Siete

Las razones que en última instancia indujeron a Pierce a abandonar el Barnabas College y la ciudad, para ir a vivir a Jambas de Blackbury, en las Colinas Lejanas, fueron las mismas que una vez le mencionara a Spofford: amor y dinero.

Amor y dinero, ambas irrumpiendo al mismo tiempo, el mismo día, como la lluvia de oro de Dánae, y aunque le llevó algunos meses decidir el cambio, siempre tendría claro en qué día había dado, o le habían inducido a dar, el primer paso.

Una singularidad de la vida amorosa de Pierce consistía en que nunca había cortejado a ninguna de las mujeres con las que luego había tenido una intensa relación afectiva. Ninguna de aquellas relaciones había sido la culminación de un proceso lento, nunca había pasado por el trance de entrever y sopesar, y flirtear, y volver a fantasear, para al fin lograr la conquista. Sus grandes amores —podía contarlos con una sola mano, y le sobraban dedos— habían comenzado siempre por una colisión repentina, una sola noche o un solo día, en que toda la secuela de la relación estaba ya contenida en pequeño, todas las libertades, simpatías, y penas no harían que desplegarse a partir de ese instante. No era exactamente amor a primera vista, ya que habitualmente la colisión inicial era seguida por un período de estancamiento, hasta de indiferencia, durante el cual Pierce disfrutaba de su conquista, o de su buena suerte, anotando en su haber un manjar más en el banquete de la vida, uno más y de la misma procedencia. Pero la colisión lo desviaba dé su eje y entonces corría paralelo a ella, y ella (axiomáticamente) paralela a él. En esa primera noche, ninguno de los dos arriesgaba demasiado, pero Pierce, en todo caso, arriesgaba también el todo por el todo.

Pierce, despierto demasiado temprano en una gris mañana de diciembre, y revisando su historia con la nebulosa lucidez de una resaca, no podía recordar ninguna excepción importante. Con todas le había sucedido eso.

Le había sucedido (Pierce se agitó bajo las mantas de la cama en desorden que al parecer no podía abandonar) con Penny Pound, la chica de los ojos color humo y las tenues cicatrices en las muñecas, con quien se fugara a la soleada California justo al comienzo de su sexto semestre en Noate. Esa primera noche, ella tenía que estar de vuelta a las once en su residencia, y Pierce había empezado a acompañarla, como corresponde, después del cine y de un café compartido en la cocina comunitaria de su pensión en la ciudad; y en una esquina, a mitad de camino entre su pensión y la residencia, se habían detenido para besarse y, como dando una vuelta entera, sin salir, en una puerta giratoria (aunque acabando, sin embargo, en un nuevo lugar), habían regresado casi sin una palabra. Pierce, al otro día, no sintió que algo en él hubiera cambiado perceptiblemente; la acompañó de regreso a su residencia y durante toda una semana no la volvió a ver. Pero después, cuando volvieron a encontrarse, todo fue como tenía que ser: se hicieron inseparables; los enormes e irresolubles problemas de ella fueron también los suyos, su cuerpo joven y sus manos viejas; y si alguien mayor y más sabio (quizá su propio yo mayor, sólo que su yo mayor nunca había llegado a enterarse) le hubiera aconsejado circunspección y cautela, él no habría comprendido el consejo. Cierto que, la primera vez que ella le dijo que lo quería (en la casa de Sam, adonde él la había llevado a pasar un largo fin de semana, tendidos los dos en deshabillé en el antiguo cuarto de estudio Centras a dos puertas de distancia su madre pegaba plácidamente sellos postales en un álbum), él había sido incapaz de responderle, pero sólo porque lo asustaban las palabras que, suponía, sólo podían ser pronunciadas sinceramente una vez y para siempre. Una vez pronunciadas, fugarse con ella se convirtió en una mera necesidad práctica; en aquellos tiempos de las universidades in loco parentis (hoy en día ni siquiera se conocía esa expresión) les estaba vedado cohabitar y el coito, además, si los pillaban infraganti; era la primera mujer de quien se había enamorado y con quien se acostaba; de modo que no les quedaba más remedio que obtener la devolución del dinero de las matrículas, como si fueran fichas —la suya había sido pagada con una beca pero igual, en un descuido, se le permitió retirarla—, y utilizar el dinero para fugarse; y aunque cuando descendió, tambaleándose, del autobús, en una parada de descanso, bajo el sol inverosímil de Albuquerque, pensó, sí, por un momento atroz: Oh, qué he hecho, nunca, ni entonces ni después, y ciertamente no durante el largo y solitario viaje de regreso al este, al invierno y a la sarta de mentiras que había dejado atrás, nunca pensó que hubiera podido tener otra alternativa.

