Cuatro
—Egipto —dijo Julie Rosengarten, soñadora.
—Egipto —dijo Pierce—, el enigma de la Esfinge. El poder de las Pirámides.
—El Tarot.
—La estatua parlante de Mnemon.
—La vida eterna —dijo Julie.
—Sólo que ese país no es Egipto —dijo Pierce—. No Egipto sino este país, así. —Con un rotulador dibujó la palabra en la servilleta e papel que le habían traído junto con su whisky:
ÆGYPTO
—Me acuerdo de eso, sí —dijo Julie—. Tengo un vago recuerdo.
—Esa es la historia que yo quiero contar —dijo Pierce—. Una historia con la cual me topé de algún modo, cuando era pequeño, ando casi todo el mundo la había olvidado; una historia que sale de nuevo a la luz precisamente ahora, una historia asombrosa. Y engancha, además.
—Sí, tengo una vaga idea —dijo Julie.
—De todas maneras, es una historia —dijo Pierce—. Si fuera una novela, ésta sería la «historia madre», ¿no es así cómo lo llaman? Pero contendría a la vez una historia todavía más grande. Sobre la Historia, sobre la verdad.
Julie se inclinó sobre las páginas mecanografiadas del proyecto de Pierce, leyéndolo o más bien explorándolo simbólicamente. Las pecas y el bronceado estival de sus pechos palidecían en el interior del corpiño de su vestido de verano; sus cabellos habían adquirido una tonalidad de miel oscura. «¿Dónde están las cuatro esquinas de la Tierra?», leyó. «¿Cuál es la música de las esferas y cómo se ejecuta?». «¿Por qué la gente piensa que los gitanos pueden adivinar el porvenir?». Alzó hacia él los ojos, que también habían adquirido el dorado color de la miel.
—¿No viviste con una gitana un tiempo? ¿Qué fue de eso?
—En parte gitana. Por un tiempo. —Oye: ¿Por qué la gente habla de las cuatro esquinas de la tierra, Pierce? ¿Cómo va a tener esquinas una esfera? ¿Por qué la gente dice que está en el séptimo cielo? ¿Qué tienen de malo los otros seis? ¿Por qué una semana tiene siete días y no seis o nueve? ¿Por qué es eso, Pierce?—. No resultó.
Julie volvió a bajar la vista hacia los papeles.
Se habían abrazado, Julie y él, estrechamente, en la puerta del restaurante, al llegar los dos en el mismo momento, casi atropellándose. Había una piedra fría en el pecho de Pierce, había estado allí toda la mañana, porque recordaba la irrevocabilidad, incluso la crueldad de las últimas palabras que le dijera a ella. No parecían haberla afectado, en aquel entonces; y aparentemente no habían persistido en su pecho como persistían en el de él. Una de las ventajas, tal vez, de creer en el Destino, consiste en que éste saca el aguijón de todas las heridas, los errores, las vergüenzas del pasado; todo cuanto ha sido. Quemando etapas: eso era todo lo que Julie reconocería haber estado haciendo y todo cuanto ella atribuiría a los demás. Una suerte de vieja nueva cortesía, extrañamente seductora. Pierce bebió un trago largo de su whisky.
—Mira —dijo—. Cuando yo era pequeño, pensaba, o imaginaba, que existía un país, Ægypto, que era como Egipto, pero distinto de él, un país subyacente o de algún modo superpuesto a él. Para m› era un país real, tan real como América.
—Ah, claro —dijo Julie—, los gitanos.
—Tú te acuerdas. Tú estabas allí. Tú fuiste mi guía por algunos de aquellos caminos.
—Dios, cuánto hablábamos.
—Y la «historia madre» —dijo Pierce— trata de mi país. De cómo llegué a descubrir que no era yo quien en realidad lo había inventado; cómo surgió ese país. Ægypto. —Tocó la palabra que había escrito—. Descubrí eso, sí, lo descubrí.
Ella dejó de lado el manuscrito para dedicarle a él toda su atención, y apoyó la mejilla en su mano llena de hoyuelos.
Fue en la primavera, después de que Julie lo dejara, primero por el West Side y luego por la Costa y México, para no volver a verlo durante años —una primavera que por alguna razón había tenido un algo distinto de cualquier otra primavera, anterior o posterior— cuando Pierce tomó la breve biografía de Bruno de Fellowes Kraft, y empezó a leerla desde la primera página, algo que no había hecho en más de veinte años…
—Recuérdame quién era Bruno —pidió Julie.
