Seis

—Es una novela —le dijo Pierce a Boney Rasmussen—. Inconclusa, creo; termina, al parecer, con una serie de apuntes e ideas para escenas ulteriores.

—¿Ya lo ha leído todo? —El día lluvioso, fuera de la biblioteca, era tan plateado, el centelleo del nuevo verdor tan diverso, que creaba en el interior una penumbra vaga, y Boney, detrás de su escritorio, resultaba difícil de ver.

—No —dijo Pierce—. No. Apenas lo he empezado. Pero no quisimos moverlo. —Como un corpus delicti—. Así que interrumpí la lectura ayer cuando cayó la noche. Boney guardó silencio.

—Rosie está segurísima de que no es un borrador de alguna de las que él ya había publicado. Es totalmente nueva. Boney seguía callado.

—Es… —empezó a decir Pierce, y se detuvo; no estaba seguro de que debiera hacer la declaración, o la revelación, que se proponía hacer, o revelar, en el momento de entrar en el estudio; pero al fin dijo—: En realidad, es un hallazgo muy extraño, muy sorprendente, y una rarísima coincidencia. —Luego él también guardó silencio, y los dos permanecieron sentados, en medio del tic y el tac de las gotas de lluvia, como bajo un sortilegio, Boney absorto en pensamientos que Pierce no podía imaginar, y él mismo sin poder salir del inmenso asombro que le causaba lo que le estaba aconteciendo. Adocentyn.

—Yo —dijo, por fin—, estoy preparando un libro.

—Rosie me lo ha dicho.

—Bueno, lo curioso del caso —prosiguió— es que las cosas y las personas de este libro son cosas y personajes sobre los que he estado pensando y estudiando durante largo tiempo, aunque desde un punto de vista totalmente distinto. El doctor John Dee, por ejemplo, el matemático inglés. Giordano Bruno.

—Él ya antes había escrito sobre ellos.

—Sí, pero no de esta misma manera.

—¿Qué manera?

Pierce cruzó las piernas y se tomó las rodillas con los dedos entrelazados.

—Este libro comienza —dijo— con John Dee conversando con los ángeles. Bueno, y en verdad, Dee dejó abundantes testimonios sobre las supuestas sesiones que celebraba con una persona llamada Talbot o Kelly, quien pretendía ver ángeles en una especie de bola de cristal. Bien. Sólo que en este libro de Kraft, los ve realmente, y habla con ellos.

Boney continuaba inmóvil. Pero Pierce había empezado a percibir en él un interés creciente.

—Luego viene un capítulo sobre Bruno —dijo Pierce—. Y todos los datos biográficos son correctos, creo, y también el entorno. Sólo las razones de cuanto acontece no son las mismas que daríamos hoy.

—¿No?

—No.

—¿Y qué razones, entonces?

—Es como si —dijo Pierce—. Como si en este libro hubiera ángeles, pero no leyes de la física; como si la teurgia pudiera actuar, y ganar batallas; y también la oración. Y la magia.

—Magia —dijo Boney.

—Está Glastonbury en este libro —dijo Pierce—. Y un Grial. El libro podría tratar de un Grial, oculto de alguna manera en la historia.

Pasando al azar las páginas, con la misma horrorizada fascinación que sentiría tal vez si le fuera dado hojear la historia de su vida futura, había atisbado el nombre de Kepler, y el de Brahe; había vislumbrado reyes, papas y emperadores, batallas famosas, castillos, puertos y tratados: pero también había visto la Ciudad del Sol, y a los hermanos de la Rosa; el Hombre Rojo y el León Verde; el Ángel Madimi, la Muerte del Beso, un gólem, una varita mágica, doce mínimos del mejor oro en el fondo del cráter.

—¿Y su libro? —preguntó Boney—. ¿Igual?

—No, no es igual. Éste es de ficción. El mío no.

—Pero trata de las mismas cosas, de ese mismo período.

—Sí.

Y acaso no fuera tan diferente, no, no tan diferente. El de Kraft iba a ser el vino puro, sin diluir: nada de sutilezas de matización, nada de no-se-diría-que, ni un solo hace-pensar, nada de como-si. Nada. Sólo ese extraordinario teatrillo colorido de la ahistoria.

—Entonces habrá podido ver —dijo Boney, con voz pausada— si hay en ese libro algo sobre un elixir. No medicinal, exactamente, pero…

—Conozco el concepto —dijo Pierce.

—¿Algo acerca de eso?

Pierce meneó la cabeza.

—No hasta ahora.

Boney se levantó, y apoyándose con los nudillos para ayudarse en el borde de su escritorio, fue hasta la ventana.

