Tres
Nueve coros de ángeles configuran la trama del universo. Ensamblándose los superiores con los inferiores, como inmensas ruedas dentadas de diferentes proporciones, que al engranarse instauran el orden jerárquico de la creación, estableciendo la distinción. La diferencia, esto, eso, y aquello. Serafines, titánicos impedidos de mirar fuera de su órbita, despliegan sus alas alrededor del trono de Dios; extendiendo los brazos hacia atrás, toman las manos de los Querubines, criaturas poderosas, multialadas, situadas detrás de los Tronos que se alzan, a su vez, sobre la esfera de las estrellas fijas, a la que hacen girar mientras se desplazan como si fuera una rueda de molino. Las Potestadas son las aspas de la rueda que engranan con las Dominaciones, que a su vez hacen girar los planetas, el sol, la Luna; y que son (pensaba el doctor Dee) al mismo tiempo eso planetas; y las Virtudes se extienden invisibles desde estos círculos hacia abajo, a través de la tierra, como si fueran huesos, para o garle vida y movimiento. En la tierra, los Principados vigilan imperios y las naciones, y los Arcángeles, la Iglesia; y los Ángeles, por último, en incontables miles de millones, uno para cada al uno tal vez para cada ser viviente, hasta los átomos que una le puede mostrar, agitándose en una cucharada de greda dejar.
Los Ángeles, entrelazados en secuencia como en un tejido, mano con mano, boca contra oreja, ojo con ojo con ojo, ascendiendo y descendiendo eternamente, atareados en las cosas del mundo, con un frufrú como de sedas que puede oírse si uno permanece en silenció en los lugares más silenciosos de la tierra, o en las oquedades espiraladas de una caracola.
Están allí; están allí, y si Dios los quitara, el Universo no sólo se detendría y moriría, muy probablemente desaparecería por completo, con apenas un suspiro de resignación.
Allí estaban, el doctor Dee lo sabía, se podían ver, los que momentáneamente descansaban de sus faenas; agasajados, como los grandes señores de la corte en los corredores y las antecámaras del Ser y mientras pasaban, se podía atraer su atención, hablar con ellos. El doctor Dee estaba convencido de que era así; y sin embargo ni una sola vez, en ninguno de los numerosos cristales, espejos, piedras y gemas que poseía y escrutaba, había siquiera vislumbrado jamás ni a uno de los ángeles que —él lo sabía— debían responder por ellas. A veces, inclinándose, mirando muy de cerca y permaneciendo inmóvil como una piedra, había creído oír, lejano e ininteligible para él, el rumor de sus voces, un cuchicheo de ratones, y risas infinitamente tenues. Pero jamás había visto uno.
Poco había en materia de disciplinas espirituales que él no hubiese probado, o que no pudiera intentar si lo deseaba.
En el campo de lo Elemental, era docto en medicina, y por supuesto, en aritmética, no sólo en Geometría sino también en Perspectiva y Música y Megetología e incluso en Estrataritmetría; trabajaba con espejos, con la luz, dominaba la Catóptrica y varias técnicas de sombra, reversión, inversión y proyección. Conocía la Esteganografía del Abad Tritemio (en su juventud había copiado de su puño y letra un enorme manuscrito de esta obra) y podía hacer todo en cuanto al arte de los códigos, cifras, escritura abreviada, enviar mensajes a voluntad a gran distancia y muchas otras cosas, en tanto todo ello operase aquí abajo; el viejo Abad también sabía cómo invocar a los Ángeles en un cristal y escribir en su idioma, o eso decía, pero sus recetas no habían ayudado al doctor Dee a aluzarlos. Podía asombrar, y había asombrado, a sus vecinos y a sus colegas y a su reina, con lo que era capaz de hacer; desde lograr que un águila volara hacia Júpiter como parte de una representaron teatral en Oxford, hasta sanar una herida tratando el arma le la había causado; se había asombrado a sí mismo, incluso, como cierta vez en que, al agitar un recipiente de aires en transformación, había dejado en libertad una multitud de diminutos seres elementales que luego lo persiguieron, como enfurecidos avispones, hasta que, con ellos aún chillando alrededor de sus talones y de su cabeza, había saltado al Támesis para escapar.
