PRÓLOGO EN LA TIERRA

Una oración a su ángel de la guarda a la hora de acostarse bastaba, siempre, para que su prima Hildy se despertara a la hora que necesitaba levantarse; eso decía ella. Decía que pedía que la despertasen a las seis o las siete o las siete y media, y que se dormía con la imagen mental del reloj con las manecillas en esa posición, y así las encontraba cuando volvía a abrir los ojos.

Él no podía hacer lo mismo, y tampoco estaba seguro de creer que Hildy pudiera, pero no había forma de rebatir lo que ella decía. Tal vez —como Pedro al caminar sobre las aguas— podría, si al menos tuviera suficiente fe, emplear el método de Hildy, pero no la tenía, y si no se despertaba a tiempo faltaría a la misa, con sus incalculables consecuencias; y el cura, con su cara de rana triste, se volvería tal vez hacia los feligreses, y preguntaría si alguien de los presentes podría ayudar en el Oficio; y quizás un hombre en ropas de trabajo subiría al altar y, levantándose las rodilleras de los pantalones, se hincaría en la primera grada, allí donde debería estar él, pero no estaba.

De modo que le despertó el sonido de un reloj de latón provisto de cuatro patitas y en la parte superior una campanilla a la que dos badajos golpeaban alternativamente, como si quisieran extraerle el cerebro a martillazos. Tan fuerte sonaba que, en sus comienzos, el campanilleo no parecía simplemente un ruido, sino algo mucho peor, una calamidad; y se despertó y se sentó en la cama antes de comprender que era el reloj el que vociferaba y se desplazaba sobre sus patas a través de la cómoda. Su prima Bird, en la otra cama, se agitó un momento apenas bajo las mantas, y siguió durmiendo apaciblemente tan pronto como él paró la alarma.

Estaba despierto, pero le era imposible levantarse. Encendió el velador; la pantalla tenía un paisaje borroso, y un cubre-pantalla transparente con un tren pintado en él. Había un libro al pie de la lámpara, el que dejara abierto cara abajo la noche anterior; lo cogió. Casi siempre dedicaba el tiempo entre la hora de despertarse y la de levantarse al libro que antes de dormirse dejaba abierto sobre la mesilla de noche. Tenía once años.

En sus últimos años, Giordano Bruno evocaría a menudo con afecto su infancia nolana. Aparece con frecuencia en sus obras: el sol napolitano sobre las doradas campiñas y los viñedos que engalanan el monte Cicala; los cuclillos, los melones, el sabor de la mangiaguerra, el espeso vino negro de la región. Nola era una ciudad vieja, entre el Vesubio y el monte Cicala; en el siglo XVI podían verse aún sus ruinas romanas, el templo, el teatro, los pequeños santuarios de misteriosa procedencia. Ambrosius Leo había llegado a Nola en los albores del siglo para relevar el plano de la ciudad, con sus murallas circulares, sus doce torres, y descubrir la geometría que —como en toda ciudad antigua, pensaba— debió presidir su trazado.

Bruno creció en el suburbio de Cicala, cuatro o cinco casas apiñadas fuera de los antiguos muros nolanos. Su padre, Gioan, un ex-soldado pobre pero altivo, recibía una pensión y cultivaba un huerto. Solía llevar a su hijo de expedición cuesta arriba por las vertientes de las montañas. Bruno recordaba cómo, visto desde las verdes laderas del Monte Cicala, el Vesubio parecía desnudo y desolado; pero cuando lo escalaban, el Vesubio revelaba ser igualmente verde, igualmente fértil, sus uvas igual de dulces; y cuando, al anochecer, él y su padre se volvían para contemplar el monte Cicala, de donde regresaban, era el Cicala el que parecía ahora pedregoso y desierto.

En su proceso, Bruno declaró que ya entonces había descubierto que la vista podía ser engañosa. En realidad, había descubierto algo mucho más fundamental para la evolución de su pensamiento ulterior; había descubierto la Relatividad.

Ahora, al calor de la bombilla, el tren de la pantalla había empezado a avanzar con extrema lentitud a través del paisaje borroso. Las agujas del reloj marcaban una hora tardía. En las mañanas de los días laborables, la misa se celebraba a las siete menos cuarto, y esa semana él estaba de servicio hasta la primera misa dominical; después, otro monaguillo lo sustituiría en el oficio cotidiano y él ayudaría sólo los domingos, ascendiendo en la escala horaria hasta la misa cantada de las once. Luego, todo volvía a empezar, otra vez una semana de mañanas oscuras.

