Uno

En el verdeplata de un lluvioso abril bajaron a Glastonbury siguiendo los largos caminos rectos, el señor Talbot a lomo de un jamelgo prestado, el doctor Dee en su yegua moteada, una manta de piel de cabra aceitada sobre los hombros, un amplio chapeo, como de campesino, en la cabeza, y su hijo Arturo a las ancas. Las nubes tenues se arracimaban y se dispersaban, la lluvia ligera era fresca, casi tibia. En el trayecto, el doctor señalaba un muro de piedra, una viejísima iglesia; les mostraba cómo corrían las carreteras romanas, claras y rectas, y cómo otro camino, mucho más antiguo que éste, iba dejando atrás pueblos, y mercados, y cementerios, oculto ahora y perdido, pero más directo que cualquiera de los que jamás construyeran los romanos. A lo largo y abajo de esta verde Inglaterra, yacía otra comarca, una comarca hecha de tiempo, tan vieja como joven era esta primavera: replegada por el tiempo como las replegadas colinas, se remontaba casi hasta el diluvio, cuando los hombres de estas tierras no sabían de artes ni de retóricas y sólo se cubrían con pieles.

—Mil años después de aquel diluvio —dijo el doctor Dee— y veinte o treinta después de la caída de Troya, llegó aquí, a esta isla septentrional, aquel Brutus albano.

—¿Ese mismo Bruto de Troya? —preguntó el señor Talbot.

—Ese, sí. Y él, que había salvado a Troya de los griegos (aunque más tarde la reconquistaron) halló a nuestros antepasados sumidos en la ignorancia, pero inteligentes y ávidos de aprender. Y él, Bruto, fue más tarde su rey, el primero de cuantos hubo en la historia de esta isla.

—Y Arturo era de su mismo linaje —dijo Arturo Dee, que conocía la historia y cuanto de ella le concernía.

—Lo era, sí. Podéis comprobarlo en sus armas: tres coronas de oro en un campo de azur, que eran las armas de su primer reino de Logres, cuartelado con el escudo de armas de Troya cuya descripción podéis leer en Virgilio.

—¿Y los sajones? —preguntó el señor Talbot.

—No, ellos eran oriundos de Germania. Arturo era una espina en el ojo de los sajones. Él era un britano, de la estirpe de Brutus. Y esta tierra, su tierra, no podía ser gobernada con justicia ni por un sajón ni por un danés, ni por un francés, hasta el día en que Arturo regresara: hasta que de nuevo accediera al trono un galés de nuestra sangre.

—Yeso fue lo que acaeció —dijo Arturo.

—Yeso fue lo que acaeció, cuando Enrique fue coronado. Y esa nieta suya que ahora ocupa el trono, si Arturo pudiera ser mujer ella sería él.

Cabalgaron un rato en silencio.

—Hay quienes negarían la existencia de Arturo —dijo el doctor Dee.

—Allá ellos, padre —dijo Arturo, la mejilla contra la espalda del doctor, cobijándose bajo el ala de su sombrero.

—Que consulten a San Jerónimo —dijo el doctor Dee—, quien alababa a Etico por haber afirmado que las islas de Albión, ésta y la de Irlanda, deberían llamarse islas Brutannicae y no Brittanicae. Y el viejo Tritemio dice que el imperio de Arturo abarcaba veinte reinos.

—Pero en ese entonces los reinos no eran tan vastos —dijo el señor Talbot.

—No lo eran, no. Mas por la fuerza de las armas, este Arturo conquistó también las islas de Islandia y Groenlandia y Estotilandia. Las cuales deberían estar ahora, por derecho, bajo el imperio de nuestra soberana, todas ellas en el mare Brittanico, entre Bretania y Atlantis y hasta el Polo Norte.

Arturo Dee soltó una carcajada.

—Y así se lo he manifestado yo al señor Hakluyt Y así se lo he recordado a Su Majestad.

Arturo Dee rió de nuevo, una risa de triunfo y se abrazó con más fuerza a su padre, de modo que también el doctor se echó a reír; y los tres continuaron cabalgando, riendo cara al sol que en ese momento despuntó sólo para volver a ocultarse.

Al anochecer llegaron a una casa a la vera del camino; una mujer vieja estaba en la puerta, al abrigo de la lluvia que goteaba de los aleros, con las manos bajo el delantal. Y había narcisos y prímulas en su jardín; había una madreselva que trepaba por el muro, y hasta flores que se abrían en la mohosa paja del tejado como en un vergel. La mujer saludó a los peregrinos con una sonrisa.

