Cinco
Hubo una vez un tiempo en el que el mundo no era como nosotros hoy lo conocemos, un tiempo en el que funcionaba de una manera diferente; tenía una historia diferente y un futuro diferente. Su carne y sus huesos mismos, las leyes físicas que lo gobernaban, eran distintas que las que nosotros conocemos.
Cada vez que el mundo transita de lo que ha sido a lo que habrá de ser, adquiriendo así un pasado diferente y un diferente futuro, hay un brevísimo instante en el que todos los universos posibles, toda posible extensión del Ser en el espacio y en el tiempo, están detenidos en suspenso ante el umbral del devenir, antes de que todos, salvo uno de ellos, vuelvan una vez más a la inexistencia; y el mundo es como es, y no como era, y todos los que en él habitan olvidan que pudo ser, o ha sido alguna vez distinto de como es ahora.
Y en el instante mismo en que el mundo transita de lo-que-ha-sido a lo-que-habrá-de-ser, y todas las posibilidades aparecen por un momento apenas a la luz y a ninguna de ellas se ha elegido aún, todas las otras cesuras de tiempo similares (porque ha habido varias) pueden también tornarse visibles: tal como los meandros del camino ascendente de montaña, de pronto, pueden tornársele oíbles a alguien que la escala, en el mismo momento en que su automóvil se balancea distante en el ápice de la curva que está tomando, y ve de dónde ha venido, y divisa allá abajo, a lo lejos, un sedán azul que también va ascendiendo.
Ésta es la historia de uno de esos momentos, y de aquellos hombres y mujeres y otros que lo reconocieron. Ahora ellos están muertos, o dormidos, o no figuran en la historia que el mundo ha llegado a tener; y ese momento aparece, a nuestros ojos, muy distinto de como lo veían ellos. Yo abro hoy un libro, una historia de aquellos tiempos, y lo que me dice no me sorprende. Por muy equivocada que haya sido la concepción que ellos tenían de su mundo (y al parecer incluso delirante, pues lo poblaban de dioses y de monstruos, de comarcas inexistentes con historias imaginarias, de metales, plantas y animales fantásticos, dotados de poderes también imaginarios), en realidad habitaron en el mismo mundo en el que habito yo: tenía estos animales y estas plantas que yo conozco, este sol y estas estrellas, y no otros.
Y sin embargo, entre las páginas de mi libro de historia, en sus intersticios, atisbo yo la sombra de otra historia y de otro mundo, simétrico a él, y a la vez tan diferente de él como el sueño lo es de la vigilia.
Este mundo; esta historia.
En el año 1564, un joven napolitano de la antigua ciudad de Nola, cometiendo el gran error de su vida, ingresó en el monasterio dominico de San Domenico Maggiore, en Nápoles. No fue, claro está, una decisión puramente suya; como su padre era un soldado en retiro, sin tierras ni fortuna, y el muchacho era brillante, (eso decía el cura de la parroquia) y un tanto díscolo, en verdad, no quedaba para él otro camino que la iglesia. Pero la de los dominicos, pese a ser la orden más grande y poderosa del reino de Nápoles, no era la orden adecuada para este muchacho. Tal vez, si hubiese entrado en una orden más modesta, menos poderosa, alguna industriosa congregación de franciscanos menores, o la más tolerante de los benedictinos, o incluso en un monasterio de clausura capuchino, se le habría permitido disfrutar de la paz necesaria para soñar sus sueños. De haber escogido la Compañía de Jesús, los jesuitas habrían encontrado la forma de aprovechar, para sus propios fines, su soberbia, sus extrañas dotes y hasta su repugnancia por la cristiandad; la Compañía habría sabido cómo hacerlo.
Pero los dominicos, esa orden de frailes predicadores, que se había arrogado la misión de mantener puras la Iglesia y sus doctrinas; los dominicos que, haciendo un juego de palabras, se daban a sí mismos el nombre de Domini canes, las jaurías del Señor, lebreles blanquinegros ansiosos por cercar y abatir a su presa, la herejía, no, no era la orden adecuada para encarcelar al joven Filippo Bruno, quien recibió el nombre de Giordano cuando vistió el hábito blanco y negro. La orden no alentaba el pensamiento independiente; jamás habría de perdonar que el joven nolano les volviera la espalda para llevar por el mundo sus herejías; y al final, lo tendrían para siempre en su poder, amarrado a una pira, en Roma.
Mas allí está, por ahora, en el monasterio de San Domenico, recorriendo a paso lento la nave diestra de la iglesia, esquivando a holgazanes y sicarios, interrumpiendo encuentros de amor furtivos. En cada capilla lateral se detiene, en cada nicho de estatua, cada sección arquitectónica, y permanece, largo rato, delante de ella, largo rato, pensativo, antes de pasar a la siguiente. Pero ¿qué está haciendo?
Está memorizando pieza por pieza la iglesia de San Domenico, a fin de utilizarla como depósito o archivo secreto para recordar otras cosas.
Más de cien años atrás habíase iniciado la confección de libros por medio de la nueva ars artificialiter scribendi, el arte de escribir artificialmente, la imprenta. Miles de libros han sido impresos ya. Pero en los grandes monasterios de los dominicos la era del escriba, la era del manuscrito, la era de la memoria no ha terminado aún. No cesan de aparecer manuales impresos sobre la forma de predicar sermones, breviarios y libros de homilías, y exégesis de las Escrituras para uso de los sacerdotes, pero la orden de los Frailes Predicadores continúa iniciando a sus novicios en los misterios de las artes de la memoria, antiguas como el pensamiento.
