Cinco
Mientras galeones de venerable edad como Noate se debatían al azar de las rompientes, el Barnabas College, ligero como un pequeño yate de paseo, había virado sin vacilar a favor de los nuevos vientos. Los cursos de historia, de química y de lenguas del viejo mundo cotidiano iban, semestre tras semestre, reduciéndose al mínimo (el 101 de Pierce acabaría por abarcar la Historia desde tiempos inmemoriales hasta casi el presente, mientras los del nivel 200, fuera de su área, trataban ahora, principalmente, no del pasado, sino de las probabilidades, las utopías y los armagedones que fascinan a todos los adolescentes). Los libros de texto clásicos eran arrumbados y sustituidos por escuetos volúmenes en rústica, a menudo elegidos por los estudiantes: al fin y al cabo, decía el doctor Sacrobosco, son ellos los que pagan. Los profesores veteranos afrontaban la situación enmudeciendo o cambiando vistosamente de chaqueta; los jóvenes como Pierce, que era casi contemporáneo de sus alumnos, enfrentaban con un sentimiento de impotencia a esos niños que parecían haber venido al Barnabas para que se les instruyera sobre un mundo de su propia invención.
Earl había tratado de prestarle ayuda.
—Es que tú no eres suficientemente maleable —dijo, modelando con las manos un objeto invisible—. Los chicos quieren jugar, jugar con esas ideas nuevas para ellos. Sé complaciente.
—Ser complaciente con los estudios no es la idea que yo tengo de…
—Con las fantasías, Pierce. Sé complaciente con sus fantasías. Él, Sacrobosco, dictaba un curso de astronomía, en el que se aprestaba para incluir, ante la insistencia de sus alumnos, la enseñanza práctica de la astrología judiciaria, de modo que sabía muy bien de lo que hablaba. Earl era suficientemente maleable. Pierce hacía todo lo posible, podía mostrarse complaciente, y lo hacía, pero continuaba pensando en su curso como en un curso de historia, sobre el modelo de los que él había seguido en Noate bajo la dirección de Barr: compendioso sin duda y lleno de digresiones, pero un curso de historia. Sus alumnos, aparentemente, querían otra cosa. Les encantaba escuchar las historias que Pierce parecía cosechar de sus recientes y profusas lecturas, comentaban con unánimes murmullos de admiración las ideas que proponía, pero las agasajaban indiscriminadamente, mezclándolas con sus otros invitados mentales a un guateque del que Pierce, un intruso, no podía participar. Esos jóvenes no habían venido a la universidad para librarse de sus supersticiones —como aparentemente lo hicieran los de su generación— sino en busca de otras nuevas y distintas que adoptar; no parecían comprender la naturaleza de la evidencia, y no estaban seguros de si la Edad Media venía antes o después del Renacimiento; las minuciosas distinciones de Pierce los exasperaban, y cuando mostraba consternación ante su ignorancia se sentían insultados.
—Pero éste es un curso de Historia —argüía, ante los rostros agresivos desús oyentes—, un curso sobre el tiempo pasado y lo que realmente aconteció en ese pasado. Lo que se describe en los relatos sobre ese tiempo pasado no es válido sino en la medida en que da cuenta de hechos que efectivamente tuvieron lugar, y eso es por lo tanto lo que debemos aprender, y la razón por la cual, ante todo, estudiamos Historia. En cuanto a todas esas otras cosas, tal vez en el curso del doctor Sacrobosco, o en el de la señora Black sobre el Culto de las Brujas como Movimiento Feminista… —Después de la clase, sin embargo, se apiñaban sin resentimientos alrededor de su escritorio, para darle las últimas noticias de la Atlántida, de los secretos de las Pirámides, de la Era de Acuario.
—¿Qué es la Era de Acuario? —le preguntó a Earl Sacrobosco. Pierce y otro de los profesores jóvenes, una mujer llamada Julie que acababa de incorporarse al plantel de Barnabas para enseñar Periodismo de la Nueva Era, asistían a una cena íntima en casa de los Sacrobosco. Earl había adquirido un poco de moría, ho ho, para compartirla con los jóvenes una vez que la señora Sacrobosco se fuera a dormir.