Este sistema peculiar de la pequeña iglesia de madera acurrucada en el hueco del valle había sido inventado por el cura para sacar el mejor partido posible de los apenas cinco o seis monaguillos con que contaba; para los muchachos tenía, sin embargo, la fuerza de una ley natural: como el desarrollo de la misa misma, decía el cura, inoperante a menos que cada palabra de la liturgia fuese pronunciada con claridad.

Era un niño que veía espíritus en los bosques de hayas y laureles, aunque también era capaz de permanecer sentado pacientemente a los pies del padre Teófilo de Nola, que le enseñaba el latín y las leyes de la lógica, y le decía que el mundo era redondo. En sus Diálogos Bruno da algunas veces el nombre de ese sacerdote, Teófilo, al portavoz de su propia filosofía. En De monade, su último largo poema en latín, escribe: Tiempo ha, en mi adolescencia, comenzó la batalla.

Cuando, después de vestirse, de ponerse las zapatillas con suela de caucho y el pantalón vaquero, y las dos camisas de franela que usaba una encima de otra, hizo el largo trayecto a través de la casa en penumbra hasta la cocina, ya estaba allí su madre, y le había preparado la leche.

Cambiaron apenas las pocas palabras necesarias, demasiado somnolientos los dos para hacer algo mas que preguntar y responder. Su madre, él lo sabía, no le perdonaba al cura su insistencia en pretender que un niño de once años tuviera edad suficiente para levantarse y asistir a la misa a horas tan tempranas. En estas latitudes, había dicho el cura, los muchachos de once años ya están en pie a esa hora, trabajando, y trabajando duro. Su madre, aunque no lo dijera, pensaba que el cura se había condenado por su propia lengua. ¡Trabajando!

A la luz de la lámpara de la cocina, la mañana era noche todavía, pero cuando abrió la puerta y salió, el cielo ostentaba ya un suave resplandor, y el sendero allá abajo, al pie de la colina, aparecía nítido entre los setos sombríos. Era el ocho de marzo de 1952. Desde el amplio porche de la casa alcanzaba a divisar, del otro lado del valle, la cima de la colina más cercana, gris y desnuda, y en apariencia sin vida; pero él sabía que allí habitaba gente, personas que cultivaban narcisos en sus jardines, que ahora estarían arando la tierra y preparando la siembra y que tendrían fuegos encendidos. La iglesia no era visible, pero estaba allí, bajo el ala de aquella colina. Tampoco desde la iglesia podía verse el porche de la casa.

Relatividad.

Se preguntó si, además del latín, el cura conocería las leyes de la lógica. ¡Las leyes de la lógica! En su imaginación, un sabor extraño, potente, fluía de las consonantes líquidas de la frase. El cura sólo le había enseñado el latín de la misa, memorizado fonéticamente. Introito ad altare Dei.

Él sabía, naturalmente, que la tierra era redonda; nadie había tenido que explicarle eso.

Valle abajo, más allá del pueblo, un tren carbonero que había permanecido inmóvil toda la noche, una caravana de bestias oscuras todas iguales, arrancó con un prolongado estremecimiento. Podía tener cien vagones: él había contado a menudo trenes más largos. Los vagones eran cargados en la quebradora, cerca de la bocamina, y el tren tardaba horas en partir y cruzar el pueblo y el valle en viaje hacia su destino. La locomotora que lo remolcaba resollaba lenta y penosamente como un viejo que escalara paso a paso una colina. Uno. Uno. Uno.

Su sendero descendía hasta el camino principal, a la vera del río, que atravesaba el pueblo y llegaba más allá de la iglesia. Pensando en los perros madrugadores, echó a andar, hundiendo las manos en los sucios y familiares bolsillos de su chaqueta, familiares pero de algún modo no suyos. Yo no soy de aquí, pensó, lo cual, porque era verdad, parecía justificar esa retracción de todo su ser, esa repugnancia de sus tiernos impulsos vitales a todo contacto con el entorno: esa despiadada medialuz del alba, ese camino, ese tren negro y su humareda. Yo no soy de aquí; soy de un lugar distinto de éste. A esa hora el camino parecía más largo que a la luz del día. Al pie de la colina, el mundo estaba aún a oscuras, y el amanecer todavía lejano.