Cuatro
La primera vez que Rosie la había visto, en marzo, viento y lluvia, se sintió hostilizada, rechazada; era como la casa de un ermitaño o de un hechicero, solitaria en un collado boscoso, al final de un largo camino de entrada de tierra, casi una carretera, que zigzagueaba a través de campos desnudos y pedregosos. Y era además una de esas casas que, a la mirada de ciertos ojos, cierta noche parecen tener una cara: los ojos encapotados de un par de ventanas con postigos cerrados, una a cada lado de la nariz y la boca de una puerta y su montante, una barbilla de peldaños curvos, unos mostachos de hirsuta balsamina. Rosie recordó una frase del poema «El reino del sueño de la muerte», del que ésta parecía ser la atalaya o la cabaña del guardián. Yen el fondo, más allá de los pinos oscuros que gesticulaban impenetrables se alzaban las colinas.
Cuando Pierce la vio por primera vez, el tiempo había cambiado, y era simplemente una casita falso Tudor, estuco, ladrillo y ladera, más bien poco convincente; los aleros eran profundos, redondeados como si fueran de paja, —pero en realidad eran de tejas de papel alquitranado; las chimeneas rosa viejo, los numerosos sombreretes, las ventanas de parteluz y los rosales trepadores en emparrados, todo ello decía 1920 y no 1520. Los pinos, sin embargo, allá en los fondos siempre en sombra, y los ojos de la casa todavía ciegos.
Lo que Pierce tenía que hacer era entrar en esa casa con Rosie y ver lo que podría ver; hacer una evaluación general, o algo así, Rosie no estaba demasiado segura, pero sí lo estaba de no tener ni la competencia necesaria ni el deseo de hacerlo todo sola. Ése era el favor. Poner en orden lo que encontraran, catalogarlo quizá, decidir si vender o no los libros y el resto de las cosas, si valían la pena —ése era el trabajo. Si él estaba dispuesto a hacerlo.
—Mientras haya luz de día —dijo Rosie—. Sólo para echar un vistazo.
Y así, al atardecer (finalizado, con Pierce a duras penas último, el partido de cróquet) treparon a la Bison con un par de botellas de cerveza rescatadas de las ofrendas para la fiesta, y partieron a toda marcha; Val los despedía a gritos con comentarios irónicos, Rosie saludaba a todos agitando los brazos, y los perros, en el compartimento trasero, ladraban triunfantes.
—Lo he ido postergando y postergando durante tanto tiempo —dijo Rosie, cobijando las botellas entre sus muslos—. ¿De veras no tenías ningún otro plan?
—Ninguno —dijo Pierce. El enorme vehículo rodaba con estruendo cuesta abajo, ocupando como siempre más de la mitad que le correspondía de la carretera—. ¿No es lo habitual tener un espejo para mirar atrás? —Señaló un grumo de pegamento en el parabrisas, donde no había espejo alguno.
—Ya te habituarás a nuestras rarezas —dijo Rosie. Le sonrió de soslayo—. ¿Así que piensas quedarte? ¿No? ¿Establecerte aquí, eh? Casarte tal vez.
—Ja, ja —dijo él—. ¿Tú estás casada?
—No —dijo ella, no del todo sincera.
Había decidido no volver a mencionar a Spofford. No porque la hubiera ofendido el hecho de que, al fin, no apareciera para jugar al cróquet, ni llamara para justificarse. No. Simplemente había decidido que no lo haría. Ninguna razón. Ningún plan.
—Fue una historia más bien triste, supongo —dijo, mientras atravesaban el pueblo de Stonykill—. Boney dice que, al final, se había quedado casi completamente sordo. Y muy pobre. Era un hombrecito animoso y en realidad nunca se vino del todo abajo, pero el brillo de su traje de luces empezó a desgastarse. Así es como yo imagino las cosas.
—Hum —dijo Pierce, viendo pasar Stonykill: un centro industrial, casi despoblado, una fábrica en ruinas, muros sin techo, perforados por ventanas ojivales que, con el detalle gótico de la chimenea y la torre del reloj, sugerían una ruinosa abadía, también poco convincente.
—Solía bajar a pie hasta el pueblo a encargar sus provisiones —dijo Rosie, señalando un almacén de ramos generales—. Y a comprar una botella y los periódicos. Con Scotty.
—¿Scotty?
