Siete

Era la escena de César asesinado en el Capitolio. Manchando la toga blanca, recogida por encima de los faldones de terciopelo y de las calzas de seda, chorreaba la sangre roja, la sangre que manaba a borbotones de cada nueva puñalada que le infligían los conspiradores hundiendo sus cuchillos hasta la empuñadura. Y mientras se desangraba, tambaleante, tenía tiempo el gran César para pronunciar un largo monólogo acerca de la envidia que siempre abatirá a las águilas capaces de volar a las alturas; la envidia brutal, decía, y hacía un complicado juego de palabras con Bruto y brutal y las bestias brutas que él había albergado en su pecho, como el mancebo griego y el zorro; al igual que el mancebo, él no diría una palabra más, no aunque le devoraran las entrañas. Dijo muchas palabras más, mientras algunos de los espectadores lloraban a gritos de piedad y horror, y unos pocos reían de que no hubiese muerto todavía. Y por fin se cubría el rostro con la toga ensangrentada y se desplomaba cuan largo era sobre las tablas: el entarimado trepidó bajo su peso.

Y ahí estaba otra vez, con un nuevo ropaje de colores vivos, bailando la jiga que seguía a la representación, zamarreando con elegancia a la esposa de Bruto. Y ahora de nuevo, en la taberna de Stratford, bebiendo con los conspiradores, un poco ronco, y sudando en el bochornoso calor de agosto. Will, fuera del mesón, encaramado sobre un banco, observaba la escena a través de una ventana abierta, lo veía hacer girar una moneda con el dorso de los dedos, una vez, y otra vez, y otra.

—Y por ese Bruto lleva el nombre de Britania este país, lo sé por un sabio famoso, el doctor Dee, mi amigo.

—No es ése, entonces —dijo Jenkins, el nuevo maestro de escuela—, no es ese Bruto.

—¿No? —dijo el actor jugueteando con su moneda—, ¿no fue ese César el que vino a esta isla? ¿Y no fue él quien construyó la torre de Londres y logró célebres victorias? ¿Negáis eso, señor?

Era difícil saber si el actor estaba indignado o divertido; sus ojos se agrandaban y echaban chispas; su índice apuntaba como una adarga; pero la moneda seguía moviéndose apaciblemente entre los nudillos de su otra mano, iba y venía.

—Y Bruto era hijo de César, su hijo adoptivo. Ergo.

—No era ese Bruto —dijo Maese Jenkins. Jenkins permanecía de pie, sin beber, las manos detrás de la espalda como si no estuviera en esa estancia baja. Will lo observaba; en el próximo período escolar estaría bajo su tutela, y necesitaba saber lo más posible acerca de ese hombre.

—Fue, con toda certeza, Bruto de Troya, quien vivió mucho antes de la existencia de Roma. Después de que Troya sucumbiera bajo el poder de los griegos. Bruto vino a esta isla como Eneas fue a fundar Roma, por lo tanto no somos britanos sino brutanos.

—Brutanos, sin duda —dijo el César, y pronunció su discurso de muerte.

Cuántas veces, pensó Will, cuántas veces ha muerto César desde que murió, delante de cuántos miles de ojos. Se acodó en el alféizar, todos sus sentidos reconcentrados, escuchando. César hizo una súbita pausa teatral, un alto exagerado, fingiendo que veía al muchacho por primera vez.

—¿Quién es ese diablejo asomado a la ventana? ¿Por qué me mira con tanta fijeza?

—Es el hijo de John Shakespeare.

—¿Qué mal habré hecho yo para que me mire de ese modo? Tiene el pelo rojo como el mismo Diablo. Me aterroriza.

El gesto que hizo levantando la mano, con los dedos en garra apuntando hacia afuera, alzando las cejas y los párpados inferiores, era la viva imagen del terror. Will rió con los demás, y César se mostró ofendido, adoptando una postura digna y majestuosa: las manos extendidas sobre la mesa, los ojos bajos.

—Cantemos —dijo—, cantemos una canción alegre.

Entonó una ronda, lúgubremente, pero en voz tan baja y lenta que era imposible unirse a ella: ahora era un hombre triste, un hombre tristísimo que quería cantar. Will deslumbrado temblaba de la risa. Con una palabra, un gesto, ese hombre era capaz de crear un personaje, un personaje que conocías pero que ignorabas conocer, como si los tuviera a todos en su interior y no supiera cuál sería el próximo en asomar por un momento.

