Ocho

Veinte años atrás, Axel Moffett había ganado una buena cantidad de dinero en uno de esos programas televisivos de preguntas y respuestas, populares en ese entonces, sobre cultura general. Su tema era la Civilización Occidental, y tenía la ventaja de conocer y adorar las antiguas anécdotas y los grandes momentos y los Puntos de Inflexión imaginarios y los episodios románticos de las supuestas vidas de los supuestos héroes de esa civilización, desde Alejandro y Boadicea hasta Napoleón y Garibaldi; Pierce, formado en una historia más científica, lo hubiera hecho mucho menos bien; no había preguntas de fondo, y Axel, aunque inseguro en cuanto a fechas exactas, casi podía anticipar, desde el principio, a cuál de las grandes historias, relativamente escasas, apuntaba la pregunta. Sin embargo, a una audiencia poco instruida, sus conocimientos debieron de parecerle inimaginablemente vastos; tal como le habían parecido, por lo demás, al Pierce de catorce años que veía a su padre en blanco y negro, extrañamente reducido de tamaño, respondiendo con firmeza qué austríaco había sido brevemente emperador de México (a Axel le había encantado la película, pobre, pobrecita Carlota, y los ojos dulces y desesperados de Brian Aherne). En torno del televisor, en Kentucky, todos aplaudieron excepto la madre de Pierce, que se limitó a menear la cabeza sonriendo como si aquello fuese tan sólo otra insondable rareza de su marido, tan sólo otra para perdonar y olvidar. Había llegado hasta la mitad de la pirámide de dinero en premio, cuando le dijeron basta; los productores decidieron que era un bicho demasiado raro para acceder a los premios grandes (aunque durante un rato había divertido, con su cortesía anticuada y su forma de responder, con los ojos en llamas y un tono rimbombante como si respondiera a un desafío). No. No hubo ninguna trampa —a Axel nadie hubiera podido hacerle caer en una trampa—, y desde entonces siempre escenificaría su horror y su vergüenza al descubrir que otros, en ese mismo programa, lo habían sido; sucedió, simplemente, que le formularon una pregunta tan oscura, tan tangencial, tan alejada de los Grandes Temas, que ni aun un especialista lo habría sabido (y se la habían formulado a unos cuantos). A la masa, desde luego, le había parecido una zancadilla no peor que las muchas otras que Axel había sorteado con holgura o más o menos laboriosamente (¿qué canción cantaban las sirenas?, ¿qué nombre adoptó Aquiles cuando se escondió entre las mujeres?); pero Axel, al oírla, quedó estupefacto en su caja de cristal, sin la menor idea, hasta que el reloj paró de contar.

Lo raro era que Pierce sabía la respuesta.

Había oído cómo la formulaban —en la sala de TV de la academia de Saint Guinefort esa última vez— y escuchó el comienzo del tic tac musical que marcaba el tiempo en que había que dar la respuesta, sincopado con un distante partido de ping-pong, en otro lugar del colegio. Sin poder creerlo, había oído desplegarse en su mente la respuesta que valía miles, mientras Axel seguía perplejo. La música cesó, hubo un momento de gracia, pero a Axel no le sirvió de nada. El presentador leyó la respuesta, la misma que había aparecido en la mente de Pierce; la audiencia reunida en el estudio se condolió, los compañeros de clase de Pierce se volvieron de la pantalla para mirarlo, algunos burlones, otros curiosos, otros lamentando la pasta perdida. Pierce callaba. Axel fue acompañado hasta la salida, luego de ser compadecido por el regocijado presentador, con la abatida cabeza en alto, y una expresión en su rostro, todo perdido menos el honor, que Pierce no olvidaría jamás: si hubiera visto a su padre camino del patíbulo, no hubiera guardado de él un recuerdo más desolador.

Nunca le dijo a su padre que él había sabido la respuesta.

De todas maneras, el dinero que Axel había ganado hasta entonces era casi una fortuna; con el tiempo, parecería una cifra casi trivial, como tantas cifras en dólares de aquellos tiempos; pero había sido suficiente para comprar el bonito aunque algo ruinoso edificio en las afueras de Park Slope en el que Axel vivía y en el que Pierce había nacido. Así, Axel se había convertido en propietario, cosa que aborrecía, pero que lo mantendría, sin demasiado esfuerzo, en los años mal administrados y a veces terribles que le esperaban. Incluso ahora, cuando los alquileres cubrían a duras penas los impuestos y el mínimo de mantenimiento, era para Axel un lugar donde apoyar la cabeza. Así era como se lo decía a Pierce, a menudo con lágrimas en los ojos: al menos un lugar donde apoyar la cabeza.

Esa tarde de Nochebuena, Pierce lo encontró esperándolo a la entrada del edificio, como un vagabundo sin hogar que se hubiera resguardado allí (la comparación era de Axel).

—El timbre no suena —dijo, mientras buscaba a tientas la cerradura—, y Gravely se ha ido a pasar las fiestas con su gente, en la isla. Y yo no quería que estuvieras aquí llamando, pensando que yo no estaba en casa, aunque no sé dónde podría haber ido.

