Dos

El río Blackbury (no Blackberry, como entendiera Pierce) nace como un riacho poco promisorio en los Catskills de Nueva York; alimentado por canales y arroyos, sobrepasa o incorpora a sus afluentes, y se convierte en río a medida que se acerca a la frontera, donde desemboca en un embalse montañoso redondo y plateado como una moneda, que por esa razón, u otra distinta, recibe el nombre de lago Níquel. En el lago Níquel limpia sus aguas del limo que ha recogido en su travesía por Nueva York, y cuando sale de él, purificado, se precipita, caudaloso, por una serie de rápidos de piedra y cascadas bajas, en medio de los bosques de álamos temblones que crecen al pie de las Colinas Lejanas septentrionales. En el largo valle central de las Lejanas se encuentra a sí mismo; cuando la gente habla del Blackbury, se refiere a este río, cuyo cauce se ensancha y se estrecha y fluye más lento cuando atraviesa serpenteando, como si se paseara por ellas, sus plácidas tierras de aluvión. Alo largo de los siglos, mientras maduraba, el río ha tomado unos pocos atajos a través del suelo de este valle; en 1857 los pobladores descubrieron, después de una semana de violentas lluvias primaverales, que había irrumpido a través de una ancha curva de sí mismo, dejando atrás un meandro lacustre y acortando en dos millas el tramo navegable entre Ashford Haven y Bella Vista.

El Blackbury, en la mayor parte de su trayectoria, ha sido siempre un río poco navegable; flanqueado como está en ambas márgenes por las pedregosas Lejanas (el Monte Randa se eleva en una sucesión de estribaciones desde las riberas occidentales), carece de un verdadero estuario; archipiélagos de pequeñas islas coronadas de árboles cada milla —poco más o menos— dificultan la navegación. Una franja de campos fértiles entre el río y las montañas es apta para el cultivo de cereales y hortalizas, pero se inunda con desastrosa frecuencia, y al buscar una salida del valle, sus orillas se vuelven más escarpadas, su cauce más estrecho, el suelo más anfractuoso y menos fértil, los bosques más antiguos, las riberas menos pobladas.

El río parte desde el valle a través de un barranco llamado el Pórtico de David, entre empalizadas de piedra que configuran el pie deforme del Monte Randa, luego entra en súbita confluencia con el mucho menos caudaloso río Sombra, que ha corrido rizándose y cortando camino a lo largo de la ladera occidental, más escarpada, del Monte Randa, antes de incorporarse al cuerpo principal; y allí, construido sobre las empalizadas, y accesible por dos puentes, uno sobre el río Sombra y el otro sobre el Blackbury, se alza el pueblo de Jambas de Blackbury, así llamado por el encabalgamiento de los dos ríos, o porque ocupa las jambas del Pórtico de David. Estas dos explicaciones, y otras más, circulan en la región.

A veces, cuando el tiempo es propicio o la luz adecuada, es posible ver, desde Jambas de Blackbury, los dos ríos corriendo a la par y virando hacia el sur, pero sin mezclarse; las aguas del Blackbury son ahora otra vez legamosas debido a su lenta travesía por el valle, y menos espejeantes, menos brillantes que las del Sombra, más rápido y más frío; dos aguas diferentes corren, por un momento, hombro con hombro. Los peces podrían cruzar a nado, se diría, de una a otra, como a través de una cortina. Luego, ese momento ha pasado; todo es un solo río. (Sin embargo, también sobre este punto hay discrepancias; hay quienes afirman que la visión de dos ríos es una ilusión óptica, o incluso una leyenda, algo que nunca ha visto nadie. Los que lo han visto —o conocen a otros que lo han visto— se limitan a reiterar su convicción. Las discrepancias parecen no tener fin).

A Jambas de Blackbury se puede llegar desde el norte, tomando el camino que bordea la orilla oriental del río, y cruzando el puente a la altura del Blackbury meridional; o cruzarlo más arriba, en Bella Vista, y tomar un camino más corto, subiendo y bajando pequeñas elevaciones, y llegar a los altos de la villa —porque jambas de Blackbury es uno de esos poblados que tienen un arriba y un abajo. Este último es el camino que toman invariablemente las gentes del lugar; y el que siempre tomaba Rosie. Mucho —que en un tiempo había sido del lugar y estaba en vías de volver a serlo— cada vez que iba a las Jambas desde su casa en Stonykill, pese a que su vieja camioneta, grande como una barca, cabeceaba y rolaba, también como una barca, por el escarpado camino de montaña.

Rosie Mucho (née Rosalind Rasmussen, y pronto también en vías de volver a serlo) tenía una lista más bien larga de recados, algunos agradables, otros no tanto, uno ni siquiera un verdadero recado, aunque ella había decidido considerarlo como tal, y lo había puesto en su lista mental junto con la guardería, la parada en Automotores Bluto y la biblioteca. En el coche, iban con ella su hija de tres años, Sam, sus dos perros ovejeros australianos, su carta natal en un sobre de manila marrón, una novela histórica de Fellowes Kraft para devolver, y el almuerzo de su marido, en un envoltorio de plástico; amén de todas las naderías, bagajes y avíos que invariablemente se acumulan en un vehículo de esa especie y edad. A su lado, en el asiento del acompañante, iba el espejo retrovisor, que se había desprendido del parabrisas esa misma mañana, cuando Rosie intentaba asegurarlo. Allí, en el asiento, no reflejaba nada útil, sólo la cara de Rosie, la de su hija, la radiante mañana de agosto y la fronda del camino.

