Uno
Si alguna vez un poder sobrenatural (genio, hada madrina, anillo talismánico) apareciera ante Pierce Moffett con tres deseos para concederle, no lo encontraría del todo desprevenido, pero tampoco enteramente preparado.
En otros tiempos, la decisión no le habría parecido difícil: utilizaría el tercero de sus tres deseos para obtener otros tres, y así ad infinitum. Y en otros tiempos, tampoco habría tenido ningún escrúpulo en formular deseos que pudieran redundar en distorsiones horrendas de su propio universo y del universo de los demás: trocar su cabeza por la de otro por un día; que los británicos hubieran podido ganar la guerra de la independencia (de niño, había sido profundamente anglofilo); que las aguas del océano se secaran para que él pudiera ver desde su orilla esas montañas y valles fabulosos que, había leído, yacen en el fondo de los mares, más altos y más profundos que todos los de la tierra.
Con una cadena infinita de deseos él podía, teóricamente claro está, reparar los daños que infligiera; pero a medida que se hacía mayor, menos seguro se sentía de su sensatez y de su capacidad de hacer las cosas de modo que todo resultara para bien. Y a medida que se imbuía de las moralejas de las docenas de cuentos admonitorios que leía, cuentos de deseos horriblemente malgastados, de deseos que arteramente se volvían en contra de sus deseadores, deseos mal expresados o formulados a la ligera, que precipitaban al codicioso, al estúpido, al atolondrado, a los abismos que ellos mismos creaban, empezó a reflexionar más largamente sobre la cuestión. Pata de mono: devuélveme a mi hijo muerto; y la criatura macabra llamando a la puerta. Muy bien: prepárame un Martini. Y Midas, primer ejemplo y de todos el más terrible. Y no porque ellos, esos poderes que otorgan los deseos, decidió Pierce, buscaran nuestra destrucción, ni tampoco nuestra instrucción moral: sólo están compelidos, cualesquiera que sean las circunstancias, a hacer lo que nosotros requerimos de ellos, nada más, nada menos. Nadie pretendió darle a Midas una lección sobre valores falsos y verdaderos; el demonio que le concedió su deseo nada sabía de tales valores; no sabía, ni le importaba, por qué Midas podía desear su propia destrucción. Era su deseo y le fue concedido. Midas se abrazó a su esposa; tal vez el demonio haya quedado por un momento perplejo ante la desesperación de Midas. Pero al no ser él mismo humano, al ser tan sólo un poder, no pensó más en ello, y partió al encuentro de otros deseadores, prudentes o temerarios. Nada imaginativos, profundamente estúpidos desde el punto de vista humano, niños fuertes capaces de romper a la ligera como un juguete, el curso natural de las cosas, y de destrozar también corazones humanos lo bastante insensatos como para no comprender cuánto aman ese curso natural de las cosas, y cuánto necesitan de él: a esos poderes era preciso enfrentarlos con cautela. Pierce Moffett, al descubrir en sí mismo, con el correr del tiempo, una veta de prudencia, incluso de aprensión, que moderaba los arrebatos de una naturaleza profundamente ávida e impulsiva, comprendió que si quería salir sano y salvo con lo que deseaba necesitaría trazar planes.
Eran tantas sin duda las posibles variantes que había que considerar —sin contar con la naturaleza también cambiante de sus propios deseos— que ahora, hombre adulto, profesor, historiador, no había concretado aún sus formulaciones. En los espacios de tiempo inútiles, inevitables en toda vida, en las salas de espera o en las demoras horarias —o como en esta mañana de agosto, mirando pasar los campos a través de la ventanilla ahumada de un autobús de largo recorrido— se sorprendía a menudo rumiando posibilidades, rebuscando giros arteros del lenguaje, sutilizando frases.
Había pocas cosas que a Pierce le resultaran menos placenteras que un viaje largo en autobús. Aborrecía en general tener que desplazarse, y cuando se veía obligado a viajar trataba de elegir el medio más rápido aunque más agobiante (el avión), o el más placentero, con el mayor número de respiros y amenidades (el tren). El autobús era una tercera opción lamentable, tediosa, lenta y sin distracción alguna. (El automóvil, la elección de la mayoría de la gente, no estaba a su alcance: Pierce nunca había aprendido a conducir un coche). Y el odio y el desdén que sentía por los autobuses le era retribuido casi siempre por la forma en que éstos lo trataban: si no se veía obligado a esperar transbordos durante horas en terminales sórdidas, lo arrumbaban en medio de bebés diarreicos o lo sentaban al lado de embusteros con un aliento infame, que le torturaban los oídos y acababan durmiéndose sobre su hombro; era inevitable. Esta vez, sin embargo, había tratado de afrontar la horrible necesidad a medias: con una cita hoy en la ciudad de Conurbana, una oferta de trabajo en el Peter Ramus College, había resuelto tomar el lento pero no atestado coche local, para viajar confortablemente a través de las Colinas Lejanas, echar una ojeada al pasar a sitios que desde tiempo atrás conocía de nombre, pero todavía más o menos imaginarios; y al menos salir al campo por un día, porque sin duda le hacía falta un descanso. Y le pareció, sí, cuando el autobús, dejando atrás las autopistas, lo zambulló en campos estivales, que había escogido bien; se sintió repentinamente capaz, en virtud del mero movimiento, de liberarse de un estado de ánimo que se había tornado opresivo e insulso, y de entrar en otro, o en muchos otros, como esos paisajes que ahora le eran exhibidos uno por uno, cada uno al parecer el umbral de venturosas posibilidades.