Bueno, él era muy joven y ella también; no era, por cierto, una historia insólita ¿verdad? Era algo perdonable, pensaba, dadas las circunstancias, considerando su educación, considerando la parte más tierna de su adolescencia constreñida en las aulas y los gimnasios y los interminables machos de St. Guinefort; podía perdonársele su sorpresa y su falta de astucia al encontrarse amado y acto seguido abandonado. Claro está que había sufrido por ello, atroz, extravagantemente, casi se había cortado también él sus propias venas, no a causa de una desilusión romántica, sino simplemente porque no podía soportar permanecer un instante más en el vendaval de desamparo en que ella lo dejara, desvalido e incapaz de concebir cómo había podido comportarse de ese modo.

Sin embargo no podía culpar sólo a esa criatura irreflexiva por la extravagancia de su sufrimiento, tan imprevisible y repentino como el amor mismo, ni tampoco podía achacar únicamente a la juventud una obtusa inocencia que había persistido mucho más allá de la adolescencia. ¿Qué era, entonces? ¿Era el hecho de haber crecido como hijo único, con el imposible, excéntrico y caballeresco Axel, en Brooklyn? ¿Sería el aislamiento de los Oliphant en Kentucky? ¿Quién lo había educado, quién había modelado su corazón de esa extraña manera? De algún modo, en algún momento se le había comunicado que había una puerta que uno debía franquear, y sólo raramente, si poderosas estrellas conspiraban para ello; una puerta que daba a un corazón, a un cuerpo, ambos creados en el cielo o en algún otro fuego igualmente sutil. Y entonces llegabas; era un hortus conclusus; a él no le habían enseñado que existía un camino de salida, como tampoco le enseñaran que el camino de entrada —lo había descubierto por sus propios medios con tanto asombro, con tanta maligna alegría— era una senda trillada. Una senda trillada.

Se rió un momento, y tosió una saliva amarga, enlazó las manos sobre el pecho, alzó la vista hacia el espejo grande y ornamentado, suspendido en voladizo desde la pared, de forma tal que reflejaba la cama: que ahora mismo lo reflejaba, él frente a sí mismo.

Aquellos que no recuerdan su propia historia, pensó, están condenados a repetirla.

En la época en que conoció a Julie Rosengarten se había despojado de esa ignorancia, o mejor dicho, no se había despojado de ella, pero al menos la había vestido decentemente; podía recordar muy bien esa primera noche con ella (una noche, en verdad, insólitamente maravillosa), no como una colisión sino como una mera campanada en medio del tráfico sexual de la adultez, para ese entonces espeso, y el agitado Manhattan. Ella no había vuelto a saber de él en seis semanas, pero seis semanas después de su segundo encuentro ya intercambiaban sus suéteres, tenían un perro en común y Pierce estaba pensando en cómo plantear el tema de un Matrimonio Mixto a su madre y a Sam.

Un año más tarde él seguía prendido, obtusa, inocentemente, del todo y para siempre, en tanto Julie iniciaba, a la vista de todos, una relación amorosa con el vecino de arriba, sin conseguir que Pierce se percatara de ello. En la división final de las pertenencias, el perro, tras un momento de vacilación, eligió irse con Julie.

Una farsa: mi mujer, mi mejor amigo, mi perro.