Gravely era el encargado del edificio, un negro muy bondadoso, e incluso dulce, que ya desempeñaba esa función cuando Pierce era pequeño; Axel adoraba a Gravely, y Gravely llamaba a Axel Señor Moffett; encorvado, amable, lento y astuto, era uno de esos personajes casi de ficción que entraran en la vida de Axel como salidos de las viejas películas que él adoraba, y que en cualquier otra parte habían desaparecido de la vida real, si es que en verdad alguna vez la habían habitado. Pierce temía por la suerte de Axel cuando Gravely muriera.

—Dónde podría haber ido, no sé —dijo Axel de nuevo, mientras subía las escaleras—. Dónde podría haber ido, no sé. Oh Pierce. Los sin hogar en una noche como ésta. El hombre sin hogar en esta noche, entre todas las noches. Esta, noche, de todas las noches del año.

En una ocasión, el tío Sam había descrito a Axel como «un poco teatral». Al Pierce de diez años (recién llegado a vivir con Sam) esa expresión no le dijo demasiado; pero después de sopesarla, Pierce pensó que tal vez Sam se refería al hábito de Axel de repetir una y otra vez y casi para sí mismo, una frase que lo impresionaba, como un actor que la ensayara, de una manera y otra, poniendo en ella emoción o levedad hasta que lo hacía reír o llorar. Mas tarde hallaría otros significados más obvios a la descripción de Sam, pero quizá también fuera verdad lo que decía Sam, que Axel había errado su vocación al no dedicarse al teatro, o al sacerdocio, una de dos.

Cuando Axel abrió la puerta, fueron recibidos por un áspero chillido en latín: «¡De mortuis nil, scoc, huip!». Y a continuación: «¡Cierra el pico, cierra el pico!».

—Es asombroso —dijo Pierce, riendo—. Que tantos loros aprendan a decir «cierra el pico». Me pregunto por qué será.

Cuándo —dijo Axel con una expresión de agobiada paciencia—, cuándo te vas a llevar ese bicho de aquí Fuera, fuera de mi vida.

—Bueno —dijo Pierce— eso es, en cierto modo, algo que he venido a anunciarte. —Sacó las botellitas de la bolsa de papel empapado por la nieve. En vista de su historia pasada, Axel no tenía bebidas en la casa; sólo bebía cerveza, y un poco de vino en las tabernas. Pero en los cumpleaños y en Nochebuena necesitaba un martini, dos martinis, para rememorar tiempos más festivos, días más felices. Y ya estaba preparándolos, con la coctelera, el hielo, el batidor.

—Ahora la gente los toma on the rocks —dijo—. Horrible, horrible. Eso no es un martini. Sin embargo, creo que la pizca de limón es una buena idea. Un toque. Un toquecito de limón. De veras, Pierce, habría que devolverlo a la selva. No es justo, se lo ve tan miserable. Debería andar revoloteando por la selva, el Amazonas, como un pensamiento verde en una verde fronda; me hace sentir una vieja solterona, victoriana y desaliñada. Desaliñada. Cuándo cuándo cuándo te lo vas a llevar de aquí. —Ahora se reía—. Libérate me de esta esclavitud a un pájaro. —Batía el martini—. Como un pensamiento verde en una verde fronda. Como un pensamiento verde: en una verde fronda. Libera me domine.

Pierce, sentado en el sofá descolorido, contemplaba su pájaro y su antiguo hogar. Había adquirido una pátina axeliana, que obliteraba casi todo lo que allí quedara de su propia vida y la de su madre, pese a que muy poco había cambiado. Las paredes no eran de ese marrón chocolate cuando él era chico, pero no creía que Axel hubiera pintado de ese color, lo habían adquirido con el tiempo: ¿este sofá había sido uno azul que él recordaba? los enmarcados jabados de catedrales y el retrato de William Morris fotografiado por Cameron, eran cuadros que, alguna vez, él contemplara largamente. En la alfombra había un dibujo perdido que pertenecía a sus recuerdos. Todo estaba enterrado aquí, como una Troya primitiva, bajo la ordenada mugre, las baratijas, los objetos rescatados de demoliciones, el olor a hombre viejo.

Libera me domine —dijo Axel otra vez, acercándose con la coctelera y dos copas. Pierce tuvo que mondar las rodajitas de limón. Los dedos de Axel, blancos, rechonchos y ahusados no eran aptos para esas tareas, «sin nervios», como decía él; y frotar con ellos las copas y luego escanciar y ofrecer. Fue como una apresurada ceremonia del té. Axel disfrutó de ella enormemente.

—¿Ves estas copas? —dijo. Eran altas y talladas, con pies verdes y aflautados—. Venecianas. Bueno, no venecianas auténticas, pero estilo veneciano. Imitaciones victorianas, supongo, tal vez, posiblemente. —A Pierce le parecían Woolworth, pero él sabía poco de esas cosas—. De mogollón, desde luego. Me las trajeron los muchachos. «Toma, Axel, a ti te gustan estas chucherías, por qué no te las quedas. Caray, nosotros las romperíamos en seguida». Ellos saben ¿te das cuenta? Ellos no pueden en realidad apreciar las cosas, pero saben que hay algo, algo que ellos no captan. Belleza. Libros, ellos siempre me traen los libros. «Oye, Axel, qué es esto que encontré». Y era un Rabelais en francés, un pequeño volumen encuadernado, sólo uno de la serie, y yo dije «Sí, Teddy, éste as un gran clásico», en tono bondadoso, grave, preocupado por no herir sensibilidades más primarias que la suya. «Y está en francés, un francés muy antiguo…». «¿Tú lees esas cosas?», me dijo. Y yo dije: «Sí, puedo entenderlo, conozco la jerga…». Bueno, ellos me toman el pelo, son un poco brutos, pero honestos. Feliz, Feliz Navidad, tú sabes cuánto, cuánto significa para mí que hayas venido, Pierce. Pierce, significa mucho. —Suspiró—. Buenos muchachos, brutos pero sin vueltas. Alborotadores. Alborotadores. —Rió para sus adentros, de algún recuerdo privado.