—A ver, chico, el de la ventana. ¿Sabes cantar esta canción?

—Sé —dijo Will.

—Bien, pues cántala entonces, muchacho. Esto va por tu pelo rojo. —Con un chasquido de los dedos hizo girar la moneda en dirección a Will, sin que pareciera haberla lanzado. Will esperó que cayera y cantó. La alondra y el ruiseñor. Tenía una auténtica voz de soprano, alta y poderosa, y él lo sabía. No haría mal a nadie dejando que Jenkins lo oyera; si gustaba tanto del canto como Maese Simón Hunt, su maestro del año anterior, también este año sería fácil para Will.

Estrechaba la rosa contra su pecho. Una lágrima redonda en sus ojos.

Todos guardaban silencio escuchando al muchacho que cantaba en la ventana; y César, Maese James Burbage, de la Compañía del Conde de Leicester, había vuelto a guardar en su interior sus múltiples personajes, y prestaba intensa atención, con un aire entre extático y especulativo, como un pañero que palpa con los dedos una tela de lana recién encurtida, o un maestro cervecero que observa cómo mana, de un nuevo casco, el claro brebaje.

Rosie cerró el libro, dejando un dedo en la página; Sam venía corriendo hacia ella, dejando atrás su pelota, que la siguió rebotando un par de veces, una de esas pelotas rayadas, roja y blanca, con un cielo azul y estrellas en su hemisferio norte. Sam se escondió a medias detrás de la chaise-longue de Rosie, mirando hacia la puerta lateral de la galena.

—Ahí viene —dijo.

Rosie rió:

—¿De veras?

Sam miraba fascinada cómo se abría la puerta y su tío abuelo Boney Rasmussen entraba en la galería a pasos lentos, cautelosos.

—La señora Pisky ha preparado un poco de té helado —dijo. Sostuvo la puerta abierta con la ayuda de una silla y volvió a entrar en la casa.

—¿Ves? —dijo Sam.

—Sí —dijo Rosie—. Té helado. Qué rico.

Abrazó a su hija. Sam veía a Boney como un personaje aterrador y prodigioso, un animal enorme, quizás un monstruo, cuyos movimientos había que vigilar con cautela; y entre el cual y uno mismo era mejor interponer algo, preferentemente su madre, sobre todo al comienzo de cualquier encuentro.

—Pero Boney, qué amable. Tendrías que haberme llamado, yo hubiera ido a buscarlo.

Boney entró con una bandeja, que sostenía con ambas manos, razón por la que había usado la silla para mantener la puerta abierta. La depositó sobre la gran mesa de mimbre, ofreciéndola con una mano: había un vaso alto y uno pequeño, y azúcar y limón, y un plato con barquillos.

—Apuesto a que el vaso pequeño es para ti —dijo Rosie empujando a su hija hacia adelante. Boney se alejó unos pasos mirando con aire ausente más allá de los amplios toldos de la galería. Percibía con absoluta claridad la impresión que le causaba a Sam, y tenía sumo cuidado —cosa que conmovía profundamente a Rosie— en no imponerle su presencia. Sam se acercó con cautela para tomar su vaso.

—Hermosa tarde —comentó Boney, sin dirigirse a nadie—. Quizá llueva.

Era por cierto llamativamente feo. Su cráneo oscuro y calvo estaba moteado de manchas parduzcas y recubierto de una pátina verdosa y brillante como de cuero viejo, semejante a la piel de un lagarto. Las manos, de uñas amarillentas, parecían enfundadas en guantes flojos y arrugados del mismo material, y le temblaban sin cesar, como al ritmo de su pulso. Rosie no sabía con exactitud qué edad tema, pero parecía tan viejo como era posible serio, y seguir aún andando. Y en realidad Boney andaba mucho, incluso montaba en una vieja bicicleta, por los senderos y caminos de Arcadia.

Uno de esos viejos, pensaba Rosie, que siguen adelante, aunque a ritmo lento; paciente con un mundo que se ha vuelto espeso como una melaza, y siempre difícil. Boney en bicicleta, Boney haciendo un poco de jardinería, Boney subiendo escaleras: probablemente era más penoso verlo que para él hacerlo.