Era aún más erudito en el mundo Celestial. Había construido esferas armilares con Mercator, tenía cartas de Tycho Brahe elogiando su Propaedeumata aphoristica, en la que había calculado que veinticinco mil posibles conjunciones influían en la vida del hombre —una cifra apabullante—, pero el doctor Dee acabó por negarse a trazar cartas natales. No pudo negarse, sin embargo, a trazar la carta natal de la reina: era él quien había elegido por medio de sus artes el día preciso para la coronación de Isabel, y había llovido a torrentes (no había previsto eso), pero nadie pudo decir que no había sido un día afortunado. Había trazado también la carta natal del rey de España (Saturno, frío y pesado sobre su hígado y sus luces, sería grande pero nunca feliz) y el rey de España le había dado a cambio un espejo de obsidiana negra, traído desde México a través de mil millas, y detrás de cuya deslumbrante superficie John Dee estaba persuadido de que los ángeles se verían obligados a detenerse: pero no pudo atraer a él ninguna criatura espiritual, pese a que venía destapándolo y escudriñándolo de vez en cuando y así años y años.
Era un hombre alto, de huesos largos y cara larga, y ojos grandes, siempre sorprendidos, que los espejuelos redondos que él mismo había tallado hacían parecer aún más grandes; su barba puntiaguda se había vuelto blanca como la leche antes de los sesenta años. Era apasionado, olvidadizo, inquieto y bondadoso; convencido de la devoción de sus propósitos; convencido de que el vasto conocimiento —más vasto que el saber contenido en todos los folios y manuscritos de su biblioteca, la mayor de Inglaterra—, el vasto conocimiento contenido como en vasijas, en los sagrados ángeles de Dios, podía ser obtenido por el hombre, bebido por él, y de que si lo fuera, entonces ni el hombre que lo bebiera, ni el mundo, serían nunca más los mismos.
Y así practicaba sus artes e instruía a una generación de ingleses (Philip Sidney aprendió matemática en Mortlake, en casa del doctor Dee; Hawkins y Frobisher acudían a estudiar con sus mapas); él iba y venía de la corte, y cuando viajaba al continente, mantenía los ojos y los oídos muy abiertos y le escribía a Walsingham lo que veía. Tallaba sus espejos y preparaba sus elixires, y educaba a sus hijos y cultivaba su huerto. Y buscaba sin cesar, en su espíritu y en sus estudios, la forma de atravesar esa barrera más allá de la cual, los ángeles platicaban entre ellos.
Uno de los medios que pensaba quizá le permitiera atravesarla, era tomar el camino de las puertas abiertas en las almas de otros.
Aprendió al cabo de largos estudios, a reconocer esas puertas, si bien no hubiera podido decir con claridad qué signos lo habían guiado. Una especie de desviación de un ojo interno. Una impresión que recibía el doctor Dee de que alguien —un niño a quien estuviera educando, un joven cura que acudiera a pedir libros prestados— se hallaba detenido en un punto apenas distinto de aquel en que parecía hallarse, o en una brisa ligera que nadie más que él percibía. No por virtud o elección propia, se diría; sólo a causa de una especie de accidente de nacimiento (aunque el doctor Dee dudaba de que fuera algo accidental) un hombre poseía una puerta, como una mancha de nacimiento; o era poseído por ella como por una enfermedad incurable. Con gran circunspección (pues por muy bien que conociera la diferencia entre su empresa y el conjuro vil, era un distingo que no todo el mundo podría —o querría— hacer), el doctor Dee escogía a los extraños y los sondeaba, y los sentaba delante de sus piedras y sus espejos para que viesen lo que pudieran ver.
Sabían en Londres, esa caterva de echadores de horóscopos, mezcladores de filtros, vendedores de humo y charlatanes de Universidad, que el doctor Dee, de Mordake, recompensaría generosamente a quien le presentara a uno de aquellos, si en realidad lo era, cosa que el doctor Dee sabría descubrir en un instante. Esa caterva podía engañar a cualquiera, mas no al doctor Dee. Y no obstante él sabía muy bien —y ello lo atribulaba— que no sólo a través del piadoso, no sólo a través del honrado, podría abrirse el camino míe buscaba; y que el simple hecho de que un hombre pudiera tratar de estafarlo, describiéndole falsas visiones, no significaba que mismo hombre fuera incapaz de tener verdaderas visiones.
