, arcontes celosos y vigilantes. Más allá de aquellas montañas, las llanuras fértiles, la ciudad y el mar. La tarea esperaba allá, en aquella lejanía, tan lejana, que estaba hecha de tiempo y no de espacio, el cuerpo del tiempo, y sin embargo, no inalcanzablemente lejana; y un país que él conocía, o que había conocido alguna vez, un país por el que antes había transitado.
Retrocediendo una vez más hacia el olvido, profundamente dormido allá en las Colinas Lejanas, Pierce se puso en camino; y no volvió a despertarse hasta que Spofford empezó a partir la leña menuda para el fuego del desayuno, y el olor de madera de manzano quemada inundó la cabaña y la mañana fría.