Cuatro

Uno puede nacer, pensaba Pierce, con talento para la historia, como otros nacen con talento para la música o para la matemática; y si el don es innato se habrá manifestado a edad temprana, como todo talento natural; y como le había sucedido a él.

Es verdad, pensaba, que también una persona sin el don innato podía aplicarse, someterse a la disciplina necesaria y, trabajando con ahínco y tesón, destacarse en ese campo, aunque probablemente no en el del matemático o el maestro de ajedrez; pero de todos modos el don existía. No consistía tan sólo en una memoria compendiosa, que Pierce en realidad no poseía; ni en una personal inclinación por el pasado o en la fascinación que la antigüedad, por lo que había en ella de pintoresco, ejercía por ejemplo en Axel, el padre de Pierce, aunque careciera, en opinión de su hijo, de cualquier cosa que pudiera llamarse sentido de la historia, una imaginación viva era por cierto una ayuda, y Pierce la tenía; en sus días de estudiante había podido discurrir alegremente a través de las estadísticas de averías de embarques transalpinos en el siglo XVI, o descripciones de las técnicas de construcción de navíos vikingos, porque lo que él en su mente siempre veía acontecer era un drama: hombres de verdad y mujeres de verdad realizando tareas también de verdad, entramados por así decir, aunque si saberlo, en la urdimbre misma de la historia, hombres y mujeres haciendo, soñando y jugando, a la vez absolutamente compelidos a hacer lo que habían hecho (todos muertos ahora, pese a todo) y al mismo tiempo libres, libres de tener esperanzas y remordimientos, de reprocharse sus fracasos y agradecer a Dios sus éxitos.

Pero en Pierce el don se había manifestado mucho antes, mucho antes de conocer suficientes hechos históricos a los que aplicarlo: una rara singularidad de su cerebro, para él tan natural que era ya adulto cuando tomó al fin verdadera conciencia de ella: para Pierce Moffett, hasta donde su memoria podía remontarse, los números —los nueve dígitos— tenían cada uno un color distintivo; y si bien podía percibir esos colores en —digamos— los números de teléfono o las ecuaciones, eran para él más vividos que nunca cuando estaban dispuestos como fechas.

Así pues, los colores de sus números acabaron por convertirse, sin que él lo eligiera, en los colores de los acontecimientos: los colores de los salones donde se firmaban los tratados y se rendían las espadas, los colores de las cortes, de las vestiduras y los carruajes, de las muchedumbres y de los ejércitos, del aire mismo que esas gentes respiraban; cada siglo, cada década dentro de ese siglo, cada año tenían en su imaginación un color que le era propio, brillantes paneles de una historieta dominical desplegable. Como un prodigio musical que en el piano familiar saca de oído viejas melodías, Pierce podía ubicar cada hecho singular que iba encontrando (fechas de batallas, invenciones, descubrimientos, cosas que vislumbraba a través de las conversaciones de los adultos, los anuncios, los libros escolares, los almanaques) dentro de un esquema interior, un esquema que siempre había existido en él, a la espera de hechos que pudieran llenarlo.

El número uno, sólo fondo, no tenía color. El dos era un verde intenso, como aterciopelado. El tres era un rojo heráldico, y el cuatro un gris pólvora. El cinco era color oro, el seis blanco, el siete era un azul de China y el ocho, negro como un vestido de noche de antaño. El nueve era un beige apagado. El cero era otra vez incoloro, pero un vacío negro, en tanto el uno era un vacío claro. Era el primer número —el que seguía al uno en las fechas posteriores al primer milenio después de J.C.— el que determinaba el color del siglo, y el número siguiente, el color específico del año; el último número era el acento, resplandeciendo aquí y allá en el tapiz. De este modo, algunos acontecimientos famosos estaban más presentes en su memoria que otros; el año 1066 no había sido muy espectacular, pero el 1215, el año en que los señores con casacas de terciopelo verde y cadenas de oro se habían sentado en el césped con el rey coronado de oro, constituía una escena inolvidable. Y 1235, un año en que nada importante había al parecer acontecido, era aún más esplendoroso, como lo era 1253, si bien aquél había sido un año totalmente diferente.

Cual vastos lienzos ejecutados por distintos maestros que utilizaran paletas diferentes, los siglos estaban colgados por separado en la galería de su mente, imposible que pudiera tomarse uno por otro; sólo que parecían estar mal etiquetados, o más bien Pierce olvidaba sin cesar que la inscripción de la derecha y no la de la izquierda se refería al cuadro que contemplaba. Porque el siglo XIII sólo era rojo en esa numeración; el XV no era el oro batido del 1500-1599 sino el lienzo gris del 1400-1499. Así pues, por una razón puramente personal, Pierce caía a veces en el error común entre escolares de nombrar un siglo equivocadamente; e incluso ya de adulto, cuando decía «el siglo XVIII» no podía evitar percibir, en este término, sólo los años postrimeros de esa centuria, cuando los jubones de seda azul y las pelucas blancas de, digamos, 1776 estaban desapareciendo de la escena para dar paso a los lustrosos sombreros de copa y al estambre negro del 1800.

Acabó por comprender, desde luego, que la división del tiempo pasado en centurias era artificial, que hasta las eras que creían ellas mismas alterar el devenir del siglo, estaban sujetas a fuerzas infinitamente más poderosas que una numeración mística e incluso inexacta; que lo más importante para el dominio de la historia (por oposición a su mera comprensión) consistía en poseer una hipótesis clara, un panorama general, un sumario: una historia cuyos episodios fluyeran uno de otro, eslabonados y a la vez independientes, como capítulos. El oro oscuro del 1500 derivando hacia los marmóreos 1600 del clasicismo y la razón, seguidos por el azul de Wedgwood de los 1700, douceur de vivre, cielos claros; los 1800 negros de duras faenas y piedad, negros como su hollín y su tinta, y, por último, el siglo actual, ocre como el caqui, nacido de una carnada de huevos pardos (1900), justo a término. Este esquema de colores no enturbiaba en modo alguno la mente de Pierce que Percibía con claridad absoluta la confusión y la heterogeneidad de los actos humanos, multicolores o incoloros, imposibles de encasillar, y menos aún los siglos; su sistema era tan sólo un sistema de archivo, aunque no un sistema inventado por él sino descubierto espontáneamente en su interior, su don, su talento.