—Sandy sabía mucho —dijo—. Bromeaba sin cesar, y uno nunca sabía cuándo hablaba en serio. Sabía tantas cosas que uno estaba seguro de que siempre, por detrás de las bromas, había algo, algo que él sabía. Pero no lo decía.

»Decía. Solía decir: Mira, si alguna vez, en otros tiempos, el mundo hubiera sido un lugar distinto del que es ahora. El mundo entero, quiero decir; todo; bueno, es difícil de expresar; de tal forma que funcionara de una manera diferente, no como lo hace ahora.

Pierce contuvo el aliento para poder oír la vieja voz gastada.

—Yen algún lugar de este mundo nuevo que es el nuestro —prosiguió Boney— quedaran, comoquiera, donde fuera, algunos pequeños fragmentos de ese mundo perdido. Algunos fragmentos que conserven un algo del poder que antes tuvieron, en los tiempos en que las cosas eran diferentes. Una joya, por ejemplo, un elixir.

Se volvió para mirar a Pierce y le sonrió. El Monstruo Fabuloso. Así lo había llamado Rosie.

—¿No sería extraordinario?, solía decir. Si fuera así, ¿no sería algo extraordinario?

—Hay cosas como ésas —dijo Pierce—. Cuernos de unicornios. Gemas mágicas. Sirenas momificadas.

—Sandy solía decir: cosas que no sobrevivieron al cambio. Pero en algún lugar, en alguna parte, quedar algo podría. Oculto, ¿se da cuenta? O no oculto, sólo inadvertido; oculto a ojos vistas. Una piedra. Un polvo. Un elixir de vida. —Al estar de pie su figura se había hundido levemente (o eso le pareció a Pierce) como si la columna vertebral se le estuviera derritiendo poco a poco—. Hablaba en broma, supongo. Estoy seguro. Y sin embargo, una vez, en las Montañas Gigantes…

No dijo nada más. Al fin, Boney se apartó de la ventana y trepó de nuevo a su sillón.

—¿Es un buen libro, entonces?

—Apenas he empezado a leerlo. Los primeros capítulos. Bruno. John Dee en Glastonbury. Supongo que Dee y Bruno acabarán por conocerse. Dudo que lo hicieran, pero sin duda hubieran podido.

—Tal vez usted debiera terminarlo —dijo Boney—. Terminar de escribirlo, quiero decir.

—Jajá —dijo Pierce—. No es mi cuerda.

Boney reflexionó.

—O preparar la edición. Para una posible publicación.

—Estoy seguro de que, por lo menos, me gustará leerlo.

—También a mí me gustaría, pero ahora eso está un poco fuera de mi alcance —dijo Boney—. Y no estoy seguro de que lo reconocería si lo viera allí. Pero usted… Usted…

Por la puerta abierta entró, rebotando, una pelota de goma, una pelota grande a franjas blancas y rojas, y estrellas blancas sobre un fondo azul. Rebotó dos veces, rodó y se detuvo, vivida, sobre la alfombra.

—¿Tiene algún título? —preguntó Boney.

—No hay ninguna portada —dijo Pierce.

Él creía saber, sin embargo, qué título habría pensado ponerle el autor, qué título, como editor, estaría tentado de ponerle. Pensó; no sólo hay más de una historia del mundo, una para cada uno de nosotros, los que la estudiamos; hay más de una para cada uno de nosotros, hay tantas como deseemos o necesitemos, tantas como nuestras mentes y nuestros corazones insaciables puedan concebir.

Rosie asomó la cabeza por la puerta.

—¿Listo? —preguntó.

—No voy a entrar contigo por ahora —le dijo a Pierce, mientras enfilaban hacia Stonykill.

—¿No?

—No, tengo que violar otro domicilio. Y algunos recados. Te dejaré allí y volveré.

Bajo la lluvia, Stonykill parecía abatida, indefensa, desdichada.

Alguien de pie junto a las bombas de gasolina de la pequeña tienda, bajo el toldo un tanto vencido, secaba las gotas de lluvia de sus gafas.

—De todos modos —dijo Rosie—, tú sabes lo que estás buscando.

Yo no lo sé.

—Tal vez sí —dijo Pierce—, tal vez no.

La camioneta se deslizó y se detuvo delante del cercado portón del camino de entrada; por un momento permanecieron los dos en silencio, mirando a través de los cristales moteados por la lluvia, la casa cerrada, el oscuro pinar.

—¿Sabes? —dijo Rosie—. En su autobiografía, Kraft dice que quería escribir un último libro. —¿Sí?

—Dice: un libro que antes de terminarlo, yo pudiera morir.

—¿Y cuándo —preguntó Pierce—, cuándo fue que murió?

—Hace unos seis años, creo. Alrededor de 1970.

—Oh. Hum.