Volvió hacia ella sus gruesas gafas ahumadas de azul.

—¿Qué estás leyendo?

Rosie le mostró Manzanas mordidas.

—Es divertido —dijo ella—. Pero ¿será cierto todo esto? Lo de Shakespeare, digo, eso de que escapó de su casa para convertirse en actor.

Boney sonrió. Su dentadura postiza era tan vieja como la natural de la mayoría de la gente; la porcelana estaba adelgazándose hasta volverse casi transparente en algunas partes, hasta dejar ver brillos de oro.

—Yo nunca pregunto —dijo— qué es lo cierto de sus libros. Él investigaba mucho.

—¿Lo conociste, entonces?

—¿A Sandy Kraft? Claro. Sí, Sandy y yo fuimos buenos amigos.

—¿Sandy?

—Así lo llamábamos.

Rosie observó la solapa interior de la cubierta. Allí había una fotografía de Fellowes Kraft, un hombre sin edad, de mirada amable, con una camisa abierta, la mejilla apoyada en el puño, un mechón de pelo claro cayéndole sobre la frente. ¿Treinta años atrás, cuarenta? La fecha de edición era 1941, pero la foto podía ser más antigua.

—Hum —dijo—, vivía en Stonykill.

—Cerca. Esa casa, tú sabes cuál. La compró a fines de los años treinta. Ahora es propiedad de la Fundación. Sandy estuvo con la Fundación algún tiempo, iba y venía. También tenemos sus derechos de autor, todavía rinden algo, aunque te sorprenda. —Cruzó las manos temblonas por detrás de la espalda, y miró a lo lejos—. Era un buen hombre, y yo lo echo de menos.

—¿Queda algún descendiente suyo por aquí?

—Oh no. —Boney sonrió otra vez—. Sandy no era de los que se casan, ¿sabes lo que te quiero decir? —¿Eh?—. Ah! —dijo Rosie.

—Lo que nosotros llamábamos un solterón empedernido. —Pero eso es lo que eres tú, Boney.

—Bueno —él lanzó una mirada ladina—. Según cómo lo digas significa cosas diferentes. No vayas a sembrar rumores de ese tipo sobre mi persona.

Rosie se echó a reír. Ese recato a la antigua usanza. Boney, ella lo sabía, tenía un secreto en su pasado, una pena secreta de la que ¡nunca se hablaba; algo que pudo haber sido, que debió haber sido, un terrible escándalo, pero que no fue. En esos tiempos ya no había escándalos secretos. Estaban ahí, a la vista de todos, para que todo el mundo hablara de ellos y aconsejara. Miró en dirección al ancho portón de entrada. A la sombra de los arces se hallaba estacionada la camioneta, atiborrada del equipaje que no había decidido aún desempacar. Boney la había recibido instantáneamente y sin hacer preguntas, como si ella hubiera venido simplemente a hacerle una larga visita; y la señora Pisky, su ama de llaves en el último milenio o poco menos, había tenido que conformarse con la explicación de Boney. Bueno, señora P., Rosie y Sam han venido a pasar una temporadita con nosotros, ¿qué le parece el dormitorio del ala oeste? Tiene un baño cerca y la salita. Ay, señor Rasmussen, no se han ventilado, ni nada de eso; voy a hacer un poco de limpieza. Es agradable tener gente joven en la casa ¿no? Cualesquiera que hubieran sido los pesares, pensaba Rosie, que las antiguas reticencias hubieran causado u ocultado alguna vez, también podían llegar a ser un alivio, si una no tenía una explicación que dar, si quería marcharse de casa por algún tiempo y no podía decir por qué. La señora Pisky podía ser una hipócrita, porque sin duda había echado una ojeada a las cosas que Rosie había traído a la casa, una vida disipada todavía sin purgar, hojillas de fumar en el alhajero y Sam confundida y no tan pulcra como debiera estar; pasto para la imaginación de la señora Pisky, sin duda; pero Boney, Rosie estaba segura, no sólo no decía nada sino que, en la medida en que era consecuente con su cariño, tampoco pensaba nada.