Se levantó de su asiento, sacó de su mochila de lona el libro que había traído para matar el tiempo (era las Soledades, de Luis de Góngora, en una nueva traducción: tenía que escribir una reseña crítica para una pequeña revista trimestral) y se encaminó a la parte trasera del coche, donde estaba permitido fumar. Abrió el libro pero no lo miró; miró por las ventanillas el opulento agosto, los sombreados jardines donde los dueños de casa regaban el césped, los niños chapoteaban en brillantes piscinas de plástico, los perros jadeaban en los frescos porches. En las afueras de la ciudad el autobús se detuvo en un cruce, considerando las posibilidades ofrecidas por un alto letrero verde: New York City, pero de allí era de donde venían; Conurbana, que Pierce no quería todavía contemplar; las Colinas Lejanas. Con un meditado cambio de marcha, optaron por las Colinas Lejanas, y cuando el vehículo, tras una serie de ascensos suaves, ganó cierta altura, Pierce supuso que aquellas colinas, verdes primero, luego azules, después tan borrosas que se desleían en el horizonte pálido hasta desaparecer, eran las Lejanas.
Lió un cigarrillo y lo encendió.
Los dos primeros de sus tres deseos (y por supuesto serían tres: Pierce había estudiado las tríadas que aparecen por doquier en la mitología nórdica —de donde le parecía más probable que fuera a provenir su fortuna— y tenía además sus propias ideas de por qué debían ser tres y no más ni menos) habían persistido desde hacía algún tiempo en su forma actual. Le parecían herméticos, seguros, a prueba de falacias, y hasta los había recomendado a otros como pautas lícitas y usuales.
Deseaba, ante todo, larga vida y permanente salud mental y física y seguridad para él mismo y para sus seres queridos, nada que pudiera requerir un deseo subsiguiente para abrogar este primero. Algo así como un deseo-baúl; pero una pieza cautelar absolutamente necesaria, dadas las circunstancias.
En segundo lugar, deseaba una renta, no abrumadoramente inmensa pero suficiente, a salvo de las fluctuaciones de la vida económica, que requiriese poca o ninguna atención de su parte y no distorsionara su carrera natural: un billete de lotería premiado, junto con algún asesoramiento fiable en materia de inversiones: ésa era la idea, más que, digamos, un libro que él pudiera escribir y que fuera lanzado mágicamente a la lista de los grandes éxitos, con toda la horrible secuela de charlas y comentarios y presentaciones y entrevistas; cualquier placer que pudiera obtener de semejante fama y fortuna, lo echaría a perder su convicción de que todo era falso, que estaría vendiendo su alma al diablo, lo cual conduce por definición a fines nefastos; no, él aspiraba a algo mucho más neutro.
Lo cual le dejaba un deseo más, el deseo impar, el aberrante: Pierce se estremecía sólo de pensar qué habría sido de él si una u otra de sus versiones adolescentes de este deseo le hubiera sido otorgada; en épocas posteriores de su vida lo habría malgastado para tratar de salir de aprietos y dificultades de los que había salido, de todos modos, sin la ayuda de un deseo. E incluso si pudiera ahora, decidir qué era lo que deseaba, cosa que nunca había hecho definitivamente, necesitaría prudencia y coraje; y astucia; en ello residía el peligro, pero también la perspectiva de una extraña bienaventuranza. El tercer deseo de la tríada era el de cambiar el mundo, y estaba erizado en su imaginación de prohibiciones y tabúes, de imperativos morales y categóricos: porque para Pierce Moffett en todo caso, el juego perdería su gracia si no podía prever todas las consecuencias de cualquier deseo hipotético, si no podía imaginar, con genuina e intensa vividez, cómo sería el mundo real si ese deseo le fuera concedido.
La paz mundial y otros desmesurados altruismos similares, los había desechado hacía tiempo como imposibles, o peor que imposibles, fantasías en el fondo solipsistas de la especie Midas, sólo que altruistas en vez de egoístas: el reverso de la misma moneda falsa. Nadie podía ser lo bastante sabio para medir las consecuencias de imponer al mundo tamañas abstracciones; era imposible saber qué alteraciones de la naturaleza y de la vida humana serían necesarias para alcanzar ese fin y, por lo demás, como le enseñaran en St. Guinefort los Hermanos de la Doctrina Cristiana, si uno desea el fin, debe axiomáticamente desear los medios. Si había algún poder lo bastante fuerte como para transformar todo el ancho mundo en algo más cercano a lo que el corazón anhela, Pierce no tenía, en todo caso, ningún deseo de competir con él. No: cualquiera que fuese el destino que sus tres deseos impusieran a un hombre, ridículo, trágico o placentero, era su destino, así como también eran suyos sus deseos; dejaría que fuera el mundo, quien deseara sus propios deseos.
Poder. En algún sentido, por supuesto, todo deseo es un deseo de poder, poder sobre las circunstancias ordinarias de la vida a las que uno está sujeto; pero otra cosa muy distinta es desear el Poder por el Poder, la sumisión de otros a tu voluntad, el sometimiento de tus enemigos. No: en cierto modo, ese inmenso campo del deseo humano le había sido extraño, nunca el poder había sido objeto de sus fantasías, no podía imaginarlo en sus manos, sólo que pudiera ser utilizado en contra de él; ser libre, libre de cualquier forma de poder, tal era, dentro de esa perspectiva, su único deseo verdadero, y los deseos negativos siempre le habían parecido mezquinos.
Se le había ocurrido (como se le antojara en el cuento a la mujer del Pescador) que podía ser agradable ser Papa. Tenía una cantidad de ideas propias acerca de la ley natural, la liturgia y la hermenéutica y suponía que, desde esa encumbrada posición, un hombre de gran sensibilidad histórica, capaz de enunciar la voluntad de Dios e imponerla por mandato, sin las interminables contiendas de voluntades interpuestas entre el Sanctissimus y la ejecución de Sus pronunciamientos, podría en verdad hacer mucho bien. Pero esas gratificaciones no podrían jamás compensar el espantoso tedio de un cargo oficial; y en todo caso, era probable que la jerarquía no estuviera hoy en día tan dispuesta como debiera a acatar las bulas y encíclicas como lo hiciera antaño. Quién demonios podía saberlo.