—¿La Era de Acuario? —repitió Earl, y sus cejas se arrugaron rápidamente arriba y abajo (sin que su peluquín, siempre delator, se moviera de su sitio)—. Bueno, es un efecto de la precesión de los equinoccios. Muy simple en realidad. La tierra, ¿ves?, al girar sobre su eje —Earl enfrentó uno a otro sus dedos índices y los hizo girar— no tiene un movimiento regular, vacila un poco, gira más o menos como un trompo cuando se le está acabando la cuerda. —Los dedos describieron esa excentricidad—. Un movimiento completo, sin embargo, requiere mucho tiempo, unos veintiséis mil años, en completar su órbita. Ahora bien, uno de los efectos es que la dirección del eje que apunta hacia el cielo, el Norte verdadero, se altera lentamente con el paso del tiempo. La estrella hacia la cual apunta, la estrella boreal, no es la misma estrella al comienzo que en la mitad del ciclo.
—Ahá —dijo Pierce, visualizando.
—Otro efecto —prosiguió Earl— es que la bóveda celeste se desplaza respecto del sol. Como las posiciones relativas de los objetos de esta habitación cambian si hacéis girar la cabeza lentamente.
Los tres hicieron la prueba y por un momento rieron a carcajadas.
—Bueno —siguió diciendo Earl—, la bóveda celeste se desplaza. Lo podéis comprobar si observáis, un mismo día de cada año, en qué signo del zodíaco sale el sol; y si los días que elegís son los de los equinoccios, los que tienen la misma longitud que las noches, si entendéis lo que quiero decir. Y si lo hacéis durante mucho tiempo, durante siglos, podréis ver que el sol va retrocediendo muy lentamente. Sale, en el equinoccio, apenas un poquito más tarde cada siglo, es decir, apenas un poco más al este del signo. Y podéis suponer, claro, que seguirá haciéndolo hasta que haya retrocedido una órbita. Y eso es lo que hace. —Calló un momento, alzando las cejas, pensativo, el pequeño felpudo siempre inmóvil—. Y eso es lo que hace.
—¿Sí? —dijo Pierce—. ¿Y entonces?
—Entonces, después de un tiempo, de un tiempo larguísimo, el sol sale una mañana bajo un signo nuevo. Ha escapado de un signo y retrocedido al anterior. Ahora, en el equinoccio de primavera sale en uno de los primeros grados del signo de Piscis. Pero está siempre en tránsito, es decir, en relación con nosotros, porque en realidad somos nosotros los que estamos en tránsito; y muy pronto… bueno, «muy pronto» astronómicamente hablando, dentro de un par de centenares de años o algo así, empezará a salir bajo el signo de Acuario. Será el fin de la Era Pisciana, que comenzó hace unos dos mil años, y el comienzo de la Era de Acuario.
Dos mil años, la Era Pisciana, el mundo pasa de a.C. a d.C. Jesús. Y Jesús era un pez.
—Oh. Oh —dijo Pierce.
—Siempre en precesión, ¿os dais cuenta? —dijo Earl con aire soñador—. En precesión. Antes de Piscis fue Aries, el carnero, y antes Taurus, el toro, y así sucesivamente.
Moisés tenía cuernos de carnero, y había derribado del altar al becerro de oro. Y entonces, dos mil años atrás, viene Jesús, el pez, un cielo nuevo y una nueva tierra, y el pastor Pan huye de las laderas de las montañas. Y el mundo esperaba ahora al Aguatero, el hombre con el cántaro de agua.
—Según los chicos —dijo Pierce—, ya ha llegado.
—Sí, bueno —dijo Earl con indulgencia.
Una vez más, intensamente, tenía Pierce esa sensación de que una serie de diapositivas de linterna mágica se proyectaban dentro de él todas a la vez, superponiéndose unas a otras, todas la misma imagen. ¿También eso lo había oído decir antes de ahora y lo había olvidado? Iam redit et Virgo, redeunt Saturnia regna: sí, seguro, la Virgen vuelve, porque si dos mil años atrás, cuando Virgilio escribió este verso, el sol estaba entrando en Piscis, en el equinoccio de otoño el sol saldría en… uno dos tres cuatro cinco seis… sí, en Virgo. O sea que también Virgilio al parecer sabía de estas cosas. Y él, Pierce, había leído y estudiado a Virgilio en St. Guinefort, y no lo había comprendido. Tenía la sensación de que, si todo esto continuaba, pronto se encontraría sentado nuevamente delante de su primer abecedario, de su primer catecismo, y musitando: oh, ahora lo veo, ésa era la historia que esos cuentos me narraban en clave, éste es el secreto que me ocultaban.