Los talentos pueden malograrse. Los niños prodigios, aburridos o asqueados, arrumbaban sus violines. Pierce, cargado de becas y de expectativas, abandonó St. Guinefort —su internado de Kentucky— y partió hacia el norte, hacia la prestigiosa y almenada Noate, para estudiar bajo la dirección de Frank Walker Barr, uno de cuyos libros había leído por primera vez a los once o doce años (¿era El cuerpo del tiempo o Mytkosy Tyrannos? No pudo recordarlo en la entrevista), y que habría de convertirse en el último de una serie de padres que Pierce veneraba, cuya amistad lo intimidaba y cuya mirada siempre procuraba rehuir. Derivó hacia el esteticismo, cambió de rumbo a favor de una licenciatura en Estudios del Renacimiento, perdió un semestre de su penúltimo año en una aventura romántica (joven suicida, fuga en un Greyhound a la Costa Oeste, rechazo, corazón destrozado) y, aunque volvió a casa escarmentado, nunca más pudo encontrar del todo su propio carril.

Había perdido, al parecer, su vocación (lo cual no dejaba de ser más bien gratificante, como si hubiese perdido la gordura infantil o el acné), pero en aquellos años era relativamente fácil vagabundear por Noate sin una vocación, sin hacer mucho de nada, viviendo en la ciudad como un adulto; muchos de sus amigos matriculados, y no tan matriculados, lo estaban haciendo. Pierce se consideraría siempre como perteneciente a una generación intermedia, nacida demasiado tarde o tal vez antes de tiempo, nadando continuamente entre dos aguas, y no tan sólo porque necesitara justificarse. Suponía que no eran muchos los niños concebidos en 1942, cuando la mayoría de los padres potenciales habían tenido que ir a la guerra, quedando para procrear sólo aquellos afectados por discapacidades específicas (como su propio padre). Había sido demasiado joven para ser un beatnik; más tarde se consideró demasiado viejo y educado con excesivo rigor para ser un hippie sincero y verdadero. Llegó a la edad de la razón en un momento de inestable estancamiento, entre existencial y comunal, psicoanalítico y psicodélico; y, como muchos que se sienten desnudos por dentro, vacíos de conceptos y sin una razón de ser, se revistió de una suerte de dandismo puritano, que consistía más que nada en una actitud un tanto hostil a que los demás gustaran de él y en vestir ropas negras de un corte no identificable. Arropado de ese modo, se mantenía al margen de un mundo que no sabía muy bien cómo criticar, y a la espera de lo que pudiera acontecer.

En realidad, ni siquiera ese mínimo de afectación había sido un logro. Un dandi tenía que ser pequeño y refinado. Pierce no era ni lo uno ni lo otro. Había sido un niño grandullón y desgarbado; su fealdad de adolescente había rayado casi en lo excepcional: un metro ochenta de estatura a los dieciséis años, una carota asimétrica muy parecida a la de Abe Lincoln, el pelo encrespado y rebelde, las muñecas gruesas, desmañadas, las manos torpes de dedos achaflanados. Dentro de esa armazón habitaba una criatura pequeña e incluso delicada, a la que avergonzaban profundamente las orejas de Pierce, la pelambre de su pecho; y si bien las deformidades de Pierce (como las de Lincoln) comenzarían hacia la treintena a transformarse en rasgos interesantes, augurando para su vejez una personalidad de carácter vigoroso, y hasta una suerte de rústico encanto, Pierce nunca podría olvidar cuan repelente lo había encontrado siempre esa pequeña persona interior. Mon joli-laid (algo así como «mi feúcho»), lo llamaba su madre, mote afectuoso que en la traducción literal de su tío Sam Oliphanta —quien Pierce más se parecía—, no significaba «feúcho» sino «feote», «muy feo», un pequeño grande horriblemente feo; y Pierce estaba de acuerdo.

Salvar el indeseado reclutamiento sin entrar a filas había sido en parte la razón de que Pierce eligiera inscribirse en la escuela de posgrado de Noate y de que pasara allí algunos años eludiendo las más arduas cumbres del saber. Más tarde, cada vez que se disponía a abordar la lectura de algún clásico como quien se dispone a escalar una montaña escarpada, recordaría con remordimientos lo hábil que había sido en Noate para esquivar esas tareas, y para preservar no obstante el buen concepto que todos tenían de él, sin exactamente justificarlo, y dar la impresión de haber adquirido conocimientos que en realidad a duras penas había rozado. Frank Barr, con la esperanza de que Pierce escribiera bajo su dirección una tesis, retomando tal vez un tema que el propio Barr había querido desarrollar, le había sugerido la expansión de las iglesias cristianas nestorianas durante la Edad Media en la India, China y el África Negra: Marco Polo había encontrado en Cathay algunas congregaciones sobrevivientes; y en Sudán, todavía en el siglo XIX los misioneros escuchaban, perplejos, los mitos de Issa, Jesús. ¿En qué habrían convertido la historia cristiana, que tan lejos llevaran, aislados durante siglos de Roma, de Bizancio? Fascinante. Pero Pierce, aunque intrigado (Barr podía intrigar a cualquiera), se acobardó ante el esfuerzo que la tarea entrañaba: fuentes primigenias en seis u ocho lenguas, terreno inexplorado, expediciones con salacot en Land Rover, y quién sabe qué otras peripecias. Aunque siempre sensible al juicio nunca expresado de Barr, se quedó con los estudios del Renacimiento; descubrió en la biblioteca de Noate una colección de literatura confesional isabelina (Siete plantos de un alma arrepentida de sus pecados) y pergeñó una tesis concisa y elegante acerca de ellos y de su relación con ciertos temas de Shakespeare, en particular los de «Medida por medida», en la que hacía de la austeridad una virtud («al limitarme a este ámbito en apariencia restringido», etc. etc. como si hubiera sido el resultado de una difícil opción), logrando que fuera aceptada por un carcamán viejo y tolerante del Departamento de Lengua. También adquirió un loro. Enseñarle a hablar (De mortuis nil nisi bunkum fue lo único que consiguió hacerle decir) le llevó más tiempo que su tesis.

