PRÓLOGO EN EL CIELO

Había ángeles en el cristal, dos cuatro seis… numerosos ángeles, entrando sin cesar y poniéndose en fila arrastrando los pies, cual magistrados del reino durante la procesión del Lord Mayor. Ninguno de ellos vestía de blanco; algunos ostentaban cintas enlazadas en la cabellera suelta, o guirnaldas de flores y hojas verdes; y en los ojos, el resplandor de una extraña alegría. Y otros seguían entrando, de a uno y de a dos, siempre sitio para uno más; se cogían del brazo o entrelazaban las manos por detrás de la espalda y miraban sonrientes a los dos mortales que los observaban. Todos sus nombres comenzaban con A.

—Mirad —dijo uno de los hombres—. ¡Escuchad!

—Yo no veo nada —dijo el otro, el más anciano, que a menudo pasara horas infructuosas a solas delante de esa misma piedra, infructuosas pese a haberse preparado con prolongadas oraciones y una intensa concentración—. Yo nada veo. No oigo nada.

—Anael. Y Anacor. Y Anilos. Y Agobel —dijo el más joven—. Dios nos guarde y nos proteja de todo mal.

La piedra que escrutaban era un globo de cuarzo del color de la piel del topo y el tamaño de un puño, y tanto se había acercado a ella el vidente que la rozaba con la nariz y le bizqueaban los ojos; alzó las manos y la rodeó, protegiéndola como protege un hombre la temblorosa llama de una vela para impedir que fluctúe o se apague.

Ni un cuarto de hora hacía que se afanaban delante de la piedra cuando apareció la primera criatura; sus plegarias en voz baja y sus invocaciones habían cesado, y por un momento el único sonido perceptible fue el castañeteo de los maineles en el áspero viento de marzo que dominaba la noche. Cuando el más joven de los dos, el señor Talbot, arrodillado delante de la piedra, empezó a temblar, como de frío, el otro le rodeó los hombros para calmarlo; mas, como los temblores persistían, se había levantado para atizar el fuego; y fue ése el momento en que el vidente dijo: Mirad. Aquí hay uno. Aquí otro.

El doctor Dee, el más anciano, a quien la piedra pertenecía, se volvió con presteza. Un temblor le corrió por la médula, en la nuca se le erizaron los cabellos y una ola de calor le subió por el pecho. Inmóvil, contempló el doble fulgor de la llama de la vela, en la superficie del cristal y en sus profundidades. Sentía en la estancia los hálitos del viento que soplaba afuera, y escuchaba sus suaves gemidos en la chimenea.

—Decidme lo que veis —rogó en un murmullo—, y yo anotaré lo que describáis.

Soltó el atizador, cogió una vieja pluma y la entintó. En la cabecera de una hoja de papel escribió de prisa la fecha: 8 de marzo de 1582. Y aguardó, los ojos grandes, redondos, atisbando ya detrás de los redondos espejuelos con montura negra, lo que el otro le fuera a describir. El corazón le latía fuerte en los oídos. Nunca hasta esa noche un espíritu había acudido tan prestamente a su cristal. Él, él mismo, nunca había podido ver las criaturas que invocaba, pero solía esperar sentado o hincado en oración junto a sus médiums o videntes una hora, dos horas, antes de que alguna aparición ambigua fuese vislumbrada. O ninguna.

No esta noche: no, no esta noche. En toda la casa, como si el viento de marzo que soplaba fuera hubiese ahora penetrado y se paseara a la ventura por las habitaciones, se oía un repiqueteo de golpecitos secos, aporreos y aldabonazos; en la biblioteca, las páginas de los libros que quedaran abiertos se volvían una por una. En su alcoba, la esposa del doctor Dee se despertó y al separar los doseles del lecho pudo ver que la vela que dejara encendida para su marido vacilaba y se extinguía.

Pronto los ruidos y el viento cesaron, y un silencio descendió sobre la casa y sobre la ciudad, sobre Londres y sobre toda Inglaterra, como una respiración contenida, una pausa tan repentina y total que en Richmond, la reina se despertó y al asomarse a la ventana vio la cara de la luna que la miraba.