Arcadia. Qué hubiera hecho ella, pensó con humildad, si no hubiese existido Arcadia. La gran Arcadia, parda y opaca, con su galería de lajas de piedra y su chaise-longue de mimbre en donde Podía tenderse al fresco, como lo hiciera de niña, con un libro, un libro de la biblioteca, por cuyas páginas reptaban el verano y las Colinas Lejanas; ¿qué hubiera hecho? ¿Cómo se las arreglaría la gente que no tenía adonde ir, cuando necesitaba hacer algo terrible y no estaba preparada?

—¿Notaste —dijo Boney, viéndola retomar Manzanas mordidas— que Kraft usa pequeños guiones, en lugar de comillas, para indicar los diálogos?

—Sí, y eso confunde un poco, me parece.

—Bueno, yo también lo creo, dificulta la lectura. Pero ¿quieres saber por qué hace eso? Él me lo explicó en una ocasión. Me dijo que no podía pretender que los personajes históricos hubiesen dicho letra por letra lo que él les hace decir. Que en realidad ellos nunca dijeron esas cosas, me dijo. Y que con los guiones no parece tanto que la gente estuviera realmente hablando. Sandy decía: «Es más como si estuvieras soñando con lo que habrían tenido que decir de haber hecho las cosas que hicieron». —Bajó los ojos lentamente, sin moverse, para mirar a Sam, que se había acercado a él con la misma cautela—. Eso es todo —dijo con voz grave. Sam y él se miraron; ella alzando la rubia cabecita, y él inclinando su cráneo de lagarto—. Hola, Sam.

Rosie recibió el peso de su hija en su regazo, y lanzó un gruñido. Sam huía de la proximidad de Boney. Volvió las páginas de Manzanas mordidas, que se habían cerrado de golpe, para encontrar de nuevo la que estaba leyendo.

Boney, a punto de salir, con la mano ya en la puerta mosquitera, se detuvo.

—Rosie —dijo— ¿puedo preguntarte una cosa?

—Claro.

—¿Te parece que necesitarás hablar con un abogado?

—Oh, oh, Boney.

—Te lo preguntaba porque…

—No sé, creo que no por ahora.

—Cuando quieras, dímelo —dijo Boney—, y hablaré con Allan Butterman. Eso es todo.

Esbozando una pequeña sonrisa salió por la puerta, bajó los peldaños, cortos y anchos, como si fueran empinados. Sam, al ver que se iba, se levantó de golpe y partió tras de él, escabulléndose por la puerta antes de que ésta se cerrara por sus propios viejos y lentos resortes; y bajó los peldaños que también para ella eran empinados; Boney notó que Sam lo seguía pero no se dio por enterado.

La tarde se prolongaba, interminable; larga, larguísima; abogados, por favor, lo que faltaba. El joven Will volvía a casa por la calle Henley, dejaba atrás los mataderos y la cruz del mercado, y llegaba a la puerta de la casa con el corazón latiéndole al galope; iba a someter a la aprobación de su padre una invitación de James Burbage, para formar parte, como uno de los mancebos, de la compañía de cómicos del Conde de Leicester.

En el taller de guantes de la planta baja, con su eterno olor a cuero, no encontró a nadie. Subió a la estancia superior, oyendo una conversación en voz baja. El cuarto estaba casi en penumbra, los postigos cerrados a medias; y con el día de agosto centelleándole aún en los ojos, Will no pudo distinguir en un principio quién estaba de pie detrás de la silla de su padre.

Su padre se secaba los ojos con la manga; al parecer había estado llorando. Otra vez. En la puerta del fondo se hallaba su madre, de pie, las manos bajo el delantal, sin duda atribulada, pero era imposible adivinar sus pensamientos. El hombre que estaba detrás de la silla de su padre, alto, de pelo ralo, era su maestro del año anterior, Maese Simón Hunt.

—Will, Will. «—Su padre atrajo al muchacho hacia sí con un ademán de ambas manos—. Will, hijo mío, justamente estábamos hablando de ti.

Todos lo miraban. En la vieja y ahumada oscuridad, los ojos de todos le parecieron ascuas. Y Will sintió un estremecimiento de aprensión que le heló el sudor en la nuca. No se acercó a su padre.

—Will, aquí está Maese Hunt. Hemos orado juntos largamente. Por ti, por todos nosotros. Will, Maese Hunt parte de viaje, mañana al amanecer.