—Giordano Bruno —respondió Pierce cruzando las manos sobre el mantel que mostraba paisajes de Italia, la cúpula de San Pedro, la Torre de Pisa—. Giordano Bruno, 1546-1600. En verdad, el primer pensador de los tiempos modernos, el que postuló el espacio infinito como una realidad física. Pensaba que no sólo estaba el Sol en el centro del sistema solar, sino que los otros astros también eran soles y también tenían planetas que giraban alrededor de ellos, tan lejos y mucho más lejos de lo que la vista puede alcanzar… infinitamente, en realidad; infinitamente.
—Hum.
—Fue quemado en la hoguera por hereje —dijo Pierce—. Y puesto que había propagado la nueva visión copernicana de la esfera celeste, ha sido considerado siempre como un mártir de la ciencia, un precursor de Galileo, una suerte de astrónomo especulativo. Pero lo que en realidad fue es algo mucho más extraño. El Universo que él veía no es el que nosotros vemos. Por de pronto, creía que todos aquellos infinitos astros y planetas estaban vivos; animales, los llama. Y que giraban en sus órbitas porque les daba la gana, todos modos…
Sea como fuere el libro de Kraft resultó ser en general bastante xxxgar, todo tomado de fuentes secundarias, inflado con las impresiones que puede tener un turista de los escenarios de la vida frenética de Bruno: el monasterio de Nápoles, del cual huyó, las universidades y cortes que frecuentó en busca de mecenas; Venecia, donde arrestado; Roma, donde murió. Las casi doscientas páginas no tenían ni la exactitud de la ficción ni la vividez de la Historia, pero al camino Kraft había divulgado, o encontrado al pasar, u ofrecido sin decirlo del todo, la clave no sólo de Bruno sino del misterio que Pierce procuraba desentrañar.
Qué había sido, se preguntaba Kraft, lo que impulsara a Bruno, y sólo a Bruno, a escapar del mundo cerrado de Tomás de Aquino y Dante y a buscar fuera de él un universo infinito. No pudo ser (reflexionaba Kraft) tan sólo el descubrimiento de Copérnico, porque Copérnico no postulaba algo tan aterrador como un espacio infinito, infinitamente poblado; su mundo heliocéntrico estaba aún cercado, tan cercado por una esfera de estrellas fijas como lo había estado el de Aristóteles. Bruno siempre insistía en que Copérnico no había comprendido sus propios descubrimientos.
No (escribía Kraft), el impulso debió de surgir de otra fuente ¿de dónde? Bueno, Bruno parece haber consultado casi todos los libros existentes en su siglo, aunque sin duda no terminaba de leerlos todos. Era versado en las disciplinas más esotéricas. Buscaba la purificación de sí mismo y de su iglesia en las más antiguas y más ocultas de las fuentes. ¿No habría hallado una vía de escape de las esferas de cristal de Aristóteles en las enseñanzas del viejo Hermes, el Tres-Veces-Grande?
Pierce leyó esta frase y se detuvo. ¿Hermes? ¿Era éste el mismo Hermes Tres-Veces-Grande con quien Milton solía contemplar la Osa? ¿No era acaso una especie de sabio mítico de la literatura clásica? Pierce no tenía un recuerdo claro. ¿Qué enseñanzas eran ésas?
Hermes enseña (proseguía Kraft) que las siete esferas de las estrellas encierran como una prisión el alma del hombre, su heimarmene, su Destino. Pero el hombre es hermano de esos demonios fornidos que gobiernan las esferas; es, como ellos, una potestad, aunque lo haya olvidado. Hay un medio, dice el gran Hermes, para ascender a través de esas siete, sin dejarse engañar por sus iracundas muestras de resistencia, de pasar cada una por medio de un santo y seña que ellos no pueden desoír; exigiendo, de hecho, de cada uno de ellos, un don, el don de ascender a la esfera siguiente; hasta que al fin, en la octava esfera, la esfera ogdoádica, el alma liberada percibe la infinitud y entona himnos de alabanza a Dios.