—Buenos días te dé Dios, Gammer —dijo el doctor Dee inclinándose en una reverencia desde su montura—. ¿Cómo te trata la fortuna?

—Tan bien como Vuestra Señoría quiera imaginar.

—Veo que has agregado un nuevo poste a tu cerca.

—Vuestra Señoría puede ver lo que nadie ve.

—¿Puedes dar posada a tres viajeros y ofrecerles algo de comer? Uno de ellos es un muchacho.

—Puedo hacerlo —dijo ella—. Puedo ofrecerles pan blanco y pan moreno. Y queso y cerveza nueva; y una cama toda para ellos.

—Desde Upton-on-Severn hasta Glastonbury —dijo el señor Talbot— hay una línea recta.

—Sí —dijo el doctor Dee.

Una única antorcha trémula goteaba junto a la cama. Arturo dormía. El doctor Dee y su vidente estaban sentados muy juntos en el borde de la cama, hablando en voz baja para no despertar al muchacho.

—Esa línea recta —dijo el señor Talbot— no puede verse sino desde cierta altura en el aire. Durante un trecho hay un camino que la demarca, y luego un seto. Pasará por debajo de una iglesia o de la cruz de un mercado; y luego un camino correrá nuevamente por ella. Pero sólo desde lo alto podrá verse cómo corre, nítida, recta, como rasgada sobre la tierra.

—Sí.

—Tuve la impresión de que él me izaba —dijo el señor Talbot—. Y me sentí desfallecer. Y vi esa línea, la vi desde la altura.

—Un sueño —dijo el doctor Dee.

—No parecía sueño. Él me llevaba sobre su espalda. De aspecto era… era como un perro o un lobo; tenía una cabeza peluda, y zarpas peludas, con uñas pardas. Pero su figura no pude verla bien, porque parecía envuelta en un hábito como de monje, de una tela pesada. De la que yo me agarré cuando él levantó el vuelo.

El señor Talbot, que observaba el rostro del doctor Dee, creyó leer en él un pensamiento. Dijo:

—Si es un espíritu bueno o no, lo ignoro. Ha estado largo tiempo cerca de mí, no siempre bajo el mismo aspecto. Yo no lo invoqué. Que es el mismo, en diferentes formas, lo sé porque su rostro siempre se muestra bondadoso.

El doctor Dee no dijo nada.

—Esa línea nos llevaba en su camino —prosiguió el señor Talbot—. Como si fuera una acequia por la que rueda un guijarro, o una cañada por la que se persigue a un venado. Esa línea recta. Tan raudo se desplazaba él sobre ella, que su larga túnica parda restallaba tras de él como una bandera en el viento. Y entonces me pareció sentir el olor del mar.

Allá abajo, cambiantes y luminosos a la luz del mediodía, se deslizaban los verdes páramos marinos de Somerset (¿Había sido un sueño? ¿Lo había sido? Palpó el tarrito de piedra oculto en su jubón) y entonces, acercándose a medida que descendían hacia la tierra —y Talbot sintió que le subía una náusea a la garganta—, una colina baja y yerma y una torre, una abadía y una iglesia ruinosa. Aquel de cuya túnica iba asido el señor Talbot, extendió su mano peluda, y mientras señalaba aquí y allá, al sur, al este, al oeste, fueron haciéndose visibles unas figuras que emergían de la tierra, figuras que yacían sobre la tierra, que estaban hechas de tierra, hechas de las elevaciones y los repliegues de las colinas, de las grietas de los caminos sumergidos, las líneas de las antiguas murallas, de los ríos y torrentes: un círculo de grandes seres, hombres, bestias, criaturas, con bosques por cabellera y rocas rutilantes por ojos o por dientes; un círculo de figuras tocándose, todas mirando hacia Poniente. Por momentos, alguna desaparecía, se desvanecía en huertos y campiñas y luego volvía a aparecer: cordero, león, gavilla de trigo.

—Sí —dijo el doctor Dee—. Cordero. León. Gavilla de trigo. ¿Que otras?

—No sé. Peces. Un rey. No alcanzaba a ver.

