Tres

Al igual que todos los libros de Fellowes Kraft, la breve autobiografía que Boney le había dado a leer a Rosie traía un epígrafe. Esta vez era una cita de Trabajos de amar perdidos:

¡Bienvenida la amarga copa de la prosperidad!

quizá la aflicción vuelva algún día a sonreímos;

pero hasta entonces

ten paciencia, tristeza.

Lo cual, si se pensaba en lo que en realidad decía, parecía mas bien una especie de juego de palabras; aunque tal vez, pensó Rosie, fuera la fuente mas que la cita misma lo significativo, porque un tema importante en el libro era la búsqueda del Amigo Ideal y los sucesivos desengaños, traiciones, perjurios y rupturas que la búsqueda había entrañado, todo ello descrito no obstante con tanta delicadeza que Rosie se preguntó si acaso Kraft habría ignorado su verdadera naturaleza, y si en verdad buscaría, en plena inocencia, tan sólo un amigo, y si la malpensada era ella.

Si era ambiguo al hablar del Amigo Ideal, era en cambio franco en materia de regalías y del negocio literario. Daba un detall minucioso de cuánto dinero le había reportado cada libro, lo cu a Rosie le resultó esclarecedor; lo suficiente para subsistir, al parecer, pero no para vivir con holgura. También había dinero de la familia, aunque Kraft se mostraba un poco más reservado a ese respecto; y estaba además, la Fundación. Ciertamente, con los derechos de autor no habría podido comprar la casa de Stonykill, ni costear la agitada vida que llevaba, los viajes que narraba y emprendía sin descanso, siempre lleno de esperanza, iluminados por el arte o la arquitectura que descubría a su paso, pero que siempre le dejaban un amargo sabor de cenizas: y eso a causa de los Amigos, pensó Rosie, Nikos y Antonio y el Barón y Cyril y Helmut. Insertas en el libro, había fotografías borrosas de uno o dos de estos hombres, en marcos impresos con nombre, lugar y fecha; en realidad, aparte del antiguo retrato de una mujer alegre y aniñada, con una capelina y un vestido de verano —su madre—, aquéllas eran todas las ilustraciones.

No, una más: Kraft y otros dos hombres jóvenes, en una suerte de camión en un camino de montaña, con un castillo de libro de cuentos blanco y desvaído a lo lejos, valle abajo. Kraft y quienesquiera que fuesen esos otros vestían ropas rústicas, pantalones cortos de cuero y suéters. Al pie, una nota que intrigó a Rosie: De expedición por las Montañas Gigantes, 1935. No había encontrado en el texto nada que aludiera a esa expedición, y ella no tenía ni la más remota idea de dónde podían quedar las Montañas Gigantes. El país de las hadas, quizás.

Aunque, a decir verdad, no estaba leyéndolo en secuencia natural. Lo tenía encima de su escritorio (una mesa de juego que había instalado en un rincón del estudio de Boney, donde trabajaba), y lo abría al azar de tanto en tanto cada vez que el trabajo la aburría o no sabía cómo continuar; el hecho de leerlo o simplemente de mirarlo, le parecía lo bastante relacionado con su tarea como para llenar los huecos de un día de trabajo. Lo estaba leyendo una mañana de fines de mayo, aunque no era un día laborable sino un sábado, sentada en la silla de Boney, con los pies cruzados sobre el escritorio. Boney en cambio estaba en el parque, encorvado sobre una pelota de cróquet, empuñando un mazo. Césped de un verde intenso, orgullo de viejos jardineros, pelota y mazo a franjas azules. Rosie podía verlo cuando alzaba los ojos del libro: practicando.

«Nuestros nidos, por muy hermosos que los hagamos serán nidos vacíos», leyó; y Rosie creyó saber a quiénes se refería ese nosotros. «Inevitablemente, seremos solitarios, como pelotas que, lanzadas a través de un vasto prado, chocan con otras de tanto en tanto, y son chocadas por ellas. Debemos celebrar esos choques, y conservar alto nuestro valor y nuestro ánimo; y no olvidar a aquellos a quiénes hemos amado, no, y orar porque nuestras remembranzas nos sean recompensadas con un lugar, por poco visitado que sea, en sus corazones».