Amor. Pierce Moffett había sido a la vez afortunado y desdichado en el amor, y su buena y mala fortuna eran, en parte, la razón por la cual viajaba ahora en este autobús a través de las Colinas Lejanas, el amor lo que ocupaba, bajo una u otra forma, la mayor parte de sus ensoñaciones; porque él, al igual que cualquier otro hombre, no podía por menos que acariciar fantasías de poderes hipnóticos, encantamientos irresistibles, el mundo su harén, o, inversamente, de un ser único, perfecto, modelado a la medida exacta de sus deseos, de la especie que los corazones solitarios describían con detalles tan reveladores en la sección «Personal» de ciertas revistas a las que Pierce estaba suscrito. Pero no: no era bueno utilizar ese tercer deseo para forzar el corazón. Era nefasto. Peor aún, no daría resultado. Para Pierce Moffett no había felicidad comparable a la de sentirse libremente elegido por el objeto de su deseo; no, ninguna que ni remotamente pudiera comparársele. La maravillada gratificación del descubrimiento, la repentina certeza, como si un halcón eligiera descender del cielo para posarse en su muñeca, salvaje aún, todavía libre, pero suyo. Y eso ¿quién, quién podía forzarlo? El corazón cerrado de las prostitutas, la amargura en los rostros de las rezagadas, las que esperaban —última esperanza— la fortuita aparición de un posible cliente. Pierce, con una dosis suficiente de coca o alcohol en el cerebro, podía fingir durante una hora o una noche, como podían ellas. Pero.
Y si el halcón alzaba el vuelo, si, como antes eligiera posarse, eligiera ahora volver a remontarse, y él no comprendiera por qué… bueno, tampoco había comprendido antes por qué razón eligiera posarse. Y estaba bien, tenía que estar bien que fuera así, si uno iba a amar a los halcones. Los gentiles, benévolos-crueles halcones.
Chalkokrotos:
Yo deseo, pensó, yo deseo, deseo…
Chalkokrotos, tintineo de bronces. ¿Dónde había tropezado él con esta idea? El epíteto de alguna diosa: Chalkokrotos por el color de bronce de sus cabellos y el tintinear de sus pulseras cierta noche; Chalkokrotos por sus armas y sus alas.
Santo Dios, pensó, jugueteando con su libro y cruzando las piernas. Tiró el cigarrillo al suelo, en medio de la sórdida alfombra de colillas, y se aconsejó a sí mismo que soñar despierto no era tal vez algo que debiera permitirse precisamente ahora, esta semana, este verano. Miró por la ventanilla, pero el día había cesado de fluir hacia él, o más bien él de fluir hacia el día. Por primera vez desde que decidiera realizar este paseo, tenía la sensación de estar huyendo y no paseando, y aquello de lo cual huía acaparaba ahora toda su atención.
De niño, cuando viajaba desde la fortaleza de su hogar en Kentucky hacia el este y el norte, a Nueva York, donde vivía su padre, había visto letreros que dirigían a la gente a estas mismas Colinas Lejanas que ahora atravesaba, pero el inmenso Nash cargado con sus familiares nunca aceptaba la invitación de las flechas que apuntaban en esa dirección.
Iban, tío Sam al volante (tío Sam se parecía muchísimo al Tío Sam que viste de blanco, rojo y azul, aunque sin la barba de chivo; y su traje era marrón o gris, o de algodón rugoso en aquellos viajes estivales), y la madre de Pierce a su lado, con el mapa en la falda, para timonear, y al lado de ella, en estricta rotación, uno u otro de los chicos: Pierce, o uno de los cuatro de Sam. Los demás se disputaban el espacio del ancho sofá del asiento trasero.
El Nash, aunque a duras penas, los contenía a todos, los flancos hinchados y el gordo trasero de su cuerpo de monstruo prehistórico parecían a punto de estallar con todos ellos y sus equipajes. Sam llamaba a su coche la Cerda Preñada. Fue el primer automóvil que Pierce conoció íntimamente: el recordado olor de la tapicería gris y el tacto fofo de sus agarraderas todavía significaban Automóvil para él. Había un algo de penitencial en aquellos largos viajes inolvidables, y aunque Pierce no tenía nada contra el Nash, «viajar en automóvil» y «placer» seguirían constituyendo toda su vida una antinomia.
Dejando atrás los bosques y las colinas de Kentucky, erosionados y con aspecto un tanto inconcluso, descendían a través de una región no muy diferente si bien, de tanto en tanto, con una nueva perspectiva de serranías a la luz del sol que significaba Pensilvania; y luego, en virtud del tránsito ritual a través de anchos portalones y la adquisición de un largo billete, entrarían en la flamante autopista de Pensilvania; y ya sobre su ancho dorso, serían transportados a regiones a la vez nuevas y viejas, regiones que eran a un tiempo la Historia y el límpido y brillante Presente. La Historia y las verdeazules lejanías de una tierra libre, una terranova no circunscrita, fértil —algo que Kentucky no le parecía, aunque así es como se describía América en los libros de texto escolares— estaban para él contenidas no sólo en las ondulantes colinas que atravesaban, sino también en el rodar de los nombres de Pensilvania en su lengua y en su oído: —Allegheny y Susquehanna, Schuylcill y Valley Forge, Brandywine y Tuscarora. Nunca alcanzarían a ver nada de Brandywine ni de esos otros parajes, nada excepto los restaurantes de la autopista cercanos a ellos, pulcros, idénticos, soleados, con idénticos menús e idénticas malvalocas y camareras, que en realidad no eran idénticos, puesto que cada uno ostentaba en su fachada de piedra rústica uno de aquellos preciosos nombres. Pierce sopesaba mentalmente la diferencia entre Downingtown y Crystal Spring mientras desayunaban manjares exóticos, imposibles de encontrar en su pueblo, sentados alrededor de una larga mesa: zumo de tomate (de naranja siempre y exclusivamente en casa) o salchichas que tenían la forma de pequeñas hamburguesas, o bollos daneses, y hasta potaje de avena para Sam, el único de la familia que lo encontraba delicioso.