—¿Hacéis algún dinero? —preguntó Pierce—. Siempre se sentía un aguafiestas al interrumpir las efusiones de su padre con preguntas de este tipo, pero al parecer no podía evitarlo. Desconfiaba de ese negocio de recolección de escombros en el que Axel se había metido con una pandilla de brooklynitas que después del trabajo y en los fines de semana desvalijaban las casas y los apartamentos abandonados de sus cañerías de cobre o plomo y de cualquier cosa de valor que pudieran hallar, en connivencia con los encargados de la demolición. Tenían su base de operaciones en un viejo cuartel de bomberos que alquilaban al ayuntamiento, un sitio donde podían estar Ubres de sus mujeres y beber cerveza en cantidades prodigiosas; se habían jurado lealtad uno a otro y a un hombre mayor a quien llamaban el Jefe, un ex oficial de la marina, había colegido Pierce, que dirigía las operaciones —eso sugerían las historias de Axel— en un estilo a mitad de camino entre un campamento de scouts y una gavilla de ladrones a lo Villon, aunque Axel insistía en que no había nada ilegal en el asunto. Axel les llevaba los libros; hasta qué punto participaba de la jarana, no lo decía claramente.

—Dinero, bueno, dinero —respondió—. Se necesita dinero para hacer dinero. —Repentinamente se sintió ofendido—. Dinero ¡para qué hablar de dinero en un día como éste! En este día entre todos los días del año.

—¡Scuoc! ¡Huid! —dijo el loro de Pierce.

Pierce había notado a menudo esa súbita elevación del nivel de ruido que producía el parloteo de un loro. Axel se levantó pesadamente, copa en mano; el pájaro se deslizó hacia él, furtivo, sobre su percha, espiando alternativamente con uno y otro de sus ojos bolsudos. Había una expresión de dureza en el rostro de Axel y Pierce se preguntó si iría a estrangularlo. Pero Axel se limitó a permanecer de pie, allí, delante del pájaro, y al cabo de un momento empezó a acariciarle distraídamente la barbilla con el dorso del índice.

—He recibido una postal de Winnie —dijo.

—¿Sí? —dijo Pierce—. Yo también. Da la impresión de estar bien ¿no?

Axel suspiró profundamente.

—Ayer fui a la misa de Medianoche. En San Basilio, te acuerdas, siempre íbamos. Winnie cantaba. Tenía una voz tan pura. —Se apoyó en el manto de la chimenea, la cabeza gacha, los hombros hundidos—. Os mencioné a los dos en mis oraciones. Mi esposa. Mi hijo.

Pierce también bajó los ojos por un momento, y dijo:

—Así que todavía vas. ¿Sigue habiendo tanta gente?

—La misa de los ángeles —dijo Axel.

Axel se las ingeniaba para combinar un ateísmo básico con cierta dosis de religiosidad sentimental y una especial devoción Por la Virgen.

—La música, Gloria in excelsis Deo. Winnie podía rozar apenas las notas agudas, tan, tan… sólo rozarlas.

—Bueno, da la impresión de estar bien —dijo Pierce—. Descansada. Tomándose un buen descanso. La tarjeta sin embargo era bastante cómica. Supongo que Dora la habrá elegido.

—Os mencioné a los dos en mis oraciones. A los dos —dijo Axel de nuevo—. Sois todo cuanto tengo ahora, Pierce. Todo cuanto tengo.

Pierce hizo girar en su mano la copa veneciana. Su comentario no había desviado el curso de las reminiscencias cargadas de culpa y pérdida que emergían entre el final del primer martini y el comienzo del segundo; pero Pierce tampoco había esperado que eso sucediera. Era una parte tan inevitable de la Nochebuena como un sombrío pronóstico de decadencia y el profundo deseo de Hacer Todavía Alguna Cosa Buena, eran parte de los cumpleaños, que Axel tomaba también con gran seriedad; del mismo modo en que tomaba sus votos matrimoniales, y su paternidad, y su fracaso en ambos, o lo que él consideraba sus fracasos. Pierce nunca conseguía consolarlo; era difícil, dada la intensidad de los sentimientos de Axel, decirle que lo olvidara, que no importaba demasiado, o sugerirle, cuando Axel abordaba con solemne hidalguía el recuerdo de su esposa, que Winnie (Pierce tenía la absoluta certeza) rara vez pensaba en el asunto, de una u otra manera. Siempre era Sam (y Dora, ahora que Sam había muerto) quien se acordaba de Axel, se acordaba de mandarle postales, se acordaba de que Axel tenía algo que ver con Pierce y además un deber para con él. Winnie, sobre todo, quería descansar. La capacidad de su madre para el descanso había sido enorme —Pierce casi no podía recordarla de otro modo que sentada plácidamente, el dulce rostro abstraído, las manos abandonadas sobre el regazo— pero siempre parecía necesitar un poco más.