—¿Por qué?

—Por nada, en realidad. Sólo estaba pensando en este libro, en su gestación. Supongo que habrá trabajado en él durante algún tiempo. Y luego lo abandonó. Sólo pensaba, nada más.

Rosie extrajo de su llavero la llave de la cocina de Kraft y la entregó a Pierce; Pierce abrió la gran puerta de la furgoneta y sacó el paraguas negro que había hecho reír a Rosie cuando lo vio con él; y Pierce, después de replicarle que lo extraño era que nadie usara paraguas en aquel lugar, había echado a correr bajo la lluvia a cabeza descubierta, una cuestión de orgullo al parecer.

—Hasta luego.

—No tardaré —dijo Rosie.

El paraguas se abrió de golpe.

—Automático —dijo Pierce.

Lo vio saltar con sus piernas largas por encima del portón y avanzar por el sendero esquivando los charcos. Con su impermeable de ciudad arrugado y deslucido.

Ayer hubiera podido tenerlo, allí, sobre las sábanas de satén de Fellowes Kraft; pero, por alguna razón, él parecía demasiado azorado para participar. Y Rosie no había forzado la situación. Miró para atrás lo mejor que pudo, luego al frente, y dio una amplia y torpe vuelta en U.

—Hasta luego, Pierce.

Lo que le había pasado era que, al estar allí con él en la penumbra de la alcoba, se había dado cuenta, de repente, de que no se acordaba de por qué una hacía esas cosas, seducir a la gente, meterse entre sus calzoncillos. Lo había olvidado; se había borrado de su memoria. Así que desistió.

No obstante, aún podía tenerlo, claro. No fue una ola cálida, sino una frialdad pavorosa lo que la recorrió de sólo pensarlo; había abierto el grifo equivocado.

La casa en la que había vivido con Mike quedaba del otro lado del extenso municipio de Stonykill, el sector más nuevo: una serie de amplias terrazas sin árboles, a merced de los vientos, sobre las cuales se edificaban casas de dos plantas y media, todas iguales excepto que algunas eran como imágenes en espejo de las otras, invertidas de izquierda a derecha; y otras con el frente mirando al fondo, para crear una ilusión de variedad. Lo cual las hacía parecer, a los ojos de Rosie, caprichosamente dispuestas, como al azar, dispersas en la ladera de la colina, con sus esperanzados abedules jóvenes apenas amarrados al suelo. Como si ninguna supiera que se estaban construyendo otras alrededor. Las calles que serpean entre esas casas se llaman Abeto, Ciclamor y Acebo; pero al barrio mismo siempre lo han llamado, tal vez en memoria de alguna aldea hoy desaparecida, Labrador.

Rosie se acercó a la casa a paso lento, pronta para volverse atrás si había un coche o coches en el camino de entrada. No los había. Se había acostumbrado, cosa que siempre se reprochaba, a entrar en la casa sólo cuando Mike estaba ausente, para buscar algo que ella o Sam necesitaban, cosas que nunca había recuperado, cosas cuya entrega o restitución no quería negociar con Mike. Al principio había creído que nada de eso era importante, pero ahora de vez en cuando, al filo de los meses, recordaba esto, o descubría que necesitaba aquello, y la imagen de la cosa se le aparecía en el lugar preciso en que se hallaba en la casa de Stonykill; entonces, furtivamente, iba a buscarla.

Aunque, a decir verdad, esas visitas no eran tan furtivas; ella siempre subía por la escalera del garaje, y esa puerta nunca estaba cerrada con llave.

Se preguntó si Mike notaría el saqueo. Nunca lo mencionó.

Luego de aparcar en la calle Ciclamor, sacó del bolsillo su pequeña lista. Había una piedra dura en su pecho, el frío plomo que le pesara en él todo el día; en realidad toda la primavera.

Espejo r. v.

Ratones/globos

Pelikan

PAC

Se había apañado sin el espejo retrovisor durante nueve meses, pero pronto tendría que llevar la camioneta a la inspección, y no estaba segura de sortear el examen sin él. Su pluma Pelikan de dibujo (podía verla) se hallaba sobre el alféizar de la ventana del mirador, detrás de la TV; había estado escribiendo cartas con ella el año anterior, una noche de verano.

Volvió a guardar la lista en el bolsillo. El libro sobre la familia de ratones que se va de viaje en globo: había tardado en comprender qué quería decir Sam con eso de lobo-gatón, hasta que recordó ese libro de cuentos que nunca fuera devuelto, dado por perdido, y ya pagado, a la biblioteca. Extraño que Sam se acordara de él después de tanto tiempo; sin duda a causa del festival aerostático que se realizaría mañana en Skytop; y de la ridícula promesa que Mike le hiciera a Sam, en los últimos tiempos le prometía cualquier cosa. Un paseo en globo. En todo caso, tenía que rescatar el libro. Tenía que hacerlo.