Hum. Rosie se dio cuenta de pronto de que, hoy en día, todo el mundo, no, muchas personas vivían como había vivido Kraft, como habían vivido siempre los homosexuales; colisiones breves, azarosas, entre amantes a quienes no había forma de retener, salvo por el tiempo que pudieras conservar sus manos entre las tuyas. Y después ¿qué? Después, recordarlos, y mantenerse en contacto: amigos. Tal vez hubiera una enseñanza en ello, o una insinuación: la manera de no acabar con las manos totalmente vacías, si ésa era la forma en que uno tenía que vivir.

Dejó pasar entre los dedos, hasta las finales, las cremosas páginas del libro. En el parque, Boney balanceó hábilmente el mazo, como un péndulo, delante de él, y enderezó las encorvadas rodillas. Sam, encantada, correteando a través del césped, interceptó la carrera de la pelota que Boney había echado a rodar. Boney levantó un dedo admonitor, Sam, pelota en mano, alzó los ojos para escuchar, pero al fin decidió llevársela de todos modos, chillando de contento.

«En Venecia, en la bóveda de la iglesia de San Pantalón, se encuentra una de las obras de arte más extraordinarias que he visto en mi vida. Es una pintura barroca, ejecutada en perspectiva trompe l’oeil, por un tal Fumiani, de cuya existencia no he podido encontrar ningún otro rastro. La obra ocupa todo el techo y sus artesones, como si fuera una enorme pintura de caballete; ha de narrar sin duda la historia del santo, aunque cuál es esa historia nunca lo he sabido. Pese al convincente salto hacia arriba de la perspectiva, no posee la evanescente ligereza de un Tiépolo; tiene un claroscuro alucinante, y los personajes nítidos y sólidamente modelados, los pilares, los tramos de escaleras, los tronos, trípodes, y el humo del incienso son tan reales que su magnitud y el rápido alejamiento del observador es vertiginoso. Lo más sorprendente de todo es que, si se exceptúa una legión de ángeles, en el centro, no hay en ella ningún significado obviamente religioso: ni Virgen ni Cristo, ni Dios ni Paloma, ni cruz ni aureolas, nada. Nada más que esas enormes figuras antiguas, asociadas en una historia más que narrando la historia; meditando, juzgando, esperando, viendo, solas. La legión de ángeles asciende no hacia una divinidad, sino hacia un centro vacío, un cielo de nubes blancas.

»Poco antes de acabar esta inmensa obra, Fumiani, al parecer, se cayó del andamio y se mató. Imaginadlo.

»Vi por primera vez la cúpula de San Pantalón (¿San Pantalón? ¿La iglesia del viejo loco?) en 1930, cuando estaba en Europa escribiendo mi primer libro, El Viaje de Bruno. He vuelto a Venecia muchas veces desde entonces, y ese techo de Fumiani ha sido una de las cosas que me ha incitado a volver. Si pudiera —si no tuviera la sensación de que la tinta de esta vieja Waterman empieza a secarse— intentaría un libro más, un libro semejante a ese techo; un libro compuesto de grupos ambiguos pero claros, grandes soledades que miran y desvían la mirada; un libro solemne, y sombríamente brillante y jubiloso en su realización; como es jubiloso ese techo en el inmenso truco de su perspectiva; un libro vacío, e infinito en su centro. Un libro que cerrara el ciclo de mi vida como Bruno lo abriera. Un libro que, antes de terminarlo, pudiera morirme».

Rosie se estremeció al leer esta fiase. Ella sabía sin embargo que esos pensamientos macabros habían sido un tanto prematuros; después de estas memorias había escrito por lo menos un libro más, ¿Bajo el signo de Saturno o Anochece en la llanura? Ella lo había leído, y no parecía muy distinto de los otros; uno más. Estas memorias, pensó, habían sido escritas más cerca del umbral de la vejez que de la sombra de la muerte.