Dejando atrás los bosques y las colinas de Kentucky, erosionados y con aspecto un tanto inconcluso, descendían a través de una región no muy diferente si bien, de tanto en tanto, con una nueva perspectiva de serranías a la luz del sol que significaba Pensilvania; y luego, en virtud del tránsito ritual a través de anchos portalones y la adquisición de un largo billete, entrarían en la flamante autopista de Pensilvania; y ya sobre su ancho dorso, serían transportados a regiones a la vez nuevas y viejas, regiones que eran a un tiempo la Historia y el límpido y brillante Presente. La Historia y las verdeazules lejanías de una tierra libre, una terranova no circunscrita, fértil —algo que Kentucky no le parecía, aunque así es como se describía América en los libros de texto escolares— estaban para él contenidas no sólo en las ondulantes colinas que atravesaban, sino también en el rodar de los nombres de Pensilvania en su lengua y en su oído:
—Allegheny y Susquehanna, Schuylcill y Valley Forge, Brandywine y Tuscarora. Nunca alcanzarían a ver nada de Brandywine ni de esos otros parajes, nada excepto los restaurantes de la autopista cercanos a ellos, pulcros, idénticos, soleados, con idénticos menús e idénticas malvalocas y camareras —que en realidad no eran idénticos, puesto que cada uno ostentaba en su fachada de piedra rústica uno de aquellos preciosos nombres. Pierce sopesaba mentalmente la diferencia entre Downingtown y Crystal Spring mientras desayunaban manjares exóticos, imposibles de encontrar en su pueblo, sentados alrededor de una larga mesa: zumo de tomate (de naranja siempre y exclusivamente en casa) o salchichas que tenían la forma de pequeñas hamburguesas, o bollos daneses, y hasta potaje de avena para Sam, el único de la familia que lo encontraba delicioso.
Y luego, otra vez en camino, a través de regiones arboladas y cultivadas, y en apariencia subpobladas y aún por explorar (esa ilusión del viaje por autopistas, de que la tierra está vacía, e incluso es virgen, era más intensa en aquellos tiempos en que los automóviles abandonaban por primera vez los viejos caminos trillados, flanqueados por vallas publicitarias, para tomar los atajos recién pavimentados) y —lo mejor de todo, lo más emocionante— penetrar en la serie de túneles cuyas entradas de espléndida mampostería aparecían a la vista repentinamente: los chicos voceaban el nombre, porque cada túnel tenía el suyo, el nombre del inflexible accidente geográfico que tan ingeniosamente, tan airosamente salvaba y dejaba atrás —la Montaña Azul y el Cerro Laurel (en un tiempo Pierce podía recitarlos todos, como un poema, ya no), Allegheny y Tuscarora… ¿Qué otros?
—Tuscarora —dijo Pierce en voz alta, en el autobús. Oh Pensilvanía de los nombres. Scranton y Harrisburg y Allentown eran difíciles, tupidos de tráfico; pero Tuscarora, Shenandoah, Kittatinny. (¡Ése era el último túnel! ¡El Monte Kittatinny! Se zambullían en la oscuridad, pero el corazón de Pierce se elevaba, como al ritmo de una música, hasta la altura de un aire estival). Ni una sola vez había el Nash abandonado la autopista, ni una sola vez respondió a aquellas señales que invitaban a ir a Lancaster o a Lebanon, pese a que allí habitaban los amonitas, o a Filadelfia, fundada hacía muchísimo tiempo por el hombre de la caja de los copos de avena Quacker; siempre seguían en línea recta hasta la autopista de Jersey, que a Pierce no sabía por qué, se le antojaba una pálida sombra de la de Pensilvania: tal vez era porque se acercaban a Nueva York y a su antigua realidad, saliendo de la Historia y del espléndido Presente para penetrar en su pasado personal, empujándolo hacia las calles de Brooklyn que él tendría que recoger y ponerse como si fueran ropas viejas y demasiado conocidas, y más estrechas cada vez que volvía a verlas.
Siempre habían existido otras opciones, hasta el último momento, hasta la autopista Pulaski en todo caso, después de la cual era ya inevitable el túnel Holanda, como un cuarto de baño interminable y oscuro. Podían virar (Pierce buscaba los lugares en el mapa que su madre sostenía) hacia el norte, hacia esos parajes con extraños nombres holandeses, o hacia el sur, hacia las playas de Jersey —la sola palabra playa significaba para él chillidos de gaviotas, ramblas entarimadas y encaladas. Hubieran podido, en camino, visitar el inimaginable Cheesequake. O tomar hacia las Colinas Lejanas, que no parecían tan lejanas; salir de la autopista justo allí, y dejar pronto atrás las Montañas Jennyjump para penetrar en el País de Nuncajamás. Eso decía el mapa.