Hasta aquí, Hermes (escribía Kraft, Pierce leía). ¿Y si Bruno, iluminado por el más antiguo y más sagrado de los mitos, y abriendo el libro de Copérnico una estrellada noche en París, en Londres, sumó de pronto uno más uno y descubrió, en su bullente cerebro, el enigma ya resuelto? Porque si es el Sol (y no la Tierra) el que está en el centro, entonces no hay esferas de cristal que nos retengan; nunca hemos hecho otra cosa que engañarnos a nosotros mismos, nosotros, los hombres, permanecíamos dentro de las esferas que percibían nuestros sentidos falibles e insuficientes, pero que jamás existieron. La clave para ascender a través de las esferas que nos cercan consistía en saber que ya habíamos ascendido, y que estábamos en camino, en movimiento, irrevocablemente. No es de extrañar que Bruno percibiera la inminencia de un amanecer titánico, no es de extrañar que se sintiera impulsado a proclamarlo a través de Europa, no es de extrañar que riera a carcajadas. La mente, en el centro de todas las cosas, contiene en su interior todo aquello de lo cual es el centro, un círculo cuya circunferencia no está en ninguna parte y que se extiende infinitamente en cualquier dirección que pudiera mirar o imaginar, en todo instante. ¿Osáis decir que los hombres son como dioses?, habrían de preguntarle en Roma los escandalizados inquisidores. ¿Pueden acaso modificar la órbita de las estrellas? Pueden, responde Bruno; pueden, sí, y ya lo han hecho.
A esta altura, Pierce, saciado, dejó por un momento el libro, y rió también él, preguntándose qué habría entendido de todo aquello el Pierce de doce años; y cuando lo volvió a tomar encontró una nota al pie de la página. Si esta interpretación (decía la nota) que hemos atribuido a Bruno es la verdadera enseñanza secreta que ha de ser desentrañada en los escritos de Hermes Trismegisto (oh oh, pensó Pierce, ese nombre), dejamos a otros la tarea de investigarlo. El lector interesado podría empezar con Mead, quien escribe: «Siguiendo por este rayo de la tradición trismegística, podemos permitirnos ser llevados hacia atrás en el tiempo, hacia la más sagrada de las sagradas sabidurías del antiguo Egipto».
—Y allí estaba —dijo Pierce—, allí estaba.
—¿Trisma qué? —preguntó Julie.
—Escucha, escucha —dijo Pierce—. Aquí viene.
El libro de Mead al que lo remitía Kraft (y tal vez el Pierce niño, quién sabe) era inhallable: Thrice-greatest Hermes, por G.R.S. Mead (Londres y Benarés; la Theosophical Publishing House, 1906; tres volúmenes). Su búsqueda, sin embargo, condujo a Pierce a algunos sitios extraños, las tiendas y escaparates de excéntricos y místicos que él nunca imaginó fueran tan numerosas, sitios a los que no podía decidirse del todo a entrar y que, a la vez, no podía negar que tuvieran alguna vinculación con el país que él buscaba. Convencido al menos de que no era todo producto de su imaginación, se apartó de sus delirios como de un ritual secreto; prefirió indagar en sitios mejor iluminados. Y como en el juego del gallo ciego, empezó a estar caliente. La historia de las ideas, Historia de la magia y la ciencia experimental, Journal of the Warburg and Courtauld Institutes, que sí había hojeado en la Universidad. No cabía duda de que empezaba a estar caliente. De pronto había otros en el camino, eruditos más importantes que él; estaban descubriendo hechos, estaban publicándolos. Agradecido, Pierce dejó de lado la Opera omnia latine de Bruno, que había hojeado tiempo atrás en una estantería de la Biblioteca Pública de Brooklyn, y se internó en las aguas más superficiales de las fuentes subsidiarias: y por fin la Universidad de Chicago le remitió (había estado esperándolo más ansiosamente, más que como esperara jamás en su infancia uno de aquellos anillos talismánicos dorados para descifrar los planos del capitán Medianoche) un libro escrito por una dama inglesa que —Pierce lo supo aun antes de arrancar del volumen la faja de papel marrón— había recorrido en carreta paciente, morosamente su país perdido, desde las montañas hasta el mar, y regresado, regresado al frente de una caravana de extrañas mercancías, mapas, artefactos y botines exóticos.
—Y ésta —dijo Pierce sintiéndose, apenas por un instante, como el narrador desvalido de ese viejo chiste interminable de los campamentos—, ésta es la historia que ella cuenta. —Bebió otra vez y preguntó—: ¿Conoces la palabra hermético?
—¿Quieres decir herméticamente cerrado?
—Eso, sí, y además hermético, oculto, secreto, esotérico.
—Ah sí, claro.