Las calles de Jambas de Blackbury son una serie de arterias transversales a la rambla principal que une entre sí los dos puentes. Allá, en los altos, la edificación consiste a menudo en las lóbregas casas de madera con su escalerilla exterior al primer piso, ropa tendida en cuerdas desde las ventanas, y una empinada escalera de entrada; porque hasta hace poco, nadie hubiera podido considerar a Jambas como un pueblo bonito, o un pueblo próspero; era un pueblo de gente trabajadora. Hoy en día hay tiendas de alimentos dietéticos, hay comercios con nombres ingeniosos en los bajos de algunas viviendas, hay galerías en los antiguos almacenes; pero todavía persiste, sobre todo cuando hace mal tiempo, una imagen más antigua, menos alentadora, una fotografía en blanco y negro: chiquillos carisucios, una campana de iglesia destemplada, humos de carbón, los olores de la cena de las cinco. A Rosie, que la recordaba así, la alegraba la nueva pulcritud, el nuevo color de la villa; y la divertía, además, su aire endomingado. Hizo un viraje, enfiló la enorme camioneta cuesta abajo, se internó en una calle sombreada por árboles frondosos —la calle de los Arces— y frenó de golpe (la pronunciada pendiente requirió cierto esfuerzo) delante de una casa grande, una de esas casas cuyo tejado a cuatro aguas parece abultar como preñado, y cuyo porche profundo está sostenido por gruesos pilares de mampostería. Por la pared lateral, la típica escalera exterior subía a un apartamento del primer piso.

—¿Vamos un ratito a ver a Beau? —le preguntó su hija Sam.

Era el eufemismo que empleaban cada vez que Rosie tenía que dejarla en la guardería.

—Ahá.

—¿Puedo subir?

—Puedes subir —respondió Rosie, abriendo la portezuela de la camioneta— o puedes quedarte en el patio. —El minúsculo patio tenía sus atracciones: había un número variable de niños que vivían en la casa, y sus juguetes, camiones y camionetas, y una motocicleta de plástico de colores chillones yacían dispersos aquí y allá. Sam prefirió el patio y solemnemente, como por obligación y no por placer, se encaramó en la moto. «Equipo de demolición», llamaba Mike, el marido de Rosie, a esos juguetes. Los críos eran los demoledores. Los apartamentos con escaleras exteriores, como el de Beau, eran «apartamentos criadero». En sus tiempos de estudiante, Mike Mucho se había ganado la vida vendiendo enciclopedias puerta a puerta y había adoptado la jerga del oficio. Los «apartamentos criadero» con equipo de demolición en el patio eran indicativos de «buenas perspectivas»: parejas jóvenes casadas con críos.

Al igual que tantas otras certezas, ésta pertenecía al pasado. Hoy en día podían ser más bien indicativos de la existencia de una guardería, tres o cuatro o cinco mujeres solteras con o sin oficio o empleos a la vista, un par de ellas con críos propios, y seis u ocho chiquillos a su cuidado, para ayudar a pagar el alquiler, como en este caso, el del primer piso. Y a Beau, no podía vendérsele una enciclopedia o, en todo caso, no una de las que en sus tiempos había vendido Mike.

Tendría que haberse dedicado a eso, pensó Rosie, mientras subía al primer piso. Apuesto cualquier cosa a que era bueno para eso. Me juego la cabeza. Útil. Buen consejero. Estamos haciendo un sondeo en esta comunidad, señor y señora Mark. Deseamos dejar estos libros en su hogar, sin inversión alguna de su parte, ahora o después.

—Hola, Beau —llamó a través de la puerta mosquitera—. ¿Estás levantado? —Ahuecó las manos sobre la frente contra el tejido de alambre para escrutar el interior.

—Hola, Rosie. Entra.

Estaba sentado en posición de loto sobre el colchón forrado de blanco, vestido con un caftán blanco. El pequeño apartamento también era blanco, paredes, cielo raso y pisos; un largo camino de alfombra oriental unía una mesa de cocina de metal esmaltado de blanco, la cama blanca y un balconcito en el fondo, que daba al pueblo y al río. El sendero de Beau.

—No puedo quedarme —dijo Rosie, deteniéndose en el umbral—. No quiero interrumpirte. Vamos, no te desenrosques por mí. Beau se echó a reír, mientras se levantaba. —¿Qué pasa?

—¿Puedo dejarte un rato a Sam? Tengo unas cuantas cosas que hacer.

—Claro que puedes.

—Sólo un par de horas. —Era consciente de que no había pagado la cuota del mes, y no traía el cheque; y éste no era uno de los días en que habitualmente dejaba a Sam con Beau, Un imprevisto. Los imprevistos y el dinero hacían que se sintiera un poco cohibida en presencia de Beau, quien no parecía reaccionar ante lo uno ni lo otro de manera ordinaria.

—De acuerdo —dijo Beau—. ¿Quieres una taza de té? ¿Quién está abajo?

—No me he fijado. No puedo quedarme. De todos modos, Beau empezó a preparar el té. Rosie observó cómo ponía el agua a hervir sobre el calentador, sacaba el té y las tazas y las disponía encima de la mesa. Todavía sonreía ligeramente, Beau siempre sonreía. Rosie pensaba que acaso fuera sólo la forma de su boca lo que le hacía parecer sonriente, un repliegue hacia arriba de las delicadas comisuras, como una arcaica estatua griega, una boca hermosa, pensó, un hombre hermoso. Su cabello largo, negro y ondulado tenía un lustre brillante, sus ojos aterciopelados eran dulces; la nariz larga y fina, esa boca, y la barba bien cuidada le conferían el aire del más bello Jesús del Renacimiento, un cortesano joven y fuerte que se había vuelto translúcido a fuerza de santidad.

—Y bien ¿qué hay de nuevo? ¿Cómo está Mike?