Para Winnie, estar en actividad, en cualquier sentido que fuese, era una de esas misteriosas y crónicas enfermedades victorianas que presentan pocos síntomas, pero cuya prevención o tratamiento son tarea de toda una vida. Sólo la había atacado en serio unas pocas veces, hasta donde Pierce sabía; presumiblemente cuando se casara con Axel, quizá cuando lo había abandonado para irse a vivir con su hermano Sam a la muerte de su esposa; y después de la muerte de Sam, cuando el ataque había sido tan grave como para tener que retirarse, a una casa de reposo, a recobrar su tranquilidad.

Allí había conocido a Dora. Dora había dedicado años a cuidar aun hermano mayor viudo (como suponía que Winnie lo había hecho también, aunque en su caso había sido todo lo contrario), un hermano a quien visitaba casi a diario en su senilidad terminal en la casa de reposo. Su muerte dejó a Dora sin nada que hacer, una situación que ella temía tanto como Winnie deseaba descanso; y entonces se había hecho cargo de la vida de Winnie, con todas las historias fascinantes y parientes colaterales que parecía contener, inclusive Pierce y Axel, y ahora organizaba a Winnie y a su historia, desde una cadena de búngalos que había comprado en Florida con el dinero de la jubilación de ambas. Allí, Winnie parecía, por fin, haber encontrado el reposo.

—Pisanello —dijo Axel, tomando la postal que él y su hijo habían recibido de Florida, y mostrándosela a Pierce—. Quattrocento, ¿no? No me parece, sin embargo, que debieran imitar la hoja de oro por medio de estas salpicaduras doradas. A mí eso me parece de muy mal gusto. ¿No podían dejarla al natural? ¿Necesitaban dorar el lirio?

—Pintar el lirio —dijo Pierce.

—¿Pintar el lirio y dorar el oro refinado? ¿Dorar el oro refinado y pintar el lirio? A ver, sírveme otro, Pierce, por favor.

Antes de lanzarse a la nieve fangosa de las calles en dirección al viejo y famoso (y, a los ojos de Pierce, en triste decadencia) restaurante de Brooklyn al que antaño la familia Moffett solía ir en ocasiones especiales, y que ahora servía a Axel y Pierce la cena de Nochebuena, hubo un intercambio de regalos; para Axel, como cada año, alguna prenda o adorno ennoblecido por el nombre de una tienda artesonada de Madison Avenue, o por una marca inglesa o las armas de la familia real; para Pierce, últimamente, siempre algo de mogollón; un libro, este año.

—Te acuerdas de él. Claro —dijo mientras Pierce rompía el envoltorio—. Oh, Dios, yo sí recuerdo cómo te gustaba. Pedías ver las láminas, las bellas láminas… —Axel imitó la expresión de asombro un niño.

—Oh —dijo Pierce—. Hum.

—No la edición original —dijo Axel.

—No importa —dijo Pierce.

—Yo te lo leía.

Era la versión de Sidney Lanier de la leyenda artúrica, en la antigua edición de lujo de Scribner con ilustraciones de N. C. Wyeth. Todo cielos ultramarinos y blancas armaduras de plata. Sí, claro que lo recordaba. Tenía un ejemplar en rústica, con tapas de papel satinado pero no recordaba que le hubiera gustado especialmente, como le habían gustado otros libros; y el abrir este mohoso ejemplar de tapas duras no le produjo ninguna emoción particular; las ilustraciones y el texto sugerían algo remoto, intacto y frío, claro pero no suyo: todo cuanto Pierce pensaba que Axel quería significar con la palabra puro, usada en un sentido absolutamente personal, para expresar algo que a él lo conmovía profundamente y a Pierce nada en absoluto.

—Vaya, gracias —dijo—. Claro que me acuerdo. —No quería encontrar los ojos de Axel, porque temía que pudieran estar llenos de lágrimas. Podía imaginar que, cuando él era pequeño y su padre le leía esas historias, Axel había confundido su silencio y su desconcierto con la misma profunda emoción que a él lo embargaba; pero, en realidad, lo que Pierce recordaba muy vividamente de aquellos cuentos leídos a la hora de dormir, no eran esos caballeros, sino las dramatizaciones de Axel, con minucioso detalle, de los episodios de la serie de Flash Gordon. Ming el Despiadado, los Marcianos de Barro, todo ello, los mejores pasajes de diálogo, repetidos una y otra vez, puntuados por la risa autosatisfecha de Axel, y por el deleite de Pierce; los ojos de su padre relampagueando histriónicamente, su cara rechoncha transmutándose de la resolución heroica a la amenazada pureza, a la malignidad demoníaca, una y otra vez. Eso era lo que Pierce recordaba.