Al igual que su reina —quien no siempre quería que le recordaran ese hecho (excepto su sabio hechicero, que había rastreado su aje, y el suyo propio, hasta el rey Arturo)— John Dee era galés; y al cual que su reina conocía muy bien esa carga de sentamiento los galeses llaman hiraeth, algo que no es ni esperanza ni pesar, ni revelación ni recuerdo, sino una mezcla de todo ello, un anhelo que puede llenar el corazón como una lluvia cálida. Tenía cincuenta y seis años esa noche de marzo en que cierto joven de las fronteras de Gales fue conducido a su casa de Mortlake. Para entonces, hacía diez años que el mago esperaba su llegada, aunque el que llegó no se pareciera en nada a aquel a quien él había estado esperando; ni sabía el doctor Dee que, en las semanas y los meses y los años por venir, iba a estar unido (unido por los santos Arcángeles) a este vidente, más íntima y singularmente de lo que jamás lo estuviera a la esposa que amaba.
En primer lugar, ese joven no tenía nombre; o tenía más de uno, lo cual a él le parecía casi la misma cosa. El nombre con el que había crecido era una ficción, el resultado de haber sido criado bajo la tutela de un hombre del que podía o no ser su bastardo, y de no tener otro origen conocido. Había desechado ese nombre, y el nombre que usaba ahora era meramente ése, y no el suyo propio: Talbot, un nombre de héroe, aunque no escogido por esa razón, tomado casi al azar del monumento de una iglesia y sólo porque necesitaba uno nuevo. Con ese nombre, el de señor Talbot, era como lo conocían Clerkson y Charles Sled y aquellos hombres de Londres entre los que vivía y con quienes frecuentaba las tabernas; Edward Talbot, oriundo de ningún sitio en particular, y que vivía con un amigo u otro hasta que surgía una disputa o encontraba un nuevo amigo más promisorio; como Edward Talbot lo presentó Clerkson al doctor Dee.
Tampoco tenía orejas: lo que tenía eran dos cicatrices abultadas en los orificios de los oídos y usaba siempre para cubrirlas un ajustado gorro negro que le confería un aire erudito, o en todo caso un aire antiguo, como un doctor de los tiempos de la reina María. La pérdida de sus orejas había sucedido en una ciudad cuyo nombre decía no recordar, a causa de un crimen (falsificación de moneda, o algo peor o totalmente distinto) del cual había sido acusado por error, como resultado de calumnias y de la ignorancia de gente vulgar, aunque él no contaría jamás la verdadera historia —su versión de la historia— ni siquiera a sí mismo. Todo ello había acontecido después de la época que pasara en Oxford, donde no había obtenido grado alguno, y que había abandonado a causa de otra historia que no podía o no quería contar de modo tal que alguien pudiera comprenderla; ni siquiera el doctor Dee, años más tarde, hubiera podido narrarla, aunque ya había oído a menudo fragmentos de ella. Tenía veintisiete años esa noche de marzo en que las nubes surcaban raudas como pinazas la faz de la luna, y en que Clerkson lo llevó cruzando el río hasta Mortlake.
Tenía un libro que no podía leer y que era la razón de su venida; y tenía un amigo, o un enemigo, que lo había acompañado largo tiempo, y cuya respiración conocía, pero cuyo nombre ignoraba.
—¿Cómo ha llegado a vuestras manos? —preguntó el doctor Dee, cuando el libro fue colocado delante de él.
Los largos y blancos dedos del señor Talbot tironeaban de los complejos nudos con que había liado su envoltorio.
—Bueno, os lo diré —dijo el señor Talbot—. Os contaré toda esa historia. Cómo ha llegado a mis manos: os la contaré.
Las manos de Clerkson buscaron impacientes las cuerdas del atado, pero Talbot las apartó; no dijo nada más, sin embargo; pero sus manos temblaron mientras abría los viejos lienzos que envolvían el libro.