Elige un edificio público espacioso e intrincado —una iglesia, por ejemplo— y apréndelo de memoria, cada altar lateral, cada capilla, cada nicho para estatua y cada ojiva. Marca cada quinta parte de ese ámbito, en tu imaginación, con una mano; marca cada décima parte de ese espacio con una X. Tu casa de la memoria ya está preparada. Para usarla, para recordar, por ejemplo, el contenido de un sermón que has de pronunciar, o un manuscrito de derecho canónico, o el breviario de un confesor, con los pecados y sus correspondientes castigos, debes proyectar en tu mente imágenes vividas que representen las distintas ideas que deseas recordar. Aristóteles dice claramente, y Santo Tomás lo reitera, que las similitudes corporales estimulan la memoria más fácilmente que las nociones desnudas. De tal modo, si tu sermón versa sobre los Siete Pecados Capitales, encárnalos en personajes horrendos y malvados que muestren los signos distintivos de su condición (de la boca de la envidia sale, en vez de lengua, una víbora repugnante; los ojos de la cólera lanzan llamaradas rojas, y está armada hasta los dientes). A continuación sitúa a tus personajes en los lugares que les corresponden, en orden, alrededor de la iglesia o la plaza o el palacio que tienes en la memoria, y a medida que hables, cada uno de ellos, por turno, te exhortará. Ahora habla de mí, ahora habla de mí.
Así fue cómo los escolásticos elaboraron y enriquecieron un recurso retórico mencionado brevemente por Cicerón y Quintiliano; y en la época en que el Hermano Giordano se dedicaba a aprender de memoria la iglesia de San Domenico, ni siquiera sus espacios infinitamente desplegables resultaban suficientes para contener lo que él quería recordar. La patrística, la teología moral, los summulae logicales, la hagiografía, el contenido de compendios, enciclopedias y bestiarios, la misma historia en mil versiones diferentes: la pasión frailera de coleccionar, disecar, dividir y multiplicar nociones, llenaban a rebosar las catedrales de la memoria, del mismo modo que las de piedra desbordaban de gárgolas, santos de cristal, pasiones, pilas de bautismo, tumbas y Juicios Finales.
Y cuanto más se acrecentaba la cantidad de cosas para memorizar, más se expandían, dividían y multiplicaban los medios para evocarlas. El Hermano Giordano aprendía de memoria nuevas reglas de memoria. Memorizó un sistema para recordar no tan sólo nociones e ideas, sino las palabras mismas del texto, sustituyendo unas palabras por otras: así, la imagen mental de una ciudad (Roma) le recuerda al orador que a continuación debe hablar del amor (amor); más aún: había reglas para recordar, no las palabras, sino las letras de las palabras, una imagen para cada letra, cierta similitud corporal; de modo que la palabra Nola estaba constituida en la mente del nolano por un arco, una piedra de molino, una azada y un compás; y la palabra indivisibilitate, por un revoltijo de trastos viejos en un desván. Giordano descubrió que podía hacer esos trucos con facilidad; compuso un alfabeto de pájaros, ánsar, el ganso para la A, bubo, el búho, para la B, y así sucesivamente; y lo elaboró hasta que pudo conseguir que la frase In principio eral Verbum revoloteara y se posara sobre sus hombros como una bandada de pájaros. La única dificultad con que tropezó fue la de cómo expulsar las cosas que antes pusiera en cada sido, y liberar la iglesia de San Domenico Maggiore de sus pájaros, azadas, palas, escaleras, figuras alegóricas con serpientes por lenguas, capitanes gesticulantes, anclas, espadas, santos y bestias.
—¿Es lícito, entonces, cuando ya no te quedan sitios que llenar, construir nuevos sitios en la imaginación, adosados a aquellos otros?
—Lo es, Frater Jordanus, si procedes de forma correcta. Debes imaginar una línea que corra de oeste a este, y sobre ella erigirás torres imaginarías, para utilizarlas como casas de memoria. Las torres pueden multiplicarse tantas veces como tú quieras, si las modificas, si las haces girar hacia este lado y el otro, persursum, deorsum, anteorsum, dextrorsum, sinistrorsum… —Las manos del hermano instructor torneaban y hacían rotar una torre imaginaría.
—Sí —dijo Giordano—. Sí.
—Pero eso sí —dijo el hermano instructor alzando un dedo—: sólo deberás usar esas torres para ejercitar y fortalecer la memoria. ¿Has oído? No para recordar. ¿Me escuchas, frater Jordanus?
Mas ya una línea de torres imaginarías había comenzado a extenderse hacia el oeste, desde la puerta de San Domenico: torres muy semejantes a las que el Hermano Giordano recordaba de su infancia nolana. Cada año, en Nola, para honrar al patrono de la ciudad, San Paulino, en su fiesta onomástica, las diversas cofradías construían y desplegaban altas torres de madera y batán y lona, llamadas guglie: construcciones de numerosos pisos, con balcones y cúpulas, provistas de ventanas y aberturas grandes y pequeñas, que mostraban escenas de la vida del santo o de la Pasión, o de romances, o de la vida de la Virgen. Pintadas por dentro y por fuera, esas guglie estaban recamadas de querubines rosados, estrellas, zodíacos, emblemas, exhortos, cruces y rosarios, perros y gatos. El día de San Paulino, las guglie se exhibían a la multitud, y luego —el momento más maravilloso— cada guglie era levantada en andas por treinta jóvenes robustos, quienes no sólo las paseaban por las calles Populosas y engalanadas, sino que, al llegar a la plaza de la iglesia, las hacían bailar. Los mocetones, gruñendo y alentándose a gritos los uno a los otros, las hacían inclinarse, saludar, girar y girar al compás de la música: danzar una con otra en medio de la gente que danzaba en torno de ellas, mientras las escenas delirantes aparecían y desaparecían de las ventanas y puertas, mientras las torres giraban, y daban vueltas a derecha y a izquierda saludando, inclinándose, persursum, deorsum, dextrorsum, sinistrorsum.