Rosie avanzó unos pasos por el sendero de Beau, con los brazos cruzados hasta los hombros.

—Perfectamente —dijo—. Divirtiéndose. Divirtiéndose a montones. Está en su año de Tránsito Descendente.

—¿Qué es eso?

—La Climateria. Su invento. Cada siete años. Las cosas suben y bajan. Una especie de curva.

—Ah, sí. Ahora recuerdo. Me lo explicó una vez. Se refería a eso.

A Mike, Beau no le caía bien y no le gustaba que Rosie dejara a Sam a su cuidado. Un par de veces, cuando Mike había llevado a Sam, Beau había intentado romper el hielo con él; Beau (Rosie lo había comprobado) era capaz de romper el hielo con casi todo el mundo, pero no con Mike.

—Sí —dijo Rosie—. Su año de Tránsito Descendente. A punto de llegar al fondo de un ciclo. Se siente muy tierno. Eso dice. Sus necesidades ¿sabes? —soltó una risa breve—. Sus necesidades que empiezan a despuntar.

Beau destapó una caja de galletitas de porcelana que tenía la forma de un cerdito gordinflón y sacó una pasta parda, redonda y aterronada, una de sus recetas, supuso Rosie. Beau cocinaba para las mujeres de la planta baja y cuidaba de sus críos; las sacaba de apuros; ésa era su única ocupación: algo, pensaba Rosie, entre gurú y sirviente, y a la vez una especie de mascota, animal de compañía. Qué otras relaciones podía tener con ellas, Rosie lo ignoraba, no porque él o nadie las ocultara, sólo que eran demasiado amorfas, o demasiado fuera de lo común para que uno se atreviera a hacer preguntas sobre ellas en voz alta. Hasta donde ella sabía, Beau era casto además de santo. Casto: viéndolo masticar con lenta concentración, sintió el impulso de acariciarlo como un gato.

—Lo que yo creo es que él es un alma joven.

—¿Ah sí?

—Y pienso —dijo Beau— que es por eso que ha sido un mal viaje para ti. —Ella nunca le había dicho a Beau que su vida con Mike había sido un mal viaje—. Tú eres un alma vieja —prosiguió Beau—, y él no está en el mismo punto que tú.

—Un alma vieja, —dijo Rosie, riendo—, un alma vieja pero alegre, como la del viejo rey Colé de la canción.

Abajo, en el patio, sonó un chillido y Beau, sin darse prisa, depositó su taza sobre la mesa y salió. Sam y Donna, una niña de cara feroz, de quien Rosie desconfiaba, tironeaban cada una de uno de los manubrios de la motocicleta de plástico, y se miraban con furia.

—Hola, Sam —dijo Beau, observando la escena con las manos en pantalla sobre los ojos, como un explorador.

—Hola, Beau. —Sin soltar el vehículo. Donna lanzó otro chillido amenazante.

—A ver, a ver —dijo Beau—. ¿A qué viene todo este desgaste de energía? ¿Qué sucede? A ver, hablemos un poquito.

—Tengo que irme, Beau —dijo Rosie, sacando del bolsillo de su mono un manojo de llaves—. Hasta lueguito, Sam. Pórtate bien. No tardaré. —Sam ya había iniciado negociaciones con Beau (que se había puesto de rodillas para escuchar mejor a las dos niñas), y casi no se dio cuenta de que su madre pasaba a su lado y se marchaba. Rosie, mientras ponía la camioneta en marcha, volvió la cabeza para mirarlos, y tuvo una súbita visión, una idea para un cuadro, que la hizo reír. Un gran cuadro. Sería una versión de esa antigua pintura religiosa que se veía en todas partes: Jesús sentado sobre una roca, y alrededor de él todos esos niños de rostros dulces, de todas las naciones, con los ojos brillantes. Sólo que en su cuadro, alrededor del mismo Jesús (Beau en su caftán) habría niños del mundo real, niños de hoy: niños codiciosos, aferrados con dedos rapaces a armas de la televisión, niños con pañales de plástico, niños en camisetas mugrientas con leyendas chistosas estampadas en el pecho, con los ombligos al aire y las barbillas pegajosas por el helado de naranja, con tiritas en las rodillas; niños llevando a remolque muñecos superhéroes y mantitas deshilachadas y baratijas y chucherías de toda especie, niños cabalgando en motocicletas de plástico rojas y amarillas que hacen rum-rum. Tan claro lo veía, que ahora se reía a carcajadas. La Guardería del Jesús Indulgente. Soporta con paciencia a los pequeños demoledores. Al final de la calle de los Arces tuvo que parar un momento, incapaz de dar la vuelta, con tanta risa, tantas tantas carcajadas y los oíos cuajados de lagrimas.

Devolvió la novela, con una semana de retraso, en la biblioteca de la calle de los Puentes, uno de esos mamotretos románicos pesados y grises que Andrew Carnegie prodigó a manos llenas a través de toda América, con pilastras, arcadas, muros de piedra rústica de imitación y cúpulas, a la vez fantásticos y deprimentes. Las gradas de piedra están hoy en día desgastadas como viejos salegares, en parte por los jóvenes pies de la Rosie de antaño; y en la pared del vestíbulo puede verse, a la entrada, una especie de baldosa de barro prehistórico, petrificada hace cincuenta millones de años, con la huella claramente visible de la zarpa de un dinosaurio. Rosie, de niña, solía detenerse un largo rato delante de esa zarpa, pensando: cincuenta millones de años, y años después la había descrito muchas veces a otros, la vieja biblioteca con la inmensa huella de un monstruo prehistórico. Inmensa: cuando ya adulta Rosie volvió a las Lejanas, la huella había encogido hasta el tamaño de una zarpa de mono, o de una mano humana indicando tres: trivial, ridículamente pequeña. Bueno, también ella lo había sido, cincuenta millones de años atrás. Penetró en la penumbra interior.