Describiendo una lenta espiral descendente, como un halcón en caza, aquel que lo transportaba bajó hacia la capilla de la abadía. Uno por uno, los inmensos personajes se replegaron hádala tierra, como si volvieran a dormirse, y ya no fue posible discernirlos.

—Entonces él me lo mostró. En la vieja abadía. El sitio donde yo debía cavar.

—¿Y cavasteis, entonces?

El señor Talbot se frotó la frente como para despertar la memoria.

—Creo que no lo hice. Él… yo me desvanecí. No recuerdo nada, él me sacó de allí y al despertar estaba de nuevo en casa.

—O despertasteis sin haber nunca partido —dijo el doctor Dee.

El señor Talbot miró de reojo a Arturo, y luego se inclinó muy cerca del oído de Dee, y le habló en tono apremiante.

—Si fue un sueño, fue un sueño revelador. Porque más tarde, ese día, hice a pie el mismo camino. Y allí estaba la iglesia, tal como me fuera señalada. Allí estaba el sitio donde yo debía cavar, allí donde se alzaban dos pirámides. A no ser por unos picapedreros que trabajaban allí, todo era igual, idéntico. Aguardé hasta la caída de la noche. Ya la luz de la luna, cavé. Y encontré la cámara, y en ella el libro.

El doctor Dee no decía nada, ni miraba al señor Talbot. Se estudiaba las manos, apoyadas sobre las rodillas. Luego se levantó» y de un pellizco apagó la vela.

—Mañana sabremos más —dijo—. Habremos llegado a la abadía antes del mediodía.

Muy pasada la medianoche, el señor Talbot se despertó, olvidado de dónde se hallaba, caminando aún por la orilla del Támesis con su libro debajo del brazo, sintiéndose perseguido en una noche tormentosa, y viendo una barca oscura y un barquero que espumando las aguas remaba en dirección a él. Permaneció acostar, con los ojos abiertos, rememorando. El rostro de Arturo yacía muy cerca del suyo, los ojos de largas pestañas a medias abiertos, toas su espíritu muy lejos de allí, el señor Talbot podía notarlo por su respiración, tan regular, que no parecía ser la del muchacho. Del otro lado, envuelto en su amplia capa, el doctor Dee dormía aneando sordamente.

Por la mirilla del bajo ventanuco se filtraba una luz débil. La lluvia repiqueteaba al caer de los aleros. Talbot pensaba en Gales, adonde una vez había huido para esconderse cuando era un muchacho. Recordaba cómo se había escondido en las montañas y vivido en soledad muchos largos meses; cómo se había construido una cabaña de pieles y ramas como los hombres primitivos de antaño, donde se sentaba a escuchar el repiqueteo de la lluvia que caía de las hojas. Después de mucho meditar había modelado una vasija de arcilla y la había cocido en un fuego de leña y carbón. Ahora sabía lo que tenía que hacer.

Un poco más tarde volvió a despertarse y permaneció tendido y en vela hasta el amanecer, sintiéndose puro y limpio por dentro, más que nunca en su vida, como si su corazón estuviera transmutándose en oro. ¿Habría realmente estado en Gales alguna vez? Pensó en lo que había visto y hecho allí, en la lluvia que azotaba las pétreas caras de las montañas, en la mina, en el fuego. Sentía en su interior dos estanques bien definidos, uno de sombra y el otro de luz: ahora de éste ahora de aquél, él podría ir sacando un poco de cada cosa, y no había cosa alguna que no pudiera hacerse con la mezcla.

Después de la Disolución, en los tiempos del rey Enrique, la abadía de Glastonbury y sus feudos, sus bosques, sus ríos y sus prados, fueron escriturados a favor de diversos señores e hidalgos, vendidos por ellos y revendidos. Todo cuanto la iglesia y sus edificios poseían de algún valor, techos y desagües de plomo, ornamentos, vitrales, todo fue saqueado, los libros y manuscritos tirados o quemados o vendidos por carradas a libreros o a fabricantes de papel. La ruda y el diente de león crecían en las naves a la intemperie, las violetas, entre las piedras derrumbadas; el humo de las fogatas de los vagabundos que buscaban albergue bajo las ruinas de la capilla y de la casa capitular ennegrecía los muros. Los nuevos propietarios se servían de la inmensa catedral como de una suerte de cantera; por una suma de dinero, cualquiera podía llevarse alguna de esas piedras labradas.