Will no dijo nada. Con frecuencia, en los últimos tiempos había encontrado a Hunt, el maestro de escuela, con su padre, y a su padre llorando. Hunt y él hablaban en voz baja sobre la antigua religión, y sobre la triste situación del mundo hoy en día, y aseguraban que nada podría marchar bien hasta que la verdadera religión volviera a imperar una vez más en esta tierra. También a él, Will, Hunt lo había llevado aparte muchas veces, y le había hablado en voz baja y vehemente; y Will, paralizado de extrañeza, había escuchado y asentido cuando le parecía necesario, comprendiendo bien poco lo que se le decía, pero sintiendo la vehemencia de Hunt como un contacto físico que quería esquivar.

—Voy a partir por mar, Will —dijo Maese Hunt—, a conocer otra tierras y a servir a Dios. ¿No es maravilloso?

—¿A dónde os marcháis? —preguntó Will.

—A los Países Bajos. A una universidad muy famosa, donde hay hombres ilustrados y piadosos. Y valientes además. Servidores de Dios.

¿Por qué estaban hablándole de esa manera, como si fuera un bebé, un niño a quien quisieran conquistar para algo? Sólo su madre había guardado silencio. Permanecía tiesa junto a la puerta, mitad dentro y mitad fuera de la estancia, como lo hacía cuando su esposo reprendía o castigaba a sus hijos, sin atreverse a interceder en favor de ellos, y sin querer, no obstante, participar del castigo. Ellos esperaban que hablase, Hunt esperaba, pero él no tenía nada que decir excepto su novedad, que no podía comunicar ahora: eso lo sabía.

—Ven, hijo, ven.

Las lágrimas se agolpaban en la voz de su padre. Will, reticente, fue hacia él; Hunt asintió solemnemente, como si aquello fuera en efecto lo que correspondía hacer. Su padre lo tomó en sus brazos y le palmeó la espalda.

—Quiero decirte algo. He decidido, Maese Hunt y yo hemos decidido, con la ayuda de Dios, que mañana viajarás con él al extranjero, allende los mares. Escúchame, escucha.

Porque Will había comenzado a retroceder, pero su padre no lo soltaba. Un horror comenzaba a crecer en su corazón; querían entregarlo a Hunt, una educación interminable, la voz y el tacto de Hunt por siempre. No.

—Oh hijo mío, oh hijo mío. Tú tienes buena cabeza, tienes muy buena cabeza, mejor cabeza que yo. Reflexiona, reflexiona. Allí encontrarás sabiduría, una sabiduría sagrada que no puedes tener aquí. Escucha, Will: es un tesoro en donde buscar las razones del mundo. Escucha; tú eres un buen hijo, un buen hijo.

Aprisionado en los brazos de su padre, una calma misteriosa se había adueñado de Will; una astucia que casi parecía no pertenecerle, un susurro en su oído, que lo sosegaba; y su padre, al percibirlo lo soltó de su abrazo. Y tomándolo por los hombros lo retuvo frente a él, en tanto sus ojos húmedos le escrutaban el rostro.

—Buen muchacho, muchacho valiente. ¿No dices nada?

—Haré vuestra voluntad, padre.

Las lágrimas manaron a borbotones de los ojos de su padre, Will se aconsejó a sí mismo: di que sí, sí, sólo sí. Su madre se cubrió: el rostro con el delantal.

—Fue preciso guardar el secreto —dijo Hunt—. Así tenía que ser. No podíamos decírtelo hasta el último momento, por temor a los poderes de este mundo.

—Sí.

Se arrodilló a los pies de Will y lo miró a los ojos.

—Una aventura, muchacho. Partir en secreto, con las primeras luces del alba. Yo seré el caballero y tú mi paje. Y combatiremos con cada diablo que el mundo nos presente, porque el mundo está plagado de ellos hoy en día.

—Sí.

Su sonrisa era de algún modo peor aún que su rostro solemne. El rostro de Will sonrió a su vez.

—Habrá cantos allá. Habrá cantos, cantos como tú jamás has oído, y representaciones, e iglesias repletas de maravillas, creadas en alabanza de Dios. Maravillosas como las de cualquier libro. No como esta tierra ensombrecida donde se abomina de la belleza y la alegoría. Y la verdad, Will, la verdad que es preciso conocer.