Díle a Vivalón que Bobalón ha muerto: el gran dios Pan ha muerto.
—Yo creía que el equinoccio era el 21 de marzo —dijo Julie.
—Y lo es, más o menos —dijo Earl.
—Pero eso es Aries.
—Fue Aries, en un tiempo; tal vez cuando todo el sistema fue codificado.
—Pero entonces todos esos signos solares, esos signos de nacimiento, son falsos. —Hablaba como si se sintiera atacada. Pierce sabía lo importante que era para ella su signo de nacimiento, los significados que le atribuía. Llevaba en una cadena colgada del cuello un escorpión de cobre esmaltado—. No son válidos.
—Se reajustan dentro del sistema —dijo Earl vagamente, y movió la mano como si sintonizara un canal en un televisor—. Se reajustan.
Pierce sacudió la cabeza, confundido. Una especie de colisión parecía estar produciéndose en él, una colisión de una magnitud sin precedentes: dos inmensos sedanes, suyos los dos, que aproximaban sus trompas lenta, lentamente, se embestían y se aplastaban los morros, los conductores paralizados de horror.
—Pero es sólo ese pequeño tambaleo —dijo.
—Imagínate el efecto, sin embargo —dijo Earl, llevándose a los labios el joint humeante—, si la tierra estuviera inmóvil. El firmamento entero estaría cambiando de posición. Un pequeño detalle muy importante al parecer.
—Pero no lo hace.
Earl sonrió.
—Bueno, todo eso está volviendo —farfulló, conteniendo la respiración—. Es una nueva era.
Redeunt Saturnia Regna: la vieja Edad de Oro que retorna. Muchas veces, volviendo a casa por las calles iluminadas, en la cama con Julie, tomando el desayuno, en el cuarto de baño, de pie en el aula, abstraído frente a sus estudiantes, Pierce volvía a experimentar repentinamente, como un nudo en la garganta o un zumbido en los oídos, esa impresión de colisión que había tenido por primera vez en casa de Earl: como si se encontrara en una especie de encrucijada, no, como si él mismo fuera la encrucijada, un cruce de caminos donde confluían las caravanas, cargadas de pesadas mercancías, venidas de comarcas remotas, y chocaban con otras también provenientes de lejanas tierras, pero distintas, y también con distintos derroteros; recuas, mercaderes con joyas cosidas a los forros de sus ropas, nómades de tez cetrina de ninguna parte transportando nada, correos imperiales, espías, niños extraviados. La historia que él creía conocer, el camino que tomaba cada día para ir a su trabajo, el sendero que lo conducía hacia atrás, a través de un laberinto de batallas, migraciones, conquistas, bancarrotas, revoluciones, una cosa tras de otra, hombres y mujeres que hacían y decían, soñaban y jugaban; esa senda que acababa enroscándose a ciegas sobre sí misma en el corazón de una hoguera extinguida en una estepa vasta y silenciosa —de ese camino, sí, parecía partir otro igualmente largo y laberíntico, sólo que perdido hacía mucho, muchísimo tiempo; y por alguna razón ahora, precisamente ahora, se había tornado visible una vez más, tanto para Pierce como para otros, como un viento de amanecer que se levanta mientras la noche palidece. Parecía emerger del mismísimo pie del sillón de pana raída (recientemente recogido en la calle) en el que tarde ya, a altas horas de la noche, Pierce se sentaba a meditar. En la lejanía de ese camino, el pasado no se oscurecía con la distancia, se volvía más luminoso; era el camino que conducía a las landas aurórales, a los sabios ancestros que conocían lo que nosotros hemos olvidado, a las ciudades radiantes construidas con artes hoy perdidas.
Ni tampoco se alejaba serpenteando para perderse en un final entre las bestias: no, aunque mucho más corto que el camino que Pierce llamaría la Historia, era en realidad infinito puesto que, llegado a su culminación, regresaba a sus días primigenios; la serpiente se mordía la frenética punta de su cola. Hoy en día la Historia está hecha de tiempo, pero en un pasado remoto estaba hecha de otra sustancia.