Cuando terminó este curso, presentó su candidatura, pero Noate no le ofreció ningún puesto en sus claustros, ni de titular ni de ayudante de cátedra.

Tomado por sorpresa —no porque hubiera trabajado con empeño para que lo contratasen (cosa que no había hecho), sino porque había dado por sentado y natural que le fuera ofrecido ese futuro, y nunca había considerado seriamente la posibilidad de ningún otro—, Pierce empacó sus libros y sus trajes negros y las notas para su tesis con la inquietante sensación de que su suerte lo había abandonado, y con ella acaso toda oportunidad de encontrar un camino. Llevó el loro a Brooklyn, a vivir con Axel, su padre, hasta que él encontrara un lugar donde instalarse; y allí había quedado, año tras año, posado en la ventana que miraba al sur, curioseando, silbando, echando maldiciones. Pierce aceptó puestos temporales en escuelas privadas, trabajó en una librería en los veranos; de cuando en cuando desenterraba su malhadada tesis; y en las asambleas anuales de la Misión Cristiana universitaria, a la que continuaba afiliado, seguía sometiéndose (junto con centenares de caras nuevas y más rozagantes que la suya, o eso le parecía) a las miradas de arriba abajo de los catadores de almas de las universidades, para cualquier puesto docente que ocasionalmente estuviera disponible.

Se sentía atrapado para siempre —la amada perdida descubierta en un mercado de esclavos—, cuando un buen día, en medio de una inmensa «recepción» ofrecida en un salón de baile, Frank Walker Barr le puso una mano sobre el hombro y lo invitó a tomar un trago.

—La especialización —dijo Barr cuando estuvieron instalados en las banquetas de cuero cuarteado del artesonado bar de un hotel, elegido por el profesor—: éste es el gran problema de los eruditos de hoy en día. Más y más sobre menos y menos.

—Hum… —asintió Pierce.

Barr, sentado frente a él, era una serie de burdas elipses, un torso de hombros caídos, una cabeza redonda y calva, partida en dos por su ancha sonrisa, ojos pequeños casi sin cejas detrás de unas gafas ovaladas. Sus manos rodeaban el pálido cono de un Martini seco con una oliva en el fondo, brebaje que había encargado con una precisión ritual, y que ahora sorbía con lenta fruición.

—Lógico, por supuesto —prosiguió—. Incluso inevitable, en una época en que tanto material nuevo aflora continuamente a la superficie, en que se experimenta con tantos nuevos métodos de investigación. Computadoras. Asombra ver cómo el pasado se expande constantemente en vez de retraerse en la distancia. —Levantó su copa. Tenía una alianza de oro profundamente incrustada en el dedo anular—. Pero poco campo —añadió, tras un breve sorbo—, poco campo de acción hoy en día para el generalista. Una desgracia si es en él donde se cifran sus talentos.

—Como en su caso —dijo Pierce, alzando su vaso de whisky, casi vacío.

—Así es —dijo Barr—. ¿Algo en perspectiva? ¿Está usted considerando alguna oferta?

Pierce encogió los hombros, alzó las cejas y meneó la cabeza.

—¿Sabe usted una cosa? —dijo—. De niño, yo imaginaba que, cuando llegara a historiador, lo que haría, lo que hacían los historiadores, sería ejercer la historia, de la misma manera que un médico ejerce la medicina. Tal vez porque el tío que me educó era médico. Tener una consulta o un negocio…

—Cuida tu negocio y tu negocio cuidará de ti —sentenció Barr. Soltó la célebre risa de garganta Barr, pastosa, chocolatosa— Ben Franklin.

Pierce bebió un sorbo. En la penumbra del bar, la expresión de su antiguo mentor era indescifrable. Pierce estaba seguro de que había sido la bienintencionada pero con justa razón tibia desaiptio de Barr (no hubiera podido considerarla como una recomendación) lo que le había impedido acceder al cuerpo docente de Noate, y lo lanzara al mercado libre.

—¿Qué haría usted? —preguntó, y algo, no la bebida, le encendió súbitamente las mejillas—. ¿De qué manera ejercería usted la Historia? Si no existiera Noate.

Barr reflexionó un momento. La bebida delante de él parecía emitir un tenue resplandor, como una lámpara votiva delante de un Buda.