Las mujeres, fue la única conclusión que pudo sacar resumiendo su propia experiencia hasta este día de diciembre, eran polígamas por naturaleza, por mucho que el sentido común dijera lo contrario; capaces de amar profundamente y para siempre por un tiempo, de abrirse súbita y espectacularmente en todas direcciones a semejanza de esas inmensas girándulas que sueltan un globo de estrellas, que parece real y flota suspendido en la noche de colores toda una eternidad, una fugaz eternidad, el espacio de una lalación de asombro de los espectadores, y luego desaparece como si nunca hubiese existido. Y los hombres (tomándose a sí mismo como único ejemplo) eran por naturaleza monógamos, sujetos al significado literal de las promesas que hacían y la persistencia real del para-siempre que esas promesas contenían. En ciel un dieu, en terre une déesse, como decían los antiguos poetas provenzales. Cómo habían cundido esas historias, tan superficialmente convincentes, tan difundidas, acerca de que las cosas eran de otra manera, él no lo sabía. Podía suponer una conspiración; o, lo que era más probable, que en un mundo más viejo, un mundo en el que él no vivía, esas historias habían sido ciertas; y que sólo ahora, ahora que el mundo era como era y no como había sido, las mujeres podían desenmascararse, sentirse libres y activas según su naturaleza. La Píldora y todo lo demás. Quién demonios lo sabía. De todos modos, ¿no debería él, a esta altura, haber aprendido que las cosas son así, y actuar en consecuencia, cualquiera que fuese su historia, cualquiera que fuese la difusa antigüedad, o las sustancias medievales con las que fuera forjado su carácter?, y si de pronto (de pronto en cierta noche de nevisca) se sorprendía vagabundeando por las páginas de una novela erótica, una obra pornográfica del mejor estilo moderno, él, con un corazón y unos órganos vitales conformados para alguna otra época, para un contexto totalmente distinto, ¿no debería tal vez ponerse al tanto antes de saltar de su piel al vacío?

Ten al menos un poco de cuidado, se había dicho a sí mismo aquella noche, tendido al lado de ella, insomne y perplejo; por amor de Dios, ten esta vez un poco de cuidado. Pero no le sirvió de nada. Transcurrió todo un invierno, y cuando ella volvió de Europa, él era suyo, nunca había dejado de serlo; la vida regalada que habían empezado a llevar sólo ponía un barniz de normalidad a su pasión exacerbada, en tanto la lujuria voraz intensificaba su monogamia y le daba riendas en secreto. Tal vez, tal vez si él hubiera tenido que llamar a la puerta, y seducir, y recurrir a ardides y halagos… —Pero cuando todos los portales, todos, estaban abiertos para él de par en par, el resto fue ya como tenía que ser, inevitable, incluso el hecho de que estuviera ahora aquí acostado, contemplando su imagen, reflejada en el espejo, las manos cruzadas sobre el pecho, los grandes pies escapando fuera de las mantas, la cara enorm inexpresiva. Inevitable.

Como los Borbones, él no se había olvidado de nada y no había aprendido nada; y estaba una vez más en el mismo lugar donde estuviera antes. Su historia se repetía, y si la primera vez había sido tragedia y la segunda vez farsa (como dijera Marx en otro contexto, el contexto del cual Pierce extraía inútilmente esos clichés amargos), cómo serían entonces la tercera vez, y la cuarta.

Era pleno día, tan pleno día como podía serlo el día de hoy, y los radiadores silbaban furiosamente. Pierce arrojó a un lado las mantas, pero no se levantó; permaneció tendido contemplando (no podía hacer otra cosa, la posición del espejo lo hacía inevitable) su larga desnudez. Manos grandes, grandes pies: en su caso el cómputo común era correcto.

Sabes una cosa, le había dicho ella esa primera noche, con su aire a la vez ladino y franco, sabes una cosa, tienes una polla muy bonita.

Una ola fría estalló en su sangre, el recuerdo del deseo y la certeza de la pérdida; Pierce la vio venir y pasar, como una suerte de acceso de vértigo o angina.

Esto no tiene gracia, pensó. Ya no soy tan joven. No lo puedo admitir. Esta vez, era como una enfermedad, una enfermedad de la cual no podría librarse, una de esas enfermedades infantiles a las que los jóvenes y fuertes sobreviven, después de unos pocos días de cama, pero que dejan tullido al adulto.

Confórtame con jarabes, reanímame con manzanas, porque enfermo estoy de amor, enfermo enfermo enfermo.

Haré voto de castidad, pensó, claro que sí, lo haré, ¡qué demonios! Si después de dos matrimonios (matrimonios sólo de hecho, por supuesto, así como algunos son matrimonios sólo de nombre, pero, en fin, daba lo mismo) y una vida sexual que a él le parecía tan variada y violentamente satisfactoria como tenía derecho a serlo la de cualquier hombre normal, si aún persistía en él esa inocencia de la que hubiera tenido que desprenderse hacía tiempo, esa inocencia que seguiría causándole el mismo daño atroz, lo mejor que podía hacer sería entonces elegir la soledad.

—Haz tu voto —le dijo en voz alta al hombre del espejo, pálido, enjuto, listo para la autopsia (fíjese, enfermera, este hombre no tiene válvula en su corazón, su pene está completamente desprendido de su cerebro). Acaba con eso de una vez. Gracias, pero no, gracias.