Y sin embargo (miró la última lámina, la capilla refulgente, el misterio que ella encerraba) recordaba, sí, una noche en que este libro fue la lectura a la hora de dormir. La recordaba, aunque era posible que Axel, quien creía recordar hasta el último detalle de la vida de Pierce con él, la hubiera olvidado. Fue la víspera del día en que Pierce y Winnie se marcharon a Kentucky.

Pierce, en pijama, los dientes cepillados, las oraciones recitadas, yacía con las mantas hasta la barbilla, en el ángulo formado por las dos paredes, contra las cuales estaba arrinconada su caro (cuanto más arrinconada mejor, para prevenir la aparición cualquier cosa que hubiera debajo de ella). Axel, en la misma actitud reverente y tierna en que se había manifestado todo ese día, oprimiendo la mano de Pierce y volviendo la cabeza para sollozar de tanto en tanto, durante todos los paseos y las comidas del día (Winnie en casa a sotas para empacar), sacó del anaquel El rey Arturo para niños.

—Este libro —dijo Axel—. ¿Quieres un cuento de este libro? ¿El libro de los caballeros?

Pierce asintió, no importaba lo que le pidieran con tal que lo dejaran salir con vida del ritual de aquellos días extraños y solemnes como una misa de Medianoche. Sí, ese libro.

Axel, frotándose la frente, oliendo un poco a licor y a Sensen, abrió el volumen.

—Bueno, aquí hay una historia —dijo—. Una historia de un niño pequeño igual que tú —con una voz que le sonó como un gemido cavernoso—. Como tú, y era un buen chico, como tú. Su nombre era Percival.

Carraspeó para disimular el sollozo que le oprimía la garganta.

—El padre de sir Percival era aquel rey, Pellinore de nombre, que tan terrible batalla librara contra el rey Arturo. El rey Arturo arrastrólo de ciudad en ciudad, y de comarca en comarca, y al fin lo desterró a las florestas solitarias, lejos de las moradas de los hombres, como a una bestia salvaje. Todo aquello fue el comienzo de una inmensa desventura para la dama que antes fuera reina; y un enorme peligro para la vida del pequeño Percival. Ahora bien, Percival era extraordinariamente bello, y su madre lo amaba mas que a todos sus hijos. De ahí que tanto temiera que el niño pudiera morir por causa de tanta tribulación.

»Y un día, el rey Pellinore dijo:

»“Mi bienamada, no me siento ahora, en modo alguno, apto para defenderos a vos y a este pequeño”.

Axel hizo una pausa después de estas palabras, tragó saliva y Por un momento se quedó con los ojos fijos en el vacío; Pierce, mudo de extrañeza, aguardaba. Al fin, Axel prosiguió:

—«Razón por la cual os apartaré de mí durante un tiempo, de modo que podáis permanecer ocultos hasta que este niño haya decido en años y estatura, hasta que haya alcanzado la edad viril y pueda defenderse por sí mismo.

»“Ahora bien, de todas mis posesiones de otrora, sólo dos me n quedado: un castillo solitario en esta misma floresta (hacia el cual ahora me encamino) y una torre lejana, en un muy desolado confín del mundo, defendido por altas montañas. A ese sitio os enviaré”.

»“Y si este niño, habiendo llegado a hombre en aquella comarca solitaria, resultase débil de cuerpo o medroso de espíritu, haréis de él un clérigo de las Santas Órdenes. Pero si en cambio demostrara ser fuerte y vigoroso, y templado de espíritu, y si deseare acometer empresas de caballería, no le apartaréis de sus deseos y le dejaréis recorrer mundo a su entero albedrío”.

Interrumpió la lectura y cerró con fuerza los ojos, llenos de lágrimas.

—Serás un buen muchacho ¿verdad que sí? —dijo—. Serás un buen muchacho y cuidarás de tu madre, como un buen caballero.

En su rincón, Pierce asintió.

—«Y así —dijo Axel reanudando con dificultad la lectura—, así, el rey Pellinore se encaminó hacia ese castillo solitario donde el rey Arturo lo descubrió y combatió contra él; y la madre de Percival se encaminó a aquella atalaya entre montañas que el rey Pellinore les describiera: una única torre que apuntaba hacia el cielo como un dedo de piedra. Y allí moró con su hijo dieciséis años, años en los que Percival nada conoció del mundo, ni de sus fortunas ni adversidades, sino que creció salvaje y permaneció inocente, igual que un niño pequeño».

»Oh, hijo querido. —Axel se inclinó hacia Pierce como si fuera a hundir la cabeza en el regazo de su hijo, pero no lo hizo; se oprimió la frente con la mano—. Crecerás y serás un hombre fuerte, ¿verdad que sí? Sí, y viril e inocente. Y si deseas acometer empresas de caballería, oh, no dejes que te lo impidan. Oh, no.

Irguió la sufriente cabeza.

—No permitas que te inciten a odiarme —dijo—. A tu padre. No permitas que te inciten a odiar a tu padre.

La histriónica mesura, la solemnidad calculada, habían desaparecido; y Pierce, aterrorizado, vio a una persona adulta llorar como un niño.

—Y volverás —sollozó—. Volverás ¿verdad que volverás un día? Volverás.