Sin embargo, al parecer, nunca había encontrado el Amigo Ideal; los trabajos de amor, perdidos.

Cerró el libro y bajó los pies del escritorio. No era un día laborable, pero tenía montones de cosas que hacer; porque era el día del torneo estival de cróquet y de inauguración de la temporada, un acontecimiento social de singular relieve, y aquí, en Arcadia, en el parque detrás del estudio, se jugaba hoy el primer partido.

No acudirían todos los jugadores de primera línea; algunos eran veraneantes que aún no habían abierto sus casas, otros estatuí ocupados plantando sus tomates. Rosie suponía que Beau y los otros vendrían. Allan Butterman había sido invitado. Esperaba que también fuera Spofford, a quien ella no veía oficialmente desde hacía un tiempo y que tenía (eso había dicho él) un proyecto para discutir con ella y con Boney.

Un proyecto. Se ajustó los cordones de las zapatillas y, aunque sabía que no era correcto hacer eso, abrió el ventanal y saltó por encima del alféizar al parque llamando a su hija para el almuerzo.

Tampoco Pierce había visto mucho a Spofford desde su llegada, en esta época del año Spofford estaba ocupado con su tierra, y tenía pocas razones para bajar a las Jambas. Y Pierce se las apañaba solo, consciente ya de que, como recién llegado, era objeto de cierto interés.

Había entablado una buena relación con Beau y con las mujeres de su casa, y en la casa de Beau había conocido, entre otros, a Val; por lo demás parecía probable que pronto contaría en este pueblecito con un círculo de relaciones más amplio que el que jamás tuviera en la gran ciudad, donde a la larga había llegado a convertirse en una especie de recluso, y del cual, de todos modos, la mayor parte de las personas que le interesaban habían escapado una por una, como a la larga lo hiciera también él.

Como lo hiciera también él. Un sábado estaba sentado en un sillón mullido junto a su ventana abierta, aspirando la fragancia de las lilas (las pesadas ramas cargadas de flores de un arbusto grande y añoso caían a plomo sobre la cerca de madera y alambre que separaba el terreno de su edificio del de sus vecinos) y escuchando el canto de los pájaros. Mientras esperaba que Val lo llamase desde la puerta, porque iría con ella y Beau a jugar nada menos que al cróquet, escribía en su registro:

«La persistencia del pensamiento mágico en este vecindario es extraordinaria. Mi vecino Beau me explicaba ayer todo lo concerniente a los distintos caracteres planetarios que pueden tener las personas; mercurial, jovial, saturnino, marcial, etc. Y cómo atraer las influencias planetarias benéficas a fin de contrarrestar las maléficas. Talismanes. Sellos. Y no lo está obteniendo de ninguna búsqueda erudita, de ningún libro antiguo, le es naturalmente accesible. Son sin embargo las mismas fórmulas que por sus propios medios elaboró Marcilio Reino quinientos años atrás. ¿Cómo?».

Se puso el lápiz entre los dientes como la daga de un pirata y se levantó con esfuerzo; fue a la estantería de la izquierda, buscó entre los libros, sacó uno y lo fue hojeando mientras se dejaba caer de nuevo en el sillón.

«Val —escribió— es nuestra astróloga, y al parecer un personaje sumamente importante en estos aledaños, como debió de serlo el médico-astrólogo o la mujer experta en hechizos y otras artes en cualquier aldea isabelina. El otro día, estuvo explicando en La Cueva de las Roscarlas cualidades o los contenidos de las doce casas del Horóscopo. Yo le pregunté cómo había llegado a las descripciones que posee; no tenía ninguna respuesta; ha estudiado, dice, pero lo que ha estudiado parece ser más que nada revistas; y ha meditado y sentido —experiencia, dice ella, más que cualquier otra cosa—; pero he aquí que sus descripciones coinciden con las de Robert Fludd en su Astrología de alrededor de 1620».

Abrió el libro que había puesto en el brazo del sillón para copiar de él.