—Supongo —dijo— que tomaría un empleo, cualquier empleo para el que me sintiera apto; mi padre era sastre y yo trabajaba con él; y escucharía, y descubriría qué preguntas hace la gente, preguntas que la historia podría responder o ayudar a responder, aunque no parecieran a primera vista preguntas relacionadas con la historia, y trataría de responder a ellas. En un libro, supongo, probablemente, o tal vez no… —Preguntas como…

—Las preguntas que hace la gente. Me acuerdo de una mujer vieja que vivía en los altos del taller de mi padre. Echaba las cartas, adivinaba el porvenir. Era una gitana, decía mi padre, y era por eso que la gente iba a verla. Pero por qué, le preguntaba yo, por qué cree la gente que los gitanos pueden adivinar el porvenir. La historia podría responder a esta pregunta, proporcionar un inventario. ¿Se da usted cuenta? —Puso sobre la mesa su copa vacía; su sonrisa empezaba a ensancharse otra vez y la famosa risa entrecortada a chisporrotear en su garganta—. El único problema consistiría en esa maldita tendencia a la generalización. Supongo que la primera pregunta que intentara responder me conduciría a otras, y éstas a otras, y así sucesivamente, y al no estar sometido al apremio del «publicar o perecer», sin un imperativo que me exigiera acabar de preguntar y empezar a responder, hubiera podido seguir así hasta la eternidad. Acabar con una Historia del Mundo. O una historia, en todo caso. —Con sus dedos rechonchos extrajo la aceituna del fondo del vaso y la mascó, con aire pensativo—. Incompleta, probablemente, a la larga. Inconclusa, claro. Pero al menos tendría, reo, la impresión de haber estado ejerciendo la Historia.

Una vida de trabajo útil, mil forros nuevos cosidos a mil sobretodos, y sin embargo toda la Historia en tu corazón, una dimensión infinita, un pasado tan real como si hubiera tenido lugar, y Heno a rebosar de preguntas respondidas: un inventario, un resumen de cuentas sellado pero impago.

Una insatisfacción profunda se había adueñado de Pierce, o un deseo sin nombre. Pidió otro whisky.

—En todo caso —dijo Barr, extendiendo las manos sobre la mesa, como Pierce recordaba que hacía siempre al final de una clase—, eso no tiene nada que ver. ¿No le parece? Los profesores somos lo que somos. ¿Con quién me dijo usted que está en conversaciones?

El calor en las mejillas de Pierce se transformó en un rubor.

—Mmm —dijo—. Con el Barnabas College. Aquí, en la ciudad —como sí fuera una probabilidad sin importancia, una entre tantas—. Parece posible.

—Barnabas —rumió Barr—. Barnabas. Conozco al decano, un tal Sacrobosco. Podría escribirle.

—Gracias —dijo Pierce, pensando por un brevísimo instante que tal vez Barr le jugaría sucio, le patearía el nido, lo desprestigiaría para siempre en todo el mundo universitario, por no haber asumido el tema de las condenadas iglesias nestorianas.

—Ya conversaremos —dijo Barr, mirando su gran reloj-pulsera de oro—. Téngame al tanto de lo que haga; y de cómo marcha esa tesis. Bueno… —Se levantó, la cortedad de sus piernas lo transformaron en un hombre más pequeño de pie de lo que parecía sentado.

—A propósito —dijo Pierce, mientras ayudaba a Barr a introducirse en su arrugado impermeable—, ¿por qué piensa la gente que los gitanos pueden adivinar el porvenir?

—Ah —dijo Barr—, la respuesta es bien sencilla, muy simple. —Miró a Pierce de soslayo, pestañeando con petulancia, como solía hacer cuando anunciaba que era hora de cerrar los cuadernos y entregarlos—. Existe más de una Historia del Mundo ¿sabe usted? Más de una. ¿No es cierto? Una, tal vez, para cada uno de nosotros. ¿No piensa usted lo mismo?

¿Por qué cree la gente que los gitanos pueden adivinar el porvenir? La insatisfacción, o el deseo, o el desconcierto que había despertado en Pierce no cejaba. Se sentía permanentemente contrariado, irritado; conseguir el empleo en el Barnabas no le procuró ningún alivio, hasta parecía no tener la más mínima importancia. Se despertaba al amanecer, sobresaltado, con la sensación de que una pregunta, cierta pregunta, debía tener una respuesta, sensación que persistía a lo largo del día imbricándose en sus ocupaciones, mezclándose con ellas, para dejarlo, a la hora de acostarse, agitado y nervioso, y con un sabor de mente como el de haber estado fumando ansiosamente demasiados cigarrillos.

Pero ¿por qué? ¿Acaso Barr se había posesionado de tal modo de su alma que no podía apartarlo de su pensamiento? Era injusto, él era un adulto, un licenciado en filosofía, o casi, tenía un empleo (gracias a Barr, de acuerdo, gracias a Barr) y la gran ciudad se le ofrecía toda entera, sus bares, sus mujeres, sus diversiones, toda a su disposición, para su placer. Empezó a dedicar las noches, cuando no tenía trabajos para corregir, a la lectura, un hábito que casi había abandonado en Noate. Buscaba las obras de Barr, que en su mayoría sólo conocía de nombre o por reseñas críticas; algunas estaban agotadas y tenía que ir a rebuscarlas en bibliotecas y librerías de ocasión. Una respuesta simple: algo con que acallar ese clamor que parecía estar creciendo dentro de él, fuera lo que fuera, que lo liberase de una última pregunta capciosa y, de una vez y para siempre, desbrozara el terreno de malezas.

En una gélida noche de solsticio, demasiado fría para salir, Pierce, incubando una gripe, envuelto en una manta (la calefacción del vetusto edificio estaba averiada) daba vuelta a las páginas de una de las obras de Barr, El cuerpo del tiempo, que había traído de la distante biblioteca pública de Brooklyn y, con las primeras crepitaciones de la fiebre en sus oídos, leía:

Cuenta Plutarco que en los primeros años del reinado de Tiberio, el timonel de un navio que recorría el archipiélago griego, al pasar por cierta isla, en el amanecer de un día de solsticio, oyó que lo llamaban por su nombre desde la costa: «¡Thamus! ¡Cuando te aproximes a las Palodes, diles que el gran dios Pan ha muerto!». El timonel pensó al principio, atemorizado, en no decir nada, pero cuando pasó frente a las Palodes gritó las palabras tal como las oyera: «¡Pan ha muerto! ¡El gran dios Pan ha muerto!», y de pronto se elevaron de la isla llantos y lamentos, no de una sola voz, sino de muchas a la vez, como si la tierra misma se condoliera.