—¿Y qué tal era ésta? —le preguntó Phoebe mientras Rosie rebuscaba en sus bolsillos las monedas para pagar la multa. Esta Phoebe era la misma Phoebe a la que Rosie había pagado, en otros tiempos, multas por El jardín secreto y Los raterillos, también ella ahora muchísimo más pequeña.

—Buena —respondió Rosie—. Bastante buena.

—Yo nunca la he leído —dijo Phoebe—. Tendría que hacerlo, supongo. Nuestro famoso escritor coterráneo.

—Sí, es buena —dijo Rosie—. Te gustará.

—En un tiempo fueron muy populares —dijo Phoebe, dando vuelta entre sus manos al ejemplar de Anochece en la llanura y observando a través de la mitad inferior de sus bifocales la cubierta desgastada y descolorida, una borrosa escena de caballeros con armadura batiéndose unos con otros—. Hay muchas más.

—Más de la misma especie, ajá —dijo Rosie. Pagó la multa y vagabundeó un momento entre las estanterías. Podría llevarse otra. En realidad, pensaba reservarlas parad invierno, cuando, si las cosas se daban como ella suponía que lo harían, iba a necesitar distracciones largas y placenteras, una especie de refugio. Pero Anochece en la llanura no la había dejado del todo satisfecha, como a al relato, colorido Y cautivador como era, le faltara algo para ser una historia verdadera; ella necesitaba más que eso. Pasó la mano por los lomos de los libros, incapaz de pensar cómo elegir, cómo decidirse por uno o por otro; conocía apenas —si los conocía— los rudimentos de los hechos históricos reales en que estaban basadas las novelas (en realidad, esperaba aprender de ellas mucha historia), y todas parecían ser poco más o menos la misma cosa, cada una con su anticuada pintura a la acuarela en la cubierta, con el título sobreimpreso en negras cursivas, cada una con el sello editorial en la parte inferior del lomo: un diminuto perro-lobo en pleno salto. Sacó una al azar: Bajo el signo de Saturno, una novela sobre Wallenstein. Más batallas. ¿Y quién era el tal Wallenstein? Otra: la cubierta de ésta mostraba una multitudinaria escena isabelina, un tablado en el patio de una posada, vendedores de naranjas, señores ricamente vestidos con espadas al cinto, un aprendiz o alguien que, de espaldas a la escena, con la mano a guisa de trompeta, llamaba a voces al espectador, señalando a los cómicos: Esto sí que parece divertido. Entremos. Bueno, muy bien, ésta parecía interesante. Se intitulaba Manzanas mordidas.

Rellenó la ficha de préstamo y, con el volumen de hojas de borde picoteado bajo el brazo, salió de la biblioteca, sintiéndose misteriosamente protegida. Sólo un par de cosas le quedaban por hacer antes del almuerzo de Mike. El almuerzo de Mike, que sería su último almuerzo. Estirando el cuello hacia uno y otro lado, para ver si había alguien a quien pudiera atropellar, consiguió sacar la voluminosa camioneta del sitio en que la dejara aparcada; el carburador gritó, un humo aceitoso salió con un pedorreo por el caño de escape, los perros ladraron. Rosie viró hacia el oeste, cruzó el puente y salió del pueblo pensando: el último.

Entre Jambas de Blackbury y Cascadia el río cobra, brevemente, un amplio y repentino señorío: hay fabricas de papel y fábricas de muebles en este tramo, y unas cuantas altas chimeneas de ladrillo, y trechos en que las aguas corren canalizadas, entre diques. La mayor parte de estas construcciones de la Edad del Hierro se encuentran hoy en día abandonadas, los edificios industriales sin ventanas, las obras ribereñas se caen en ruinas; las gentes que en el siglo pasado visitaban las Lejanas se quejaban amargamente de las negras fábricas satánicas y de la intrusión del Gran Dios Dólar en la belleza silvestre del paisaje, pero el ladrillo rosado y la silenciosa pasividad de las fábricas actualmente en desuso parecen hoy bastante inofensivos, y hasta románticos en ciertas épocas del año. Un pequeño edificio recubierto de hiedra, en otros tiempos una fábrica de sillas, es ahora una especie de monasterio; hay servicios abiertos al público los fines de semana, y danzas extáticas. La gente del lugar prepara e incluso vende tisanas y cordiales a base de hierbas, pero hay viejos automóviles en los patios, y equipo de demolición; los que allí habitan no son célibes. Otras de las antiguas usinas permanecen aún marginalmente vivas, utilizadas un poco como depósitos, o arrendadas en parte para la instalación de pequeños talleres.

En una de éstas, que en una de sus esquinas alberga el taller Bluto Automotores, entró Rosie. En el letrero de la entrada, una sonriente bestia barbinegra de los dibujos animados caminaba a largos trancos, apretujando en una de sus patas delanteras un silenciador de escape y en la otra una llave inglesa; el mecánico residente era, sin embargo, un hombrecito enclenque y apocado, con una rala barba rubia y una nuez de Adán prominente, un rostro al que las gafas sin montura que usaba le conferían un aire casi doctoral. Miró el espejo retrovisor que Rosie le entregaba como si nunca en su vida hubiera visto un objeto semejante, pero cuya utilidad podría tal vez descubrir si contaba con el tiempo suficiente para estudiarlo.

—Va pegado —explicó Rosie.

El hombre puso el pie cromado del instrumento en el lugar del parabrisas de donde se había despegado. No pasó nada.

—No puedo ver lo que hay atrás —dijo Rosie—. No puedo saber lo que pasa.