Bueno, ésta podía ser una historia para contar a sus hijos ¿verdad?, pensó. La historia de esa Historia que está hecha de tiempo, de esa Historia que es tan distinta de la Historia y a la vez tan simétrica a ella como el sueño lo es a la vigilia. Como el sueño a la vigilia.
Se levantó de su sillón nuevo con cierta dificultad y fue hasta la ventana; apagó las luces y se asomó para contemplar la ciudad jamás a oscuras.
Cierta vez, una mañana, cuando era un niño de… ¿cuántos años?, no más de cinco o seis, Pierce se había despertado de sueños aterradores, de búsquedas y pérdidas laberínticas, y su madre había tratado de explicarle la naturaleza de los sueños, por qué, aunque pareces estar en peligro mortal, nunca puedes ser dañado en ellos, no realmente. Los sueños, dijo, no son más que historias con la diferencia de que no son historias de afuera, como las de los libros o las que cuenta papá; los sueños son tus propias historias las de adentro.
Las historias de adentro anidan cada una dentro de otra y de todas las demás, como si todas esas historias dentro de las cuales hemos estado alguna vez anidaran todavía dentro de nosotros, hasta el comienzo mismo de las cosas, cualquiera que éste sea o haya sido. Las historias son ese algo de que está hecha esa Historia que no está hecha de tiempo.
Raro, pensó, raro raro rarísimo. Y en realidad él mismo había empezado a sentirse raro, como si a través de sus pies desnudos pudiera percibir la rotación de la tierra.
Tal vez, después de todo, no había perdido para siempre su vocación; quizá sólo la había extraviado momentáneamente al cerrar, por error, la puerta a la única historia que él no podía desechar al crecer: esa historia de por qué hay una historia. Y esa puerta que antaño cerrara se había abierto repentinamente al impulso de los nuevos vientos que empezaban a soplar; y otras se abrían detrás de ella, una tras de otra, abriéndose interminablemente hacia atrás, hacia los siglos de colores.
En un principio, cuando empezó a enseñar en Barnabas, y dado el carácter un tanto ambiguo de su licenciatura en Estudios del Renacimiento, Pierce había sido nominado no sólo para la cátedra de Historia sino también para la de Literatura I, o Introducción a la Literatura Universal, un curso todavía obligatorio en aquel entonces. Homero, Sófocles, Dante, Shakespeare, Cervantes, todos pasaban al vuelo en el primer semestre, muy por encima de las cabezas de la mayoría de los estudiantes, como pterodáctilos que aletearan lentamente, vagamente vislumbrados. Pierce suponía que si más tarde en la vida se topaban con alguno de esos autores, les sería agradable poder asegurar que ya antes les habían sido presentados.
Cuando llegaba a Dante, a quien siempre había considerado insufrible, Pierce solía usar una triquiñuela que aprendiera en Hoate del doctor Kappel, que había sido su profesor en el primer curso equivalente, y que tampoco simpatizaba con Dante. Al inicio de la clase, tal como haría el doctor Kappel, trazaba con tiza un círculo en el pizarrón.
—El mundo —decía.
Una escotilla en el borde del mundo.
—Jerusalén.
—Debajo de Jerusalén está el Infierno, que desciende como una espiral o un cono, más o menos así. —Una espiral hasta el centro del círculo del mundo—. Aquí dentro están las almas de los condenados y muchas de las almas de los ángeles caídos. En el centro mismo, en un pozo congelado, una figura gigantesca: el Diablo, Satán, Lucifer. —Un monigote—. Bien. —En el extremo más distante opuesto a Jerusalén dibujaba una marca—. Aquí hay una montaña de siete tramos: el Purgatorio, que se yergue solitaria en el desierto Mar Austral. Aquí, en los distintos tramos, hay otros muertos, los pecadores veniales cuyos crímenes han sido perdonados pero no purgados.
De un solo trazo de tiza dibujaba un círculo alrededor del que representaba la Tierra, y por encima de él, una luna creciente.
—Por encima de la Tierra, circundándola, está la Luna. Por encima de la Luna, el Sol. —Más círculos concéntricos extendiéndose hacia afuera—. Mercurio, Venus, Marte. —Cuando había siete círculos alrededor del círculo de la tierra, dibujaba uno más—. Las estrellas, todas fijas, dando vueltas alrededor de la tierra una vez cada veinticuatro horas. —Golpeaba la pizarra con la tiza—. Fuera de todo esto, Dios. Con miríadas de ángeles que cuidan de que todo gire en orden alrededor de la Tierra.