—El perro. —Había salido de la carretera y ahora subían una cuesta empinada—. Lo más triste fue cuando se le murió el perro. Casi lo mata también a él, de pena. Creo que eso fue lo más triste que le sucedió en su vida. Quizá cuando su madre… ¡Oh! Ay, ay. —Había apretado a fondo el servofreno, lanzando a Pierce contra el tablero. Estirando el cuello, para atisbar entre las cabezas de los perros, que también se habían precipitado hacia adelante, retrocedió en medio de una lluvia de pedregullo, hasta el ancho portón de aluminio asegurado a viejos pilares de piedra que cerraba la entrada—. Me pasé un poco. Pero aquí estamos.
No había podido encontrar la llave del candado del portón, de modo que tuvieron que ir andando hasta la casa por el largo sendero polvoriento. En vuelo hacia los pinos, graznaban los grajos. El curso del oriplata atardecer de verano —tiempo de aprovechamiento de luz solar— parecía haberse detenido como si fuese a durar eternamente.
—¿Quieres ver la tumba de Scotty? —preguntó ella—. Está por aquí, en el fondo.
—Creía que nunca habías estado aquí.
—Vine una vez. Miré por las ventanas. Pero no me atreví a entrar.
Rodearon la casa, silenciosa y atenta, hasta llegar a los fondos, porque la llave de que Rosie disponía era la de la puerta de la cocina, una puerta de dos batientes horizontales, con una arcada redonda.
—Oye, no sabes cuánto te lo agradezco —dijo, luchando con la cerradura herrumbrada.
—No te preocupes —dijo él—. Es interesante. Y estoy seguro de que encontraré algún favor para pedirte a cambio.
—Cuando quieras —dijo ella, y la llave giró.
—Clases de conducir. —No era su tipo, no. Pero al menos, no estaba casada y no era la novia de su único amigo en el condado.
—Seguro —dijo ella—. Puedes conducir a la vuelta. —Abrió la puerta, y entraron en la helada cocina—. Bueno —dijo Rosie, cuando hubo cerrado la puerta. Sintió el impulso de tomar la mano de Pierce, una seguridad en el silencio—. Bueno.
La casa, cerrada durante tanto tiempo a cal y canto, olía a moho, a la guarida de un animal salvaje, y la débil luz que se filtraba por las ventanas emplomadas la hacía parecerse aún más a una caverna. Un solterón había vivido aquí, un solterón en tiempos puntilloso en su cuidado personal y el de su entorno pero que había acabado por dejarse estar, acostumbrándose, con el tiempo, a la desidia, y a la larga incapaz siquiera de percibirla. El mobiliario era de buena calidad, y bien elegido, pero estaba sucio y un poco deteriorado, una lámpara reparada con esparadrapo, un paraguas invertido para sostener un cenicero al lado del gran sillón. El animal que aquí tuvo su guarida se había apoltronado en ese sillón que aún conservaba su forma; esa huella pálida en la alfombra, desde el sillón hasta el Magnavox y el bargueño de los licores, había sido trazada por sus pies empantuflados. En presencia de toda esa intimidad, Pierce se sintió casi un intruso.
—Libros —dijo Rosie.
Los había por todas partes, libros en altas estanterías, libros apilados en los rincones, encima de las sillas y al lado de ellas, libros abiertos sobre otros libros abiertos; atlas, enciclopedias, novelas con cubiertas de colores brillantes, grandes álbumes de arte de papel satinado. Pierce eligió el sendero de menor resistencia, el que abriera Kraft por entre las islas y arrecifes de libros, hacia un gabinete de cristal que contenía más libros.
Lo abrió con una llave que estaba en la cerradura.
—Deberíamos ser sistemáticos, supongo —dijo—. Más sistemáticos.
Varias de las cosas contenidas en esta vitrina estaban cuidadosamente envueltas en esas bolsas de plástico en que se guardan las reliquias. Una de ellas parecía contener las páginas de un manuscrito medieval. Una etiqueta mecanografiada rezaba pica trix. Pierce cerró la puerta, súbitamente intimidado; los libros más queridos de un hombre.
—Bueno —dijo Rosie. La aprehensión que la había sobrecogido al entrar la había abandonado; empezaba a sentirse curiosamente a gusto aquí, en la casa de aquel hombre extraño, con este desconocido. El ver a Pierce tocando los libros de la vitrina le había hecho pensar que acababa de presentar a dos hombres que no podían ser otra cosa que amigos—. ¿Quieres curiosear un poco por aquí abajo? Yo iré arriba.
—De acuerdo.