—Epoxy —dijo el hombre con aire pensativo—. Cuestión de un minuto.

Entró con el espejo en su taller. Rosie abrió la puerta de la camioneta para que los pacientes perros salieran a retozar tan pronto como comprendieron que les estaba permitido, escaparon de un salto y echaron a correr, persiguiéndose uno a otro por el astroso patio del taller; con este calor, pensó Rosie, podrían derretirse como los tigres de Sambo, batirse hasta volverse suero y mantequilla. Caminando al azar, había llegado hasta el parapeto de ladrillo hormigonado que cercaba el solar a la orilla del río. Se acodó sobre él y, encorvando el torso y estirando el cuello, alcanzó a divisar a lo lejos, río abajo, las torres de Butterman que, emergiendo del río se elevaban a través de la niebla del mediodía, como un castillo de hadas.

Incluso en ese tramo del Blackbury, profundo y lacustre, hay islas que despuntan sus cabezas, islas grandes y pequeñas; y años ha, en una de esas islas alguien llamado Butterman había edificado un castillo. Un verdadero castillo, con sus torreones, sus murallas y sus almenas; sobre la fachada de piedra roja había hecho grabar su nombre, butterman, en grandes letras góticas, y en un tiempo había alojado una cervecería al aire libre y un teatro de variedades. Las gentes del lugar que iban de excursión a las Lejanas cien años atrás, no necesitaban ir más lejos. Un vapor mantenía en ese entonces un servicio regular durante todo el verano, partiendo de un muelle especial de acero en Cascadia (Pórtico de las Lejanas), con una escala en Butterman en su travesía de ida hasta Jambas de Blackbury y otra en el trayecto de regreso a Cascadia. El Butterman es ahora una ruina, y del embarcadero de Jambas de Blackbury no queda nada más que la escalerilla al borde del agua: Boney, el tío de Rosie todavía se acordaba del vapor, y ella se lo imaginaba a menudo, cargado de veraneantes y excursionistas vestidos de blanco, los silbidos estridentes del vapor de la caldera, los toldos a rayas. Rosie no había estado nunca en las ruinas de Butterman, pero de pequeña solía decirse que cuando fuese mayor, y no necesitara permiso, organizaría una excursión al lugar, porque el castillo era suyo, al menos en parte.

Las propiedades de los Rasmussen no son hoy en día tan extensas como en otros tiempos; la casa grande de Cascadia fue vendida, para una escuela de varones, veinte años atrás, y en la época en que Rosie crecía, viviendo con sus padres en el Medio Oeste, todo el tejido de los bienes de la familia se había ido deshilacliando un poco. «Arcadia», la residencia de verano, en las alturas de Bella Vista, con sus prados y sus bosques, todavía les pertenece, si bien, hablando estrictamente, no es ya propiedad de Boney Rasmussen, que vive en ella, sino de la Fundación Rasmussen. Rosie, de pequeña, no había percibido este declive, si lo hubo, de los Rasmussen; tenía un Abuelo Rasmussen y una Abuela Rasmussen, además del tío Boney, y también un padre, y primos, y sus visitas de los domingos eran siempre a una u otra satrapía rasmussiana; pero ya en ese entonces una especie de abstracción estaba en proceso, en realidad en proceso bastante avanzado, de la que la huida de su padre primero al oeste, y luego a las insondables tinieblas de su propia alma (había muerto de una sobredosis de morfina cuando Rosie tenía catorce años) había sido sólo el ejemplo más extremo.

Cuando Mike consiguió su empleo aquí en Los Leños (en parte gracias a la influencia de Boney, la Fundación Rasmussen todavía contribuía al mantenimiento del hospital psiquiátrico) y Rosie regresó a las Lejanas, se sintió un poco como una princesa que despierta después de haber dormido cien años; sus abuelos habían muerto, sus primos se habían marchado, las casas familiares habían sido vendidas a desconocidos, nuevas autopistas de cemento y centros comerciales de plástico ocupaban los lares que antes fueran de los Rasmussen, sus praderas y sus caballerizas. Sólo Boney, el hermano mayor de su abuelo, el más viejo de la familia, viejo ya incluso cuando Rosie era pequeña, sobrevivía aún, los había sobrevivido a todos. Y el Butterman, su castillo, en la medida en todo caso en que la memoria de Boney era de fiar, todavía era de ella, o de él: su castillo, acerca del cual durante la larga temporada que viviera lejos, nunca había cesado de contar historias, a otros o a sí misma. Entre ella y Mike, sobre todo, había creado al principio un vínculo muy singular: el castillo de Rosie en Las Lejanas, su dote, de la que irían juntos a tomar posesión cuando fueran a vivir a la región.

Un hilo de sudor le resbalaba por el flanco, bajo la camiseta.

La fiesta de Spofford es mañana por la noche, pensó. Fiesta de Luna Llena a la orilla del río. El corazón se le ensanchó, o se le encogió. Abajo, en las ondas cristalinas del remanso, flotaban vanos patos, dando vueltas, ociosos, chapoteando, trepándose a las rocas y sacudiéndose de la cabeza a los pies siempre con el mismo instantáneo movimiento.

Una zambullida. Una larga zambullida en la oscuridad del agua. Siempre ese instante, al dar el salto, en que el agua apetecida te asustaba, el instante en pleno aire en que casi cambiabas de idea, desistías casi de la zambullida —el estremecido oh, no— barrido ya por la fría solidez del agua ya hendida y la felicidad de estar en ella.

—Ya está, oye. —Gene, el mecánico, la llamaba.

Rosie volvió a la camioneta. Gene estaba estirado en el asiento delantero, contemplando su obra desde distintos ángulos, en tanto los perros le olisqueaban las perneras de los pan talones. El cielo, en el oeste, se había cubierto de espesos nubarrones; retumbó un trueno. En el calor, Rosie se estremeció. Una tormenta inminente.