Luego retrocedía, contemplando este cuadro y preguntaba:
—Ahora bien, ¿qué es lo primero que notamos en esta imagen del Universo, que es la imagen que Dante nos presenta en su poema?
Generalmente, silencio.
—A ver, sin miedo —decía Pierce—. Lo primero, lo más evidente de esta imagen.
Una conjetura tímida, casi siempre de una chica:
—Es de una profunda inspiración religiosa.
—No no no —decía Pierce sonriendo—, no. Lo primero que notamos. —Y tomando su ejemplar de Dante, y siempre sonriendo, lo blandía delante de ellos—. No es verdad, no es verdadera. No hay ningún infierno en el centro de la Tierra, ningún Diablo. Falso.
No es cierto, no hay una montaña de siete tramos en el desierto Mar Austral, ni hay tampoco un desierto Mar Austral. —Contempló otra vez su dibujo—; señalando sus trazos. Los alumnos empezaban a reírse entre dientes—. La Tierra, damas y caballeros, no está en el centro del Universo, ni siquiera en el centro del sistema solar. El sol, los planetas, las estrellas, no giran alrededor de ella. En absoluto. En cuanto al hecho de que Dios esté fuera de todo eso, no opino, pero creer en él exactamente de esta forma es difícil, diría yo.
—Bien. —Acabada la broma, se volvía de nuevo hacia ellos—. No es verdad. Ésta no es una historia verdadera y no sucede en el universo en el que habitamos nosotros. Lo que en este libro, sea lo que sea, puede haber de importante (y yo creo que es cosa importante) —y al decir esto bajaba un momento los ojos con aire reverente— no reside en el hecho de que sea informativo acerca del mundo dentro o fuera del cual vivimos. Lo que vamos a tener que descubrir es por qué, de todos modos, puede ser importante para nosotros. En otras palabras, por qué es un clásico.
Y a continuación pasaba con facilidad o al menos más fácilmente al bosque umbrío, a los sabios y los amantes, los Papas ardientes, la mierda y los escupitajos, al descenso hacia la oscuridad y el ascenso hacia la luz. Era una buena artimaña y Pierce la había perfeccionado a lo largo de dos o tres semestres, hasta que un día de fines del otoño volvió la espalda a la imagen completa y preguntó:
—Ahora bien: ¿qué es lo primero que notamos en esta imagen del Universo? —y descubrió que era observado por la pandilla de piratas (con sus cautivos) que constituían su clase de Introducción a la Literatura Universal, con los ojos opacamente vivos, las bocas apenas entreabiertas, fascinados y en paz.
—¿Qué es —repitió, sin su vigor habitual— lo primero que notamos en este cuadro del Universo?
Ellos parecían inquietos, como si notaran muchas cosas pero sin saber a ciencia cierta cuál era la primera; algunos parecían fascinados por su mándala; otros parecían dormidos o ausentes, respirando con tranquilidad. Los que parecían tener un interés febril se reían en realidad de una broma, un juego distinto del que jugaba Pierce. Y Pierce sintió crecer en su interior la horripilante certeza de que la distinción que les iba a proponer no sería comprendida; y de que tampoco él, al fin y al cabo, la comprendía ya totalmente.
—No es verdad —dijo quedamente, como si hablara a sonámbulos a quienes temiera despertar—. De veras, no es verdad.
Al salir del edificio ese día, dejando atrás los grupos de mendigos y las mesas de los panfleteros, Pierce se sorprendió preguntándose cómo se las apañaría Frank Walker Barr con sus clases en estos tiempos. El viejo Barr, el bueno de Barr sugiriendo amable, tentativamente, que aún podían quedar en este mundo galvanizado y frío algunos bolsones de misterio, algunas aldeas fronterizas aún no pacificadas y que acaso nunca pudieran ser sometidas; Barr contando historias, insistiendo en el valor de las historias, siempre con esa risita reticente. En fin, era como llevar ahora hierro a Vizcaya, era peor que eso, el mundo había girado una vuelta entera y dado a luz a un nuevo signo, estos chicos creían las historias que les contaban.