Él no tenía por qué relacionarse con el amor. Era un hombre, una novela. Suponía que debía de haber otros placeres en la vida, otras metas más allá, diferentes de las enormes delicias de la envolvente servidumbre sexual. Parecían emerger a la distancia, en un horizonte cada vez más amplio, aunque él no pudiera imaginarlos concretamente. Fama. Orden. Quietud. Dinero, bienes materiales, un conocimiento más sutil de… bueno, del mundo y en cierto modo de sí mismo; los placeres de la soledad, no una soledad inevitable o impuesta como si fuera una celda en la que no pudiera hacer otra cosa que sacudir los barrotes con impotente desesperación, sino una soledad elegida, abrazada. Tuvo una visión vivida de sí mismo, una persona distinta: en otro lugar; autosuficiente, un solterón afianzado, un individuo pulcro y agradable cuya vida nadie podía imaginar —un excéntrico, no se da con nadie, tiene esa hermosa casa llena de objetos bellos. Y él, un objet de vertu por derecho propio, a quien verían llegar al pueblo en busca de los periódicos del domingo, acicalado como un dandy y vestido con originalidad, pantalones bombachos y un bastón con empuñadura, acompañado por un perro. Una humedad salobre le quemó los ojos. Un perro fiel.

Algo que desear: alguna cosa que desear, algo distinto de lo que podía reflejar un espejo desde lo alto de una ancha cama… Sí ahora pudiera desear, desearía algo que desear.

Una campanilla sonó con urgencia en ese instante, lanzando a Pierce fuera de la cama, en una súbita actitud de defensa, en acecho. El teléfono. No, no el teléfono. El portero eléctrico. El timbre de la puerta. Era el timbre de la puerta. Quién demonios, cogió una bata de baño y se la anudó alrededor del cuerpo. El timbre eructó otra vez, insistiendo, alguien estaba aún allí.

—¿Sí? —No podía ver nada a través de la empañada mirilla.

—Pierce —dijo ella—, soy yo. ¿Puedo entrar?

La adrenalina que el sonido del timbre había bombeado en él en un solo instante fue, instantáneamente, desplazada por un nuevo fluido, un fluido frío y picante que le ahogó el corazón y que estaba ya en las puntas de los dedos de sus manos y sus pies, antes aún de que su mano tocara siquiera el picaporte. Todavía a pesar de todo podía maravillarse de la rapidez de sus reacciones. Cómo lograban la carne y los nervios semejante velocidad.

Ella se deslizó por la puerta tan pronto hubo un resquicio lo suficientemente ancho, como si la persiguieran; llevaba un abrigo de pieles que él no le conocía, con los hombros recamados de nieve.

—Vaya, hola —dijo él, la última sílaba ahogada por la saliva espesa que se le había amontonado en la boca.

Ella fue hasta el centro de la habitación y se detuvo abrazándose, la barbilla hundida en el cuello del abrigo y sin mirarlo. Luego metió la mano en un bolsillo profundo, sacó un sobre y, volviéndose hacia él, se lo tendió.

—Ten —dijo—. Toma.

Desde donde estaba, Pierce casi podía oír los latidos del corazón de ella. Tomó el sobre, gordo y deformado por el contenido.

—Aquí lo tienes —le dijo ella, y se dio vuelta, todavía abrazándose—. Aquí lo tienes, aquí lo tienes.

El sobre estaba repleto de dinero. Billetes grandes, de cincuenta y de cien, y algunos de veinte, más gastados y manoseados.

—¿Tienes un cigarrillo? —preguntó. Se sentó en la cama, se apretó la cara entre las manos y se restregó la frente, los ojos, las mejillas. Luego lo miró y sonrió—. Tienes realmente una pinta muy cómica.

—¿Qué? —dijo él.

—Está todo allí —dijo ella—. Todo lo que te debía. Todo lo que dije que ganaríamos. Te lo dije. Te dije que lo haría.

—¿Cómo? —dijo él.

—Pierce, no preguntes ¿de acuerdo? Asunto arreglado. He acabado con esto del todo, y para siempre.

Un enorme escalofrío la sacudió; luego, pacientemente, como quien le habla a un niño sin estar seguro de que podrá comprender, le dijo:

—Pierce, encanto, por favor ¿tienes un cigarrillo?

—Sí, claro.

La noche anterior, en su borrachera, había comprado un paquete, lo buscó entre las ropas desparramadas por el suelo.