Y sin embargo —solía pensar Bruno, viendo por el estrecho ventanuco de su celda una pálida franja de anochecer, una sola estrella encendida— ni siquiera una línea infinita de guglie que corriera de este a oeste y que cambiara constantemente alcanzaría para contener todo cuanto él había visto y pensado en su corta vida, que a él se le antojaba tan infinitamente larga como si nunca hubiera tenido un comienzo. Ni aún cada una de las hojas cuya sombra lo rozara, ni cada una de las uvas que había triturado contra su paladar; ni cada piedra, cada voz, estrella, perro, rosa. Sólo memorizando el universo entero, sólo plasmándolas en un universo de imágenes, podrían recordarse todas las cosas del universo.
—¿Es lícito utilizar los espacios del firmamento, quiero decir, el zodíaco y sus casas, las mansiones de la luna, para los fines de la memoria? ¿Y las imágenes de las estrellas como imágenes para recordar las cosas?
—No lo es, Frater Jordanus.
—Pero Cicerón, en su segunda retórica, dice que en tiempos remotos…
—No es lícito, frater Jordanus. Expandir y ejercitar la memoria mediante artificios es una noble tarea; buscar ayuda en las estrellas no es para los de tu condición. Tú no comprendes ni a Cicerón ni a las estrellas. Y por este pero cumplirás penitencia de rodillas, una larga penitencia.
Además de aprender a escribir interiormente con imágenes, de la forma por la que eran famosos los dominicos, el Hermano Giordano también aprendió a escribir con pluma y tinta; a escribir con una ágil y menuda letra de copista, un latín frailuno, no rozado por el umanismo, un latín aprendido en los libros que le daban para leer. Leyó a Alberto Magno y leyó a Santo Tomás, los grandes doctores eruditos de su orden; adosó su propia catedral interiora la catedral, dividida en ábside, nave, coro, partes y partes de partes, de la Summa theologica de Santo Tomás. Gracias a Tomás conoció a aquel a quien Tomás llamaba simplemente el Filósofo, Aristóteles. Aristóteles: un cúmulo de manuscritos pringosos por el uso, copiados y recopiados, glosados e interpolados y que se habían vuelto casi ininteligibles debido a la acrescencia de pequeños errores.
Todas las cosas buscan las esferas que les son propias. Lo que es pesado, como las piedras y la tierra, busca el centro del universo, que es lo más pesado; las cosas más ligeras, como el aire y el mego, saltan hacia arriba, hacia sus esferas, que son más ligeras.
La esfera más recóndita y pesada es la tierra, y le sigue la esfera del agua, que asciende como rocío y desciende como lluvia. Las siguientes son las esferas del aire y el fuego, y a continuación, la esfera de la luna. Todo cambio, toda decadencia y corrupción, todo nacimiento y muerte, tiene lugar en las esferas de los elementos, debajo de la esfera de la luna; más allá de la luna se extienden las regiones inmutables. Aquello que no sufre cambio alguno es más perfecto que lo que está sujeto a cambio; los planetas son materia perfecta, incomparable a nada que nosotros conozcamos, engarzados en perfectas esferas de cristal que al girar marcan el tiempo. Estas siete esferas se hallan contenidas dentro de una octava, la esfera de cristal, en cuyo interior están engastadas las estrellas. Y ésta, a su vez, está contenida dentro de la esfera suprema, la esfera que al girar hace girar todas las demás: la Primum Mobile, a su vez movida por el dedo de Dios. Porque nada se mueve a menos que alguien lo mueva.
Mejilla en mano, en la biblioteca, rodeado por los frailes, que cabeceaban somnolientos, el Hermano Giordano, como un hombre que construye un barco dentro de una botella, ensamblaba en su interior los cielos y la tierra de Aristóteles. Se supone que el tiempo es el movimiento de la Esfera porque los movimientos son medidos por ella y el tiempo es medido por este movimiento. ¿Cómo? En torno de él, los hermanos bisbiseaban, leyendo sus libros, una docena de voces leyendo una docena de textos, zumbando como avispas estúpidas. Esto explica también el dicho popular de que los asuntos humanos forman un circulo y que hay un círculo en todas las demás cosas que tienen un movimiento natural y nacen y mueren.
Bruno suspiró, un sabor plomizo en su mente como el del bochornoso día de verano. ¿Por qué es mejor la inmutabilidad que el cambio? La vida es cambio, y la vida es mejor que la muerte. El fluido de esferas perfectas era semejante al mundo que muestran los pintores, en el cual simulan que a unas pocas leguas por encima de las montañas pasa una luna semejante a un melón, y como chispas, pasan las estrellas y que por encima de ellas Dios se inclina, a través de las esferas, para escudriñar. Era un universo demasiado pequeño, demasiado precario; un arcón vado, con precintos de hierro.
Pero había otros libros.