—Bueno, eso tiene bastante sentido —le dijo Julie—, astronómicamente puede que haya que esperar mucho tiempo; pero si estuviéramos en la cúspide podríamos percibirlo, y sentir su influjo y ver los signos; y los vemos, yo los veo. —Sentada, cruzada de piernas sobre la cama de Pierce (que compartían), se pintaba con extático cuidado las uñas, usando lacas de colores brillantes e intentando una serie de símbolos, estrella, luna, ojo, sol, corona—. La cúspide podría ser este tiempo en blanco, cualquier cosa puede suceder, la vejez de un mundo, el nacimiento de otro. Tú estás detenido y a la espera justo en el punto de inflexión. Y todas las cosas que antes fueron, van a ser en adelante diferentes; todo lo concebible es, apenas por un segundo, posible; y ves cómo viniendo hacia ti desde el futuro la gente nueva. Y la estás viendo llegar, hermosa, y estás a la espera de oír lo que dirán, y preguntándote si la comprenderás cuando te hablen. —Alzó hacia Pierce su mano mística—. Tiene mucho, muchísimo sentido —dijo.
Ellos crearán, soñándola, la Nueva Edad del Mundo, pensó Pierce maravillado, ¿de qué otro modo pueden sino nacer las nuevas eras del mundo?
Sintió que lo inundaba un sentimiento de piedad y de amor por los niños, por las legiones andrajosas en peregrinación a lo largo del único camino que en realidad había, creando el mundo al avanzar, y en la nubécula de pensamientos que coronaba cada cabeza un único signo de interrogación.
Lo que ellos necesitaban —lo que él mismo iba a necesitar para el caso— no era tanto más historias como una valoración, una razón, una explicación de por qué esos cuentos sobre el mundo, precisamente ésos y no otros, estarían de nuevo en todas partes después de un largo sueño, y por qué, aunque no podían a primera vista ser verdaderos, podrían precisamente ahora parecer o estar convirtiéndose en verdaderos. Una explicación, un modelo; algún medio en virtud del cual aquellos que se alimentaban de fantasías como de pan pudieran saber cuáles eran, realmente, los nuevos y cuáles los viejos sueños que todavía se soñaban, historias de adentro de las que el género humano nunca había despertado del todo; o no sabía que había despertado: porque los que no saben que han despertado de un sueño están condenados a seguir soñándolo sin saberlo.
¿Y todo a causa de la Era de Acuario? No, era fatuo, claro que sí. Con seguridad no la Era sino el corazón, y tampoco todos los corazones, se trocaba de oro en plomo y otra vez en oro; Moisés tenía cuernos debido a algún error de la traducción del hebreo al latín o del latín al inglés, y Jesús era tan Cordero o León como era Pez, y el mundo giraba sobre un eje inclinado por razones que sólo él conocía y que nada tenían que ver con nosotros. Empezar por avenirse a una u otra de estas historias grandiosas… Bueno, y ¿qué se hacía con todas las demás, igualmente grandiosas y fascinantes que aparecían en la trama de la historia, si la tela (una tela tornasolada, una tafeta de matices cambiantes) fuese contemplada bajo otra luz? No, con seguridad Barr sólo había querido sugerir que las fuerzas económicas y sociales no podían, por sí mismas, generar los hechos caprichosos de la historia humana, y que el no ser capaz de experimentar las titánicas entradas y salidas de escena de alegorías barridas por el viento era perder no sólo la mitad de la gracia de la Historia, sino excluirse uno mismo de la Forma en que la Historia, la larga vida del hombre sobre la tierra, ha sido experimentada en realidad por aquellos que la estaban creando. Lo cual es precisamente tanto el tema del historiador como lo son las condiciones materiales objetivas y los hechos que se propone descubrir.
Pero no nos apresuremos demasiado: eso era todo lo que Barr estaba diciendo a sus alumnos, a sus alumnos de uniforme gris y pelo cortado a la americana en las postrimerías de la Edad de la Razón. Reconozcamos —aunque nos sorprenda y confunda, las cosas son así— que los hechos no son en definitiva desentrañables de las historias. Fuera de nuestras historias, fuera de nosotros mismos, está el otro mundo, el mundo sin historia, el inhumano, ese absolutamente otro mundo físico; dentro de nuestras vidas humanas, dentro de ese mundo están nuestras historias, nuestros baluartes, sin los cuales nos volveríamos locos, tal como enloquece a la larga el hombre privado de soñar. No, verdadero no: sólo necesario.