Aquí. Ahora una cerilla. Se puso el sobre bajo el brazo y registró sus pantalones.

—¿Todavía me odias? —dijo ella, en voz baja, atrás de él.

—Nunca te odié. —Las manos le temblaban de tal modo que casi no podía meterlas en los bolsillos, las monedas y las llaves tintineaban en el interior—. Toma.

Ella había empezado a desenroscarse, paseó una lenta mirada en derredor, y Pierce pudo ver en sus ojos cómo inventariaba el cuarto para su fuero interno. Encendió el cigarrillo.

—¿En qué has andado todo este tiempo? —dijo ella.

tienes que contarme —dijo él—. Unas cuantas cosas.

—No —dijo ella—. Escucha, si vamos a ser amigos, y yo quiero que seamos amigos, si vamos a ser amigos, tú no puedes preguntar. Si tú preguntas, yo no contestaré. No contestaré y no seremos amigos. Se suavizó un poco.

—Tal vez, cuando esto sea historia antigua…

Lo miró y a él le pareció ver algo lúgubre y viejo en su rostro, tal vez algo que existiera en ella antes de que huyera pero que había olvidado, pues la recordaba como alguien viejo con un rostro joven. O acaso fuera tan sólo la mañana de diciembre.

—¿De acuerdo? —dijo ella—. ¿Qué pasa?

Pierce se había echado a reír.

—¿Qué es lo que te parece tan gracioso?

—Nada, nada es gracioso. Nada. —El pecho se le sacudía de risa y las rodillas le temblaban—. Alquimia, la alquimia de la risa. No lo sé. —Sacó el sobre de debajo del brazo y lo arrojó sobre la cama, al lado de ella—. No quiero esto. No lo necesito.

—Estás bromeando —dijo ella. Bajó los ojos—. Iba a dejártelo. En el buzón. Pero no pude meterlo, perdí mi llave no sé dónde y ni siquiera estaba segura de que aún vivieras aquí. —Sacudió la ceniza del cigarrillo con la uña pintada del pulgar—. Sé que lo necesitas.

Yo… —Empezó a decir, pero de pronto le adivinó la intención. Hay necesidades y necesidades. Él había querido decir que no era eso lo que necesitaba. Ella sólo había querido decir que eso era todo lo que recibiría—. Dime una cosa —dijo—. ¿Has vuelto?

Ella meneó lentamente la cabeza.

—¿Qué piensas hacer?

Ella se encogió de hombros.

—Acabo de llegar. Me quedaré con Effie por un tiempo. Buscaré un lugar.

Lejos, muy lejos en el fondo de su ser, Pierce oyó su propia voz, la voz que apenas diez minutos antes había estado habiéndole de abnegación, de soledad: pero en torno de esa voz, y mucho más potente, había empezado a montarse un mecanismo, un mecanismo de astucia y deseo que no parecía ni siquiera pertenecería pero que lo dominaba, ideando estratagemas, planificando movidas. Mientras la escuchaba, fue al refrigerador y sacó una botella de vodka. Un vaso.

—No mires, no mires —dijo, ocultando la bebida—. No estoy del todo en mis cabales esta mañana, nada más.

Ella se rió.

—Ea, uno para mí también.

Él le llevó una copa con un dedo de fluido helado en el fondo.

—Es todo lo que nos queda —dijo.

Ella bebió un sorbo y se estremeció como de placer.

—Uff. Ahh. Qué bueno, es del bueno.

—Bienvenida —dijo él, cortésmente, y brindó con ella.

—Gracias, Pierce —dijo ella—. ¿Somos siempre colegas? —E imitando el estilo ansioso, vehemente, de Axel, una broma que había sido habitual entre Pierce y ella—: ¿Somos colegas? ¿verdad que sí, Pierce? ¿Verdad que sí? ¿Verdad que sí?

Él se rió, su temblor aplacado por la bebida.

—Seguro, para siempre.

Ella bebió lentamente el resto del vodka, y, distendiéndose, se acostó en la cama. Su abrigo se abrió, dejando ver un vestido corto y unas medias brillantes. Había adelgazado. Él estudió los muslos y las aristas de su pelvis con piedad y atención. No se ha cuidado nada bien, pensó, concuna intensa punzada de pérdida y desolación y deseo. Nada bien.

—Oh caray —dijo ella—. Estoy deshecha.

—Descansa. Duerme, si quieres.

—Escucha —dijo ella—. Gracias por conservar mis cosas. Por no mandarlas al Ejército de Salvación o qué se yo. Quiero venir a buscar mis cosas, si puedo. Tú sabes. Mis cosas.