—Bien —dijo Pierce—. Ésta es la historia:
»Alrededor de 1460, un monje griego llegó a Florencia trayendo una colección de manuscritos en griego, que suscitó gran entusiasmo. Eran, supuestamente, las versiones griegas de antiguos textos egipcios —especulaciones religiosas, filosofía, fórmulas mágicas— que habían sido compuestos por un sabio o sacerdote del antiguo Egipto, Hermes Trismegisto: Hermes el Tres-veces-muy-grande, podría ser la traducción. Hermes, por supuesto, es el dios griego; los griegos habían establecido una equivalencia entre su Hermes, dios del lenguaje, y el dios egipcio Thoth o Theuth, que inventó la escritura. De las diversas fuentes clásicas que poseían —Cicerón, Lactancio, Platón— los primeros sabios del Renacimiento que examinaron estos manuscritos pudieron descubrir que el autor era un primo de Atlas, el hermano de Prometeo (el Renacimiento creía que éstos eran seres reales de la Antigüedad), y que no se trataba de un dios sino de un hombre, un hombre de la antigüedad más remota, que había vivido antes que Platón y Pitágoras, y quizá incluso antes que Moisés; y que esos textos eran, por lo tanto, tan antiguos como los que más en la historia del género humano. A la llegada de estos manuscritos egipcios, una agitación extraordinaria se desató en Florencia. Ya en la Edad Media habían circulado rumores sobre su existencia: Hermes Trismegisto era uno de esos personajes misteriosos de la Antigüedad, y en el Medioevo gozaba de la reputación de ser un gran hechicero, junto con Salomón y Virgilio; a él se atribuían varios Libros Negros y tratados, pero allí estaban ahora los auténticos originales. Aquí estaba la sabiduría egipcia anterior a los romanos y los griegos, anterior quizá a Moisés, y hasta se especulaba con que Moisés, educado como un príncipe egipcio, había adquirido su sabiduría secreta de esta misma fuente.
»Mira, lo que se debe tener presente al pensar en el Renacimiento, es que ellos siempre tenían los ojos puestos en el pasado. Toda su erudición, todo el saber que poseían estaba dirigido a recrear, lo mejor que se pudiera, el pasado en el presente, porque el pasado había sido necesariamente mejor, más sabio, menos corrupto que el presente. Y por lo tanto, cuanto más antiguo fuese un viejo manuscrito, tanto más antiguo el saber que contuviera, mejor había de resultar, una vez que se lo depurara de los aditamentos y errores de tiempos más recientes: cuanto más se acercaran a la Antigua Edad de Oro.
»¿Te das cuenta de lo apasionante que ha de haber sido? Se estaba en posesión de la sabiduría más antigua del mundo ¿qué te parece? Sonaba a Génesis; sonaba a Platón. Hermes debió de ser inspirado por la divinidad para anticiparse a la verdad cristiana. Platón mismo ha de haber bebido de esta fuente. En los diálogos entre Hermes, su discípulo Asclepio y su hijo Tat, puedes ver no sólo una filosofía de ideas, semejantes a las de Platón, sino también una filosofía de la luz semejante a la de Plotino y hasta un Verbo encarnado semejante al Logos cristiano, Hijo de Dios, principio creador. Hermes se convertía prácticamente en un santo cristiano. Un interés apasionado por Egipto y todo lo egipcio haría furor a lo largo de todo el Renacimiento.
»Más aún. Esos diálogos egipcios son intensamente espirituales, abstractos, piadosos, hablan mucho de eludir los poderes de los Astros, de descubrir los poderes del alma para ser semejante a Dios, pero no hay casi ningún consejo práctico real para conseguirlo. Donde había consejos prácticos, sin embargo, era en aquellos viejos libros de magia que la Edad Media había transmitido y atribuido a Hermes; y, quién sabe, tal vez fuera la faz práctica de los principios abstractos. Corrompidos desde luego y terriblemente peligrosos, pero aun así contenían el poder de la antigua magia blanca egipcia de Hermes. Así, pues, Hermes fue el responsable de que gente seria se entregara de lleno a la práctica de la magia.
—Uh —dijo Julie—, Hoh, brr.
Sus ojos habían empezado a adquirir un brillo que Pierce recordaba. Con un dedo barría distraídamente el azúcar del borde de su daikiri. La había atrapado.
—Y también la nueva ciencia —dijo Pierce—. Si el hombre es hermano de los demonios y capaz de cualquier cosa, ¿qué puede retenerle ya en el mundo, qué puede impedirle hacer cosas prodigiosas? ¿Qué, si la Naturaleza, en toda su plenitud, puede ser ordenada y reflejada en el intelecto sapiente del hombre, como creía Bruno? Yo creo que Bruno, en verdad, recibió de la lectura de Hermes el aliento necesario para adoptar el sistema copernicano, no porque la idea fuese a todas luces más convincente, sino porque era más maravillosa, más prodigiosa, la verdadera y secreta visión egipcia, rescatada del pasado.