Pierce no dijo nada; no sabía si esa casa de Kentucky sería en verdad un dedo de piedra en un páramo rodeado de montañas, ni si volvería alguna vez a este castillo solitario. Pero sabía, en cambio, que a él no lo desterraban, sabía que su madre se iba con él, huía con él, y que hermoso no era. Para nada.

Y había vuelto, después de todo. Pero ahora se disponía a partir una vez más.

Durante la cena comunicó sus novedades, empezando por la venta del libro, a una cifra que exageró un tanto. Axel lo celebró con reverentes felicitaciones. Para él no había vocación más sublime que la de escribir; pese a su vasta y azarosa erudición, le resultaba enormemente difícil expresarse sobre el papel o redactar siquiera una carta. Luego, la renuncia al Barnabas. Esta noticia provocó reacciones contradictorias, la docencia ocupaba, en la escala de Axel, un rango apenas inferior a las letras. Pierce le aseguró que si alguna vez tenía que volver, Barnabas estaría más que ansioso por contratarlo de nuevo y que, de cualquier manera, había otras escuelas en otros sitios.

—Otros sitios —dijo Axel—. Bueno, otros sitios.

La decisión de abandonar definitivamente Nueva York cayó como un hachazo. Axel la escuchó abatido y consternado, su cara fofa se desencajó horriblemente. En un principio optó por considerarla sólo como una excentricidad, una loca fantasía de su hijo que un amable desdén ayudaría a disipar; era absurdo, si en verdad iba a embarcarse en un libro, abandonar las grandes bibliotecas, las galerías, los archivos de América, y languidecer en un poblacho de provincia (aquí Axel trazó escenas de la vida campestre, inspiradas tal vez en los aguafuertes de Marjorie Main, patanes con largas barbas de chivo desconcertados por la «rudición»). Pero Pierce insistió con la misma dulzura, y al fin Axel se serenó.

—No es que te vea tan seguido ahora —dijo—. Pero ya no te veré nunca.

—Eso no es cierto —dijo Pierce—. Demonios, no es mucho más complicado venir desde allí que desde Manhattan. En tiempo real.

Y en esfuerzo. Volveré. A menudo. Para aprovechar las bibliotecas. No perderemos contacto.

Axel no se consolaba.

—Oh no, Pierce, no. Oh, ¿dónde anda ese camarero? Moselblümchen. Mañana, a prados verdes y pasturas nuevas. Sirve, sirve.

Hay circunstancias en que los excéntricos más egocéntricos toman conciencia de su excentricidad, saben que una serie de conexiones ordinarias entre ellos y el mundo han sido cortadas o nunca han existido. Axel sabía eso. Sabía que sus canales de comunicación eran tenues, y que estaban obstruidos por la estática, y se condolía de su propio aislamiento. El retorno de su hijo a la ciudad, convertido en un adulto que lo encontraba interesante y ameno, y no ya un niño que se sintiera apabullado e incómodo en su presencia, había sido para Axel un regalo inesperado, inesperado y precioso. Y lo había explotado al máximo, agotando el oído de Pierce en largas y divagantes conversaciones telefónicas, insistiendo en visitas vespertinas a museos y recitales de órgano, sin que lo desanimaran los sucesivos rechazos. Pierce significaba mucho para él: eso decía frecuentemente; menos como hijo —pese a la solemnidad con que asumía el rol, le resultaba imposible mantener durante largo tiempo una actitud paternal— que como un amigo comprensivo, o al menos paciente.

Pierce trataba de ser paciente. Trataba de hacer en su vida un sitio para Axel, una vida en la que Axel encajaba con dificultad. Hallaba una exasperada fascinación en el hecho de que ese hombre extraño —rechoncho, una cabeza más bajo que él, de pies y manos delicados de los que se enorgullecía— fuera su padre; el Axel que Pierce recordaba de cuando era pequeño no era una persona de estas características. Los dos juntos en una salida como ésta, le hacía pensar a Pierce frecuentemente en aquel niñito bueno de las revistas de historietas, y en su duende padrino con alas de insecto que fumaba puros y que solía acompañarlo. ¿Cómo era que se llamaba? McFeeley, Gilhooley, nunca se acordaba de preguntárselo a Axel. Él lo sabría, con seguridad.

—Llévame contigo —suplicó Axel, más bien en broma—. Sobre tus espaldas, como el viejo Anquises.

—Puedes visitarme. Estoy seguro de que tendré un cuarto de huéspedes. O al menos un mirador.

—¡Un mirador! Un mirador. ¿Y cómo se va a ese lugar, y cómo se vuelve? Hay autobuses, supongo. Autobuses.

—Hay autobuses. Ya la larga compraré un automóvil, me imagino.

—Un automóvil.

El único intento de Pierce en su vida adulta en el campo de la ficción había sido un retrato de su padre. Pensaba titularlo: «El hombre que adoraba la Civilización Occidental», y durante un tiempo trabajó en él, pero sus transcripciones de las charlas de Axel en la sobremesa sonaban ficticias, lo hacían parecer un autodidacta poliposo, un farsante, carecían de la pasión y la vehemencia de su padre. Y los detalles extravagantes de su vida, una vez escritos, sonaban inverosímiles, totalmente ficticios —tal como sonaban cuando Axel, puro de corazón y casi incapaz de una falsedad deliberada— se los relataba a Pierce.