Como tantas otras bibliotecas monásticas, la de San Domenico era una especie de basural de los escritos de un milenio; nadie sabía todo lo que el monasterio contenía, ni qué había sido de todo cuanto los monjes copiaran, compraran, escribieran, comentaran, desecharan y coleccionaran en el correr de los siglos. El viejo bibliotecario, Fra’ Benedetto, guardaba en su cabeza un largo catálogo, que podía recordar porque lo había compuesto en rima; pero había libros que no figuraban en él, porque no rimaban. Había un Palacio de la Memoria en el cual todas las categorías de libros, y todas las subdivisiones de esas categorías tenían un sitio, pero hacía tiempo que había sido llenado hasta el tope, y clausurado y abandonado. Había también un inventario escrito en el cual se registraba cada libro adquirido; y si uno sabía cuándo había sido adquirido el libro, podía hallarlo en él. A menos, claro está, que hubiera sido encuadernado junto con otro, o con otros varios; pues, de ordinario, sólo el incipit del primero figuraba en el catálogo. Los otros se perdían.
De este modo, dentro de la biblioteca, que Fra’ Benedetto, el prior y el abad conocían, había crecido otra biblioteca que quienes leían de ella no catalogaban y no querían que se catalogase. Fra’ Benedetto sabía que poseía la Summa theologiae de Alberto Magno y su libro Del Sueño y la Vigilia, ignoraba que tenía el Libro de los secretos de Alberto Magno y su Tratado sobre la alquimia. Pero Fra’ Giordano lo sabía. Fra’ Benedetto sabía que poseía la Esfera de Sacrobosco, porque toda institución erudita debía tenerla, era el texto universal de la astronomía aristotélica. Tenía de ella varias copias manuscritas, así como algunos textos impresos. No sabía que, junto con uno de los manuscritos, se hallaba el Comentario sobre la Esfera, de Ceceo de Ascoli, a quien la Iglesia había quemado por hereje unos doscientos años atrás.
Él no lo sabía, pero Fra’ Giordano sí. Fra’ Giordano leyó el comentario de Ceceo encerrado en la letrina, paladeándolo como si se tratara de un vino de ambrosía. Las estrellas alteran los cuatro elementos, y a través de los elementos nuestros cuerpos y a través de nuestros cuerpos nuestras almas: en las estrellas están dadas las Razones del Mundo; y el horóscopo de Jesús fue trazado a su nacimiento por Dios, afín de que sufriera el destino que tuvo. Bajo ciertas constelaciones y conjunciones propicias, nacen hombres divinos, Moisés, Simón el Mago, Merlín, Hermes el Tres-Veces-Grande (Giordano leía esta diversidad de nombres con un intenso estremecimiento de asombro; ¡que pudieran figurar, en una misma lista como personas de igual condición!). Infinidad de espíritus, buenos y malos, llenan los cielos en constante movimiento, cruzando el zodíaco en todas direcciones; los fundadores de las nuevas religiones nacen de ellos, de los íncubos y súcubos que habitan en los coluros, las franjas que separan los solsticios de los equinoccios.
Esas esferas perfectas contendrían, al parecer, una atareada muchedumbre.
En la biblioteca, el Hermano Giordano leía los libros que un doctor en Teología debía leer; leía a los Padres, leía a Gerónimo, y a Ambrosio y a San Agustín y a Tomás de Aquino; los mascaba y los rumiaba como come papel una cabra, y los excretaba en examenes y recitationes.
En la letrina, leyó a Ceceo. Leyó el libro de Salomón sobre las Sombras de las Ideas. Leyó a Marsilio Ficino, De vita coelitis comparando, sobre cómo atraer a la tierra la vida de los cielos por medio de talismanes y encantamientos. La letrina era la biblioteca secreta de San Domenico; allí los libros eran leídos y pasados de mano en mano, allí eran escondidos, allí eran canjeados por otros. Giordano era su bibliotecario. Conocía y recordaba cada libro, qué sitio ocupaba en los anaqueles de Fra’ Benedetto, quiénes lo habían pedido y qué contenían. En su vasto y creciente Palacio de la Memoria, el Firmamento entero en miniatura no ocupaba casi ningún lugar.
Sus hermanos se maravillaban de la memoria de Giordano y murmuraban en secreto sobre cómo la habría adquirido; Giordano los dejaba murmurar. Adictos a las habladurías y a las salchichas, nunca se atreverían a utilizar las estrellas. Pero Giordano sí.
Mientras tanto, el enorme sol ardía en el cielo azul, azul: los cruceros de placer y algunos galeones de guerra se deslizaban por la bahía, la bahía de azur moteada por las crestas plateadas de las pequeñas olas. El virrey español (porque el reino de Nápoles era una posesión de la corona española) paseaba por la ciudad vestido de negro español, en su calesín negro; si en su camino se cruzaba con el Santo Sacramento llevado por las calles para un enfermo o un moribundo, el virrey se apeaba y se unía a la procesión, siguiéndola humildemente hasta su destino. Año tras año la sangre coagulada de San Genaro, que se conservaba en la catedral, se licuaba y fluía, como recién derramada, en el día de su fiesta onomástica; y el pueblo y los sacerdotes y el cardenal y el virrey lloraban y gemían a gritos, o contenían la respiración llenos de un temor reverente. Algunos años la sangre tardaba en licuarse y el populacho, apiñado en la catedral, se ponía irascible y se armaba alguna gresca.
Siempre había tumultos; siempre estaban los pobres, hacinados en las altas casas cerradas de los arrabales portuarios, en los angostos callejones repletos de basura, donde los niños crecían como la mala hierba, descuidados, salvajes y numerosos. Mendigaban con persistencia, robaban con astucia; se reían por igual de los pulcinelle en los tablados cercanos a la Piazza del Castello y de los extravagantes adioses de un bandolero, a punto de ser ahorcado en la Piazza del Mercato. Durante el día, los mendigos yacían desnudos en los muelles; por la noche, las pescaderas bailaban la tarantela en los lisos tejados de las cabañas que circundaban la bahía, a la luz de la luna.