—Quienes venden estas piedras no saben lo que hacen —dijo el doctor Dee, cuando el pequeño grupo hubo entrado en el recinto de la abadía—. No saben lo que hacen.

Extendió la mano para acariciar un águila de piedra, allí derrumbada, con un libro de piedra entre las garras, la hierba verde crecía brillante en derredor.

—Aquí se alzaba la iglesia más antigua de esta isla —dijo—. Aquí llegó ese santo varón de Arimatea, con ese cáliz que desde entonces nadie ha vuelto a ver. Aquí, aunque se desconoce en qué lugar está enterrado Patricio, y sabe Dios qué otros insignes esqueletos. Dunstan de Canterbury, en un sepulcro sólo conocido por los monjes de este lugar; y ahora, puesto que ellos han sido expulsados, por nadie conocido. Y Edgar, aquel monarca pacífico y providente.

—Y Arturo —dijo Arturo.

—En un gran sarcófago, no de plomo ni de piedra sino de roble, un roble ahuecado, allí lo hallaron; su tibia más grande que tu tibia y tu fémur juntos. Había gigantes en estas tierras en aquel entonces. Y su esposa con él, un rizo dorado fue encontrado en su tumba, pero un monje lo tocó y se deshizo en polvo.

—Ginebra —dijo Arturo. Bajo la tenue lluvia que no había cesado de caer en toda la mañana, el joven tiritaba.

—¿Es aquí? —preguntó el doctor Dee al señor Talbot—, ¿aquí es donde cavasteis?

Dos obeliscos se alzaban junto el antiguo sendero que iba hasta la abadía, Dod Lane. El señor Talbot, abrazándose, entró en el camposanto.

—No sé —dijo—. No parece él mismo ahora. No puedo estar seguro.

—Ya lo veremos —dijo el doctor.

Y así, durante toda esa tarde, escalaron los monumentos cubiertos de hierba, y exploraron entre las piedras rotas, y descendieron a criptas repletas de desechos, ahuyentando a un tejón de su madriguera, en tanto el señor Talbot, con un dedo en los labios y la mirada ausente, intentaba rehacer el viaje, o resonar el sueño que una vez lo condujera a ese lugar; hasta que al fin, empapados y exhaustos, buscaron refugio en la capilla de María, bajo un resto de techo no desmoronado. Allí acamparon y encendieron una fogata sobre las piedras del suelo, y comieron el pan y el queso que habían traído del mesón.

—Tengo que hacer un viaje —díjoles entonces el doctor Dee—. Un corto viaje. Si no regreso antes de la caída de la noche, o poco después, no estaré aquí hasta la mañana. Entonces proseguiremos la búsqueda.

Se levantó, tomó su báculo y su sombrero de fieltro; se aseguró de que el abrigo de su hijo estaba seco por dentro, y de que había un sirio seco para que el joven durmiera junto al fuego, y una capa para que se envolviera; y le dio su bendición.

—Vigilad bien —le dijo al señor Talbot—. Pensad bien en dónde habremos de buscar.

Cuando el doctor se hubo alejado, eligiendo cuidadosamente su camino entre las piedras mojadas, el señor Talbot se sentó al lado de Arturo, junto al fuego. El muchacho se había quedado en silencio, un poco desazonado por la partida de su padre.

—¿Buscamos? —sugirió el señor Talbot.

—No.

Durante un rato permanecieron sentados, las manos dentro de las mangas, contemplando las trémulas llamas de la hoguera.

—Te contaré un secreto —dijo el señor Talbot. Arturo abrió bien los ojos—. Mi nombre no es Talbot…

—¿Y cuál es, entonces?

El señor Talbot no dijo nada más. Echó una astilla en el fuego; estaba húmeda, crepitaba y humeaba.

—Ya sé lo que ese libro dice —dijo de pronto—. Dice cómo hay que proceder para hacer oro. Sé que es eso lo que dice, aunque yo no pueda leerlo.

—¿Y cómo se hace el oro? —preguntó Arturo.

—El oro crece —dijo el señor Talbot—. En el profundo corazón de las montañas, allá donde más antigua es la tierra, allá está el oro. De modo que, para hallarlo, cavas minas profundas. Pero no debes nunca sacar de allí todo el oro; no debes hacerlo, porque sacarás la semilla del oro, de la cual crece. Igual que con los frutos, sólo debes quitar lo que está maduro, y dejar el resto hasta que madure. Y madurará, lenta, lentamente, las piedras de la montaña, las arcillas que hay en ella, crecen hasta trocarse en oro; se transmutan en oro.