—Bueno —dijo Julie—, todo el mundo sabe que los egipcios sabían que la tierra giraba alrededor del Sol. Lo mantenían en secreto, pero lo sabían.
Pierce, silencioso ahora, tras su torrente de elocuencia, la miraba boquiabierto. A Julie le seguían brillando los ojos, inteligentes y atentos.
—Y bien, continúa —dijo, y se chupó el dedo.
—Sí, pero recuerda —dijo Pierce—, recuerda que entonces no se sabía casi nada de la cultura y las creencias del Antiguo Egipto. Incluso antes de la Era Romana el arte de descifrar los jeroglíficos había desaparecido: no se los volvería a comprender hasta el siglo XIX. Nadie en el Renacimiento sabía qué era lo que estaba escrito en los obeliscos, ni para qué eran las pirámides, nada. Ahora, a la luz de esos escritos mágicos, semiplatónicos, intensamente espirituales, ellos empezaron a estudiar. Jeroglíficos: deben de ser una especie de código místico, una narración pictográfica del ascenso del alma, guías para la contemplación, quizá hipervalentes como las manchas de Rorschach o las cartas del Tarot…
—Seguro —dijo Julie.
—Y las pirámides, los obeliscos, los templos debían contener, en lenguaje cifrado, la ciencia egipcia, la geometría anterior a Euclides, las proporciones secretas y las propiedades mágicas que tal vez ahora podrían develarse…
—Claro.
—¡Pero no es así! —exclamó Pierce, extendiendo las palmas. Un comensal de la mesa vecina lanzó una mirada fría en su dirección, una riña de amantes probablemente, no les hagas ver que lo has notado—. ¡No es así! Yeso es lo más extraño y portentoso de todo. Esos escritos que el Renacimiento atribuía al dios-rey-sacerdote Hermes Trismegisto y de los que creían haber obtenido un cuadro total del antiguo Egipto, no eran en modo alguno antiguos. Con toda certeza, no habían sido escritos por un solo hombre. Ni siquiera eran egipcios.
»Quienquiera que hubiese escrito los textos que llegaran a Florencia alrededor de 1460, no sabía absolutamente nada, o a lo sumo muy poco, acerca de la verdadera religión egipcia. Los eruditos de hoy han tropezado con enormes dificultades al tratar de descubrir en ellos siquiera un rastro del verdadero corpus del mito o el pensamiento egipcio.
»Ni un solo rastro.
»Hasta donde hoy sabemos, esos textos son, en realidad, las escrituras de un culto tardío, helenístico, secreto, un culto gnóstico la segunda o tercera centuria después de Cristo. Muchos florecieron en la Alejandría de ese entonces, entre los egipcios helénicos y los griegos egipcianos; Alejandría ha de haber sido, a la sazón algo así como la California de hoy, cultos y más cultos, todo elido en alguno. De modo que si esas escrituras contienen ideas anticipan el cristianismo, ello no es ninguna sorpresa; si recuerdan a Platón, o a Pitágoras, o a Plotino, no es porque hayan influido en Platón y en los otros sino a la inversa. El platonismo, en ese entonces, estaba en el aire.
»Sí. El Renacimiento cometió este titánico error. Hubo montones de razones para ello. Los Padres de la Iglesia, como San Agustín y Lactancio, en el período posclásico, habían hablado de Hermes Trismegisto como si fuera una persona real, y lo mismo hicieron Roger Bacon y Santo Tomás de Aquino en la Edad Media. No había pruebas extrínsecas que demostraran que los escritos fueran falsos o que no fuesen lo que pretendían ser. Había, sin embargo, abundantes evidencias internas; y ya a mediados del siglo XVII, se había demostrado que los textos eran griegos tardíos (en uno de ellos se hace mención de los juegos olímpicos, por ejemplo) pero los entusiastas hicieron caso omiso; a lo largo del siglo XVII, e incluso del XVIII, continuaron creyendo en el Egipto de Hermes. El cuerpo del egipcianismo esotérico creció inmensamente. Incluso en el siglo XIX —después de Champollion, después de Wallis Budge, después de que saliera a la luz el verdadero Egipto—, autores como Mead y los teosofístas, y Aleister Crowley y los místicos y los magos, aún trataban de creer en él.