Pierce tenía que admitir que el mundo en que vivía Axel era un mundo real, aunque no fuera el suyo. Durante un tiempo, después que Pierce y Winnie se marcharan a Kentucky, y antes de que el dinero de la TV pusiera sus pequeños pies de nuevo en tierra, Axel había pasado algunos años de indigencia, o poco menos, en las calles, vagabundeando; y había habido épocas, después, en las que Axel había caritativamente visitado, o torpemente recaído, sin querer, en un submundo poblado por ex jefes de la Marina, rudos pero nobles de corazón, por actrices de Broadway nonagenarias, que expiraban entre recuerdos en sórdidos hoteluchos, por judíos, eruditos en librerías polvorientas que percibían bajo los andrajos las verdaderas cualidades de Axel; por curas obreros que él admiraba, viriles y puros, y pegajosos filisteos del Ejército de Salvación, de cuya tierna misericordia (palabras de Axel) había tenido que depender.

—Tierna misericordia —repetía Axel con un dejo de Ming—. Tierna misericordia.

Hasta donde Pierce sabía, todos ellos, y las tramas que representaban, eran exactamente como Axel las describía. Hasta donde Pierce sabía, los hombres del rescate de demolición en el que Axel estaba ahora implicado, se pasaban las manos por el pelo y arrastraban los pies con timidez, como Axel decía que lo hacían; tal vez dijeran realmente cosas tales como «cuando un amigo está caído necesita otro que lo recoja» y en general actuaban como personajes del Boy’s Town, que no habían crecido demasiado. En todo caso Axel era mucho menos inocente respecto de su ciudad que lo que sugerían a veces los ámbitos oníricos de los que hablaba; menos inocente incluso, en ciertos aspectos, que el propio Pierce. Podía aún escandalizar a su hijo con lo que sucedía de madrugada en las atiendas de los bares de proletarios, frecuentados por policías y bomberos. Pierce había aprendido muchas cosas de Axel en los últimos años, y no sólo en el marco del interés que compartían por la Civilización Occidental; también muchas otras fuera de ella. Y de este modo, aunque el largo y apasionado cortejo de Axel era a menudo exasperante; y aunque casi siempre era imposible tener una verdadera conversación con alguien cuya vehemencia torrencial arrasaba las orillas y desbordaba los canales de cualquier conversación; y aunque todos los amigos y las amantes de Pierce no lo habían podido soportar por más tiempo que el de una breve visita, Axel retenía aún el interés de su hijo. En el fondo Pierce quería sinceramente a su padre y lo encontraba a veces el más extraño de los hombres. Cuando a altas horas de la noche, «exaltado» —como él decía— por el vino, mientras deambulaban por las calles de Brooklyn que conocía y amaba, se ponía a cantar canciones de Thomas Moore con una dulce y clara voz de tenor, Pierce hasta sentía que lo amaba.

—Mañana —dijo Axel en esa Nochebuena transida de recelos—. Mañana, a verdes prados y pasturas nuevas.

—Verdes bosques —dijo Pierce—. Es verdes bosques.

—Mañana a verdes bosques y pasturas nuevas.

Después de la cena, habían ido andando cogidos del brazo hasta el muelle de Brooklyn Heights, para contemplar Manhattan —última etapa del ritual navideño recientemente incorporado, cada uno de cuyos hitos se había vuelto instantáneamente precioso para Axel. Desde allí, habitualmente, observaban el apartamento del malogrado Hart Crane, ahora propiedad de los Testigos de Jehová, para la anual indignación de Axel; habitualmente Axel improvisaba una disertación sobre el horizonte estropeado por la presencia allá lejos, en el centro de la ciudad, de dos titánicos cartones de cigarrillos que cada año volvían a horrorizarlo. Esta noche parecía no verlos; había bebido más que de costumbre, Pierce se había sentido incapaz de negarle una segunda botella.

—Oh.

Pierce. Tienes que prometerlo. No me abandonarás.

—Oh, vamos, Axel.

—No debes abandonarme. —Con una horrible voz cavernosa. Y en seguida mitigándola con forzada displicencia—. Tu viejo papá. —Tomó de nuevo el brazo de Pierce—. No abandonarás ahora a tu viejo papá, ¿verdad que no? ¿Verdad que no? Somos colegas ¿verdad, Pierce? Más que padre e hijo. Somos colegas ¿verdad que sí?

—Claro que sí. Por supuesto que sí. Te lo aseguro, no queda tan lejos.

—Y así el joven se irguió —dijo Axel, con un amplio ademán del brazo—, y se envolvió en su manto azul. —Se rió y repitió el ademán, más ampulosamente—. Y se envolvió en su manto azul. Mañana a verdes bosques y pasturas nuevas. Oh, acompáñame a casa, Pierce, acompáñame a casa, no está tan lejos, te lo ruego.

Sí, él quería a su padre; era una carga, pero Pierce no se sentía a menudo avergonzado o hastiado de él; y sin embargo —se preguntó en el tren de regreso, mientras cruzaba el río hacia Manhattan, ya desatados todos los lazos de pasión con la ciudad— hasta qué punto el hecho de tener un padre como Axel había influido en aquel voto que se sintiera obligado a hacer la noche de su cumpleaños: se preguntó (las manos frías, hundidas en los bolsillos de su gabán, helado el corazón momentáneamente hueco) en qué medida los efectos de esa extraña e incurable herida que de algún modo Axel sufriera tanto tiempo atrás, habían recaído sobre él; y hasta qué punto tendría que ver con la que Pierce sentía ahora abierta y no restañada dentro de él.