«Val dice que Vita es la vida, la personalidad psicológica y física. Fludd dice: vida, personalidad, aspecto físico, e infancia. Lucrumes posesiones, dinero, ocupaciones, dice Val; Fludd dice bienes, riquezas y casa (pero Val dice que también es inicios, primeros pasos, lo que uno hace con lo que recibe en Vita). Fratres, dice Val, no significa tan sólo hermanos y hermanas, significa relaciones familiares y comunicaciones de toda especie; y más aún, también es amistad: tu círculo, en fin. Fludd dice —había perdido el renglón y tuvo que buscarlo— hermanos y hermanas, amistad, fe, y religión, y viajes».

Bueno, tal vez no tan exactamente idénticos como él había imaginado. ¿Cómo era que entraban los viajes bajo Fratres? Siguiendo la lista, Pietas, en la casa novena, figuraba como «travesía» en la descripción de Fludd. ¿Había alguna diferencia entre «viajes» y «travesías»? Mors, la casa ocho, había dicho Val, no es tan sólo muerte, es llegar a ver la vida desde la perspectiva más vasta, la perspectiva cósmica. La descripción de Fludd decía: «muerte, trabajo, tristeza, enfermedades heredadas, años postreros». En general las descripciones de Val eran más simpáticas que las del mago del siglo XVII, más meliorativas, siempre concibiendo las dificultades y los obstáculos como crecimiento y lucha en un plano más elevado.

Pero ¿por qué, al fin y al cabo, las casas tenían esas características y no otras? ¿Y por qué en ese orden? Val podía explicarlas como una serie, una expansión acumulativa a partir de la infancia y de las preocupaciones personales, a través de la socialización y la familia, hacia la conciencia cósmica, una historia en doce capítulos: pero no era eso lo que Pierce preguntaba. Cualquier secuencia de doce nociones podía, probablemente, ser interpretada de manera satisfactoria, sobre todo de ese modo esotérico, anagógico; pero eso no las explicaba. Se lo había preguntado a Val en La Cueva de las Roscas: ¿por qué la Muerte aparece en la casa octava y no en la última? ¿Por qué la octava y no la séptima o la novena? ¿Y Lucrurn merecía en verdad su sitio inmediatamente después de Vita? ¿Y por qué las doce culminaban no en la expansión más sublime, o en el más tenebroso de los finales, sino en Carcer, la Prisión?

Beau Brachman había estado escuchando aquella discusión con una sonrisita irónica, como quien sabe más y calla, mientras Pierce hacía preguntas y Val formulaba nociones riéndose de su propia torpeza para hilvanar razonamientos lógicos.

Carcer —dijo Val—, sufrimiento. ¿Sí? Y miedo y restricción; pero el destino individual es ver, y llegar a ver eso.

—¿Ver qué?

—Que tu destino individual, en este momento, es algo que tienes que abandonar, del que tienes que salir en la muerte para unirte con el universo. Es comprender eso. —Miró a Beau—. ¿Correcto?

Pero Beau no decía nada, tan sólo sonreía, y Pierce había empezado a sospechar que esa sonrisa no era más que la forma de su boca, la curva de sus delicados labios de sátiro, nada que reflejase su mirada o su pensamiento.

En fin, ¿y qué era lo que ponía Fludd en la última casa? «Enemigos ocultos, impostores, personas celosas, malos pensamientos, grandes animales».

¿Grandes animales?

Pierce tuvo una inspiración súbita. Se abrió de golpe en su mente como un capullo, y al instante comenzó a echar pétalos, a desplegarse como una flor en cámara lenta, mientras buscaba a tientas el lápiz que había dejado sobre la mesa.

«Organiza el libro de acuerdo con las doce casas —escribió—, cada casa un capítulo o una secuencia. En algún momento cuenta la historia de cómo surgieron las doce casas, de cómo su significado fue cambiando con el correr del tiempo, pero reserva esto para más tarde; deja que el lector medite, ¿Vita? ¿Lucrum? ¿Qué es todo eso?, etc.». Oyó que abajo alguien abría la puerta de entrada. «En Vita, narra cómo llegaste a esta investigación. Barr. Infancia. Etc.».