Bajo la manta, un escalofrío recorrió la espina dorsal de Pierce. Él había leído antes esa historia, y también aquella vez lo había estremecido.

Decir (continuaba Barr) que el gran dios Pan murió en los primeros años del reinado de Tiberio, equivale, en un sentido, a no decir nada, o a decir demasiado. Nosotros sabemos qué dios nació en un día de solsticio en aquellos años; conocemos su historia ulterior; sabemos en qué sentido murió Pan ante el advenimiento de ese nuevo dios. El estremecimiento de temor o deleite que aún nos procura su historia es el mismo que sintió San Agustín al conocerla: una era del mundo está pasando y un hombre, un pagano, la está oyendo pasar, y no lo sabe.

Pero nosotros sabemos también —y lo sabía Plutarco— que en aquellas islas del archipiélago griego el culto del dios-año, el dios de los nombres numerosos —Osiris, Adonis, Tammuz, Pan— era históricamente practicado. Con toda probabilidad, su muerte y su resurrección se celebraban todavía en tiempos del Imperio, aún prevalecía el culto extático de mujeres que cada año desmembraban y luego lloraban a su dios con gritos y lamentos, y desgarrando sus vestiduras. ¿Habría Thamus, el timonel de Plutarco, sorprendido a las islas en medio de un duelo ritual por Tammuz? Lo que es seguro es que, de haber pasado por esas mismas islas el año anterior, o cualquier otro año de los cinco o diez siglos precedentes, las habría sorprendido en plena celebración del mismo acontecimiento crucial, y se habría estremecido al escuchar los mismos lamentos; porque el año, como creían aquellos griegos, no podía cerrar su ciclo sin ella.

Pierce había empezado a sentirse muy extraño. Una sensación de déjà vu lo dominaba: como si los engranajes de cierto proceso mental se fueran destrabando dentro de él y volvieran a engranarse de una manera diferente, aunque no nueva.

Y sin embargo, habiendo aprendido esto ¿qué hemos aprendido? ¿Hemos asimilado la historia de Plutarco y la terrible profecía que contiene, la anécdota de un mundo que perece? Yo no lo creo.

Supongamos que un hombre encuentra un billete de cinco dólares en cierta esquina, a cierta hora del día.

(Sí. decididamente, él había leído antes todo esto y sin embargo podía recordar a qué conclusión llegaba).

La razón y las leyes de la probabilidad le dirán que la esquina de esta calle, que le ha brindado un tesoro fortuito, no ofrece ahora ni más ni menos posibilidades que cualquier otra esquina de la ciudad de brindarle otro. Es sólo la esquina de una calle, como todas las demás. Y sin embargo ¿quién de nosotros, al pasar por nuestra esquina de la suerte, a nuestra hora afortunada, no echaría una mirada en derredor? Una conjunción ha tenido lugar en ella, entre nosotros mismos, nuestros deseos y el mundo: la esquina ha adquirido sentido; si no produce nada más para nosotros ¿no estaremos tentados de pensar que tan sólo nos hemos prevalecido de una magia que la esquina tuvo realmente una vez? Porque queremos, sin poder evitarlo, imponer al mundo nuestros deseos —por más que el mundo permanezca impasible ante ellos y se atenga a unas leyes que no son las mismas que nuestra naturaleza supone que debieran ser.

Pero la historia está hecha por el hombre. El viejo Vico decía que el hombre sólo puede comprender plenamente lo que él mismo ha hecho; el corolario de esta afirmación es que lo que el hombre ha hecho es lo que él puede comprender, y lo que él ha hecho no permanecerá, como el mundo físico, insensible a su deseo de comprender. Así pues, si observamos la Historia y encontramos en ella narraciones fabulosas, tramas idénticas a las del mito y la leyenda, pobladas por personajes reales que sin embargo ostentan los símbolos y hasta los nombres de dioses y demonios, no necesitamos sentirnos más alarmados ni recelosos de lo que nos sentiríamos al coger un martillo y descubrir que su mango se adapta a nuestro puño y su cabeza está equilibrada para golpear con la fuerza que le imprimimos. Estamos comprendiendo lo que nosotros mismos hemos hecho, y su forma es nuestra forma; nosotros hemos hecho la historia, hemos hecho las calles con sus esquinas y los billetes de cinco dólares que encontramos en ellas: las leyes que la gobiernan no son las leyes de la naturaleza, son las que nos gobiernan a nosotros.

Sepamos pues, de una vez por todas, por qué aquellas voces lloraban la muerte de Pan. Sepamos —las respuestas son bien simples— por qué Moisés tenía cuernos y por qué los israelitas adoraban a un becerro de oro, por qué Jesús era un pez, y por qué un hombre con un cántaro de agua al hombro condujo a los Apóstoles —a los doce— a un aposento del primer piso. Mas no pensemos por ello que, en tales exploraciones, habremos despojado de su significación a las historias que estas figuras narran. Las historias permanecen; si cambian, y lo hacen, es porque nuestra naturaleza humana no es inmutable; existe más de una Historia del mundo. Pero cuando creemos haber demostrado que no existe historia alguna, que la Historia no es nada mas que una maldita cosa tras de otra, es sólo porque hemos dejado de reconocernos a nosotros mismos.

¿Moisés tenía cuernos?