Volvió a enfilar hacia Jambas de Blackbury, pero en vez de cruzar el puente para entrar en la villa, tomó el camino de la izquierda y siguió hacia el norte, costeando el río Sombra cuyas aguas, en pleno mediodía, no estaban en sombras: resplandecían, rutilantes, irisadas de gotas de sol, un sol cuyos rayos se filtraban diluidos a través del follaje de los álamos temblones y los abetos oscuros para penetrar hasta el profundo lecho del río. Saltaban, gorgoteando alegremente por encima de sus cascadas, contorneando las botas altas de un pescador de truchas.

El Sombra es un río recreativo, para paseos y excursiones, o por lo menos así se lo califica, y desde hace mucho tiempo, en los folletos de promoción turística. Aguas abajo, cerca de las Jambas, las residencias de verano que se elevan en medio de los abetos son rígidas estructuras desnudas de vidrio y madera, con terrazas y balcones voladizos y los tejados en declives de ángulos sorprendentes; en realidad, son «residencias para todo el año», y en algunas de ellas habitan durante todo el año psiquiatras y empleados administrativos de Los Leños, profesionales en vacaciones permanentes. Un poco más lejos, el estilo cambia, y las hoy anticuadas casas tipo chalet con techo a dos aguas, en boga diez o veinte años atrás, conviven con las cabañas de troncos y hasta con algunas caravanas trabajosamente remolcadas hasta el lugar y que, pertrechadas con cobertizos, porches y cocheras, se han convertido con el tiempo en verdaderos «inmuebles»; pero es en las estribaciones del monte Merrow y del monte Whirligig donde se encuentran las construcciones más vetustas, grupos de bungalows y cabañas, colonias de vacaciones y hostales que datan de los tiempos de la depresión, o incluso más lejanos, viviendas alegremente adosadas «mejilla contra mejilla» alrededor de algunos lagos pequeños en vías de extinción, o enhebradas a lo largo de las márgenes del río, en los trechos en que su curso se ensancha momentáneamente, con una plaqueta adosada a la puerta ostentando un nombre, el nombre de la casa, y piedras encaladas bordeando los minúsculos caminos de entrada, flamencos y molinos de viento y barras de gimnasia y subibajas y columpios dispuestos todo alrededor.

Rosie llamaba al estilo general de estos campamentos Más-Menos-que-Más; su pequeñez la había intrigado cuando era niña, su pequeñez y la buena vecindad entre las diminutas parcelas contiguas, el alboroto de los niños, los perros, las comidas al aire libre. Su infancia había transcurrido en otra escala, una escala más amplia, más espaciosa y menos ruidosa; todo lo que allí veía le había parecido un mundo hecho para niños. Y la impresión persistía. Ahora, cuando pasaba por allí camino de Los Leños o del «Albergue Lejanas» de Val, aminoraba la marcha, sin dejar nunca de reparar en algo nuevo y sorprendente. Alguien había cercado una parcela de terreno sembrado de agujas de pino con un parapeto de hormigón, una torrecilla en cada esquina, todo incrustado con trocitos de vidrios de colores, culos de botellas, fragmentos rutilantes de esto y aquello. La gente de clase obrera que venía aquí de vacaciones, hombres barrigones de Conurbana, no parecía saber lo que era descansar: levantaban tapias de cemento, cavaban fosos para barbacoas y adornaban sus porches diminutos con calados y relieves. O lo habían hecho en un tiempo, en todo caso. Rosie descubría cada vez más cabañas vacías, más terrenos en venta. ¿A dónde irían ahora? Laar-Voleda (¿qué quería decir eso?): Laar-Voleda estaba en venta. Ah, «¡La Arboleda!». Pasó por el almacén de ultramarinos y por la tienda de artículos de pesca El hansudo ¿No sabe usted cómo se escribe «anzuelo», don? Claro que lo sé, pero así siempre entran en mi tienda montones de personas, sólo para decirme como se escribe. Estos dos comercios y una iglesia de bloques de cemento baja y achaparrada eran los únicos edificios del abortado municipio de Las Animas, una urbanización que años atrás proyectaran construir en aquellos pequeños valles, con su centro en el cruce de los dos caminos.

Al llegar a la encrucijada, Rosie hizo un alto. Un poco más adelante, río abajo, vivía Val; le hubiera gustado ir a verla, había traído su carta natal para que Val la estudiase y le aconsejara y le hubiera apetecido, de paso, tomar un trago. Echó una ojeada a su reloj. No. Viró a la izquierda y un momento después traspuso un portalón, grandes troncos toscamente desbastados, y se internó en un camino privado que subía por el flanco del monte Whirligig. El camino estaba flanqueado por un cerco de gruesas estacas de madera; de tanto en tanto, se abrían desvíos y senderos con flechas que orientaban a los caminantes hacia la Gruta, las Cascadas, la Serpentina. Al final del camino, en medio de plantaciones bien cuidadas, había una gran pancarta de madera rústica y trabajada a mano, pero barnizada y autoritaria, con la inscripción: centro de psicoterapia «los leños». Un sendero circular partía de esta pancarta y conducía al Centro propiamente dicho.