—¡Aleister Crowley! —los ojos de Julie se dilataron más aún.
—¡Y todo a causa de ese absurdo error, a causa de esas escritoras seudoegipcias! A causa de los textos herméticos ¿te das cuenta? Siempre esa palabra: hermético, mágico, secreto, inviolable como la redoma de un alquimista; a causa de esos textos, Egipto llegó a significar todo lo místico, lo cifrado, lo profundo; la antigua sabiduría perdida; la vieja Edad de Oro, ahora, tal vez, recuperable, para esclarecer a los modernos descarriados. Ésa es la tradición; eso es lo que ha llegado hasta nosotros en millares de libros, miles de referencias. Esa tradición está en el origen de la francmasonería, por ejemplo, que siempre hizo gran alarde de su vinculación con Egipto; y a través de la masonería ha llegado a los Padres Fundadores, algunos de los cuales pertenecieron a ella, y por eso la pirámide y el ojo de Egipto aparecen en el Gran Sello de los Estados Unidos y en el billete de un dólar. De la misma forma, la Esfinge y los templos y los sabios sacerdotes aparecen en La Flauta Mágica, que Mozart compuso basándose en la tradición seudoegipcia de su logia masónica.
»Y de algún modo, no sé exactamente cuál, de algún modo, todo eso desciende hasta mí. Por alguna razón, ese país intensamente mágico, ultraterreno, imaginario, viene hasta mí, me es revelado, en Kentucky, a través de libros de una u otra índole, a través del puro aire, de algún modo. Pero al mismo tiempo yo conocía la existencia del Egipto histórico, el verdadero, sobre el cual se han ido acumulando, con el correr de los siglos, conocimientos reales; sabía lo de las momias y el rey Tut, y Ra e Isis y Osiris y lo de las crecientes del Nilo y todos aquellos esclavos cargando bloques de piedra. De modo que lo que me parecía más probable era que existieran dos países diferentes, en cierto modo cercanos uno de otro, o tangentes entre sí. Egipto. Y Ægipto.
»¡Y estaba en lo cierto! Hay dos países diferentes. Uno, el que yo soñé e imaginé, que también tiene una historia, como la tiene Egipto, una historia igualmente larga pero diferente, y monumentos diferentes, o los mismos monumentos pero con significados totalmente distintos; y una literatura y una ubicación también diferente. Puedes rastrear la historia de Egipto, más y más atrás, y en un determinado momento (o en varios momentos distintos) la verás bifurcarse. Y puedes continuar con una u otra: la del libro de historia clásico, Egipto, o la otra, la soñada. La Hermética. No Egipto, sino Ægipto. Porque hay más de una historia del mundo.
Vació su copa. Un camarero había aparecido junto a ellos, quizá estuviera allí desde hacía algún tiempo, escuchando la perorata de Pierce. Julie, al fin, apartó sus ojos de Pierce, y miró al camarero.
—¿Qué tal si pedimos algo de comer, eh?
—Ésa es la historia que yo quiero contar —dijo Pierce—. Pero es sólo una historia, y ni siquiera la décima parte de ella. Ni siquiera la décima parte.
—Huevos a la florentina, supongo —dijo Julie—. Sin patatas.
—Ciudades mágicas —dijo Pierce—. Ciudades del Sol. ¿Por qué fue Luis XIV el rey Sol? A causa de Hermes.
—Té —dijo Julie— con limón.
—Y hay otras historias —dijo Pierce—. Otras historias igualmente buenas. Ángeles, por ejemplo. Ésa es una historia que quiero contarte. ¿Por qué te parece a ti que hay nueve coros de ángeles, y no siete, o diez? ¿De dónde provienen los pequeños querubines etéreos las postales de San Valentín? ¿Y por qué «querubines»? —Miró camarero, hizo su pedido (su estómago era un pozo oscuro) y le mostró la copa que había vaciado—. Otro —dijo— si es posible.
Cierta luz parecía haberse extinguido de los ojos de Julie; él iba demasiado deprisa para ella, abrumándola. ¿Cómo podría comunicarlo, cómo? Si no te habían inculcado una historia, un Renacimiento, el habitual ¿cómo podías asombrarte al descubrir esta otra, la fantástica?
—Y podría contarte una docena más —dijo—. Una docena más.