Sí, Pierce podía verlos en la fotografía algo borrosa de la estatua de Miguel Ángel, en la enciclopedia, abierta delante de él sobre la repisa al pie de la ventana, al lado de este libro, El cuerpo del tiempo, también abierto delante de él en la misma página. Él tenía once años; no, doce. Los cuernos eran sólo pitones, los de un ternerito. Inverosímiles en la enorme cabeza barbuda; pero allí estaban.

Había una historia. Pierce la veía por primera vez, allí, en la repisa al pie de la ventana, las montañas parduscas bajo el manto de invierno y, perdiéndose de vista, un jardín muerto; él no sabía qué historia era ésa, sólo podía imaginarla, imaginarla desplegándose y tramándose y narrándose ella misma, acumulándose profusa y tenazmente, como nubes antes de una tormenta. Una historia secreta se había estado desarrollando a lo largo de los siglos, en todo tiempo, una historia que se podía conocer: allí la tenía él bosquejada, o una parte de ella, los secretos revelados, y si no los secretos, al menos el secreto de que existían secretos.

En su desván neoyorquino, Pierce lió un cigarrillo y lo encendió; pero ese gesto adulto no alteró la invencible sensación de que su confuso y oscuro mundo interior se estaba disolviendo en una serie de imágenes, una sucesión de diapositivas de linterna mágica, proyectadas simultáneamente y a la vez nítida y clara cada una de ellas, cada una en algún sentido la misma imagen.

Cuando él era muy pequeño le habían contado la historia del hombre que, sorprendido por una tormenta, se había refugiado en un viejo granero. Se queda dormido sobre la parva de heno, y cuando se despierta, es noche cerrada. Ve, caminando por las vigas del granero, una multitud de gatos; iban y venían por las vigas, y cada vez que dos de ellos se cruzaban, parecían pasarse un mensaje. De pronto, dos gatos se cruzaron en una viga muy cercana al sítio donde él yacía oculto, y pudo oír que uno le decía al otro: «Dile a Vivalón que Bobalón ha muerto». Luego, cada cual siguió su camino. Al día siguiente, cuando el hombre vuelve a su casa, le cuenta a su mujer lo que le ha sucedido, y lo que ha oído que los gatos se decían: «Dile a Vivalón que Bobalón ha muerto». Y al oír esto, el viejo gato de la casa, que dormitaba junto al fuego, se levantaba de un brinco y exclamaba: «¡Entonces, yo soy el rey de los gatos!». Y trepaba por la chimenea, y nadie volvía a verlo nunca más.

Ese cuento lo había hecho temblar, y pensar, y cavilar días y días; no el cuento en sí sino la historia secreta que contenía y que no le habían contado: la historia de los gatos, la historia secreta que se había estado desarrollando desde siempre y que sólo ellos, los gatos, conocían.

Y eso mismo era lo que Pierce había sentido, inclinado sobre la repisa de la ventana, después de haber buscado a Moisés en una docena de entradas de la vieja Britannica y encontrado esa figura y visto la cabeza encornada, inexplicada, ni siquiera mencionada en la leyenda al pie de la lámina. Siempre habían estado allí, esos cuernos, incluso cuando él ignoraba que existieran, pero ahora lo sabía; y también sabía que había una explicación, que él ignoraba pero que podía conocer. Y eso, eso era la Historia.

Y llegado ese momento, como si hubiera encontrado esa historia al forzar la caja que la contenía mientras buscaba otra cosa, podía sopesar lo que había ganado y lo que había perdido en el largo espacio de tiempo transcurrido entre entonces y ahora, entre aquella ventana de Kentucky y ésta.

¿Cómo había llegado a perder su vocación?

Ahora no podía volver atrás, por supuesto, y descubrir dónde el hilo se había soltado, y recogerlo; el tiempo avanzaba en una sola dirección, y todo lo que había aprendido ya no podría desaprenderlo. Y sin embargo… Sentado, con el libro de Barr sobre las rodillas, escuchaba la ciudad silenciosa y una tristeza irracional lo embargaba: le habían robado algo, él mismo se había robado algo, una perla muy valiosa que había tirado atolondradamente, y que ya nunca podría recuperar.

Ese año una especie de extraña peregrinación pareció comenzar en la ciudad. Al principio, Pierce no había reparado en ella, o la había pasado por alto, aunque percibía el desasosiego y la creciente distracción de sus alumnos, como si escucharan los ecos de un tambor lejano. De vez en cuando veía en los corredores o en las gradas o en las librerías donde siempre desazonado fisgoneaba, o en las calles de su barrio suburbano, personajes que parecían ciertamente venir de otros mundos, pero, concentrado como estaba en el suyo propio, no se detenía a analizarlos; pasaba por las aulas, por las calles, como uno de esos personajes de historieta que en la nubecilla de pensamiento que flota sobre su cabeza el autor sólo ha dibujado un signo de interrogación. Cierto día, mientras caminaba por un corredor atestado, se había enfurecido a tal punto consigo mismo, que no había podido evitar aconsejarse de viva voz, casi a los gritos, que «por amor de Dios» se serenara, se lo sacara de encima, para al momento percatarse —en tanto los estudiantes, con los libros apretados contra el pecho, se volvían y lo miraban, sorprendidos— de que no tenía ni la menor idea de qué era esa cosa, ese estorbo que lo perturbaba y que necesitaba sacarse de encima.

No, él no había perdido su vocación: sólo había crecido; él deseaba crecer, y aunque no lo hubiera deseado, tampoco hubiera podido evitarlo. La Historia, ese país desconocido que él había vislumbrado de lejos… sí, había demostrado ser simplemente ordinario, diferente del suyo no por su naturaleza, sino tan sólo por detalles tediosos de geografía y costumbres locales, esas listas que él había tenido que aprender de memoria: y él lo sabía, desde luego, puesto que había explorado ese país hasta el hartazgo; en él pasaba cada uno de sus días de trabajo.