—Seguro.

—Cuando tenga un lugar.

—Seguro.

Pierce no podría soportar esto mucho tiempo más.

—Pero pronto —dijo—. Si es posible, porque —se dio Vuelta otra vez, todavía era invierno fuera de la ventana—, porque he estado pensando en irme de aquí. —Hubo un silencio, el silencio de ella a sus espaldas—. En mudarme —dijo.

—¿De veras? ¿A dónde?

—Oh, no sé. —Se volvió de nuevo hacia ella, podía sentir su cara diciendo «a donde sea, qué importa a dónde, hay todo un mundo sin sentido ahí fuera para vagabundear»—. Lejos de la ciudad, en todo caso. Quizás a las Colinas Lejanas, estuve allí este verano. Me gustó.

—Caramba. ¡Qué cambio!

—Ajá. —Sintió de pronto una intensa piedad por sí mismo, como si lo que acababa de decir, lo que acababa de pensar en decir, fuera realmente cierto. Ella seguía acostada, mirándose en el espejo encima de la cama. Se quitó un grumo de maquillaje de la comisura del ojo—. No tan pronto de todos modos. No ya mismo, quiero decir.

—Me gustaría llevarme este espejo —dijo ella—. Si puedo.

—No.

Ella se incorporó lentamente, sonriendo, pero en guardia.

—Es mío —dijo—. ¿No es verdad?

—Fue un regalo —dijo él—. Un regalo mío. A nosotros.

Ella se cerró el abrigo de pieles.

—Al campo, ¿eh? Tendrás que aprender a conducir.

—Supongo.

La sonrisa de ella se ensanchó.

—Bueno, me parece fantástico —dijo—. Eres valiente.

Extrajo un billete de diez dólares del sobre que estaba sobre la cama, pero al sacarlo dejó que se soltara el fajo, los billetes cayeron en cascada sobre la cama. Le mostró el que había sacado.

—Para el taxi —dijo—. Tengo que irme.

—No, espera —dijo él. Por un momento pensó, insensatamente, en explicar: si te llevas el espejo no me quedará nada de ti. Hay en él mil imágenes tuyas; nadie más que tú y yo debería estar jamás en él, ¿no te das cuenta? ¿No es lo justo? ¿No es lo razonable?—. Espera un segundo. Deja que me duche y me vista. Saldremos, tomaremos el desayuno. Tendrás un par de historias para contar, seguramente.

—No puedo ahora —dijo ella—. Pero pronto. Volveremos a vernos. —Dio un paso en dirección al armario, tentada, pero cambió de idea—. Volveremos a vernos. —Señaló con un gesto la cama, o el dinero—. Me invitarás a comer, lo pasaremos bien; tengo un par de historias.

—¿Champán? Y…

—Te lo he dicho. —Por un momento lo miró a los ojos y había una larga historia en su mirada—. He acabado con todo eso. Para siempre. —Se rió, y fue hacia él, tendiéndole los brazos para que la besara, él la alzó, y ella dando vuelta la cara, oprimió su mejilla contra la de él. Él sintió el aire frío de afuera, todavía aprisionado en las pieles. La intensidad de su perfume. Dentro de él, la nieve se derritió en torrentes, y su corazón habló mil cosas en su oreja enjoyada, todas en silencio. El teléfono sonó, apremiante, y sobresaltándolos.

—Caray, qué mañana agitada —dijo ella, zafándose.

El teléfono insistía. Pierce la siguió hasta la puerta.

—Llama —dijo—. Llama pronto. ¡No he cambiado el número!

El teléfono chillaba, enfurecido; Pierce, se volvió y corrió hacia él, oyendo a sus espaldas el clic de la puerta al cerrarse.

—¡Hola!

Una pausa, la pausa confusa del número equivocado.

—¿Hola? —dijo de nuevo Pierce, esta vez con su propia voz.

—Oh, Pierce.

—Sí. —Tuvo la extraña convicción de que la mujer que hablaba era la mujer del campo, de la cabaña del río, del paseo en bote, Rosie.

—Pierce, soy Julie. ¿Te desperté?

—Oh, hola, hola. Sí, algo así. Bueno estaba despierto pero…

—Escucha —dijo Julie—. Tengo novedades para ti. —Hizo una pausa—. ¿Estás sentado?

—No. Sí. Está bien. —Llevó el teléfono a la cama y se sentó en medio de los billetes.