Él no podía imponerle a Sam que cambiara de rumbo, el viaje tenía una lógica demasiado poderosa, el Nash era un monstruo prehistórico sometido al hábito de la autopista. Y no porque él no quisiera, en realidad, ir a ver a su padre en Brooklyn. No obstante, deseaba en silencio: Ahora desearía ir a este lugar, mientras lo tocaba, lo cubría con la mano: cerrando, incluso, los ojos y echando a los vientos toda prudencia: Desearía estar allí ahora mismo, y no porque esperase en realidad que el rugido del motor y el alboroto de sus primos fuese sustituido por un silencio mágico y un gorjear de pájaros, el olor de la tapicería recalentada al sol por fragancias de prados; y un momento después abría otra vez los ojos a la autopista, que todavía rutilaba a lo lejos con falsos estanques de agua plateada y los letreros de las vallas que anunciaban las atracciones que había en la ciudad que, velozmente, se aproximaba.
Y una cosa buena al menos, dentro de todo, pensó ahora Pierce, avizorando los prados, los estanques y los pequeños pueblos de la región. Todo era bastante bonito, sin duda; más que bonito, deseable, pero no como ese más allá, el más allá soñado donde la hierba es siempre más verde. No podía saberlo de niño —no siempre lo sabía de hombre—. Anhelar: pero desear no es lo mismo que anhelar, un movimiento del alma hacia la paz, la resolución, la restitución o el reposo; un ardiente deseo de felicidad, que parece por un momento encarnada por ese estanque con patos allá, a la sombra de los arces, por esa hermosa casa de piedra cuyos visillos de encaje invitan a aposentos frescos con el edredón replegado en la alta cama. Una sabiduría duramente conquistada distinguía entre esos impulsos dirigidos a objetos meramente fugaces y el deseo verdadero, el que con tanto celo va forjando su objeto que éste no podrá jamás decepcionarte.
Goshen. West Goshen. East Bethel. Bethel. La opción es entre Stonykill, a tres millas, y Bella Vista, a cuatro; bien, eligen Bella Vista. Desearía estar allí ahora mismo, en Bella Vista, en las Colinas Lejanas, y allí, o casi allí estaba ahora, sólo que un cuarto de siglo más tarde.
Pero mientras tanto algo había empezado a fallar en el autobús en que viajaba. Estaba pujando por remontar una larga cuesta curva, menos escarpada que muchas que ya había salvado; algo jadeaba ahora en sus entrañas con la insistencia de un arduo ritmo de basso, como si el corazón le chocara contra las costillas. El ruido se atenuó cuando el conductor intentó un cambio de marcha para que el motor se sintiera más relajado, pero tan pronto como la cuesta se hizo más empinada, recrudeció otra vez. Ahora avanzaban como a rastras; parecía obvio que no completarían el ascenso, pero lo lograron, a duras penas, el autobús jadeó y resopló como un caballo extenuado, y allí estaba la bella vista, enmarcada por una oscura ala lateral de árboles de altas copas frondosas como en un paisaje de Claude; un primer plano bañado por el sol, un río de plata zigzagueando entre verdes riberas, una humedad lejana que se diluía en el cielo pálido y las nubes algodonosas. La sombra del follaje los envolvió y una terrible vibración estremeció al vehículo de largo a largo —un ligamento roto, un ataque de apoplejía, no, evidentemente no lo habían logrado—. El motor trepidó otra vez y enmudeció de golpe. En silencio —Pierce podía oír el rasguido de los neumáticos sobre la carretera— el autobús bajó en punto muerto la cuesta más empinada hasta la aldea al pie de la colina, un puñado de casas de piedra y madera, una iglesia de ladrillo, un puente de un solo tramo sobre el río; y allí, ante la mirada curiosa de unos pocos lugareños congregados en el porche de la gasolinera-tienda de ramos generales, se detuvo en seco.
Bueno, caray.
El conductor se apeó, dejando a sus pasajeros en sus asientos, todos mirando al frente como si todavía estuvieran viajando, sólo que sin viajar. Hubo ruidos en el compartimiento del motor cuando el hombre lo abrió para auscultarlo; luego entró en la tienda y desapareció durante un largo rato. Cuando salió, se deslizó de nuevo en su asiento y cogió su micrófono —aunque de haber encarado a sus más o menos quince pasajeros hubiera podido hacerse oír sin dificultad, tal vez se sintiera cohibido— y anunció metálicamente:
—Bueno, amigos, me temo que no podamos ir más lejos en este coche. —Protestas, murmullos—. He telefoneado a Cascadia y nos van a mandar otro tan pronto como les sea posible. Cuestión de una hora o dos. Hagan el favor de ponerse cómodos, aquí en el coche, o salgan, como gusten.
Siempre le había sorprendido que, cualesquiera que fuesen los engorros en que lo metían a uno los autobuses y sus secuaces, nunca olvidaban sugerir que estaban ofreciendo comodidades, lujo, incluso placeres. Guardó su libro de las Soledades en el bolsillo lateral de su mochila, cargó ésta al hombro y se apeó, siguiendo al conductor, que intentaba al parecer hacerse humo en la tienda.
—¡Perdone usted!
¡Pero qué día, realmente, qué día! El aire auténtico que quemó sus pulmones cuando tomo aliento para llamar de nuevo a conductor, era dulce y fragante después del aire adulterado del autobús.
—¡Perdone usted!
El hombre se volvió, enarcando las cejas, ¿en qué podía ayudarlo?
—Tengo un billete para Conurbana —dijo Pierce—. Tendría que coger otro autobús al llegar a Cascadia. ¿Lo perderé?
—¿A qué hora?
—Las dos.
—Yo diría que sí. Lo lamento.
—Caramba. ¿No podrían retenerlo?
—Lo dudo. Mucha gente toma ese autobús para Conurbana. También ellos tienen que hacer el trasbordo. —Una pequeña sonrisa. Cosas de la vida—. Hay otro sin embargo, creo, desde Cascadia, a eso de las seis.
—Magnífico —dijo Pierce, tratando de no irritarse, el pobre hombre al fin y al cabo no tenía la culpa—. Tengo una cita allí a las cuatro y media.