Durante un rato permaneció a solas en la salita. Había quemaduras de cigarrillo —pero ¿por qué?—, a todo lo largo del antepecho de la ventana, junto a la mecedora. La casa entera parecía oscurecida por el humo, como esas cabañas comunales de los mohawk. Se dio vuelta. El sendero tomaba ese rumbo, a través del diseño asimétrico y excéntrico que el arquitecto había esperado resultara pintoresco, y conducía a un cuarto pequeño, sorprendentemente pequeño, en los fondos de la casa, cuyo uso parecía obvio, y en cuyo umbral Pierce se detuvo aún más intimidado que antes. Estaba atestado como un gallinero, y equipado con calculada minucia. Apenas si había sitio suficiente para el escritorio, ni siquiera un escritorio sino una ancha superficie empotrada, no con mucha eficiencia, debajo de las ventanas de parteluz. Y entre ventana y ventana, algunos altos anaqueles; y dos gabinetes de acero gris, con unos rótulos que a Pierce le resultaron ininteligibles. Había un viejo calentador eléctrico, un cenicero de pie, de vestíbulo de hotel, una lámpara de oficina con brazo extensible, que podía alargarse para iluminar esa Remington negra.
Allí se habría sentado él; a través de esas ventanas contemplaría el día. Se calaría las gafas que, por ser demasiado vanidoso, no usaba en otros sitios, encendería el decimotercer cigarrillo del día, y lo dejaría en el cenicero… Pondría en la máquina una hoja de papel… Una hoja de este papel: aquí, al alcance de la mano, había una caja de una resma de ese ordinario papel amarillo que sin duda utilizaba para los primeros borradores. Esfinge. Pierce la abrió. La tapa se adhirió a la base a causa del vacío creado por el tirón; estaba casi llena de papel, pero no de papel en blanco.
Eran un texto mecanografiado, páginas sin numerar, pero aparentemente consecutivas, el borrador de una novela. Con ambas manos, como quien saca un pastel del horno, o un bebé de su cuna, Pierce levantó la pila y la depositó sobre el escritorio. Fuera de la casa, en el anochecer, un perro ladró. ¿Scotty?
No había una portada pero la primera página tenía algo que acaso fuera un epígrafe:
Descubro que soy el Caballero Parsifal.
Parsifal descubre que su gesta en busca del Grial es la gesta en busca del Grial de todos los hombres. En ese instante el Grial está naciendo, fruto de un laborioso parto en todo el mundo al mismo tiempo. Con un inmenso quejido el mundo despierta por un momento de su letargo, para expulsar el Grial como una piedra; todo ha terminado; Parsifal olvida lo que al partir se proponía hacer, yo olvido que soy Parsifal, el mundo gira otra vez y vuelve a dormirse, y yo desaparezco.
Este texto era atribuido, al pie (mediante un rápido trazo a lápiz, como una idea tardía o una ocurrencia repentina) a Novalis. A Pierce le parecía extraño. Levantó la reseca hoja amarilla, frágil, los cantos ya parduscos. La segunda página se titulaba «Prólogo en el Cielo», y las primeras palabras eran las siguientes:
Había ángeles en el cristal, dos cuatro seis, entrando uno detrás de otro siempre sitio para uno más; se cogían del brazo o enlazaban las manos por detrás de la espalda y miraban a los dos mortales que los observaban. Todos iban vestidos de verde y ostentaban lazos o guirnaldas de flores y hojas verdes en las sueltas cabelleras; en los ojos el resplandor de una extraña alegría, y los nombres de todos ellos comenzaban con la letra A.
Arriba, una puerta se cerró con un ruido sordo, y Pierce levantó la cabeza, los pies de Rosie cruzaban y recruzaban la habitación de la planta alta, fisgoneando, Pierce ojeó rápidamente unas páginas más del voluminoso montón y encontró el capítulo uno:
Hubo una vez un tiempo en el que el mundo no era como nosotros hoy lo conocemos. Tenía una historia diferente y un futuro diferente. Y también diferentes eran las leyes que lo gobernaban…
Al pie de esa página había un nombre y una fecha que Pierce conocía; y una vivencia de su infancia volvió a él, cuándo, dónde, esa suave oleada de memoria física, innominada, que un olor o un sonido pueden despertar.
Acercó la dura silla de Fellowes Kraft y se sentó en ella; apoyo el codo sobre el escritorio y la mejilla en la palma de la mano, y empezó a leer.