Will retrocedió un paso.

—¿Al alba? —preguntó.

—Sí —dijo Hunt—. Yo me marcharé ahora para prepararlo todo. Lleva poco equipaje, se te proveerá de todo.

Se levantó otra vez, ansioso y vehemente, con su rostro habitual, y se sentó a la mesa, donde Will vio ahora que se contaba dinero de una faltriquera de piel. Hunt y su padre, juntaron las cabezas.

—Habrá alojamiento en Londres —dijo Hunt—. Mi amigo providente; está al tanto de esto. Pero la chalana que nos llevará de allí a Greenwich habrá que contratarla…

Volvieron la cabeza a un mismo tiempo, como un solo hombre, para observar a Will, que se alejaba unos pasos más.

—Iré a prepararme —dijo.

—Hazlo —dijo Hunt con un guiño—. Ya volveré a eso de la medianoche. ¿No vas a dormir?

—No.

—Ve con él, ve con él —dijo John Shakespeare a su esposa—. Ve con él.

Pero Will, antes de que llegara su madre, ya había subido» su buharda y trancó la puerta antes de que su madre pudiera dar alcance.

Un abismo inmenso se había abierto en el mundo, y él de pronto se había encontrado en el borde. En la orilla opuesta estaban su padre y Hunt, pidiéndole que lo saltara; y su madre, que le pedía que fuera hacia ella. Pero él no podía. No podía sentir nada más que el peligro, un peligro inminente; sólo podía pensar veloz y serenamente cómo abandonarlos y salvarse; y la mente le chirriaba como los engranajes de un reloj a punto de dar las campanadas.

—¿Will? —dijo su madre en voz baja. Will no respondió. Sacó papel de un nicho secreto que había en la pared (amaba el papel y guardaba trozos limpios cuando los encontraba) y tomó un pequeño cuerno de tinta. Las manos le temblaban al ritmo del corazón, y sólo por un acto de la voluntad consiguió sosegarlas. Apoyó el papel sobre el antepecho de la diminuta ventana, y a su luz empezó a escribir; estropeó una hoja, y empezó otra, ya más sereno, las palabras volando a la lengua de su mente como si su padre estuviese pronunciándolas de verdad: o, si no su propio padre, algún padre, un padre creíble, un padre cuya voz él podía escuchar con claridad.

Apenas se hizo de noche, llevó el atado de camisas y calzas que su madre le había preparado, y el pequeño monedero que le había dado su padre, y el nuevo par de guantes de cabrito que él mismo se había confeccionado todo arriba a su cuarto; para meditar y rezar allí, dijo, y esperar a Maese Hunt. Y cuando le pareció que su hermano y su hermana estaban ya profundamente dormidos, y su padre, abajo, con su vino, salió por la ventana y bajó por el costado de la casa, gracias a un artilugio que tiempo atrás había ideado para escapar en las noches de verano como ésta.

Maese James Burbage tenía gran prisa por salir del poblado.

Uno de los miembros de su compañía se había enzarzado en una riña con un mozo del lugar, por un poco de dinero o una ramera; el otro, el bribonzuelo, había llevado la peor parte, y ahora podía morir. Burbage, furioso con su muchacho, no tenía sin embargo la intención de esperar el fallo de la justicia local y que lo multaran o algo peor; y a las diez de la noche, mientras estaba esperando que ataran al carretón con las correas las últimas piezas de utilería para partir a la luz de la luna, Will lo sobresaltó hasta el punto de hacerlo gritar, acercándose a él con paso furtivo y tironeándole de la manga.

¿Dio crédito a la nota que el muchacho le entregó? Firmada, y refrendada por un tal Maese Simón Hunt. Confiando en que tratará a mi hijo, el susodicho William, de buena fe y honestamente, y le enseñará el oficio, el negocio y las artes del actor, en la compañía de mi señor de Leicester. Mi hijo bienamado, cuya persona y fortuna confío al mentado Maese Burbage. No se mencionaba paga alguna; Burbage nunca había conocido ni conocería jamás al tal señor Shakespeare; en la oscuridad el rostro del pelirrojo era una máscara, una máscara que decía he hecho lo que se requería de mí y heme aquí preparado. No, Maese Burbage no lo creyó, ni por un instante, ni tampoco creyó en la cara del muchacho. Pero pensó que un magistrado, llegado el caso, lo creería; o que, de todos modos, perdonaría a Burbage por haberlo creído; y llevaba mucha prisa; y el tunante tenía voz de ángel.