Pero la Edad de la Razón era un castillo inexpugnable y lo que ahora Pierce oía decir constantemente era que el mundo real, el que siempre le había parecido tan invulnerable, empezaba a desmenuzarse a la luz de las investigaciones. Relatividad. Sincronicidad. Incertidumbre. Telepatía, clarividencia, gimnosofistas de Oriente levitando, transformando la propia piel en oro sólo por obra y gracia del pensamiento. Quizás el deseo pudiera lograrlo para el deseador avezado, suficientemente entrenado en las artes necesarias, esas artes tan largo tiempo reprimidas por el Santo Oficio del Imperio de la Razón que habían acabado por atrofiarse, languideciendo en cárceles. Ácidos potentes podrían, sin embargo, disolver los cerrojos, limpiar las puertas de los sentidos, dejar entrar la luz de los distantes paraísos reales. Eso era lo que Pierce escuchaba.
¿Y si Barr se hubiera equivocado? ¿Y si ni por dentro ni por fuera existieran esas categorías exclusivas, y si no toda la verdad estuviera de un solo lado de la ecuación? Porque Moisés tenía cuernos, sí, en cierto sentido; Jesús era un pez; y por más que aquellas fueran sólo historias de adentro, como lo son los sueños, eran sin embargo exteriores a todo individuo; y el soñar no podría sincronizarlas con el comportamiento objetivo de las constelaciones, cosa que en apariencia hacían. ¿Cómo? ¿Cómo podía ser? ¿Cómo, por ejemplo, los siglos habían llegado a ser, en la mente de Pierce, esos paneles de colores en los que nada de cuanto él aprendiera dejaría de insertarse instantáneamente? ¿Y de dónde le venía esa certeza de que cuanto más vivamente coloreados, más completos y profusos se tornaban sus lienzos, mejor comprendía él la historia en su totalidad? Y si en verdad comprendía la historia en su totalidad ¿estaban dentro o fuera sus colores?
¿Y si —hecho de su sustancia, al fin y al cabo, de sus no tan sólidos átomos y electrones, entrando íntimamente en su continuum de espacio-tiempo, en su Ecología (nuevo vocablo descubierto en el umbral de la era y que sería adoptado y estudiado)—, y si el nombre y el pensamiento del hombre y las historias del hombre se encarnaran no sólo ten la verdad del hombre sino también en verdades sobre el afuera, en esas verdades acerca de cómo no sólo el mundo humano sino todo el inmenso mundo sigue su marcha? ¿Y si esas viejas historias, tantas veces narradas, retornando eternamente, tan persistentes, fueran persistentes porque contienen en lenguaje cifrado el secreto de cómo funciona el mundo físico (o así llamado físico) y de cómo llegó éste a forjar al hombre, y por consiguiente el pensamiento y el sentido?
¡Ninguna de esas historias era verdadera, ninguna! Ni una sola. De acuerdo, pero ¿y si todas fueran verdaderas? El Universo es una caja fuerte provista de una cerradura de combinación, y la clave de la combinación está guardada dentro de la caja fuerte. En Noate, en su época existencialista, ese viejo chiste lo había reconfortado, le había procurado un amargo placer. ¡Pero la caja fuerte somos nosotros! Somos polvo, de acuerdo; pero entonces el polvo puede pensar, el polvo puede saber. La clave de la combinación está, tiene que estar, encerrada en nuestros corazones, en la sangre que bombean, en nuestros cerebros que devanan y en las historias que traman. ¿Podía ser así? ¿Era posible? ¿Cómo saberlo? Casi con desdén, como si rechazara el contacto con algo repugnante, había evitado siempre todo conocimiento sistemático del universo físico; había a duras penas aprobado cada curso de ciencias que lo obligaran a seguir en Noate, y olvidado sus aburridas y horribles enseñanzas tan pronto como cerrara detrás de él la puerta del último laboratorio. Astronomía había sido uno de esos cursos, y no recordaba nada excepto el hecho, compatible ton él en ese entonces, de que los cometas (esos antiguos augures) no eran en realidad sino grandes bolas de nieve sucia. Sus conocimientos sobre los progresos de la investigación de la naturaleza de las cosas se limitaban a lo que leía en los periódicos y a lo que veía en la televisión; sólo eso, y las nociones que recibía ahora a través del aire electrificado, los rumores de Julie acerca de revelaciones a punto de salir a la luz que nunca aparecían. Naves del Más Allá que aterrizaban mientras la luna se acercaba a la Tierra; magos poderosos, hasta ahora ocultos en el Tíbet, estaban a punto de proclamarse los verdaderos amos del planeta; científicos que, explorando brechas en la trama del espacio-tiempo, habían caído en ella. El asunto había sido silenciado. Pierce temblaba de desazón; eran noticias que de ser ciertas transformarían para siempre la noción misma del tiempo y de la vida, y un momento después, riendo con alivio, reconocía en ellas una vieja historia, una historia que ya era vieja al final del milenio anterior.