—Oh —dijo el conductor—. Oh, caray.
Parecía sinceramente afligido. Pierce se encogió de hombros y miró en derredor. Una brisa ligera levantó el reclinado follaje de los árboles que formaban una techumbre sobre la aldea, pasó, y devolvió la calma al mediodía. Pierce pensó insensatamente en alquilar un taxi, no, no habría ningún taxi aquí, en hacer autostop… no hacía autostop desde sus días de estudiante. Recobró la cordura y se encaminó a la tienda, mientras hurgaba en sus bolsillos en busca de una moneda.
Hasta ese verano, Pierce Moffett había enseñado historia y literatura en una pequeña universidad de la ciudad de Nueva York, una de esas instituciones que tras las revueltas de los años sesenta se esforzaban por satisfacer sobre todo a esa juventud inquieta, esa gitanería estudiantil que parecía, en ese entonces, estar nutriéndose de una pintoresca cultura nómada de su propia invención, beduinos acampando en el ajetreo general de la urbe, levantando sus tiendas y cambiando de sitio cuando sentían su territorio amenazado por las irrupciones de la civilización, viviendo al día nadie sabía de que, del tráfico de drogas y del dinero que recibían de casa. Habían convertido el Barnabas College en su caravasar y Pierce, durante algún tiempo, había sido un profesor muy popular entre ellos. Su asignatura principal, Historia 101 —motejada por los estudiantes Misterio 101—, había atraído durante varios semestres a un alumnado muy numeroso; porque Pierce, al abordar su materia, se daba maña para insinuar a sus oyentes que poseía un secreto inaudito acerca de ella, una historia para contar, que él había llegado a conocer a costa de grandes esfuerzos, y que estaría dispuesto a revelarles si ellos quisieran tan sólo hacerle el favor de sentarse y escuchar en silencio. Es verdad que, recientemente, cada vez menos estudiantes seguían siéndole fieles hasta el final; pero no era ésa, o no sólo ésa, la razón por la cual Pierce no volvería al Barnabas College en otoño.
El Peter Ramus College, hacia el cual estaba ahora en camino, era, hasta donde él podía juzgar, una institución bastante diferente; una antigua fundación hugonote que todavía imponía un código de vestimenta (eso le habían dicho, no podía ser), y que ocupaba varios edificios ennegrecidos por el humo en los suburbios de una ciudad decadente. La carta del decano, que Pierce extrajo de su bolsillo un poco ajada y manchada de sudor, la carta que lo invitaba a presentarse para una entrevista, reproducía en un pequeño grabado la sede de la institución, con una cúpula como si fuera un pequeño palacio de justicia de provincia o una iglesia de la Ciencia Cristiana. Pierce podía imaginar los nuevos dormitorios y laboratorios de hormigón poroso recientemente incorporados a los edificios. Al pie del grabado encontró el número de teléfono.
Un letrero de latón que publicitaba una marca de pan, la niñita rubia con su rebanada untada de mantequilla, borrosa y desvaída, estaba adosado a la puerta mosquitera del pequeño comercio; hacía añares que Pierce no trasponía una puerta con un letrero como aquél. Y en el interior reencontró también ese olor frío e indefinible, algo así como a naftalina y uvas pasas y migas de galletas que es el eterno olor de los negocios como aquél, y que nunca parecen tener los comercios de la ciudad que venden las mismas, mercancías. Mientras discaba el número, se sintió bruscamente transportado al pasado.
No había alma viviente a esa hora, en ese mediodía de agosto, en el Peter Ramus a no ser los ayudantes de otros ayudantes; nadie fijó un nuevo horario para su entrevista, ni él se atrevió a cancelarla definitivamente; dejó una serie de mensajes vagos que fueron aceptados sin demasiada convicción, dijo que volvería a llamar desde Cascadia y, ya de nuevo en su limbo, colgó el receptor.
Cerca del mostrador principal encontró un refrigerador de bebidas gaseosas, uno de esos estilo sarcófago como el que había en la tienda de Delmont del pueblo de su niñez, el mismo rojo oscuro con la pesada tapadera bordeada de zinc, y en el interior un sombrío estanque de hielo y agua y botellas frías que se entrechocaron cavernosamente cuando eligió una. Sacó un par de gafas de sol de un expositor que estaba al lado del que exhibía postales; consideró por un momento la posibilidad de adquirir un ejemplar del periódico local, también apilado allí, pero desistió. Se llamaba El Pregón de las Lejanas. Pagó la Coca Cola y las gafas, sonriendo a la niña plácida que recibió el dinero con una sonrisa, y salió de nuevo a la luz del día, sintiéndose mágicamente libre, como si hubiese sido depositado por la marea en una, playa, o hubiera luchado contra ella para ganar la orilla. Se puso las gafas nuevas, que transformaron aún más el día en un paisaje de Claude, las tonalidades ambarinas, la suntuosa oscuridad: sereno.
Había suspendido su viaje, probablemente con mucho que perder, y mucho que pagar sin duda en tedio o algo peor; pero no le importaba, por el momento le daba igual, ya que tampoco tenía demasiado interés en llegar a destino, o en volver a su punto de partida. Si algo quería era, pura y simplemente, ir a sentarse allá, a esa mesa de picnic de madera a la sombra, no estar en movimiento, beber a pequeños sorbos su Coca Cola e impregnarse de la profunda paz de lo que parecía ser un día festivo sereno y universal. Serenidad. Ahora podía, sin poner condiciones, desear una vida serena, una permanente vacación interior, la evasión anhelada hecha realidad. Que esa placidez que penetraba en él junto con d aire dulce que respiraba fuese de algún modo y para siempre su clima interior.