—Hola, guapo. —La voz ronca de Val llegó desde el pie de la escalera.

—Está bien, ya voy.

Su lápiz revoloteó por encima de la página. Lucrum, hum. Pero Fratres la compañía de pensadores, historiadores, magos, entonces y ahora. Y el viaje de Bruno. Se levantó, dejando a un lado el diario pero todavía escribiendo.

En Mors, a las tres cuartas partes del camino, Bruno sería quemado. Pero después su legado —Ægypto, la infinitud— se expandiría a través de Pietas, Regnum, Benefacta.

Carcer al final. Carcer. Los nueve años de Bruno en una celda pequeña como el baño de Pierce. Nueve años para retractarse, y nunca lo hizo.

¿Por qué al final nos encarcelan?

Bajó unos peldaños, taconeando, volvió a subir para buscar su tabaco, cerillas, las gafas de sol que había adquirido en Bella Vista el verano anterior. Y volvió a salir y bajar hasta donde Val, los brazos en jarras, lo esperaba con simulada impaciencia. No echó llave a la puerta, no la había cerrado con llave desde que llegara a este pueblecito; en un instante había roto con diez años de hábitos urbanos como si nunca hubiese vivido en la ciudad y ya nunca más fuera a recuperarlos.

Como algunas partidas del torneo estival de cróquet se disputaban en los patios traseros de las casas de campo del norte, rocosos, llenos de tocones y juguetes extraviados, el juego había adquirido un carácter especial, y hasta algunas reglas propias; una especie de cróquet de obstáculos en el que algunos jugadores descollaban, Spofford entre ellos. Pero en la mesa de billar que era el parque de Arcadia, el cróquet se jugaba de acuerdo con una geometría más estricta; los participantes eran en general personas de cierta edad y los jugadores más jóvenes se sentían un poco intimidados por la albura del atuendo de Boney, por la jarra de limonada y la bandeja de plata con galletitas que llevaba la señora Pisky, Pierce, apeándose del escarabajo de Val, y viendo la partida más allá de los rosales ya en su apogeo, aperaba casi que le pondrían en las manos un flamenco, para que hiciera rodar erizos bajo los arcos de un juego de naipes.

Rosie Rasmussen lo vio cruzar el parque en compañía de Beau y de Val, un hombre alto y feo que vestía una camisa de punto y sostenía con extraña delicadeza la diminuta colilla de un cigarrillo. Sabía quién era porque Spofford y Val se lo habían descrito, pero era la primera vez que lo veía; el hombre nuevo del condado.

Y Pierce la vio a ella, adoptando una pose, mazo en mano, ofreciéndole a él, a Beau, y a Val, el parque en derredor, las flores y el día. Una mujer alta y esbelta, jovial, con una mata de rizado pelo rojo y ese upo de facciones bien delineadas, un tanto caballunas, que le permitirían conservar muchos años su lozaníajuvenil. No su tipo, sin embargo. La vio cargar el mazo al hombro y cruzar el parque en dirección a él. Un súbito estallido de risas y apenadas protestas entre los jugadores vestidos de blanco, ya cercanos al poste; Val soltó su risotada festiva; Rosie y Pierce se estrecharon la mano.

—Hola. Yo soy Rosie Rasmussen.

—Pierce Moffett.

—Eso es —dijo ella, como si él hubiese acertado al decir su nombre—. Bienvenido a las Lejanas.

Val saludó con un hola a las personas que conocía, y en seguida empezó a cuchichear al oído de Beau sus historias. Rosie señaló el campo de cróquet.

—¿Juegas a esto? —le preguntó.

—Hum —respondió él—, bueno he jugado una o dos veces. Ni siquiera estoy seguro de conocer las reglas.

—Yo te enseñaré —dijo Rosie—. No pueden ser más simples.