Sustanciosas, indeciblemente sustanciosas, las historias y sistemas de pensamientos falsos que fueran abiertos para él por los sabios que había conocido, tan sustanciosas como extrañas, incluso incomprensibles; esas historias concebidas de algún modo, en otro tiempo, e interpretadas por espíritus supuestamente semejantes al suyo, enquistadas en libros cuyos miles de folios, con ilustraciones suprarreales de perspectiva fabulosa, planos geométricos y diagramas y versículos mnemónicos, parecían tratar de describir un planeta totalmente distinto. Martín del Río, un jesuita español, había escrito un libro de un millón de palabras exclusivamente sobre ángeles.
Pierce desplegó de golpe su servilleta y se la puso sobre las rodillas. El planeta perdido, ahora hallado, fanfarrias y banderas al viento, ésa era la sorpresa que más deseaba y menos capaz se sentía de expresar: la sorpresa no sólo de haberlo encontrado sino la de haber descubierto que era, por muy vagamente que fuera, familiar.
—Es como si —dijo—… como si hubiera habido una vez, en un tiempo, un mundo totalmente diferente, que funcionaba de una manera que nosotros no podemos imaginar; un mundo completo, con todas sus historias, sus leyes físicas, sus ciencias para describirlo, sus etimologías, sus correspondencias. Y de pronto se hubiera operado un gran cambio en todas esas circunstancias, estrechamente ligado con la invencible imprenta, y los descubrimientos de Copérnico y Kepler, y los ideales cartesiano y baconiano de la ciencia mecanicista y experimental. Las nuevas ciencias tuvieron un éxito arrollador, poco a poco barrieron las estructuras persistentes de la antigua ciencia, y hasta arrasaron con la en verdad muy extraña y mágica visión que tenían del mundo hombres como Kepler. Newton y Bruno. Todo ese viejo mundo en el que en un tiempo hemos habitado es como un sueño, un sueño que hemos olvidado al despertar, si bien, como ocurre con los sueños, ha persistido en el pensamiento de la vigilia; y persiste aún hoy, todo alrededor de nuestro mundo, en nuestro pensamiento; de modo que cada día, en pequeñas cosas, en pequeñas y extrañas cosas, nosotros, sin saberlo, pensamos como los hombres precientíficos, como los magos, los pitagóricos, los rosacruces…
—Sí, sí, claro, Pierce, pero…
—Así que lo que yo propongo —siguió diciendo él, alzando la mano para atajar la objeción— es una especie de arqueología de la vida cotidiana, una especie de juego, algo así como la búsqueda del tesoro, o la cacería de objetos desechados, rastreando en el pasado esas antiguas persistencias. Pero ante todo descubriéndolas; descubriendo en sus versiones modernas las antiguas explicaciones mítico-religiosas y ahistóricas del mundo y luego rastreando los elementos que las componen hasta sus primeras manifestaciones, hasta las fuentes, hasta sus formas primigenias si es que pueden hallarse, tal como lo hice yo con mi Egipto, Ægypto, hasta la puerta del sueño de donde surgieron, la Puerta del Cuerno.
—Del Cuerno —murmuró Julie—. Del Cuerno ¿por qué del cuerno, me pregunto yo?
—Y sabes una cosa —dijo Pierce—, cada vez estoy más convencido de que esas falsas historias y explicaciones mágicas del mundo, cuando realmente las encuentras y las rastreas y las sigues hasta la encrucijada, por así decir, hasta donde toman su propio camino desviándose de la historia clásica de la civilización occidental, siempre te llevan a la misma confluencia: algún momento entre 1400 y 1700. No las nociones mismas, no, que son en general mucho más antiguas; sino las formas en que llegan hasta nosotros. Porque en ese tiempo, no sé muy bien por qué, aunque tengo alguna idea, justo en esa época en que lo que reconocemos como ciencia moderna estaba naciendo, hubo también un enorme resurgimiento y una codificación de todas las ramas de la Antigua Sabiduría, y de las imágenes mágicas y tradicionales del mundo. No sólo Hermes y Ægypto, sino también Orfeo y Zoroastro y la cabala judía y el lullismo (no preguntes) y los neoplatónicos más enardecidos como Proclo y Iamblico, que también fue un gran egipciata. La alquimia, toda ella reimaginada e inmensamente inflada por Paracelso, ese imbécil; y la astrología, recibiendo un gran impulso por los nuevos métodos de computación; y la magia angélica, y la telepatía y la Atlántida…
—La Atlántida —musitó Julie.