La luna arrancaba de la tierra lágrimas húmedas, atrayéndolas hada arriba, en virtud de su propia naturaleza, también en virtud de su acción, en los pantanos de los estuarios del río y en las fosas marinas, se generaban sapos, cangrejos y caracolas. En las noches de luna llena, los perros de toda la ciudad alzaban hacia ella el morro y aullaban. Y cuando su estrella, Sirio, aparecía con el sol, enloquecían, y los matadores de perros salían entonces a capturarlos.
En los bosques de árboles muertos, en las vísceras de los perros muertos, generábanse gusanos; de las entrañas de los leones muertos nacían abejas, o eso se decía, aunque pocos eran los que habían visto un león muerto. Las crines de los caballos al caer en un abrevadero se transformaban en serpientes, y de tanto en tanto podía verse alguna en el comienzo de la mutación: una crin que empezaba a sacudirse sinuosamente en medio de otras, que aún flotaban quietas. El sol resplandecía, y los heliotropos, en el jardín del Pizzofalcone, alzaban los rostros hacia él; y en el bestiario del virrey, el león vivo rugía haciendo alarde de su fuerza y su orgullo. La luna atraía a las ranas, el sol atraía a los heliotropos; la piedra imán atraía al hierro, y Saturno en ascendente tironeaba sin piedad del cerebro del hombre melancólico.
Todo estaba vivo, todo vivo, desde el fondo del mar y a través del aire hasta la bóveda del cielo, las estrellas alteraban los cuatro elementos, y los elementos el cuerpo, y el cuerpo el alma. El Hermano Giordano cantó su primera misa en Campagna, en la iglesia de San Bartolomeo, recitando el Hoc est enim corpus meum inclinado sobre la redonda hogaza que sostenía entre los dedos ungidos, y al calor de su aliento también el Pan estaba vivo. Los herejes del norte decían que no, que no estaba vivo, mas era obvio que sí lo estaba: al tragarlo, sintió cómo le calentaba el pecho el aliento de vida de su pequeña llama. Claro que estaba vivo, porque no había nada que no lo estuviera.
Así creció el nolano, de mancebo a hombre, de sacerdote a teólogo; así las estrellas alteraban el mundo cambiante; así la memoria que él se construyera se fue llenando de tesoros, demasiados tesoros, incalculables, pero suyos, todos suyos. Y en las noches de Capítulo, después de la cena, el Hermano Giordano maravillaba a sus cofrades con proezas que parecían más que humanas. Les hacía leer en voz alta versos de Dante, elegidos al azar, aquí y allá, en uno u otro canto; y después, a la noche siguiente, los recitaba todos en el orden en que le fueran leídos o de atrás para delante o empezando desde la mitad. Les pedía que nombraran objetos humildes, frutos, utensilios, animales o prendas de vestir; con el correr de los meses y los años la lista llegó a incluir centenares y centenares de objetos, y sin embargo él podía recordarla íntegra, o cualquier porción de ella, en cualquier orden, comenzando por cualquier parte: los hermanos (que habían tomado nota de todos), seguían la lista con la mirada mientras Giordano, las manos cruzadas sobre el regazo, los ojos ligeramente bizcos, nombraba cada objeto, como si lo paladeara, deleitándose mientras lo recibía de la mano del bondadoso que asomado a la ventana de su torre se inclinaba para proponer: azada, pala, compás; perro, rosa, piedra.
Su fama cundía. En un comienzo, sólo entre los dominicos, orgullosos de esa antigua arte a cuya custodia y práctica debían en gran medida su renombre; pero más tarde también en el mundo entero. La fama de Giordano llegó a oídos de la Academia Secretorum Naturae, la Escuela de los Secretos de la Naturaleza, y del insigne mago de Nápoles que la presidía: Gianbattista della Porta.
Cuando tenía apenas quince años, este Della Porta había publicado una enorme enciclopedia de magia natural; luego había caído en desgracia con la Iglesia, Pablo IV había puesto los ojos en él, y las cosas hubieran podido acabar mal; a la larga fue exonerado, pero ahora, con firmeza, mantenía la mirada por debajo de la esfera lunar y practicaba tan sólo la más blanca de las magias blancas y oía misa a diario, por si acaso.
Era un hombre feo, de cara perruna y cabeza de huevo, oscuro de tez y de expresión brutal; una gruesa vena le latía en la sien. En compensación, su voz era dulce y melodiosa, y sus modales exquisitos. Con extrema afabilidad guió al joven monje, receloso y tenso de timidez, a través de los salones públicos de la Academia, decorada con alegorías de las ciencias, hasta una cámara privada donde, a la hora de la cena, los académicos se reclinaban a la antigua usanza, vestidos con túnicas blancas y hojas de vid en los cabellos.