—¿De veras?

—En Gales —dijo el señor Talbot—. En Gales, cuando estuve en las montañas, supe que el oro crecía alrededor de mí, bajo la tierra; en las profundidades. Me parecía oírlo crecer. —¿Oírlo?

—Algún día, dentro de mil años, de mil milenios, todas las piedras se habrán convertido en oro.

—Para ese entonces habrá llegado el fin del mundo —dijo Arturo.

—Tal vez sí. Pero nosotros podemos enseñarle al oro a crecer más deprisa, si sabemos cómo. Podemos ayudar, como las comadronas, a que el oro nazca de aquello que lo contiene, podemos hacerlo nacer.

Arturo no respondió. La lluvia había empezado a amainar, y las nubes una vez más a abrirse y cambiar de forma; brilló el sol. Glastonbury no era oro sino plata.

—Voy a mear —dijo el señor Talbot.

Se alejó de la pequeña hoguera y se internó en la larga y verde nave de la capilla, y allí reflexionó durante largo rato. Pegado a la pared bajó hacia el santuario deteniéndose para escrutar las capillas laterales. Cuando llegó al santuario y al sitio donde antaño estuviera el altar, miró hacia atrás. Ya no alcanzaba a ver la fogata. Sacó de su jubón un pequeño tarro de piedra, perfectamente sellado con cera. Buscó en torno un lugar. Vio un estrecho tramo de escalera que descendía bajo una arcada esculpida; cuando bajó, descubrió que el camino estaba casi totalmente obstruido por piedras desmoronadas, excepto en una estrecha abertura, apenas suficiente para que él pudiera introducir la mitad de su cuerpo, mas no para que se arrastrara al interior. Le pareció oír un rumor de agua, como si allí dentro brotara un manantial. Cerró los ojos, vio el rostro canino de una criatura sonriente; dejó caer el tarro en el vacío.

Mañana, con el doctor, allí lo encontrarían tal como él encontrara su libro, y la historia podría continuar.

En la cima de la elevada colina calva llamada el Tor de Glastonbury se alza una torre semejante a un dedo de piedra, la torre de San Miguel. Al pie de la colina, en el valle que se extiende hacia el oeste hasta la colina del Cáliz, brota un manantial, el Manantial Sagrado. El sendero que asciende hasta el Tor pasa por este manantial. El doctor Dee, camino de la cumbre, se detuvo junto a él. Cámaras de piedra maciza, que revelan la herramienta con que fueran labradas, la circundan; cámaras construidas —suponía el doctor Dee— por los romanos, o acaso antes, por los druidas.

Eran hombres nobles y sabios los druidas, y de la misma raza que el doctor, aunque en su arrogancia negaran a Cristo y combatieran a sus discípulos. Se contaban leyendas acerca de esas piedras que formaban un círculo en el llano de Salisbury; las habían traído —se decía— desde Irlanda, por el aire, como una bandada de pájaros, y las habían instalado en la llanura. El doctor Dee sabía que cuando San Patricio los interrogó y les preguntó quién había creado el mundo, los druidas respondieron: los druidas lo crearon.

Descendió por el musgoso sendero que conducía a las cámaras del manantial. Cuando llegó al oscuro portal, apoyó una mano en la piedra, y escuchó durante un rato el sonido del agua; luego entró. Arriba, en algún lugar de la colina del Cáliz, nacía el torrente que alimentaba a este manantial; nacía, según la leyenda, en ése mismo sitio en que José de Arimatea enterrara el cáliz del que había bebido Nuestro Señor en su Última Cena. El Cáliz, calix, cráter, del que la colina recibiera su nombre. A menos que ese cáliz que le daba nombre fuese la colina misma, un cáliz volcado sobre la tierra, vertiendo sobre ella su líquido aguavino. El doctor Dee miró de cerca esas piedras estriadas y empapadas de rojo por las que corría el agua. Manantial de Sangre era el otro nombre de esa fuente.