—Era como ese momento antes de despertar en que tus sueños son más claros y recordables. Un momento en que todas las historias y las ciencias de ese otro viejo mundo se manifestaban en su forma más completa y sorprendente, y parecían más alentadoras y persuasivas: justo cuando todo estaba a punto de ser aniquilado y demolido y olvidado para siempre…
—No para siempre —dijo Julie—. Nunca para siempre. —Bueno, tan completamente que alguien, yo, pudo ir a la Universidad de Noate y obtener una licenciatura en estudios del Renacimiento y tener tan sólo una mínima visión de la punta de la montaña sumergida. ¡Aun cuando los más insignes pensadores del Renacimiento, los mismos que estaban inventando la ciencia, pensaran que el gran proyecto de su época era el de rescatar todo aquel saber perdido! No descubrir nuevas formas de sentir, nuevas ciencias, nuevas máquinas, sino ¡la Recuperación! ¡La Memoria! El poder contenido en las teologías antiguas, en los viejos sistemas mágicos, la ciencia de Noé, la lengua de Adán. ¡Ægypto!
Los comensales de la mesa vecina los miraban de nuevo. Pierce se reclinó en su silla, de la que había estado a punto de caer, y Julie se inclinó hacia adelante para oírlo.
—Ægypto —repitió en voz baja.
—¿Y qué clase de cosas —dijo Julie— podían hacer?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir qué podían hacer ellos, esos magos. Pierce parpadeó.
—Hacer —dijo—. Bueno, date cuenta de que esto no tenía nada que ver con el caldero medieval, los conjuros, basados todos ellos en el poder del diablo y de los muertos. El mago del Renacimiento, más que nada, pensaba, adquiría poder precisamente por estar en armonía con la totalidad del universo y por su conocimiento innato de él.
—Poder —dijo Julie.
—Bueno, poder —dijo Pierce— eso es lo que ellos suponían. Quiero decir que practicaban la alquimia. Hacían talismanes de los planetas para que sus mentes y sus almas absorbieran las energías planetarias. Escudriñaban bolas de cristal y creían ver ángeles. Bruno imaginó una docena de complicados sistemas mnemónicos para memorizar todas las cosas del mundo, para contener, de algún modo, todas las cosas. Pero el poder de un mago del Renacimiento no era utilizado para enriquecerse, ni para echar maldiciones, era utilizado pura y simplemente para saber. Era un sistema de ciencia, con los mismos fines que el otro tipo de ciencia, la categoría que nosotros llamamos Ciencia.
—Sólo que nosotros hemos olvidado lo que ellos hacían. Lo que podían hacer. Todo eso fue suprimido, ¿es eso?
—Lo que nosotros hemos olvidado es toda esta historia —dijo Pierce—. Todo lo que retenemos de ella son detalles, impresiones, retazos y fragmentos dispersos en nuestro universo mental, como las piezas de una máquina enorme que ha sido desmantelada y que nunca se podrá volver a armar. Gitanos. Ángeles. Los cuernos de Moisés. La Era de Acuario. Eso es lo que me propongo, eso es lo que yo…
—Sí, sí, pero espera un segundo —dijo Julie—. Quiero decir que todas tus pequeñas historias acerca de la Historia son interesantes, y todo lo demás, pero dime una cosa, dime por qué quieres escribir ese libro. Cuál es la razón por la que quieres escribirlo.
Pierce creyó ver una celada en los ojos de Julie, una celada que no pudo explicarse.
—Bueno, por la historia en sí —dijo Pierce, evasivo—. Porque creo que es una historia fascinante, algo así como un cuento de misterio intelectual. No estoy seguro de que sea necesario tener alguna razón práctica. Quiero decir, la Historia…
—Lo que pasa es que yo no lo veo, en absoluto, como un libro de historia —dijo Julie.
—Bueno, un libro sobre la Historia.
—Ni tampoco como un libro sobre la Historia. Creo que lo que en realidad estás escribiendo es un libro sobre la magia. Sobre la gran tradición perdida de la magia. Y ése es un libro que yo puedo vender.
—Bueno, no, pero mira…
—Tú hablabas de una visión del mundo, perdida —dijo Julie, y con un ademán impulsivo tomó la muñeca de Pierce—. Y de fragmentos y piezas de una máquina desmantelada que nunca se podrá volver a armar. Bueno, yo no creo que no pueda volver a armarse.
—Hay eruditos, historiadores, que están tratando —dijo Pierce—, tratando…
—¿Y sabes lo que yo creo? —Se había inclinado muy cerca de él y sus luminosos ojos claros de verano eran dos ascuas de puro terciopelo—. Yo creo que la máquina funcionaba. ¿Y sabes otra cosa? o que tú también crees que funcionaba.