Ellos no se rieron, ni lo miraron boquiabiertos mientras el nolano ejecutaba sus proezas; lo observaron pensativos e hicieron preguntas, y lo sometieron a pruebas difíciles. Uno de ellos había preparado una lista de largas palabras sin sentido, casi idénticas —veriami, veriavi, vemivari, amiava—, treinta o más. Giordano las dividió en partes, y encontró para cada parte una clave visual: pájaros (avi), amantes (ami), un libro de verdades (veri), un manojo de tallos (rami); y luego, las manos cruzadas sobre el regazo, los ojos bizcos perdidos en la lejanía (porque las escenas que fraguara con las claves desfilaban ahora ante su ojo interno), las recitó una por una, y de nuevo, y de distinta forma. Una muchacha ofrecía a su amante una paloma blanca en una jaula de varillas, y el joven la vendía por un libro. Y todo ello acontecía en la Piazza de la Iglesia de Nola, en el bochornoso mes de agosto; podía ver la mirada tímida de la muchacha, oler el cuero resquebrajado del libro, sentir bajo sus dedos los rápidos latidos del corazón del pájaro: años más tarde soñaría a veces con estas figuras y las escenas que componían, la muchacha, el pájaro, el mancebo, el libro, las varillas. Hizo todo cuanto le pidieron, y más aún —sonriendo al final, inclinándose hacia adelante para ver el asombro en sus rostros—; y más tarde, cuando los comensales se hubieron retirado y él quedó frente a una copa de vino, en compañía del horrible mago, habló de cómo hacía lo que hacía.
—Lugares, e imágenes proyectadas en ellos. Sí —dijo Della Porta, quien había escrito una breve Ars reminiscendi que contenía todas las reglas usuales.
—Sí —dijo Fra’ Giordano—. La iglesia de San Domenico Maggiore, y los claustros, y la plaza frente a ella, pero eso no es suficiente.
—Pueden usarse lugares imaginarios.
—Sí, yo lo hago.
—Y pueden usarse en ellos imágenes tomadas de nuestros pintores. De Miguel Ángel. Rafael. Los divinos. Imágenes del bien y del mal. De la fortaleza, la virtud, la pasión. Vivifican la imaginación.
Fra’ Giordano, que no había visto esas pinturas, no dijo nada, pero ya los meros nombres evocaban pinturas en su mente y hasta encontraba en ella una pared donde colgarlas.
—También uso los astros —dijo—. Las doce casas. Y sus moradores. Son ayudas poderosas.
Las pupilas de Della Porta se contrajeron.
—Eso podría ser lícito —dijo con cautela.
—Pero no son suficientes —dijo Giordano—. Incluso ahora, las figuras a veces se vuelven confusas para mí. Demasiado escasas para realizar tantas cosas, para desempeñar tantos papeles. Como una comedia para la que faltan actores, y los mismos aparecen una y otra y otra vez, con diferente ropaje y peluca diferente.
—Podéis usar las imágenes de Ægypto —dijo Della Porta, abrazándose las rodillas con las manos peludas y alzando los ojos—. Los jeroglíficos.
—Jeroglíficos…
—Eso es licitó. Hasta ahí es lícito, por lo menos.
El monje lo miraba con tanta fijeza que Della Porta se sintió casi obligado a continuar. En su sabiduría, ellos, los egipcianos, creaban imágenes multiformes, un hombre con cabeza de perro, un babuino con alas; Mas no eran tan estúpidos como para adorar tales monstruosidades. No. En sus imágenes ocultaban verdades que sólo los sabios podrían descubrir. El babuino es el Hombre, el Mono de la Naturaleza, el que reproduce por imitación los efectos de la Naturaleza, pero cuyas alas lo transportan por encima del plano material, a medida que su mente atraviesa las apariencias.
El monje, los ojos siempre fijos en él, callaba.
—Una mosca —dijo Della Porta—. Significa insolencia. Porque por más que uno la ahuyente, siempre vuelve. ¿Os dais cuenta? Y con esas imágenes, eslabonándolas, ellos crearon un lenguaje. Un lenguaje no de palabras, sino de similitudes corporales, como las imágenes de nuestra memoria. ¿Lo entendéis? En ese libro de Horapollo hay siete docenas de ellas explicadas. Jeroglíficos.
La biblioteca de San Domenico no tenía el libro de Horapollo, o Fra’ Giordano ignoraba que lo tuviera. Sentía, en lo más profundo de su ser, lo había sentido desde que Della Porta hablara de los jeroglíficos, un ansia insondable, misteriosa.
—¿Qué otros libros? —preguntó.
El mago se apartó ligeramente del monje, que se inclinaba hacia él con una intensidad que a Della Porta le desagradaba.
—Leed a Hermes —dijo—. Hermes, quien dio a Ægypto sus leyes y sus letras. Se hace tarde, mi joven amigo.
—Marsilio Ficino —dijo Giordano—. Él tradujo las obras de ese Hermes.
—Sí.
—También Marsilio conocía las imágenes. ¿Fue Hermes quien lo instruyó? Las imágenes de las estrellas, para atraer hacia él su poder.
—Eso no es lícito —dijo el mago, poniéndose súbitamente de pie.
—Él las forjaba tan sólo en su mente.
—No es lícito, y es peligroso —dijo el mago, y tomando a Fra’ Giordano por el hombro lo levantó de la silla y lo condujo hacia la puerta de la estancia.
—Pero… —dijo Giordano.
—Vuestra memoria es un don de Dios —dijo Della Porta, casi en un susurro al oído del monje, mientras, tomándolo de un brazo, lo conducía hacia la salida—. Vuestra memoria es un don de Dios, y la habéis perfeccionado prodigiosamente por medio de las artes naturales. Daos por satisfecho.
—Pero las estrellas —dijo Giordano—. Ceceo dice…
Dos lacayos habían abierto la puerta de dos batientes que daba a la Piazza. Della Porta empujó a Giordano al exterior.
—A Ceceo lo quemaron en la hoguera —dijo—. ¿Me oís? A Ceceo lo quemaron. Buenas noches. Dios os guarde.