Los Leños es un edificio largo, con numerosos ángulos; cuatro pisos de madera pintados de blanco, con chimeneas de piedra rústica y profundas terrazas. Construido después de la Primera Guerra Mundial, había sido originariamente un lugar de veraneo, el tipo de establecimiento que las familias de clase media elegirían para pasar sus vacaciones estivales en las montañas, para respirar el aire saludable de los pinos y disfrutar de las copiosas comidas comunitarias servidas en largas mesas, pollo todos los domingos, y sentarse en los sillones de mimbre en las terrazas, o jugar al bridge en las espaciosas salas de estar; fuegos artificiales el 4 de julio y el tradicional paseo en carretas de heno al finalizar la temporada. No era por cierto un hotel de lujo; había visillos de encaje en las ventanas de las habitaciones, pero no alfombrillas al pie de las camas, que eran de hierro; y los baños estaban en el vestíbulo de la planta baja. En los años veinte se agregó al complejo un campo de golf de tres hoyos y varias pistas de tenis. El esparcimiento vespertino lo proporcionaba una pianola. Hacia los albores de la Segunda Guerra, y pese a contar con una clientela leal aunque envejecida, Los Leños fue perdiendo su atractivo y empezó a declinar. Rosie tenía un claro recuerdo del salón-comedor en los años cincuenta, desastrado y de aire carcelario, las camareras ya ancianas. Debió de ser, pensaba, uno de los últimos lugares de veraneo donde se servían guisantes en conserva. Cerrado en 1958, no había vuelto a abrir hasta 1965, cuando Rosie vivía en el Medio Oeste, y como hospital psiquiátrico privado.

Con buen tino, los directores decidieron conservar el lugar lo más parecido posible a como lo encontraran, fuera de limpiarlo a fondo y acicalarlo, renovar las cocinas y los cuartos de baño y equiparlo de pabellones para el personal, de oficinas y una enfermería. Los grabados de Maxfield Parrish desaparecieron en los despachos o las casas de los directores, y una cabeza de alce fue descolgada de la gran chimenea de piedra del salón, tal vez porque se pensó que podía inquietar a los pacientes; pero el mobiliario de mimbre y las mesas de comedor de pino, el olor fresco de los salones artesonados, las cortinas de encaje, todo quedó tal cual. Los Leños, en tanto que clínica psiquiátrica, debía poseer las mismas propiedades sedantes de los tiempos en que era un lugar de veraneo, y los principios que lo rigen son, en ciertos aspectos, igualmente comunitarios, incluyendo los cantos en grupo alrededor del fuego y hasta los paseos en carreta.

Con la aparición, en la última década, de tranquilizantes mas potentes, Los Leños ha vuelto a declinar; hasta los enfermos más profundamente perturbados, incapaces de vivir en el mundo, pueden ahora permanecer en sus hogares y flotar a la deriva en las lejanías de mares apacibles. Los pacientes que hoy en día acuden a Los Leños no son en general enfermos de pronóstico tan desesperado, aunque su infelicidad puede inducirles a pensar que lo son; son, como el personal de la clínica comenta con los lugareños, personas que «necesitan reposo»; y si reposo es lo que necesitan, Los Leños está tan en condiciones de brindarlo como siempre lo estuvo, aunque es muchísimo más caro.

Rosie aparcó la jadeante camioneta, que se estremeció y tembló todavía un momento después que hubo apagado el motor —al vehículo no le gustaban nada esas ascensiones por la montaña—, y se disculpó ceremoniosamente con los perros. Sólo un ratíto, chicos, prometió; se apeó y echó a andar, para volver al instante, a recoger el almuerzo de Mike, que, envuelto en celofán, había dejado en el asiento delantero. Se había ablandado con el calor y estaría pringoso, pensó Rosie, y sin duda más incomible que nunca. Daba igual. Daba igual. Recientemente, Mike había decidido cambiar su alimentación y había adoptado una nueva dieta bastante severa que consistía, en esencia, en ciertas combinaciones de cereales integrales. Rosie confeccionaba las tartas y las compotas requeridas, pero ella misma ni las probaba. Comida beige.

Un ancho pórtico en el centro de la fachada, desde el que se alcanzan a ver los porches y prados del fondo, divide el cuerpo de Los Leños en dos alas; observado desde ciertos ángulos, ese porreo confiere al conjunto un aire bidimensional, de construcción de utilería, de telón o biombo desplegado, que en cualquier momento se podría replegar y retirar. Los zuecos de Rosie repiquetearon sobre las baldosas de la galería; eludió la mirada de uno o dos pacientes que parecían merodear sin rumbo en las cercanías del tablero de información —si tenía la mala suerte de atraer la atención de uno de esos desdichados, corría el riesgo de quedar atrapada allí horas y horas— y enfiló hacia el ala este, empujando las viejas puertas de vaivén que resonaron vivamente detrás de ella. En el fondo, le tenía cariño a este lugar. Qué lástima. En la recepción, preguntó por el doctor Mucho, mientras comprobaba en el reloj de entrada que sólo llevaba unos minutos de retraso.

—Toma, aquí lo tienes —dijo, cuando él acudió. Le entregó la comida—. Tengo algo que decirte.

La mujer de la recepción alzó la vista con disimulada curiosidad. Mike, pastel en mano, la miró de soslayo y luego miró a Rosie. Meneó pensativamente la cabeza, rumiando la proposición.

—De acuerdo —dijo—. Vayamos al Picamaderos.

Las distintas dependencias, salas, salitas y talleres de Los Leños llevan los nombres de los pájaros de la región. En las puertas hay placas de madera pulida con la forma del Martínpescador, del Picamaderos, del Petirrojo. El Picamaderos es la sala de estar del personal y a la hora del almuerzo, a no ser por la presencia de uno o dos dietómanos más, se encontraba casi desierta. Mike se sentó y empezó a forcejear con el envoltorio de su almuerzo, que se había adherido al amasijo que contenía. Rosie, que lo observaba sintiendo que sus axilas le manchaban la camisa de sudor, como la de un obrero, cruzó los brazos sobre el pecho.