Crecer siempre había significado para Pierce una partida, un viaje sin retorno, dejar atrás los cuentos y los prodigios: un viaje, así lo percibía él, que lo alejaba para siempre de la infancia, el mismo viaje sin retorno que eternamente emprende la raza humana y que él, Pierce Moffett, estaba recapitulando en su propia ontogenia, uniéndose a ella ahora, en su madurez en el punto en que, para ese entonces, la humanidad había llegado.

Cuando yo era niño pensaba como un niño y actuaba como un niño; pero ahora soy un hombre y he dejado atrás las niñerías.

Había habido una historia al comienzo —en su propia infancia y en la de la humanidad— en la que un niño podía habitar; una historia que uno podía tomar al pie de la letra, de Adányeva y Cristóbal Colón; y un sol con una cara, y una luna con otra, y todo un acervo de historias nunca desdeñadas, simplemente abandonadas, con gratitud, como un traje de baño que ya no te sirve. Historias que, como los adultos siempre le habían dado a entender, tampoco le servirían cuando, con ardiente literalidad, tratara de conseguir que le certificaran o explicaran uno u otro detalle sobrenatural; historias con una trama gastada, envejecida, que se desmenuzaba entre sus dedos. Cierta Nochebuena, cuando en el ala de los niños se había suscitado una acalorada discusión, Sam Oliphant había llevado a Pierce y a su prima Hildy, una niña un poco mayor que él, a su enorme dormitorio en los altos; y les había explicado minuciosamente todo lo relativo a Santa Claus; la explicación les pareció verdadera, y les procuró, además, una suerte de alivio, como el de un polluelo al romper el cascarón: Hildy y él admitidos en un círculo más amplio del mundo; «pero no digáis nada de esto a los otros», había añadido Sam, «son demasiado pequeños y les aguaríais la fiesta».

Más tarde, había vuelto a romper un cascarón, pero de una historia más trascendente: la de Dios y el cielo y el infierno y las cuatro virtudes cardinales y los siete misterios de la gloria y los nueve coros de ángeles. Todo en un solo día, le parecía al evocarlo, en un solo día había salido de todo eso con un suspiro de alivio, un ramalazo de pérdida y la resolución de no volver por ese camino nunca más, aunque pudiera, pero tampoco podía: era demasiado estrecho para que pudiera entrar en él, el intrincado mecanismo de un reloj que en adelante siempre llevaría dentro de él como una reliquia, que sacaría tal vez de tanto en tanto del bolsillo para contemplarlo, en perfectas condiciones de funcionamiento, sólo que detenido para siempre.

Y más: avanzando siempre hacia afuera, dejando atrás vastas esferas de significado, a través de los ciclos de la historia, no sólo Cristóbal Colón, que descubrió que la tierra era redonda, no sólo los Padres Fundadores y su aterradora sensatez, sino de universos enteros del pensamiento, cada uno de ellos empequeñeciéndose cuánto más iba él sabiendo acerca de ellos, hasta que se volvían demasiado pequeños para que pudiera habitar en su interior; y él continuaba saliendo y cerrando puertas detrás de él.

Y por fin llegaba al último, al más exterior de todos, al mundo real, ilimitado. Acerca del que nada podía decirse, porque para llegar a él, él y la raza humana, a cuya marcha incesante acababa de unirse, había tenido que atravesar cada uno de los universos de que era posible hablar. Los llevaba todos dentro de él; desnudo porque había crecido demasiado y ya ninguno de ellos podía contenerlo, miró a lo lejos, hacia el silencio y hacia las azarosas estrellas.

Algo espantoso le había sucedido.

Sin saber nada aún acerca de las técnicas de la Climateria, que mas tarde habría de aprender, Pierce no podía trazar la curva de su profunda desazón, aunque volviendo la vista atrás hubiera podido discernir con suficiente claridad lo que le había ocurrido: había caído bruscamente a la Meseta de sus veintiún años, su Tercer Climaterio. La desangelada síntesis que hiciera en Noate —la pose existencial y la petulancia del «sólo sé que no sé nada»— se había hecho pedazos, lo mismo que los trajes negros con que se vestía. La curva sinusoide de su vida se había dado vuelta como una montaña rusa, precipitándolo, a través de su año de tránsito descendente, al cenagal del fondo. Y hacia la primavera de 1967 estaba hundido en él.

Cuando ese mes de junio finalizaron las clases, Pierce volvió a Noate para concluir y registrar su tesis, para hacerla aprobar y publicar, pura y simplemente, en mérito a la elegancia de su estilo y sus análisis minuciosos aunque por momentos extravagantes. Él mismo la veía como una cosa muerta, y las horas de trabajo que había invertido en ella no hacían sino acrecentar esa impresión. Era una obra en pietra dura, o esferas chinas de marfil contenidas una dentro de otra, pero estaba acabada. Desde la biblioteca y los claustros de Noate (Barr estaba en su año sabático) escuchaba, como un eco lejano, las campanillas y los pífanos de la procesión. Alguien le dijo que, en los patios de la Universidad, mientras él tallaba filigranas en la biblioteca, había tenido lugar una manifestación pro-Dow o pro-Tao, no estaba seguro de cuál de los dos.

Pero en las calles de su barrio, la música sonaba más estridente.