Caminaron en dirección al poste. Pierce alzó los ojos hacia las grises alturas de Arcadia, los aleros profundos y excesivamente ornamentados y la amplia terraza, con su mobiliario de mimbre haciendo juego. Había, sabía él, muchas casas viejas de esa misma edad y de esas dimensiones, acurrucadas en las colinas y los valles de las Lejanas, residencias de verano finiseculares, modestas en aquel entonces, hoy en día fabulosas. El verano anterior, durante un paseo, Spofford le había señalado en algún lugar el camino que conducía a una casa grande que pertenecía dijo al tío de su Rosie. En algún lugar. Con el tiempo, pensó Pierce, la geografía del condado acabaría por acomodarse en su mente, con sus arcos, sus postes, los senderos que la entrecruzaban.

—Así que fue Spofford quien te indujo a venir a vivir aquí, ¿no? —preguntó Rosie.

—Algo así —dijo Pierce—. En gran parte. Y la suerte. ¿Conoces a Spofford?

—Y muy bien —dijo ella, sonriendo, bajando los ojos hacia la pelota que estaba golpeteando para ponerla en su lugar—. ¿Y qué tal te sabe la nueva vida?

Pierce, con las suaves brisas de mayo en el pelo y la camisa, con las colinas verde chartreuse y las cambiantes nubes a la vista, pensó un momento antes de responder.

—Te diré una cosa —dijo—. Si yo hubiera formulado tres deseos pensaría que uno de ellos me ha sido otorgado, el de haberme traído a este lugar, el de haberme sacado de la ciudad.

Rosie se rió de la tonta extravagancia de la idea.

—Bueno, pero te quedan dos más.

—De ésos —dijo Pierce—, yo sé cómo ocuparme.

—¿Estás seguro?

—Claro que sí. —Le resumió brevemente sus teorías y conclusiones en materia de deseos, los preparativos que había hecho, las trampas que había previsto.

—Caramba, lo tienes todo bien calculado.

—Por supuesto —dijo Pierce—. Hay que estar preparado.

—¿Y qué te hace pensar que necesitas prepararte? Quiero decir, ¿qué vas a hacer para obtener esos deseos?

—No estoy seguro de que haya que hacer algo —dijo Pierce—. Ni de que haya que merecerlos. Te son ofrecidos. Sale tu número. Compras una vieja lámpara en un puesto en una feria. El pez mágico pica tu anzuelo.

—¿De veras?

—Claro. Las posibilidades son escasas, lo reconozco, pero aun así ¿por qué no tomarse la molestia de estar preparado? Lo mismo que esos cupones de las revistas que siempre mandas para ganar un premio, aunque la posibilidad sea una en millones.

Yo nunca los mando —dijo Rosie.

—Bueno, en realidad yo tampoco —dijo Pierce.

La cara se le arrugó en una sonrisa asimétrica. Rosie se echó a reír, intrigada por su fantástica y divertida seriedad. ¿Qué edad tendría? ¿Treinta, cuarenta? Manos grandes, notó; grandes pies.

—Muy bien, empiezas en la estaca —dijo, señalándosela—. ¿Qué color quieres ser?

—Me es indiferente.

—Spofford me dijo que estabas escribiendo un libro.

—Es lo que intento hacer.

—¿Y te lo pagan?

—No mucho. Algo.

—Pues qué bien. ¿Y de qué trata?

Pierce repasó rápidamente las varias descripciones que había imaginado para cada tipo de interlocutor.

—De magia e historia —dijo—. De la magia en la historia, y además de la historia de la magia, los magos.

—Hum. Interesante. Historia. ¿Y de cuándo?

—Bueno, el Renacimiento y un poco después. La época de Shakespeare.

—Los magos de aquel entonces. Hum —dijo Rosie—. ¿Como John Dee?

La miró sorprendido.

—Bueno sí —dijo—, entre otros. Y ¿cómo es que conoces ese nombre?

—He leído una novela acerca de él. ¿Eres historiador?

—Enseñaba historia —dijo Pierce, no queriendo atribuirse esa más importante jerarquía—. ¿Qué novela?