—Sube, entonces —dijo, dándole a Will un empujón que no era nada comparado con el ímpetu que le había dado al enardecido corazón del muchacho—. Sube al pescante. No, no, en el pescante no, métete ahí abajo, bien acurrucado. Así. Bien, joven Maese Shakespeare, aprendiz de cómico, te quedarás en ese lugar hasta que hayamos pasado el puente de Clopton, e incluso más allá. Y ahora: ¡arre! ¡arre!

Y la pequeña caravana con Maese Burbage en el pescante, y el resto de los miembros de la compañía encaramados a los carretones, o montados de a dos en los caballos, o caminando a la zaga, e intercambiando canciones y parlamentos, amén de una bota de cuero, salió de Stratford, cruzó el puente de Clopton, y enfiló rumbo al sur, tomando la carretera de Londres; y Will, acurrucado en el carretón, haciendo girar entre sus dedos una moneda de una corona, prestaba oídos (mientras las orejas parecían crecerle, enormes como campanas) a las conversaciones y a la noche, con el corazón resistiéndose a dejar de ladral galope.

La nota que dejara a su padre decía que se había marchado a Bristol para engancharse en algún barco, hacerse a la mar con destino al Nuevo Mundo, y labrar en él fortuna, o perecer en la empresa.

—Teléfono —dijo la señora Pisky asomando la cabeza por la venena de la galería—. Teléfono para usted.

Rosie cerró el libro, con un dedo marcando la página. Esforzándose por mantener la calma, se levantó de la silla.

—Gracias —dijo. Suspiró, qué fastidio, pero en realidad era para exhalar esa oscuridad repentina que la había invadido; y en el mismo momento, sobre el parque y la galería; qué era eso; ah, las nubes espesas que durante tantas horas habían estado haciendo tiempo en los alrededores se cernían al fin sobre la casa. Y además empezaba a levantarse viento. Mientras la casa se oscurecía rápidamente, Rosie siguió a la señora Pisky hasta el teléfono.

—Hola.

—Hola, Rosie.

—Hola, Mike.

Una pausa más bien prolongada, y Rosie supo que de ahora en adelante, tal vez no para siempre, pero por un tiempo que de todos modos no cambiaría la situación, todas sus conversaciones comenzarían con un silencio.

—Para empezar —dijo Mike—. Para empezar has dejado aquí los pañales de noche de Sam. Tres cajas.

—Oh.

—¿Quieres venir a buscarlos?

—Me parece que todavía tengo un par por aquí. En el bolso de viaje.

Otro silencio. Él «para empezar» había sentado una protesta que Rosie estaba dispuesta a dejarle proseguir. Si él tenía una lista de reclamos, ella podría responder a cada uno a medida que aparecieran.

—También he encontrado —dijo él, con la voz del arqueólogo paciente que estuviera tratando de identificar los detritos que ella había dejado— algo que parece el espejo retrovisor de la camioneta.

—Ah, sí, pensaba pegarlo, pero no pude encontrar el Epoxy.

—¿El Epoxy?

—Eso fue lo que usó Gene. Sólo que quizá no puso suficiente. Yo creía que quedaba un poco en la caja de herramientas. Pero no. Él se echó a reír.

—Bueno, mientras esté aquí no va a servirte de mucho. Ella no hizo ningún comentario, eso no formaba parte de la lista. Siguió esperando. Lo oyó suspirar, un suspiro introductorio, como si se dispusiera a ir al grano.

—¿Quieres decirme —prosiguió— cuáles son tus planes, si es que los tienes?

—Bueno —dijo ella. Alzó la vista; la señora Pisky estaba atareada con algo, o fingía estarlo, en la despensa contigua al comedor. Rosie podía ver su gran oreja pendular.

—¿Quieres decirme de una vez por todas…?