La ciudad se había recogido las mugrientas faldas y, achacosa y reumática, se había puesto en pie y echado a andan en la fachada gris del edificio de la acera de enfrente, que Pierce conocía caá tan bien como su propia cara, habían pintado, durante su ausencia, lunares y estrellas y soles radiantes; a las viejas cabezas de piedra que se ocultaban como oscuras cariátides bajo los aleros, les habían abierto los ojos con pinturas brillantes, y ahora miraban, sorprendidas. Por todas partes había trashumantes, peregrinos con vestimentas exóticas; pero el barrio en que vivía Pierce semejaba, más que cualquier otro, una ciudad medieval en día de feria o festividad religiosa: había penitentes con túnicas naranjas y las cabezas rapadas cantando y contoneándose y sacudiéndose a los ritmos de un baile de San Vito; había gitanos que llegaban a la ciudad cargados de pieles y plumas y pendientes, que acampaban en las plazas astrosas de basura y desperdicios, y sacudían sus panderetas y robaban. Había buhoneros y malabaristas y camellos, había mujeres con largos vestidos de confección artesanal y ajorcas y pulseras de cobre, que se sentaban en el portal de su edificio y daban de mamar a sus bebés; había locos y monjes con hábitos grises y mendigos en andrajos que pedían limosna.

Pierce continuaba leyendo. Se había inventado la imprenta y las librerías se llenaron repentinamente de raras mercancías; había periódicos nuevos impresos en colores chillones, llamativos; había almanaques y libros de profecías, había escrituras extrañas, baladas, manifiestos. Profundamente sorprendido, Pierce empezó a descubrir entre ellos reediciones en colores brillantes de libros que habían significado mucho para él en su infancia, una infancia transcurrida mayormente entre cubiertas de libros, una infancia que ahora podía revivir con sólo abrir aquellos libros que no había vuelto a ver desde la antigüedad, desde su propia Edad de Oro.

Ahí estaban, por ejemplo, las obras de Frank Walker Barr de diez o veinte años atrás, respetuosamente reeditadas en una nueva colección en rústica, incluso las que Pierce conocía, como El cuerpo del tiempo o Mythosy Tyrannos; alguien había tenido la brillante idea de presentarlas bajo la sobrecubierta de un único cuadro titánico del Barroco, repleto de figuras, del que la cubierta de cada volumen era sólo un detalle, de modo tal que, la obra completa una vez editada, formara el cuadro entero. También estaba El rey Arturo para los más jóvenes, de Sidney Lanier, con todas las ilustraciones originales, tan rutilante y tan fría a su tacto como cierta mañana de Navidad; un ejemplar manoseado, con los cantos raídos, regalo de su padre, había permanecido largo tiempo en su biblioteca de niño. Y un libro que en el primer momento, bajo sus nuevas tapas blandas, no reconoció, para al instante descubrir, al abrirlo, como quien desenmascara a un amigo de la infancia, un texto que él conocía, porque era una simple reimpresión del que él había leído en la antigua edición. Era El viaje de Bruno, una especie de demografía, por un autor de novelas históricas, Fellowes Kraft; no recordaba nada de su contenido, salvo la profunda impresión que le había causado su lectura; de lo que pensaría de él ahora, no tenía la menor idea. La página en que lo había abierto era ésta:

La inmensa carcajada de Bruno cuando comprendió que Copérnico había invertido el universo ¿qué era sino deleite ante la confirmación de su certeza de que la Mente, en el centro de todas las cosas, contiene en su interior todo aquello de lo cual es el centro? Si a la Tierra, el antiguo centro, se la sabía ahora girando en algún lugar entre el centro y el espacio exterior; y si el Sol, que antes giraba en una órbita a mitad de camino, era ahora el centro, el cinturón de los astros había sido entonces sometido a una media vuelta como la de la cinta de Moebius. ¿Y la antigua circunferencia? ¿Qué había sido de ella? Se había convertido en algo absolutamente inimaginable: el universo estallaba en la infinitud, círculo del que la Mente, el centro, estaba en todas partes y la circunferencia en ninguna. El engañoso espejo de la finitud se había hecho añicos, reía Bruno, los reinos estelares eran un brazalete de pedrerías en la mano.

Copyright 1931. ¿Quiénes estaban publicando estas cosas nuevamente? ¿Cómo sabían que él las necesitaba? ¿Por qué las veía él debajo de los brazos, en las carteras con borlas de los effendu de los guardabosques, de los injuns de las calles atormentadas por los tamboriles? Pierce tenía la extraña sensación de que puertas aherrojadas dentro de él desde hacía mucho tiempo se estaban forzando, que en la amnistía general del carnaval, algo encarcelado en él desde la pubertad estaba a punto de salir —un poco por error— en libertad, al aire libre, para ser saludado con aclamaciones por la alegre muchedumbre.

¿Algo? ¿Qué? Cuando llegó el frío, las bullangueras multitudes buscaron cobijo, acurrucándose, envueltas en pieles decrépitas, en los zaguanes, en los lugares públicos con calefacción. Pierce acogía por una noche o una semana a extrañas criaturas perdidas; muchachos con resfríos de cabeza, lejos del hogar, cocinaban arroz integral en su hornillo, las chicas ejecutaban, sentadas en el suelo en posición de loto, sencillas artesanías nativas, compartían la cama, reanudaban su peregrinaje. En sus interminables disquisiciones sin puntuación, una papilla de posibilidades quiméricas, tan reales para ellos como irreales eran la ciudad peligrosa y el circundante mundo cotidiano, Pierce oía, radiante de alegría y con una viva desazón, el fin, no el fin del mundo, no, sino el de ese mundo en el que él había crecido, el mundo que todo hombre, llegado a la edad adulta, imagina que nunca habrá de cambiar. La Climateria llegaría un día a sugerirle que el mundo crece sin cesar y estalla en posibilidades, se rebela contra el pasado, elabora el futuro y se sosiega para hacerse ponderado y viejo, todo en exactamente la misma pautada secuencia en que lo experimenta en su vida cada ser humano; pero Pierce no conocía la Climateria en ese entonces: se dejó crecer el pelo, y contemplaba la procesión desde su ventana. Y pensaba: Ahora, ya nada volverá, nunca jamás, a ser igual.