—Una novela histórica. —Se rió de la obviedad de la respuesta—. Por supuesto. De Fellowes Kraft Vivía cerca de aquí, y escribió esos libros.

Como la de un relámpago, la luz del entendimiento había empezado a cruzar por el rostro de Pierce, una comprensión inmensa, que iba mucho más allá del mero hecho de saber de dónde conocía ella al viejo doctor Dee. Rosie recordó súbitamente haber divisado a alguien parecido a él en su última visita a la biblioteca.

—Sí, nuestro famoso escritor local. Su casa está en Stonykill.

—Pues mira por donde —dijo Pierce.

—¿Has oído hablar de él? En realidad, no era tan famoso.

—Creo que he leído casi todos sus libros. Hace mucho tiempo.

—¡Oh! —dijo Rosie mirando a Pierce mientras experimentaba una sensación muy semejante a la que tenía cuando concebía un cuadro: la sensación de que una cantidad de cosas diversas se combinaban y amalgamaban en una imagen plásticamente representable—. ¿Hay alguna posibilidad de que necesites un trabajo? Un trabajo temporal, y de pocas horas, quiero decir.

—Yo… —dijo Pierce.

—¿Y es verdad que eras profesor de una universidad en los cursos superiores?

Pierce le resumió su curriculum.

—Oye —dijo ella—. Espérame aquí, ¿quieres? Un segundo.

Él le indicó con un gesto que no tenía prisa por ir a ningún otro sitio. La vio alejarse a pasos lentos, a través del prado, abstraída, detenerse casi de golpe, más abstraída aún, y luego, resuelta, avanzar rápidamente hacia un grupo de jugadores vestidos de blanco.

Pierce trató de practicar unos golpes y luego se apoyó en el mazo, lleno de vida en la plenitud del día. Ahora, de aquellas flores amarillas que a su llegada a las Lejanas había visto en su momento de eclosión, no quedaba ninguna: una mata que crecía cerca del camino de entrada sólo conservaba algunas hojas verdes y en el suelo, en la base, una lluvia de pétalos caídos. Entretanto las lilas, blancas y malvas habían florecido, y también ellas empezaban a marchitarse; pero ahora en los rosales los pimpollos se abrían exuberantes. Y era suyo, todo suyo, sí, para él todo ese despliegue.

Por primera vez en años y años no se lo estaba perdiendo, por primera vez ¿desde cuándo? Desde los patios ajardinados y los claustros de Noate, por lo menos.

Su terruño y también el de Fellowes Kraft; y si aquello era en cierto modo un augurio, debía suponer que era un buen augurio, aunque aún no estaba habituado a considerar su vida en esos términos. El calor de la simple alegría era todo cuanto de momento podía sentir y de lo único que estaba seguro era de su asombro.

Un trabajo. Vio a Rosie ir hacia él, a paso rápido, el rostro radiante.

—Boney piensa que es una idea realmente fantástica —dijo, tomando a Pierce por el brazo—. Y también resultará fantástica para ti, lo sé. Acompáñame a verlo.

—¿Boney?

—Boney Rasmussen. El dueño de esta casa.

—Tu padre.

—Mi tío.

—Ajá.

—Quizá los tíos ricos abundaran por estos contornos, como en las viejas novelas.

—¿Y el trabajo?

—Bueno, escucha —dijo ella—. Ante todo, si quieres, hazme un favor. Se trata de Fellowes Kraft. Habrá un trabajo en eso estoy segura.

—Ajá.

Iban en dirección a un hombre frágil, encorvado, y al parecer muy viejo, que los esperaba apoyado en su mazo al lado de la limonada.

—Dios. Qué alivio haberte encontrado —dijo Rosie.

—¿Sí?

El viejo, a lo lejos, levantó la mano a guisa de saludo, y Pierce alzó la suya mientras cruzaba el terciopelo del prado, sintiendo al mismo tiempo que trasponía el umbral de un pórtico invisible: un pórtico del cual, una vez traspuesto, no habría retorno. No sabía por qué, ni hacia dónde iba, pero sabía que era así, porque era una sensación que ya había experimentado antes.