Allí él bebió y oró, y reanudó la marcha. El camino dejaba atrás el primaveral abrigo de los árboles, y proseguía, moroso, jalonando el Tor en una espiral ascendente. El cielo empezaba a clarear y una brisa áspera rozaba las mejillas del doctor. A medida que ascendía veía extenderse a lo lejos, cada vez más lejos, hasta el mar, las tierras bajas. Por encima de esas tierras bajas se alzaban la colina Cadbury, y la colina Cáliz, y la colina Weary-all, cual una ballena que arqueara en el aire su inmenso lomo, y ésta que él escalaba ahora. El doctor Dee sabía que, en tiempos remotos, todas ellas habían sido islas; las tierras bajas se hallaban sumergidas en el mar. Glastonbury mismo había sido una isla, Avalón, la isla de las Manzanas. A este Tor podía llegarse en barca; Weary-all era la isla donde José desembarcó por vez primera, y clavó su báculo en la tierra. Y allí brotó la zarza, el Zarzal que año tras año florece en las Navidades, El doctor Dee lo había visto, el santo Zarzal, todo cubierto de flores blancas en la Natividad de Cristo, porque ya muchas veces había escalado estas colinas, y descrito sus reliquias y medido la tierra circundante. La corografía era otra de sus artes; la medición y descripción de una parcela de tierra, y su contenido y su geometría. Sólo que no existía porción de tierra que fuese semejante a esta en la que él se hallaba ahora, ninguna de la que él tuviera conocimiento. Respirando fuerte y apoyándose en su báculo, el doctor Dee trepaba. El camino en espiral se acercaba a la cima, y mientras avanzaba, las tierras bajas y las colinas circundantes empezaban a despertar.

El León que el señor Talbot había visto ya no era visible desde el Tor, echado como estaba en la ladera de las colinas opuestas a Somerton; pero ahora el doctor podía divisar a Virgo, allá en el este, realzada por la pincelada negra y plata del río Cary —Virgo, al igual que su reina, ostentando su cetro y los amplios paños de sus faldas. Más al este, el Escorpión enroscado junto al río Brue; el aguijón de su cola, un pico de piedra centelleante.

Un momento después despertó el Centauro, que también era Hércules, héroe y corcel, formado por las colinas Pennard, o formándolas él, o ambas cosas; la aguja del campanario de la iglesia de Pennard, la flecha de su arco; y más al norte la Cabra, y la antigua fortificación que llamaban Ponters Ball conformaba los cuernos de esa Cabra. Siempre avanzando en el mismo sentido del Sol prosiguió contorneando el cono del Tor. Figura por figura las Doce aparecieron, comenzando por el Carnero en Wilton y Street, con la espiga en su lomo ahora verde, que en tiempo de cosecha se trocaría en dorado vellón. Todo alrededor de los dos Peces unidos por la cola: uno de ellos la gran ballena de la colina Weary-all, el otro recostado sobre la aldea de Street, su ojo redondo, el viejo y redondo camposanto de la villa. Una inmensa Natividad que nadie que no supiera que estaba allí podría ver jamás (ni aun desde la cima del Tor) aunque podría ser divisado —quizá— por alguien que lo sobrevolara como aquel halcón, y mirara hacia abajo.

Si no había sido un sueño ¿quién lo habría transportado?

El doctor Dee había llegado al recinto de la torre. En aquellas alturas el viento ululaba, un viento refrescante que tironeaba de la barba del doctor y del ruedo de su capa. Ahora la tierra se extendía, abierta, todo alrededor; y en el centro mismo, cual un gnomon, se encontraba el doctor y avizoraba los contornos de Logres.

Los reinos habían sido más pequeños en aquellos tiempos; no obstante, cuando el mar anegó las tierras bajas y cubrió las arenas entre las islas y las elevaciones que formaban aquellas figuras, las figuras del universo estelar, Arturo y sus caballeros habían tenido estos lugares, reino sobre reino, comarca tras comarca para sus danzas. Porque un reino es todos los reinos: una colina, un camino, un bosque oscuro; un castillo al que llegar, un puente peligroso que cruzar.

Avalón era la isla a donde Arturo fue desterrado para morir o dormir: y sin embargo la misma isla era Camelo t, donde él reinara. Y Avalón era también la isla de Percival, la que heredara de su padre el rey Pelles, que allí había sentado sus reales: así lo decían ciertos libros antiguos. De allí había partido Percival en busca del Santo Grial: ese Grial que era a veces un cáliz, a veces una piedra, a veces una fuente, y que no era otro que el cáliz que el santo José trajera a esta isla septentrional, y del que aún manaba el agua buena: la había vertido en las manos del doctor esa misma mañana.