—Lo hemos vendido —dijo Julie.

—Qué.

—Por Dios, Pierce. Hemos vendido tu famoso libro, caramba. —Oh, oh, Santo Dios ¿de veras?

—No es una suma fabulosa.

—No. Bueno.

Ella mencionó una cantidad, pero Pierce no supo si era exigua o generosa.

—Al Urogallo, sin embargo —dijo ella.

—¿Qué?

—Ediciones del Urogallo. Despiértate y escucha, escucha, quieren hacer una alianza editorial y abarcar un mercado masivo; así que aunque el anticipo no sea demasiado generoso, a la larga, si prende, podría dar grandes ganancias.

Silencio.

—Pierce. ¿Quieres hablar del asunto? No tienes obligación de aceptar, podríamos llevarlo a otra parte.

Un dejo de impaciencia se insinuaba en su voz.

—No, no, escucha, hablemos. Hablemos ahora mismo. Pero yo haré lo que a ti te parezca mejor.

—Ellos quieren un cierto control editorial.

—¿Qué?

—Quiero decir que ellos creen que el libro podría marchar de veras bien, si se lo pudiera retocar ligeramente para adaptarlo a cierto público.

—Chiflados.

—Vamos, vamos. —Se rió—. Nada de eso. Pero mencionaron, sí, algunos títulos que han sido grandes éxitos últimamente: El carro de Faetón, Mundos en división, El alba de los druidas. Libros de esa clase.

—Hum.

—Ellos piensan que el tuyo podría ser como ésos.

—¿Una trama de mentiras, quieres decir?

—Oh, vamos.

No una trama de mentiras, no. Pero tendría que ser sutilmente degradado casi con certeza, como necesitaba serlo el material presentado ante una clase por muy simplificado o esquematizado o vividamente coloreado que estuviera: él tendría que cometer no sólo suppressio veri, sino también suggestio falsi. Con súbita claridad, vio cómo aparecería, a los ojos de un historiador (¿Barr?) el libro que él se proponía escribir. Tendría que incluir páginas que parecieran simplemente ficticias, tan ficticias como esas páginas de ciertos novelones, que son meras transcripciones de la conversación ordinaria (aunque totalmente imaginarias), condimentadas con nombres propios, reales, pero burdamente alterados. Muy bien. De acuerdo.

—Muy bien —dijo—. De acuerdo. Hablemos.

—Una cosa más —dijo ella—. No les gusta tu título.

—¿No?

—Les parece que puede despistar al lector. Y difícil de clasificar, además.

—Muy bien, de acuerdo.

Pierce se sintió como en una línea de fuego; era difícil comprender, en un escenario que cambiaba a tanta velocidad, cuál de los disparos debía eludir, si es que había que eludir alguno.

—Tenemos que hablar.

—Pensé en una cena —dijo Julie, en un tono más suave q aquel con qué le había comunicado sus novedades—. Champán. Oh, Pierce. —Un silencio (Pierce pudo sentirla a través del auricular, pudo ver su cara radiante) cargado de la clarividencia de un destino—. Yo lo sabía —dijo—. Lo sabía.

Después de haber permanecido largo rato bajo una ducha atronadora, Pierce contó su dinero, los billetes que estaban sobre la cama, y la cifra que Julie le había mencionado, e hizo algunos cálculos aproximados. Guardó el dinero en el sobre, sacó las sábanas y luego de ponerse una camiseta y un traje de mohair (toda su ropa estaba sucia), llenó una bolsa de lavandería.

—Santo Dios —dijo en voz alta, interrumpiendo sus preparativos para contemplar el día plomizo—. Santo Dios.

Introdujo los pies en unas sandalias de goma, recogió algunas monedas de un cenicero; salió, bajó, se detuvo en su buzón y retiró un puñado de correspondencia.

No les gustaba el título. Era por cierto el único título que el libro podía tener. Suponía que, por el momento, para ganar tiempo, podría proponer alguna otra fantasía: La cofradía invisible. ¿Qué tal? La Pneumática. Los violadores de cajas fuertes.

El rey de los gatos.

Cuando vio, por el ojo de buey de la máquina, que su ropa, presa de vértigo, se agitaba en un mar de jabón, examinó la correspondencia que tenía: una carta de Florida, hojarasca, catálogos de librerías, una carta con una letra diminuta y legible de las Colinas Lejanas.