Pero desear cualidades morales, serenidad, tolerancia, también planteaba problemas. La prohibición (que a Pierce le parecía obvia) de desear cosas tales como habilidades artísticas —sentarse al piano y que la Appassionata le fluyera súbitamente de los dedos se aplicaba también en algún sentido a la sabiduría, a la clarividencia, a la intuición, inútiles a menos que fueran adquiridas, y en ello, en el esfuerzo de haberlas adquirido consistía sin duda su único valor.
Lo mejor. Pierce respiró hondo, ya antes había llegado la misma conclusión. Lo mejor sería rechazar de plano la oferta. Gracias pero no, gracias. Con seguridad era ya lo bastante sensato —o al menos lo bastante leído— como para saber que en la naturaleza misma de los deseos realizados había muy probablemente un elemento corrosivo de la felicidad universal. Lo sabía, sí. Y sin embargo. Sólo podía esperar que, cuando los deseos le fueran ofrecidos, estuviera en condiciones de actuar con serenidad, no con irreflexiva avidez, en su sano juicio. No enceguecido por uno u otro de sus codiciados objetos de deseo; no en los avalares de alguna circunstancia aterradora de la que sintiera la imperiosa, desesperada necesidad de salir; en otras palabras, no hoy. Entonces, aún en el caso de que no pudiera rechazarlo del todo, podría al menos adoptar la alternativa más sensata posible, una opción que desde hacía tiempo consideraba como razonable, en realidad demasiado razonable para él: o sea, una vez formulados y obtenidos sus dos primeros deseos prácticos de salud y riqueza, utilizar el tercero para desear simplemente poder olvidar todo eso, como si nunca le hubiera sucedido: con su tranquilidad y su bienestar mágicamente asegurados, olvidar que alguna vez había sabido que los deseos podían ser realizados, recobrar su antigua (actual) ignorancia de que la irrupción de esos poderes en el mundo, de poderes que no vacilarían en ponerse a su insensata disposición, era real y verdaderamente posible.
Real y verdadera y genuinamente posible. Pierce bebió su Coca Cola. De un camino lateral, por detrás de la iglesia, emergió, como desorientada, una oveja y se encaminó hacía la autopista.
Y era posible, claro está, que todo eso hubiera acontecido ya. Que su tríada más sensata de deseos estuviera ahora en vías de realizarse, concedida ya, el genio recluido otra vez en su lámpara, la lámpara en el pasado, y el proceso todo en el olvido. Pierce ignorando su inmensa buena suerte, todavía barajando posibilidades. A primera vista, parecía improbable, considerando su situación de desempleo, y su salud mental, que no le parecía demasiado robusta. Pero no había forma de saberlo. A lo mejor había sido visitado por la gracia esa misma mañana. Ese día, ese día azul, podía ser el primer día de su buena fortuna, este momento el primer momento.
Varias ovejas más habían salido del camino lateral y, apiñando y balando, erraban por la carretera. Uno de los lugareños sentados en el porche, que hasta ese momento había parecido inamovible, se puso en pie, se subió los pantalones y se encaminó a la carretera para detener la circulación, haciendo señales de advertencia con la mano a una camioneta que se aproximaba, espere un momento, tenga paciencia. Un perro daba vueltas alrededor de las ovejas, ladrando de tanto en tanto de una manera perentoria, tratando de guiarlas (había docenas ahora, y seguían emergiendo más y más del camino lateral, como por arte de magia) hacia el puente sobre el río, que los animales parecían poco dispuestos a cruzar.
De pronto, a la retaguardia del rebaño, apareció un pastor alto, cayado en mano, con un deshilachado sombrero de paja en la cabeza. Vio en el camino la impaciente camioneta y sonrió de oreja a oreja, como si le causara gracia haber provocado semejante alboroto; con un golpecito del cayado mandó de vuelta al rebaño a un corderito que intentaba escapar y, lanzando un grito reunió a sus pupilas y las guió hacia el puente.
Pierce contemplaba la escena, consciente de que una cadena de asociaciones se iba enlazando dentro de él sin que él lo hubiera elegido, un arqueo de sus archivos más recónditos cuya finalidad ignoraba. La conclusión se le reveló, al fin, abruptamente. Se levantó con lentitud, no seguro aún de creer lo que estaba viendo.
—Spofford —dijo, y luego gritó—: ¡Spofford!
El pastor se volvió, se echó hacia atrás el sombrero y vio a Pierce que corría hacia él, y una oveja de cara negra también se volvió para mirarlo. El conductor del autobús, que salía de la pequeña tienda para hacer el recuento de su demorado rebaño, vio que uno de sus pasajeros se alejaba, se reunía con el pastor en medio del puente y lo abrazaba.
—Pierce Moffett —dijo el pastor, mientras lo observaba sonriendo a una brazada de distancia—. ¡Quién lo hubiera pensado!
—Eras tú nomás. Me pareció que eras.
—¿Has venido a visitarme? No puedo creerlo.
—No exactamente. Ni siquiera tenía intenciones de parar.
Explicó la situación. Conurbana, el percance, la cita cancelada.
—¡Mira por donde! —dijo Spofford—. Náufrago de un autobús.
—Creo que he sido yo el que provocó el naufragio —dijo Pierce e buen humor. Los dos contemplaron el autobús encallado, los pasajeros que daban vueltas y vueltas sin saber qué hacer.
—Que se vaya al demonio —dijo Spofford repentinamente—. Olvídate de él. Ven a visitarme. No estoy lejos. Quédate una temporadita. Hay sitio. Quédate todo el tiempo que quieras.
Pierce dejó de mirar el autobús para contemplar la pradera que se extendía del otro lado del río, por donde ahora las ovejas se dispersaban, pastando gozosas.
—¿Quedarme aquí? —dijo.