El hombre joven alzó las manos hasta el cristal y en voz baja, confusa, apenas más audible que el rasguido de la pluma del doctor, empezó a hablar.

—Aquí está Anael —dijo—. Anael que dice que él es quien responde por esta piedra. Que la misericordia de Dios sea con nosotros.

—Anael —dijo el doctor Dee, y escribió—: Sí.

—Anael que es el padre de Miguel y de Uriel. Anael que es el Explicador de la obra de Dios. Él ha de responder a cualquier pregunta que le sea formulada.

—El Explicador. Sí.

—Mirad ahora. Mirad cómo se abre las vestiduras y muestra su pecho. Dios nos ampare y nos proteja de todo mal. En su pecho, un cristal; en el cristal, una ventana, una ventana semejante a esta ventana.

—Me apresuro a escribirlo.

—En la ventana, una niñita armada, una niña-soldado se diría, que a su vez lleva un cristal, no, una piedra como ésta, pero no ésta. Y en esa piedra…

—En esa piedra —repitió el doctor Dee. Alzó los ojos de la página cubierta ahora hasta la mitad de los garabateados renglones de su escritura agitada, temblorosa—. En esa piedra…

—Dios nuestro Padre Celestial santificado sea tu Nombre. Cristo Jesús Hijo Unigénito de nuestro Señor ten piedad de nosotros. Algo más grande se aproxima ahora.

El vidente ya no veía, ya no oía, tan sólo era; en el centro de la pequeña piedra que la niñita sonriente llevaba entre las manos había un espacio tan inmenso que las legiones de Miguel no podían colmarlo. Hacia el interior de aquel vacío, a una velocidad aterradora, fue disparada como una flecha su alma vidente; con la garganta cerrada, zumbantes los oídos, hacia él se lanzó, irremisiblemente, como si resbalara por un precipicio. Y de pronto no hubo allí nada, nada más que la nada.

Y de ese vacío inmenso, de esa oquedad infinita y vibrante, mas grande que el universo y a la vez alojado en su centro, de esa nada algo fue gestándose laboriosamente, con exquisito dolor naciendo, algo semejante a una gota. Nada podía ser más pequeño ni estar más lejano que esa gota de nada, esa semilla de luz; cuando eón tras eón hubo viajado hacia fuera, era apenas un poquito más grande. Al fin, no obstante, los atisbos de un universo empezaron a aglomerarse en torno de ella, la estela de su propio y penoso tránsito, y la gota cobró peso; la gota se transformó en un grito, el grito en una carta, la carta en un niño.

A través de los entrelazados firmamentos avanzó, y a través de oscuros cielos sucesivos que se abrían como cortinados. Las sorprendidas estrellas se volvían al grito de su santo y seña y se apartaban para abrirle paso; joven, potente, la cabellera suelta flameándole a la espalda, los ojos de fuego, llegó hasta el linde de la octava esfera y allí se detuvo, como en un muelle colmado de gente.

Parte, ponte en camino. Tan lejos había llegado ya que el vacío de donde viniera, ese vacío más grande que el ser, se empequeñecía dentro de él, era ya una semilla apenas. Una gota. Había olvidado cada santo y seña tan pronto como lo pronunciara; se había dejado envolver en su travesía como en un ropaje caluroso y pesado. Al cabo de otras eternidades, después de inconcebibles aventuras, perdida ahora la memoria, ofuscada la mente, envejecido, arribaría al fin, por mar, tierra y aire ¿a Dónde? ¿A quién tenía él que hablar? ¿Para quién era la carta, a quién debía despertar el grito?

Cuando subió al navío para hacerse a la mar, aún lo sabía. Subió al navío; la muchedumbre que colmaba el muelle retrocedió, murmurando: ha puesto el pie en el puente, ha asido los cordajes. Se hizo a la mar bajo el signo de Cáncer pintado en la abombada vela mayor; y al cabo dos luces se encendieron en los penoles. ¿Eran Castor y Pólux? Spes próxima: lejos, muy lejos, una ágata azul apareció, una gema láctea.