«Pierce —decía—, tanto tiempo sin noticias. Pensé que te gustaría recibir unas líneas de aquí. Es un mes tranquilo, mi abuelo lo llamaba tiempo de amarrar. Aquí estamos guardando, amarrando, asegurando, etc., todo para el invierno. Éste será mi primer invierno en esta cabaña. He traído 1 saco de judías 1 saco de arroz 50 libras de patatas 1 botella de brandy leche en polvo lámparas escopeta etc., por si acaso. Las ovejas están bien + mandan saludos. A Propósito me he enterado de que en las Jambas de Blackbury hay un buen apt. que pronto estará libre. Gente que conozco se marcha en feb. a la costa. 2.° piso bonita vista mirador nevera etc. Pensé en hacértelo saber. Sería bueno tenerte en el condado».

Firmaba, «Suerte, Spofford», y había una posdata:

«Los Mucho han iniciado juicio».

Después de leerla por segunda vez, Pierce se quedó sentado con la carta sobre las rodillas, absorto en sus pensamientos, hasta que su ropa tuvo que ser trasladada de una máquina a otra; y entonces, mientras veía sus pantalones y camisas vacíos haciéndole señales frenéticas, cayó en la cuenta, con una lenta y asombrosa certeza, de que hoy, este día, era su cumpleaños. Cumplía 34 años.

Pierce Moffett, nunca, ni siquiera en la época en que presa de vértigo en la cumbrera de su tejado había estado a punto de admitir que el cosmos era en cierto sentido una historia —que el universo era un cosmos—, había imaginado que esa historia pudiera de una u otra forma ser concretamente su historia, ni su destino individual discernible en las armonías que empezaba a percibir, las geometrías que empezaba a vislumbrar. En realidad, había sido una sorpresa para él enterarse de que la mayor parte de la gente que se interesa en augurios, clarividencias y profecías astrales, no lo hace en la búsqueda de alguna iluminación general acerca de la naturaleza de la vida y el pensamiento y el tiempo, sino con la esperanza de hallar en ellas guías para la acción, notas a pie de página a las tramas de sus propias vidas.

Julie Rosengarten, por ejemplo, siempre las había leído de ese modo. Pero Pierce, incluso si una mañana mientras caminaba por la ciudad, le hubiera caído una caja fuerte sobre la cabeza, interrumpiendo su historia sin ninguna razón aprehensible y sin la mínima prevención, no lo habría tomado a mal, por así decir. Tenía la profunda convicción de que su destino estaba mucho más sujeto al azar, al error y la suerte que a cualquier lógica cósmica o mundana, una convicción muy anterior a sus estudios de ocultismo, a los que, por lo demás, había sobrevivido fácilmente.

Por otro lado, los augurios pueden, a veces, llamar de manera tan clara, que hasta alguien como Pierce tiene que reparar en ellos. Ese mismo día, el día de su cumpleaños (¡su nacimiento!) hizo, sí, un voto; un voto que nunca había pensado que sería capaz de hacer, pero que hizo con la escasa energía que le restaba de la mañana; un voto de abnegación que era lo mínimo que podía ofrecer a cambio de lo que súbitamente le había sido concedido. Era eso, era eso, esa, de ahora en adelante se dedicaría tan sólo a favorecer su propia fortuna y nunca más derrocharía en la ilusoria persecución del amor los dones que aparentemente le reservaba el destino.

Una semana más tarde, con un sentimiento de venganza delicioso y vivificante; y más vivificante aún por el dejo de temor que lo matizaba (porque no confiaba en realidad en que su futuro siguiera a la vista mucho tiempo) devolvió sin firmar a Earl Sacrobosco su contrato para el semestre de primavera. Necesitaba tiempo para trabajar en un proyecto especial, dijo, que le requeriría ciertas investigaciones difíciles, la mano derecha de la erudición, como la enseñanza era la izquierda; y puesto que los años sabáticos no estaban al alcance de los ayudantes de cátedra, debía muy a su pesar, etc. Listo.

Escribió a Spofford en las Lejanas, indicando una fecha de enero en la que podría darse otra vuelta por allí, y pidiéndole que telefoneara la próxima vez que tuviera a mano un aparato, llamada paga, a cobro revertido.

Y en la Navidad compró, como de costumbre, una pequeña botella de gin y una botella aún más pequeña de vermut y cruzó el negro puente hacia Brooklyn para visitar a su padre Axel: y para anunciarle, si encontraba una manera de hacerlo que fuese a la vez clara y no hiriente, la noticia…