—Bueno, por ahora no hay nada que decir, Mike —dijo ella en voz baja—. No ahora, quiero decir, esta misma tarde. —Escuchó una especie de bufido del otro lado, que podía implicar un paciente meneo de cabeza o quizá gesto de impaciencia—. Quiero decir…

Se te avisó, y nada de esto es una sorpresa, eso, eso era lo que ella quería decir. La capacidad de Mike para reiniciar las antiguas conversaciones, las viejas negociaciones a partir de cero, era en verdad inagotable. Probablemente era la consecuencia de tener que hacerlo siempre en las terapias. Él parecía florecer en ese regodeo, en tanto Rosie languidecía, se enmarañaba y quedaba sin habla, incapaz de terminar una frase.

—¿Quieres decir…? —Mike esperó.

A Rosie le pareció que él cambiaba el teléfono de oreja, y que se acomodaba mejor. Conocía tan bien todo esto, Mike esperaba paciente, generoso, exudando lo que Rosie llamaba la Nube de Poder. Y mientras la veía, la nube se disipó y Rosie supo que estaba fuera y más allá de esa nube, y que el hecho de estar fuera y más allá era la razón por la cual se hallaba ahora en Arcadia y no en Stonykill.

—Quiero decir que no tengo nada que decir…

—Mm. Humm…

Rosie notó que el dedo del corazón, que había dejado apretando las páginas del libro, se le había dormido entre ellas. Lo liberó. Un trueno retumbó largo y suave, como un suspiro de alivio. Soltó el libro, que se cerró de golpe, sobre la mesa. Apoyó la mano sobre la Página de la portada.

—Bueno ¿qué estás haciendo? —dijo él, una nueva táctica.

—Leyendo.

—¿Qué?

—Un libro.

Debajo del título estaba la cita de la cual éste provenía: Estos son los jóvenes que alborotan en el tablado y riñen por manzanas mordidas, de Enrique VIII.

—Rosie, creo que merezco siquiera un poquito de franqueza. Supongo que crees que no soy capaz de imaginar lo que sientes, pero…

—Oh, Michael. Por favor, habla normalmente. —Durante el silencio que siguió, tomó una decisión—. Sucede que, simplemente, no tengo nada que decir, nada que pueda decirte. En serio, si tú realmente quieres hablar de esto ahora mismo, pues, bueno, puedes llamar a Allan Butterman.

—¿A quién?

—A Allan Butterman. Es un abogado.

La casa se había oscurecido como si fuera de noche. Hubo un retumbar de truenos, más imperioso; en la despensa, la señora Pisky chasqueó la lengua y encendió la luz.

—Su número de teléfono está en la guía; supongo.

Grandes masas de aire húmedo y caliente erraban por las habitaciones; la señora Pisky, nerviosa, iba y venía por el comedor, cerrando las ventanas, cuyas ligeras cortinas de verano se agitaban como manos alarmadas.

—Escucha, Mike, está empezando a llover, tengo que ir en busca de Sam. Adiós.

Cortó.

Echó una ojeada a su reloj. El bufete del abogado estaría cerrado ahora; llamaría a primera hora de la mañana, antes de que lo hiciera Mike. Si lo hacía.

Todo anda bien, todo anda bien, se dijo a sí misma, sintiéndose tranquila salvo por el horrible nudo en la garganta. Está todo bien. Porque sólo el supongo-que-crees, las grandes palabras huecas, ya no podían darse entre ellos sin lastimar; cada palabra ordinaria llevaba un lastre demasiado terrible para ser pronunciada. Pañal, camioneta, casa, caja de herramientas. Sam. Nosotros.

Así que podía hablar con Allan Butterman, a quien no le importaría.

Salió a la galería. Nubes grises y rizadas se desplazaban, veloces, por encima del valle. Los árboles, tironeados por el viento, perdían sus hojas como si fuera otoño. Del otro lado del parque, Sam corría, el rostro despavorido y el pelo sacudido por el viento, y Boney iba detrás arrastrando los pies, empujando el cochecito. Hojas secas, acribilladas por los insectos, giraban en remolino en torno de los dos.

Llévate todo, oró Rosie; llévate el verano, trae el clima duro y transparente. Se había hastiado del verano. Quería un fuego encendido, quería dormir debajo de mantas, quería pasear con suéters bajo los árboles desnudos, clara, limpia y fría por dentro y por fuera.