El doctor Dee se puso de pie y movió a un lado su copa de vino, para que el libro pudiera ser abierto.
Era un manuscrito sobre pergamino grueso, estrecho y cosido con hilo basto, negro y engrasado. No tenía tapas ni portada. Los caracteres en que estaba escrito comenzaban inmediatamente en lo alto de la primera página, sin título alguno, como si aquella no friera tal vez la primera página. El doctor Dee levantó la lámpara y se inclinó sobre esa página. El señor Talbot dio vuelta a la pesada hoja, carcomida por las polillas. La segunda página era igual: una masa uniforme de caracteres, desde la cabecera hasta el pie.
—Está en clave —dijo el doctor Dee—. Yo puedo leer un mensaje cifrado si encubre un idioma que conozco.
—Un mensaje cifrado —dijo el señor Talbot—. Sí.
Estudió nuevamente la página. Tanto había escrutado esas páginas que le eran tan familiares como cualesquiera de cualquier gramática que hubiese memorizado alguna vez; y no obstante, al no Poder extraer de ellas ningún significado, ninguno, conservaban todo su misterio. Mirarlas era sentirse identificado con el misterio, a la vez excluido y privilegiado; era la misma sensación que solía tener de niño cuando miraba los libros que aprendería a leer: sabiendo que esas marcas significaban algo, que estaban cargadas de significado, pero ignorando lo que querían decir. Se hizo a un lado para que el doctor pudiera sentarse delante del libro.
—¿Cómo ha llegado esto a vuestras manos? —le preguntó de nuevo el doctor.
—En cierto modo fui conducido hasta él —dijo el señor Talbot.
—¿De qué modo? —preguntó el doctor. Había cogido un punzón con el cual empezó a tocar diferentes letras del libro.
—Conducido —dijo el señor Talbot. Y la historia íntegra, la maravillosa historia lo desbordó repentinamente y, contenido en ella, viviendo en ella, no pudo ni siquiera empezar a pensar cómo narrarla.
—¿Tenéis vos, señor —dijo, al cabo (recurriendo al latín para dar forma a lo que no podía relatar en una especie de discurso)—, tenéis vos algún conocimiento de las cosas que un hombre sabio podría aprender a través de la comunicación con los espíritus? Ciertos espíritus, sabéis, de esta especie…
El doctor Dee alzó lentamente los ojos hacia él. Le respondió en latín.
—Si os referís a obrar cosas, por aquello que el vulgo denomina magia, no, no sé nada de eso.
El señor Clerkson, sentado en su silla, inclinó el torso hacia adelante. Una sonrisa se dibujó en su cara lobuna y rasurada: era para eso que había traído al señor Talbot.
—En mis oraciones —dijo el doctor Dee—, he implorado el conocimiento de las cosas. A través de los ángeles de Dios.
Observó al señor Talbot un momento; luego dijo, en inglés:
—Pero decidme lo que ibais a decir: conducido.
—Había rumores —dijo el señor Talbot, echando una mirada de soslayo a Clerkson— acerca de un hombre muerto, y de una conjura; de que se había hecho hablar al hombre muerto o a un espíritu maligno hablar a través de él; pero todo eso es falso, y ningún hombre que deseara sabiduría, podría aprenderla por esta vía.
Tuvo un impulso horrible de tocarse las orejas y de tironearse el gorro hacia abajo; lo resistió.
—Se supone que un hombre que busca tesoros sólo desea dinero para gastar —prosiguió Talbot—. Existen otros tesoros. Existe la sabiduría. Hay medios lícitos para saber dónde se halla el tesoro.
El verdadero tesoro.
El segundo delito, le había dicho el juez, no se paga con la picota sino con la muerte… ¿Cómo había salido de su boca esa horrible historia y no la historia que había empezado a contar? Por un instante no pudo pensar en nada más. Observó cómo el doctor Dee recorría las letras de la página en que estaba abierto su libro. Tomó la copa de vino que le habían servido, todavía intacta, y bebió.
—Un espíritu me condujo a ese libro —dijo—, fue en la vieja Glastonbury donde lo hallé.
El punzón se detuvo sobre la página, y el doctor Dee miró de nuevo a Talbot.