Las píldoras anticonceptivas, una provisión para tres meses que había conseguido el día antes de abandonar a Mike y esta casa, estaban en el botiquín al lado del lavabo, donde también se hallaba el talco para bebé, las doce cajas de pañuelos de papel que Mike había sustraído de Los Leños, el popurrí de flores secas y hierbas aromáticas que preparaba el herbolario de las Jambas.

Allí estarían todavía, estaba segura. Mike vivía en aquella casa como una ardilla o como un cavernícola, una criatura incapaz de pensar cómo podía alterar sus circunstancias para volverlas a su favor. Nada en la casa había cambiado desde el otro verano; en su última irrupción, su viejo camisón seguía colgado de la puerta del armario. También las píldoras estarían aún allí. Rosie había dejado de tomarlas al mes siguiente de mudarse; ahora pensaba que debía volver a ellas, y las pequeñas motas rosadas eran espantosamente caras, y además necesitaría una nueva receta si no recuperaba estas que ya había pagado; y mientras titubeaba en el húmedo garaje que olía a cemento, no pudo recordar para qué las quería.

Allí, en el garaje estaba el triciclo de Sam, que a veces viajaba con ella y a veces quedaba en la casa; y la bicicleta de Mike, de diez velocidades, no tan utilizada ahora como lo fuera en las llanuras de Indiana. El cuerpo de ciclista que él, en un tiempo, había tenido, muslos gruesos y espalda combada, le complacía más a él que a ella. La piedra fría pesaba detrás de su esternón. El rastrillo para el Otoño; la cortadora de césped para el verano; la pala para la nieve de los inviernos. Rosie no recordaba ya por qué había sentido esa necesidad imperiosa de alejarse de todo esto, porqué se había metido en tantas dificultades para cortar esos vínculos; no lo recordaba, como tampoco podía recordar por qué razón, en un tiempo, había hecho todo lo posible por crearlos.

Trabajos de amor perdidos.

Había olvidado el porqué, como si le hubieran extirpado el corazón, y con él todo cuanto ella sabía acerca de esas cosas. ¿Qué hace que las personas se amen las unas a las otras? ¿Por qué se toman ese trabajo? ¿Por qué los hijos aman a sus padres y los padres a los hijos? ¿Por qué los hombres aman a sus esposas y las mujeres a los hombres? ¿Qué quería decir eso de: me saca de quicio, pero igual lo quiero?

Ella debió de saberlo alguna vez. Porque el amor la había inducido a hacer montones de cosas y a crearse un sinfín de problemas. Lo había sabido en un tiempo, casi recordaba que alguna vea lo supo; recordaba haberse llevado bien con Mike y con Sam, y que ese llevarse bien se nutría de amor; amor, ése era el requisito para llevarse bien. En un tiempo ella lo había sabido y ahora no; y el hecho de no saberlo parecía indicar que, en realidad, ni ella ni nadie lo sabía, que todo el mundo lo fingía, lo forzaba, incluso Spofford, incluso Sam; y para qué tomarse todo ese trabajo. En el sitio que antes ocupara su corazón sólo quedaban un olvido helado y una oscura ignorancia. Y a esa puerta llamaban ahora esas cosas cotidianas, esos utensilios y juguetes inocentes; su perro Nada, el nombre de la piedra en su pecho.

Nadie podía vivir mucho tiempo de esa manera, desde luego; no se podía vivir en semejante ignorancia; tendría que recordar, alguna vez; estaba segura de que lo haría, porque aún le quedaba camino por recorrer, el crecimiento de Sam, la muerte de Boney y la de su madre, y finalmente la suya propia: y no podía pasar por aquello si no recordaba el porqué de todo ese trabajo.

Lo recordaría. Estaba segura de que lo recordaría. Seguro que lo recordarás, se dijo a sí misma y se dio una palmada en el pecho: claro que si.

Al pie de la escalera que subía hasta la cocina, un tramo de peldaños sin pasamanos y de madera desnuda que aún mostraba las marcas de la carpintería, se detuvo, indecisa; como con la certeza de que algo le ocurriría en la escalera, un accidente, o de que la puerta, contrariamente a lo habitual, estaría cerrada. Permaneció allí largo rato mirando hacia arriba, y luego volvió a salir a la tibia lluvia primaveral.

—¿Y qué tal van las cosas? —le preguntó a Pierce, desde la puerta del estudio de Fellowes Kraft, mientras se secaba las mejillas—. ¿En qué anda Bruno?

—En camino para ver al Papa —dijo Pierce.