*
Pero ¿por qué era ilícito dejar atrás lo acaecido, y avanzar hacia las causas? Una vez que hayas instalado a Venus en tu mente para representar el Amor —Venus con su paloma y su rama verde—, el Amor iluminará tu espíritu con su propio resplandor, porque Venus es amor; sitúala en su propio signo de Virgo y el Amor se derramará a través de todas las esferas, cálido, vivo, vivificante, el Amor por dentro y por fuera.
La magia natural, como era la de Della Porta, permitía discernir a Venus en aquellas cosas del mundo más impregnadas de sus cualidades: sus esmeraldas, sus prímulas, sus palomas; sus perfumes, hierbas, colores, sonidos. Venus y el venusismo se expandían por el universo, una cualidad semejante a una luz o a un aroma; los hombres doctos y los sabios, y los hacedores de milagros, sabían cómo rastrearla y cómo utilizarla, y ello era lícito. Pero tallar —en tu mente o en una esmeralda— una imagen de Venus, paloma, rama verde, pechos lozanos; o cantar en su propio modo lidio un canto de alabanza a Venus; o quemar delante de tu imagen un manojo de su romero… peligroso. ¿Ypor qué?
¿Por qué? preguntaba Bruno a la nada, enarcadas las honestas cejas, extendidas las palmas y razonable. Pero él sabía por qué.
Crear una imagen, o un símbolo; recitar un encantamiento; pronunciar un nombre: no era simplemente, aunque se hiciera con habilidad, manipular las cosas de la tierra. Era dirigirse a una persona, a una inteligencia; pues sólo una persona podía comprender tales cosas. Era invocar a los seres que habitan más allá de las estrellas, a esas criaturas incontables y arteras que, según decía Ceceo, acechaban desde allá. Invocarlas equivaldría a poner a aquel que lo intentara en peligro mortal.
Haz, por medio de tus cánticos, que Venus repare en ti, que abra los ojos almendrados y sonría, y podrá consumirte. La Iglesia no estaba ya tan convencida como antaño de que las poderosas criaturas que pueblan las esferas fueran todas demonios. Podían ser ángeles o demonios, ni buenos ni malos. Pero estaba segura de que requerir sus favores era idolatría, y que intentar conjurarlas y doblegarlas era locura.
Ésa era la respuesta. Bruno lo sabía, pero no le importaba.
Había empezado a congregar en torno de él a un grupo de monjes, más jóvenes, o más exaltados, una hermandad de devotos y acólitos a quienes todo el mundo llamaba sus giordanisti, como si Giordano fuera el jefe de una gavilla de bandoleros. Se sentaban alrededor de él, y hablaban en voz alta, y decían cosas extravagantes o, en silencio, escuchaban disertar al nolano; hacían recados para él, se metían en dificultades junto con él, difundían su fama. Cuando Giordano provocó la ira del prior con su decisión de limpiar de imágenes su celda, estatuas de yeso, rosarios bendecidos, madonnas, y conservar tan sólo un crucifijo, los giordanisti hicieron, o hablaron de hacer, la misma cosa. El prior, incapaz de comprenden sospechó que Giordano profesaba herejías nórdicas, luteranismo, iconoclasia; pero los giordanisti, mejor informados, se reían. Giordano acosó al bibliotecario, e hizo que también los giordanisti lo acosaran para que adquiriese los libros de Hermes que Marsilio Ficino había traducido; pero Benedetto no quiso ni oír hablar de ello. Idolatría. Paganismo. ¿Pero acaso Tomás de Aquino y Lactancio no habían alabado a Hermes? ¿No decían que había predicado un Dios único y vaticinado la encarnación? Benedetto hacía oídos sordos.
Cuando sus monjes partían de viaje, Giordano les daba listas de libros para buscar, y a veces los conseguían, prestados, comprados o robados: Horapollo, sobre los jeroglíficos, Iámblico, acerca de los misterios de Ægypto, El asno de oro, de Apuleyo. Yen la letrina, cierto día de invierno, un joven hermano, temblando de angustia o de frío, o de ambas cosas, sacó de bajo su hábito y entregó a Giordano un grueso manuscrito cosido, sin cubierta ni encuadernación, escrito con una letra menuda e intrincada y llena de abreviaturas.
—El Picatrix —dijo el muchacho—. Es un gran pecado.
—Será mí pecado. Dámelo.
¡El Picatrix! El más negro de los libros negros de la Antigüedad; sobre las intenciones del que fuera sorprendido estudiándolo no podía caber ninguna duda; no había manera de que un doctor en teología pudiera defenderse, como hubiera podido hacerlo si lo sorprendieran con Horapollo e incluso con Apuleyo. Conservar ese libro era una locura y Giordano no lo conservó mucho tiempo; cada página que memorizaba era rota en pedacitos y destruida para siempre.
El hombre es un mundo pequeño en el que se reflejan el vasto mundo y los cielos; por medio de su mens el hombre sabio puede elevarse más allá de las estrellas, así lo dice Hermes el Tres-Veces-Grande.
El espíritu desciende de la materia primordial que es Dios, y penetra en la materia terrenal, donde reside; las diferentes formas que adopta la materia reflejan la naturaleza del spiritus que ha entrado en ella. El mago es aquel que puede captar y guiar el influjo del spiritus, y por lo tanto hacer, con la materia, lo que él desea. ¿Cómo?