—Bueno, mañana a verdes bosques y pasturas nuevas.

Y así, en la primavera, Spofford bajó desde las Colinas Lejanas en su viejo camión; y Pierce y él lo cargaron con el contenido del apartamento, menos tres docenas de cajas de libros enviadas por separado. El camión de Spofford era descubierto, de modo que mientras lo cargaban ambos miraban ansiosamente el cielo, pero el día se mantuvo radiante. Colgaron en el ascensor los lienzos protectores que el encargado insistió en que utilizaran, y en esa celda forrada, dos locos incansables, atareados, subieron y bajaron en compañía del escritorio, la máquina de escribir, la cama, los cuadros, los bibelots y un enorme espejo ornamental, pesado como una lápida, todo lo cual parecía fuera de lugar, un tanto llamativo y avergonzado de estar expuesto allí a la luz del sol primaveral.

Pierce había hecho ya todas sus despedidas; una cena, la víspera, con la Esfinge, la más dispendiosa. Ella había conseguido, dijo, un apartamento diminuto a precio antiguo, uno de los pocos que aún quedaban en un barrio chic, en el centro de la ciudad, donde vivían algunos de sus antiguos clientes; todavía no estaba en condiciones de pagar la electricidad y vivía a la luz de las velas, comía fuera y no quería teléfono. Había empezado a ganarse un poco la vida, frecuentando las tiendas de ocasión y los mercadillos, adquiriendo chucherías, bufandas estampadas y corbatas pintadas a mano, bisutería, naderías, art Decó dijo riendo y encendiendo otro cigarrillo. Los precios que ponía a estos artículos eran inflados para demostrar la infalibilidad de su gusto y la pericia de sus búsquedas; los revendía a sus conocidos, a menudo a aquellos mismos antiguos clientes, cuyos deseos de tales cosas eran tan intensos como repletas sus billeteras.

Una tienda ambulante de antigüedades.

Tal vez (propuso Pierce, en el breve final de la velada, agotado por alguna razón pero impelido a continuar sin duda por la misma razón) podría ver ese pequeño apartamento a la luz de las velas. El suyo era esa noche un caos tal…

No, ella no creía que pudiera. Era un vertedero, un verdadero vertedero; tal vez cuando lo arreglara…

—Ya no estaré aquí para entonces.

—Volverás. Y además yo iré a visitarte.

A Pierce, imaginando sus tacones altos en la acera de su calle, su perfume, a la orilla del Blackbury, le pareció inverosímil. Y sin embargo, quizá no fuera más inverosímil que lo que él mismo había hecho —o estaba a sólo un paso de hacer, lo que estaba a punto de hacer—: mudarse. Una noche reciente, saturada de olores primaverales, había salido a caminar por la plaza de la Universidad y el parque Gramercy, asomándose al parque privado; donde la hierba era verde y los tulipanes empezaban a florecer. Dio la vuelta alrededor del parque observando los altos ventanales de los espaciosos apartamentos que lo flanqueaban, edificios suntuosos que él siempre había codiciado. Tal vez, pensó, si un lugar como éste o como aquel otro fuera mío; una llave de este parque; una renta suficiente como para mantenerlo… entonces, quizá, me quedaría. A pesar de la Esfinge remota, allá en el centro de la ciudad.

—Hazme una oferta —le dijo a la ciudad—. Hazme una oferta.

Pero la ciudad no le hizo ninguna, ni tampoco la Esfinge, tan sólo lo besó entre una nube de humo, y sin lágrimas, y le pidió que escribiera.

Y ahora estaba listo para partir.

De todos modos nunca le había gustado este lugar —pensó, paseando una mirada por el apartamento vacío, desolador sin la vida de Pierce, con los oblongos fantasmas de sus cuadros en las paredes, las pocas cosas buenas y las muchas extrañas que le sucedieran allí, barridas junto a otros detritos o embaladas para la mudanza. Cerró para siempre la puerta. Y pisando fuerte con sus nuevas botas de campo salió, al corredor llevando la última de sus pertenencias, una alta banqueta roja de cocina. La banqueta coronó la pila de objetos en el camión, y con ella balanceándose en la cima, él y Spofford salieron traqueteando de la ciudad; parecerían, supuso Pierce, pioneros huyendo de la sequía. Y a la mañana siguiente Pierce estaba ya en su mirador observando el ir y venir de las luces oscuras y plateadas en el río Blackbury, las manos metidas en las mangas de su suéter y una sonrisa espontánea en su rostro.

Muy bien, dijo, no exactamente en voz alta, dirigiéndose a todos los poderes capaces de concederle tres deseos; venid ahora, venid ahora. Venid ahora, porque he elegido mi destino, me he salvado y desde aquí puedo hacerlo: venid ahora, ahora que puedo mandaros a paseo. Venid ahora, ahora mismo; porque no sabía cuánto más durarían este momento o esta fuerza.