Quizás una de esas que se contaban ya alrededor de la hoguera en el campamento primitivo, donde por primera vez se contaran historias en el mundo.
¿Y de dónde le nacía entonces esa desazón? Estaba temblando; abrió la ventana a la noche y se acodó en el alféizar; apoyó su larga barbilla en el hueco de las manos y así se quedó, como una gárgola, contemplando la noche.
¿Tenía un plan el mundo? ¿Lo tenía, sí o no, después de todo? Él mismo no había tenido nunca ningún plan, ni siquiera en los tiempos en que vivía dentro de las historias; pero ¿lo tendría el mundo? La gente creía que lo tenía. Sus alumnos, ávidos de historias, como un hombre que sufre de insomnio ansia soñar. Incluso Julie buscaría, en la misma esquina y a la misma hora del día, otro billete de cinco dólares; en la misma fase de la luna tal vez, en la misma muesca de la rueda de la fortuna que le concediera el primero. Julie creía que los gitanos podían adivinar el porvenir.
¿Tenía un plan el mundo? ¿O parecía acaso no tenerlo tan solo porque él, Pierce, había olvidado el suyo?
Una cristalina mañana de mayo, cuando todos los demás parecían haberse embarcado, él y Julie, sentados frente a frente delante de la lacerada mesa de la cocina, se preparaban para partir: entre ellos había un alto vaso de agua y en un platillo dos terrones de azúcar teñidos de azul, que el vecino de arriba, un hombre hirsuto de ojos dulces, había adquirido para ellos.
Años después, Pierce se preguntaría si en aquel momento no habría traspuesto una especie de puerta lateral de la existencia y abandonado para siempre el curso que, de otro modo, habría tomado su vida; pero eso no le importaba puesto que no había vuelta atrás para averiguarlo, no había retorno en el sendero que pronto empezó a desplegarse bajo sus pies. Nada que hacer: no, no era ninguna metáfora, y si lo fuera, era entonces tan intensamente una metáfora que el tenor y su vehículo, no idénticos, también hubieran podido serlo. Y en realidad, en algún momento de aquella mañana interminable, se hizo evidente que la verdad misma era una metáfora, no, ni siquiera una metáfora, apenas una dirección, una dirección que apuntaba hacia la más reveladora de las metáforas, a la que no se llegaría jamás. La vida es un viaje, es sólo un único viaje. A lo largo de ella hay un único camino, un bosque oscuro, una colina, un río que cruzar, una ciudad adonde llegar; una aurora y un crepúsculo; sólo que cada uno de estos hitos es encontrado una y otra vez, y aprendido y comprendido, descrito, olvidado y perdido y vuelto a encontrar. Y, simultáneamente —Pierce, inhalando jadeante los Vientos del Tiempo, lo sentía con la sorprendida certeza de un Bruno descubriendo a Copérnico, del primer hombre en la historia que lo percibiera—, el Universo se extiende hacia afuera infinitamente y en cualquier dirección que uno pueda atisbar o pensar, y en todo instante.
Oh, veo, dijo, veo, comprendo, mientras escuchaba cómo una infinidad de saltimbanquis, lo bastante diminutos como para caber en las volutas de su delicada alquimia, se colocaban uno por uno, cada cual en su sitio. Ese día supo dónde está el cielo y dónde el infierno, y dónde la montaña de siete tramos, y al conocer la simple verdad, se rió a carcajadas. Y supo las respuestas, que luego olvidaría, a otro centenar de preguntas. Y después olvidó las preguntas; pero durante algunos años, no a menudo pero sí de tanto en tanto, recibiría, como una marea que alcanza un guijarro seco y luego refluye, una pizca de la comprensión que adquiriera ese día; y por un momento sentiría en la boca el sabor salado de su certeza.