—¿En Glastonbury?
El señor Talbot asintió y bebió de nuevo y aunque el corazón había empezado a latirle rápido y con violencia, parpadeó lenta y tranquilamente ante la mirada del doctor.
—Sí —dijo—, en la tumba de un monje en Glastonbury. Un espíritu que conocía me habló y me dijo; me dijo dónde tenía que cavar.
—¿Habéis cavado? ¿En Glastonbury?
—Sólo un poquito.
Sorprendido por la violenta reacción del anciano, empezó a devanar un cuento circunstancial que ocultaba más de lo que decía. La parte relativa a Glastonbury era de todos modos la que le iba a ser más difícil de contar —y él lo sabía—, pese a que el espíritu que le había estado repitiendo la historia una y otra vez se mostrara muy insistente al respecto. Todo cuanto el señor Talbot quería realmente decir, todo cuanto había en su boca para contar, y que confundía cualquier otra cosa que pasara por ella, era el fin de la historia: el significado: el hecho de que el libro le había sido confiado (además de una pequeña vasija de piedra llena de un polvo cuyo uso él adivinaba, y que tenía en su bolsillo) sólo para que fuera entregado a este hombre, traído aquí esta noche y ofrecido a él. Sabía que así tenía que ser.
Pero no lo podía decir. Una suerte de timidez lo dominó, y con la historia aún sin narrar, no pudo, de pronto, decir ni una palabra más.
—No no no —dijo el señor Clerkson—, él quiere decir tan sólo que lo ha traído para vos. Un obsequio. Hallado en ese lugar sagrado.
Se atrevió a extender la mano y empujó el libro una pulgada, en dirección al doctor Dee.
—Mi gratitud, entonces —dijo el doctor—, si se trata de un regalo.
—Lo que el señor Talbot deseaba —dijo Clerkson— era instruirse, con la ayuda de vuestra eminencia, en materia de ejercicios espirituales. Por lo que me ha dicho a menudo, sabe que posee suficientes aptitudes. Según él…
Sin apartar la mirada del doctor Dee, el señor Talbot se dirigió a Clerkson:
—No tengo ninguna necesidad de que vos me interpretéis.
—Señor Clerkson —dijo el doctor Dee, levantándose—, ¿queréis venir conmigo? Tengo los volúmenes que me solicitasteis, en la estancia contigua. Hablaré con vos un momento.
Clerkson, siempre sonriendo, salió con el doctor, echando, al pasar junto a su amigo, una mirada burlona que podía significar cualquier cosa. El señor Talbot tomó las curvas patas delanteras de la silla con sus largas manos y palpó su maciza tersura. Echó una mirada en torno: los libros que se elevaban hasta el techo en los anaqueles vencidos, apilados en los rincones y en las mesas, formando columnas inestables; los instrumentos ópticos y los globos y el gran reloj de sol que en ese momento tenía puesto un solideo de terciopelo del doctor Dee. Respiró hondo y apoyó la cabeza en el respaldo de la silla. Estaba donde había querido estar, y podía quedarse.
El doctor Dee regresó solo. El señor Talbot sintió la mirada de sus ojos redondos, sintió su calor como el calor del fuego del carbón mineral que ardía en la chimenea. Al pasar, el doctor cerró la puerta —Talbot oyó el clic del pestillo— y se dirigió a un bargueño y extrajo de él un bolso de terciopelo cuya cuerda aflojó. Dejó caer de él, en su mano, un pequeño globo de cristal, del color de la piel del topo, puro como un planeta diminuto o una esfera de noche gris. Lo sostuvo en la mano para que el señor Talbot lo viera.
—¿Habéis escudriñado en un cristal, alguna vez? —preguntó. El señor Talbot meneó la cabeza—. Un joven que conozco vio algo en esta piedra —dijo el doctor—. Era un actor y tal vez me mintiera, pero dijo que hay criaturas que responden por medio de esta piedra; sólo que no era a él a quien hablarían; que aquel a quien la piedra pertenecía habría de venir más tarde.
Tomó un soporte de metal, semejante a una garra, y colocó en él la piedra.
—Tal vez —dijo—, si miráis, veréis el rostro de aquel que os condujo hasta el libro.