Creando talismanes, como lo sugiriera Marsilio: sólo aquí, en este texto, había instrucciones precisas, qué materiales había que emplear, qué hora del día era la más propicia, qué día del mes, qué mes del calendario zodiacal; qué encantamientos, qué invocaciones y luces había que usar; qué perfumes y cantos atraerían mejora las Razones del Mundo, los Semhamaforos, puro espíritu, que llenan el universo. Había largas listas de imágenes que podían usarse en los talismanes, y el Hermano Giordano, que no tenía los materiales para construirlos, ni el plomo para Saturno, ni el estaño para Júpiter, podía de todos modos proyectarlas, interiormente, y para siempre.
Una imagen de Saturno: la figura de un hombre, vestido de negro, erguido sobre un dragón, que sostiene una hoz en la mano derecha y una lanza en la izquierda.
Una imagen de Júpiter: la figura de un hombre con cara de león y pies de pájaro, montado en un dragón con siete cabezas, sosteniendo una flecha con la mano derecha.
Mejores aún, y más potentes, eran las largas listas de imágenes de los treinta y seis dioses del Tiempo, innominados, vividos, acerca de los cuales Giordano había leído en Orígenes y en las alusiones de Horapollo: Los horoscopi, los dioses de las horas conocidos en Ægypto, y olvidados o ignorados por las edades posteriores. Se les daba también el nombre de decanos, porque cada uno regía diez grados del zodíaco, tres decanos para cada uno de los doce signos. Las imágenes de los treinta y seis, decía el Picatrix, habían sido forjadas por el propio Hermes, del mismo modo que había creado los jeroglíficos y la lengua de Ægypto; Giordano casi no necesitó memorizarlos, saltaban de la tupida página a su cerebro y allí ocupaban sus sitios, allí donde siempre pertenecieron, aunque él no lo había sabido.
Primer decano de Aries: un hombre enorme de piel oscura con los ojos rojos, vestido de blanco y con una espada en la mano.
Segundo decano: una mujer vestida de verde a la que le falta una pierna.
Tercer decano: un hombre vestido de rojo que sostiene una esfera dorada…
Bruno se embebía de este cónclave fantástico como de un alimento, como de un licor ardiente, y casi tan pronto como penetraban en él, empezaba a soñar con ellos y sus poderes. ¿Quién era, quién, ese Hermes que los había descubierto?
Entre los caldeos hay perfectísimos maestros en este arte y ellos afirman que Hermes fue el primero en construir imágenes de las cuales se servía para regular el curso del Nilo en previsión de los movimientos lunares. Este hombre construyó, asimismo, un templo dedicado al Sol y conocía el modo de ocultarse a la vista de todos, de tal forma que nadie pudiese verlo a pesar de que se hallara en él. Por otra parte, también fue él quien construyó en Ægypto oriental una Ciudad de doce millas de longitud, dentro de la cual erigió un castillo con cuatro puertas en cada uno de sus cuatro lados. Sobre la puerta oriental colocó la figura de un Águila; sobre la puerta occidental, la figura de un Toro; sobre la puerta sur, la figura de un León; y sobre la puerta norte, la figura de un Perro. Dentro de tales imágenes introdujo espíritus parlantes, de tal forma que nadie podía pasar a través de las puertas de la Ciudad sin recabar su permiso. Plantó árboles en la Ciudad y en medio de todos ellos crecía uno de proporciones enormes que producía los frutos de toda generación. En la parte más alta del castillo hizo alzar una torre de treinta codos de altura sobre la cual colocó un faro cuyo color cambiaba cada día durante el transcurso de la semana, para volver a empezar el ciclo con el primero de los colores, y que servía para iluminar la Ciudad. Cerca de la Ciudad existían abundantes aguas muy ricas en peces de diversas especies. Alrededor de la villa colocó imágenes cinceladas y las dispuso de tal forma que, gracias a sus poderes, los habitantes pudieran conservarse virtuosos y alejados de todo mal y pecado. El nombre de la Ciudad era Adocentyn.
El nombre de la ciudad era Adocentyn.
Pierce empujó hacia atrás la silla rodante y, con la página (¡Adocentyn!) todavía en la mano, salió de la habitación. Luego volvió a entrar y la puso de nuevo en su sitio. Volvió a salir, se perdió en la maraña de la casita, entró en una segunda sala idéntica a la primera y, en un momento de confusión, pensó que sólo había imaginado esa biblioteca acristalada con su llave y su contenido, porque no se la veía por ninguna parte; se orientó; entró en la primera sala, abrió la biblioteca, y sacó de ella el sobre de plástico rotulado PICATRIX.
Era absurdo pero el corazón le latía con violencia; las gruesas páginas de pergamino que sacó de un tirón, cubiertas de arriba abajo de dobles columnas manuscritas, contenían un texto en letras negras, ininteligibles para él, latín frailero abreviado o cifrado, supuso. Volvió a guardarlo en la vitrina, la cerró con llave y cruzó la casa hasta el vestíbulo y la escalera, llamando a Rosie.
—Aquí arriba.
—He encontrado algo —dijo él, mientras subía la escalera—. ¿Rosie?
Hacia el fondo de un corredor, en lo alto de la escalera, un corredor con paredes cubiertas de aguafuertes enmarcados, personas lugares y cosas, en tal profusión que el empapelado descolorido era casi invisible detrás de ellos. Llegó a la puerta de una alcoba.
Ella estaba de espaldas, en la penumbra, en el aire enrarecido, las celosías bajas hacían noche en la habitación, una alcoba ajena. Pierce se sintió repentinamente atrapado en las redes de una terrible paradoja, un equívoco, un enigma, un palindrome. Rosie se volvió; la escasa luz que había en la habitación se concentró en sus ojos.
—Sábanas de satén —dijo, señalando con su botella la gran cama—. Compruébalo.