—Tenemos que ponernos al día —dijo el pastor—. La vieja alma mater. El viejo barrio.
—Los he abandonado.
—¿De veras? —Señaló con su cayado cuesta arriba, las tierras que había más allá de los prados—. Mi casa está allá —dijo—. En la montaña.
Y por qué no, qué demonios, pensó Pierce. De algún modo, la idea de fuga lo había estado rondando todo el día, toda la semana; a decir verdad, todo el verano. Hasta aquí había viajado, camino del Deber y del Futuro, y lo habían dejado en la estacada. No por su culpa. De acuerdo. Sea.
—¡Qué demonios! —exclamó, y una euforia extraña le subió repentinamente del pecho a la garganta—. ¡Por qué no, qué caray!
—Claro, hombre —dijo Spofford. Silbó una nota que puso a su rebaño nuevamente en marcha, y cogió a Pierce por el brazo; Pierce se reía, el perro ladraba, y la desordenada procesión se alejó de la aldea.
Unos años atrás el tal Spofford había sido, durante un tiempo, alumno de Pierce en el Barnabas College, en realidad uno de los primeros inscritos del Programa GI para ex-combatientes de la Segunda Guerra o su equivalente para los de Vietnam. Pierce lo recordaba en su curso de historia, serio y atento con su casaca de fajina (su nombre Spofford inscrito en el bolsillo del pecho), siempre con un aire de estar fuera de lugar, un desplazado. Era sólo tres o cuatro años más joven que Pierce, quien en aquel entonces hacía, por así decir, sus verdaderas primeras armas; mientras Pierce jugaba a hacerlas en sus largos años de universidad, Spofford había hecho las suyas en el Vietnam; con el mismo dinero de su beca de estudios, había montado un pequeño taller de ebanistería en el barrio de casas baratas en que vivía Pierce y confeccionaba muebles sueltos y objetos preciosos con una habilidad que Pierce le envidiaba y que le fascinaba observar. Se habían hecho amigos, y hasta habían compartido por algún tiempo una novia —literalmente una noche, una noche memorable—, y aunque muy diferentes en muchos aspectos, nunca se habían distanciado del todo, a pesar de haber seguido cada uno su propio camino. Spofford pronto había abandonado los estudios y luego la ciudad, para regresar con sus talentos a su tierra natal, y Pierce recibía de tanto en tanto una carta en la menuda y perfectamente legible letra de Spofford, en la que le comentaba sus progresos y lo invitaba a visitarlo.
Y ahí estaba al fin. Spofford, bronceado y saludable, con su desflecado sombrero de paja y su cayado, tenía buen aspecto; Pierce sintió una oleada de una emoción semejante a la gratitud. Las calles de la ciudad pululaban de Spoffords que no se habían salvado. Cuando éste le sonrió, mirándolo de soslayo, sin duda evaluándolo a su vez, sus dientes resplandecieron blancos en la ancha cara, excepto uno central superior, gris y muerto.
—Así que aquí lo tienes —dijo, ofreciendo su mundo con un gesto envolvente del brazo.
Pierce paseó una mirada en torno. Habían escalado la pradera de las estribaciones de una elevada colina; arriba, por encima de sus cabezas, se alzaban las cumbres boscosas; abajo, a sus pies, se tendía el valle y su río centelleante. Hay casi una música en esos paisajes estivales, una armoniosa exhalación de voces soprano. Pierce no sabía si la música que casi siempre acompaña a las escenas iniciales de las películas de dibujos pastorales, sobre todo las de Walt Disney (esa música que las colinas y los árboles animados cantan y bailan con suaves contoneos) era esta música que ahora le parecía escuchar, o si esta música era tan sólo su propio recuerdo de aquella otra. Se echó a reír al escucharla.
—Me gusta —dijo—. ¿Qué río es éste?
—El Blackberry —respondió Spofford.
—Me gusta —dijo Pierce—. El Blackberry.
—La montana es el Monte Randa —dijo Spofford—. Desde la cima pueden verse tres estados diferentes, arriba Nueva York, abajo Pensilvania y a lo lejos Nueva Jersey. Un panorama grandioso. Hay un monumento en la cumbre, donde un fulano tuvo una visión.
—¿De tres estados?
—No sé. Algo religioso. Creó una religión.
—Humm. —Pierce no veía ningún monumento.
—Podríamos subir. Hay un sendero.
—Podríamos, sí —dijo Pierce, el aliento ya entrecortado después del suave repecho. Bucanero, el perro ovejero, ladraba impaciente a la cabeza de la procesión: su grey cuadrúpeda estaba portándose bien, eran los bípedos los que ahora hacían travesuras.
—A propósito, ¿son tuyos todos estos bichos? —preguntó Pierce en medio del rebaño, observando las caras tontas y atentas de las ovejas.
—Míos —dijo Spofford—. A partir de hoy. —Golpeó ligeramente con un experto movimiento de la punta de su cayado las patas traseras de una rezagada, la oveja lanzó un balido y echó a correr—. Hice algunos trabajos para un ganadero este verano. Le construí un granero, carpintería, esas cosas. Hicimos un trueque.
—¿Necesitabas ovejas?
—Me gustan las ovejas —dijo Spofford con dulzura, contemplando las suyas.
—Vaya, a quién no —dijo Pierce riendo—. Ovejas.
—Y entonó, con la música del Mesías de Haendel:
—Todos todos como ovejas… Todos todos como ovejas…
Spofford cogió la melodía (él y Pierce la habían cantado a coro, en una versión paródica, cierto invierno en el Village) y siguieron cantándola mientras escalaban los prados:
A todos nos gustan las ovejas. Todos todos como ovejas. Todos todos como ovejas. Nos hemos descarriado; cada cual por su lado Cada cual por su lado.