No hubiera podido hablar con más dulzura, con más mansedumbre; sin embargo, Talbot oyó, o prefirió oír, un mandato: Venid, escrutad este cristal Y al oír un mandato, un mandato que no admitía negativa alguna, escogió pensar que todo cuanto derivara del hecho de que fuera a escrutarlo, de hincarse ante él y de mirar, no sería culpa suya, sino culpa de aquel que con una larga mano blanca le mostraba el cristal en su soporte y de aquellos que ya le hacían señas desde el interior del cristal.
No se había dado cuenta de que estaba llorando.
Cuando el doctor Dee lo tomó por el hombro, todas las presencias en el cristal —el navío, el niño, las potestades, los abismos— fueron desapareciendo una detrás de otra como si se distanciara de ellas lanzándose hacia atrás a través de telones que caían rápidamente: hacia atrás a través de la ventana, a través de la bola de cuarzo en la mano de la niña-soldado, a través de la hilera de los pujantes jóvenes vestidos de verde, cuyos nombres, todos, comenzaban con A (que parecieron alarmarse por un instante, azotados por el viento, y se miraron unos a otros, antes de que una mano —la del vidente— corriera sobre ellos un telón brillante, y también ellos desaparecieran) y cayó de espaldas; inerme en la estancia del piso alto de Mortlake y la noche: el globo real de cuarzo ahumado apareció a la vista y era su propia mano que lo cubría; estaba llorando y el doctor Dee lo ayudaba a levantarse y lo acercaba a una silla.
El doctor Dee lo observaba con curiosidad, como a una criatura rara y extraña que acabara de capturar o de dejar en libertad.
—Me desvanecí —dijo el señor Talbot—. Justo en ese momento.
—¿Se os dijo algo más? —preguntó el doctor Dee en tono dulce pero apremiante—. ¿Se os dijo algo más?
Durante un largo rato el señor Talbot no dijo nada, sintiendo cómo el corazón le volvía al pecho. Cuando hubo tenido tiempo pensar qué debería decir, qué sería mejor que dijera (no podía recordar si se le había dicho algo) dijo: Aquí se os dará ayuda. No e os ocultará ninguna respuesta. Ellos me prometieron eso. Estoy seguro.
—¡Oh, Dios! Loada sea su Gracia para con nosotros —dijo el doctor casi en un susurro—. Conceder la visión in chrystallo. He tomado nota de todo.
Un estremecimiento cálido recorrió al señor Talbot de la cabeza a los pies; volvió la mirada hacia la piedra en su soporte sobre la mesa, tan lejana de él ahora, tan pequeña; esa piedra en la que había abismos semejantes a sus profundos abismos interiores. Anael Anacor Anilos Agobel. Si ahora abriera la boca, los nombres de otros cien, otros cien mil, saldrían en tropel.
Abrió la boca, un inmenso bostezo lo dominó, estirando sus mandíbulas y bizqueándole los ojos. Rió, y el doctor Dee también rió, como de un niño vencido por la fatiga.
Cuando le hubieron dado algo de comer, y, extenuado, lo llevaron a descansar a sus aposentos, y Clerkson fuera despedido de vuelta a casa con su regalo de libros, el doctor Dee limpió sus espejuelos y se los caló, graduó su lámpara, y se sentó una vez mas ante el libro que el señor Talbot había traído.
Conocía una docena de códigos, algunos de ellos tan antiguos como este libro parecía ser. Conocía varias formas de la antigua escritura críptica frailuna, conocía los Oghamis de la antigua Gales. Su amigo el gran mago Cardanus utilizaba el código enrejado: una página cuya escritura ha de leerse de arriba abajo la primera línea, y de abajo arriba la siguiente, y de arriba abajo la próxima, para que revele el mensaje verdadero, oculto en el mensaje falso que surge de la lectura usual en renglones de izquierda a derecha; al doctor Dee le parecía un juego de niños, y fácil de descifrar.