—Bueno —dijo—. Es tu último almuerzo.

—Rosie —dijo Mike, sin levantar la vista—. No te pongas críptica.

Nunca debió dejarse crecer ese bigote, pensó Rosie. Esas puntas caídas no hacían más que acentuar el mohín lloricoso de su boca y la rechonchez de sus mejillas. Empezó a pasearse en círculo, dos pasos, vuelta, dos pasos.

—Me voy a vivir a casa de Boney esta tarde. Me llevo mis cosas. No volveré.

Siempre sin mirarla, una máscara de calma profesional sobre su rostro, Mike se levantó y fue a buscar un tenedor de plástico en un recipiente de la mesa vecina. Volvió a sentarse y empuñó el tenedor como si fuera a utilizarlo, pero no lo utilizó.

—Convinimos —dijo— que por ahora, justamente ahora, y por un tiempo, no ocurriría nada de esto.

—No —dijo Rosie—. No convinimos. conviniste. Los ojos de Mike señalaron con una mirada rápida a los otros ocupantes de la sala de estar.

—Si quieres —dijo—, podemos ir a alguna parte, afuera…

—Me llevo la calculadora —dijo ella—. Si estás de acuerdo. Ya sé que tú la utilizas todo el tiempo, pero yo la compré y no puedo arreglarme sin ella.

—Rosie. Estás haciendo teatro. —Al fin la miró, de frente. Sus ojos entrecerrados irradiaban dominio y candor—. Sabes lo que me parece, Rosie. Tengo la sensación de que estás queriendo romper un vínculo. Como una niña chica. Como si no me vieras, no pudieras verme a mí como persona. Habíamos quedado de acuerdo en que, con mi trabajo, y mis investigaciones y mis… que postergaríamos para más adelante cualquier discusión. —Había bajado la voz, ahora casi un murmullo—. Hasta un momento propicio.

—Hasta tu año de Tránsito Ascendente. —Rosie había dejado de pasearse por la habitación—. También con respecto a Rose habíamos llegado a un acuerdo.

Mike inclinó la cabeza, apesadumbrado, como si esa observación fuera injusta. Su tenedor contó cuatro tiempos en el aire.

—No podemos hablar de esto aquí, podemos hablar, si quieres…

—No hay nada más que hablar —dijo Rosie—. Ya te lo he dicho.

—¿Y Sana? —dijo él, alzando nuevamente la vista.

—Sam se va conmigo.

Ahora Mike meneaba la cabeza lentamente, como si estuviera apenado pero no sorprendido.

—Así de sencillo —dijo.

Rosie se sonrojó. Ése era el punto más difícil de tratar. También para este aspecto tenía ella argumentos, pero argumentos que nunca le habían parecido del todo convincentes, y no se atrevía a embarcarse en una discusión sobre ellos.

—Por un tiempo —dijo, escuetamente.

—Y Beau Brachman se encargará de cuidarla y educarla.

Rápida como una gata que se siente atacada, Rosie devolvió el zarpazo:

—¿Y al cuidado de quién la dejarías tú? ¿De Rose?

De nuevo Mike bajó la vista. Luego sonrió, meneó la cabeza y, con una risa breve, cambió de estrategia.

—Rosie —dijo—. Rosie, Rosie, Rosie. ¿De veras estás celosa de ella? —La sonrisa se había difundido ahora por todo su rostro—. ¿Realmente? ¿O hay algo más? Algo más respecto de Rose, quiero decir.

Siempre cruzada de brazos, Rosie lo miraba ahora fijamente.

—No, de veras. Tú y ella hicisteis buenas migas por un tiempo. Eso pudo crear tensiones. Caramba, los tres hicimos buenas migas, lo sabes, una vez, una noche. —Su voz, que había vuelto a convertirse en un murmullo, transformaba en una mueca horrible su ancha sonrisa—. Yo pensaba que tal vez sentirías algún afecto por ella.

No podía tirarle a la cara su pastel de cereales, se desparramaría, pero lo agarró con las dos manos y se lo estampó en la sonrisa de forma tan repentina que él no pudo esquivarlo.

Toma, para que aprendas —dijo, más para sí misma que para nadie, y giró sobre sus talones mientras Mike, furioso, se incorporaba de un salto y se quitaba el salvado de la cara. También los otros se habían levantado y se apresuraban en salir de allí, pero ya Rosie había salido y se alejaba taconeando a paso firme, rápido, por el enmaderado corredor, al ritmo de los acelerados y firmes latidos de su corazón, sacudiéndose de los dedos los restos de la pegajosa pasta.

Para que aprendas, se dijo de nuevo cuando estuvo sentada en la sofocante camioneta. Para que aprendas, para que aprendas de una vez, para que aprendas. Los perros la olisqueaban y jadeaban de impaciencia mientras ella esperaba que su corazón se serenara.

Estúpida. Qué reacción tan estúpida, la suya.

Pero qué espanto, qué espanto de hombre, qué imposible. Introdujo la llave de encendido, la hizo girar: no pasó nada, y tuvo una visión súbita, horripilante, de toda una cadena de acontecimientos, incluyendo el regreso a Los Leños, llamadas telefónicas, un camión de auxilio, disculpas, una vuelta a casa con Mike, y fue entonces cuando reparó en que la palanca de cambios no estaba en posición de arranque. La corrigió, y el motor se puso en marcha con un rugido.

Casi como si él mismo eligiera ser tan insoportable. No tenía porqué ser así, pero era. Era imposible que fuera así, pero es lo que parecía. Era difícil perdonarlo. Siempre había sido difícil, siempre. Mientras los ojos se le llenaban de lágrimas ardientes, estiró el brazo para ajusfar el espejo retrovisor. Se le quedó en la mano.