Junto a la torre de San Miguel, el doctor Dee se sentó y se envolvió en su capa. Las nubes que se elevaban desde el mar Severn, semejantes a criaturas aladas, le mostraron una franja blanca y una línea gris que era su propia tierra de Gales, lejana, en el oeste, el oeste hacia donde partieran los druidas llevándose el pasado.

No había un solo Grial, había, o hubo, o habrá, no un Grial sino cinco Griales para la búsqueda de cinco Percivales. Había Griales de tierra, de agua, de fuego, de aire: había una piedra, una capa, un cráter o caldera, y el cántaro que lleva Acuario que es un signo de aire. Y uno más, el Grial de la quintaesencia. A menos que ese Grial no sea en realidad el cáliz de los siete anillos del cielo, el que contiene todas las cosas, el que era contenido dentro de todas las cosas, ese cáliz del cual, quiéralo o no, toda alma ha de beber. Pensó: ¿es el universo una sola cosa? ¿Y está todo él contenido en cada una de sus partes?

Años atrás, muchos años atrás, él había descubierto algo que podía ser el símbolo de esa cosa única que es el universo. Lo había dibujado con regla y compás y durante un año había concentrado su atención en observar si crecía, si empezaba a atraer hacia él, como una piedra imán, más y más de aquello de que el mundo está hecho: fuego, aire, tierra, agua; números, estrellas, almas. Cuanto más lo observaba, más lo veía crecer. Se convirtió en un glifo, semejante a los Glifos Sagrados de Agypto que encierran un saber inexpresable de cualquier otro modo, palabras demasiado largas de pronunciar. Llevaba con él su signo, como una mujer preñada lleva a su hijo, hasta que cierta semana, en Amberes (él era un fuego de sabiduría esa semana, una zarza ardiente), lo había confiado a un libro pequeño, y vomitado todo cuanto sabía acerca de él, y escrito sin saber lo que escribía, hasta quedar vacío.

Él lo había escrito. Lo había hecho componer e imprimir.

Y quizás ese símbolo que creara fuese el símbolo de esa cosa única que es el Universo. Pero ahora era un inviolable sello de secretos. Ya no estaba en él, y él ya no sabía lo que representaba, no comprendía ese libro que él mismo había escrito.

Tal vez pudiera saberlo una vez más, y comprenderlo. Tal vez, ahora. Que ninguna respuesta le sea ocultada. El halcón que se cernía en el aire, mirando hacia abajo, empezó a descender en un largo giro. El sol se ponía en el mar: el doctor Dee casi podía oírlo sisear.

Recorrer Logres como el sol recorre el año; buscar el círculo de la creación y encontrar en un castillo que es el tuyo el Grial buscado durante tanto tiempo, que durante tanto tiempo has ansiado encontrar, que te pertenece. En la Alta Historia que el doctor había leído en la antigua lengua, el nombre del rey Percival está construido así: Par lui fet: hecho por él mismo.

Y el cáliz que Percival buscaba, herido, en el castillo de su padre herido, ¿qué era sino ese cáliz del Aquatero, Acuario que el doctor Dee ahora contemplaba en el templo estelar, extendido allí abajo, en el condado de Somerset?

Y aunque podía ser que estas figuras de tierra (ahora ensombrecidas, cerrando ya de sueño los grandes ojos) hubieran sido fraguadas sólo aquí y por manos de hechiceros, aún así, esas estrellas resplandecen por doquier; y por lo tanto ha de haber, en cada sitio, un templo astral impreso sobre círculos de tierra, grandes o pequeños. Y dentro de cada uno de esos círculos ha de hallarse escondido un Grial.

El doctor Dee alzó los ojos hacia él firmamento cuyas estrellas ataban ahora veladas por nubes.

—Decidme —pidió—, decidme ¿es el Universo una sola cosa? ¿Lo es, después de todo?

Los ángeles lo vieron, los que ordenan ese cielo, al que él dirigió su pregunta: lo vieron porque este anillo de tierra es un sitio donde ellos se detienen a menudo para escrutar como en un espejo o como por el ojo de una cerradura. Y al oír su pregunta sonrieron; y uno de ellos volvió de pronto la cabeza para mirar, y luego otro; porque un rumor los perturbó, un rumor, de pasos lejanos y débiles, los pasos de alguien que, desde atrás, se iba acercando.