Todos los códigos, todos los que le habían sido presentados, podían a la larga ser descifrados. Sólo había uno, uno que nunca podía serlo; un código que él había concebido mientras estudiaba el magno libro del Abad Tritemio, la Esteganografía, que Christopher Plantin encontrara para él en Amberes años atrás. Un código imposible de descifrar sería aquel que no traspusiera letras en otras letras o en números, que no traspusiera palabras o frases en otras palabras o frases, sino que traspusiera una categoría de cosas —la cosa de que se hablaba secretamente— en otra categoría de cosas totalmente distinta. Traduce tus intenciones a un pájaro hablador, y deja que el pájaro hable de tus propósitos; codifica tu mensaje en un libro sobre autómatas, y el autómata, una vez construido, rastreará el mensaje con una mano mecánica. Escribe (era lo que el Abad había hecho) un libro acerca de cómo invocar a los ángeles y si lo haces correctamente, enseñarás a los ángeles a escribir el libro del Abad, en una lengua propia, la cual, al ser usada, se traducirá en obras, milagros, ciencia, paz en la Tierra.
De una forma más práctica, así era como codificaba a menudo el doctor Dee: conservaba un gran número de frases hechas en varias lenguas, las que serían sustituidas por las palabras claves del mensaje secreto. La palabra «malo» podría ser codificada como «Palas está bendita de encanto» o «Tú eres admirada por las mujeres, Astarté» o «Un dios de gracia entronizado». Si la misma frase estuviera en griego significaría una cosa distinta: «corona», tal vez, o «sigilosamente». A partir de estas frases podían construirse verdaderas ficciones, estaban concebidas para ensamblar con cópulas comunes y dar lugar a fantasías alegóricas largas y tediosas, inteligibles a medias, y que en realidad significaban algo breve y fatal: El duque muere a medianoche. En realidad el gran problema del método consistía en que la clave era muchísimo más larga que el mensaje.
Tarde, de noche, desentrañando una de éstas, el doctor Dee pensaba a veces: toda la creación es una ficción inmensa, ornamentada, imaginaria y espontánea; si pudiera ser descifrada se obtendría una única mala palabra.
Esta noche, con este libro empezó por la primera página tratando de descubrir un anagrama simple para esas marcas densas y bárbaras. No encontró ninguno. Utilizó las veinticuatro letras del alfabeto, tradujo éstas a números, ordenó los números como un horóscopo de signos y casas zodiacales; tradujo el horóscopo a días y horas y estos números a letras griegas. El viento cesó. La luna se puso detrás del cúmulo de nubes. En uno de los ciento cincuenta alfabetos cifrados que conocían los bardos galeses, las letras eran representadas por árboles; en otro, por diferentes pájaros; en otro, por castillos famosos. Un grajo negro llama al ruiseñor en el espino al pie de la fortaleza de Seolae. Empezó a llover. El doctor Dee arrojaba al fuego cada línea infructuosa de su investigación que resultaba ser una tontería. Amaneció; el doctor Dee escribió con letra más intrincada (tenía cuatro tipos diferentes de letra, además de una escritura en espejo) un significado posible para la primera línea del libro del señor Talbot:
SI ALGUNA VEZ ALGÚN PODER SOBRENATURAL… CON 3 DESEOS PARA OTORGAR
Lo cual tenía poco sentido para él. Pero si volvía atrás —atrás a través de la selva donde los grajos llamaban en los espinos, a lo largo de la huella al pie de la fortaleza, hacia atrás, a través del Ogham y el griego y los astros y las letras y los números—, la misma línea podía leerse de esta forma:
HABÍA ÁNGELES EN EL CRISTAL, 246, NUMEROSOS ÁNGELES
y ello hizo que su corazón se detuviera un instante y se llenara de una sangre más rica.
Había ángeles en el cristal; su deseo iba a serle otorgado.
Se levantó de su banqueta, el alba gris casi no se distinguía de la noche que llenaba las ventanas de parteluz. Sabía, sabía con certeza, que en esta noche estaba a las puertas, al comienzo de una gran aventura, una empresa para cuya realización no estaba seguro de poseer las energías suficientes, una tarea que no concluiría con su muerte, sino que requeriría para ser consumada la ayuda de toda su vida; y al mismo tiempo sabía que, según otra lectura, estaba ya de lleno en ella con alma y vida. Sopló la lámpara y subió a acostarse.