Uno
—¿Así que hoy te marchas? —preguntó Spofford.
—Sí, creo que sí.
—Bueno, pero espera un poco, junta ánimo. —Se calentó las manos en la estufa—. Hace frío —dijo—, el verano se acaba.
Afuera, la bruma, levantándose rápidamente desde el valle y el río, empañaba la claridad de la mañana. Pierce hundió las manos en los bolsillos y apretó los brazos contra los flancos; también en la ciudad, pensó, la mañana sería fresca, las calles lavadas por la lluvia, el aire nuevo.
—Hay un autobús que parte temprano de las Jambas —dijo Spofford—. No sé muy bien a qué hora, pero lo alcanzaremos. —Sonrió—. Estás seguro de no querer quedarte para siempre. —Interrumpió «área de partir huevos en un cuenco y estudió a Pierce, que perecía silencioso y abstraído en el quicio de la puerta—. ¿Has dormido bien?
—¿Hum? Sí, claro, sueños extraños. —Había empezado a tiritar—. Ahora lo he olvidado, casi todo. Lo recordaba cuando me desperté en plena noche, pero ahora he vuelto a olvidarlo.
Un plan, la perla de una resolución desalada de lo que fuera que había sido su sueño, eso, al menos, lo recordaba. La hizo girar entre los dedos de su mente. Bueno: muy bien. Era real. Hasta le infundió un poco de calor, como la enorme camisa de lana roja que Spofford le arrojó para que se pusiera; le infundió calor y le hizo sonreír. Lo primero que haría al volver sería llamar a Julie Rosengarten. Quien sin duda se sorprendería de tener noticias suyas. Pero cómo demonios se llamaba esa agencia donde ella había entrado a trabajar. Un nombre pretencioso, una alusión clásica y él le había tomado un poco el pelo; per ardua ad, ah sí. Agencia Literaria Astra.
El pedregoso camino hacia la gloria. Muy bien. De acuerdo. Cuida tu negocio, había dicho Barr riéndose entre dientes en la cálida seguridad de su cátedra en Noate. Cuida tu negocio y tu negocio cuidará de ti. De acuerdo. Había más de una forma de ganarse la vida, y ésta era la única forma que se le ofrecía.
—Sí —dijo sentándose frente a los huevos que Spofford le había preparado; por alguna razón tenía un hambre voraz—. Adelante. El Deber. El Futuro.
—Espero que vuelvas, ahora que conoces el camino —dijo Spofford.
Por alguna razón, Pierce tuvo una fugaz visión de la Rosie de Spofford emergiendo de las aguas. Carraspeó para librarse de las migas de tostada que de pronto se le habían atascado en la garganta, y miró ansiosamente en torno; no había allí nada suyo para recoger y empacar, puesto que no había desempacado nada.
—Uno tiene que conservar los amigos —dijo Spofford—, al menos yo lo hago; echo de menos la conversación refinada. Sabes, no hay mucho de eso por aquí.
—Estoy seguro de que volveré alguna vez —dijo Pierce.
—Lo harás —dijo Spofford. Vertió el café humeante—. Volverás, yo me ocuparé de ello.
Retrasada, con su vida todavía ridículamente empacada en la camioneta, Rosie enfiló rumbo a las Jambas de Blackbury a fin de entrevistarse con Allan Butterman. Había perdido algún tiempo en vestirse, buscando al principio faldas y chaquetas, sin encontrar un conjunto que combinara y no estuviese arrugado, que fuese decente y apropiado para la estación; y luego había decidido (nunca había estado hasta entonces en el bufete de un abogado) que no, que esto no era como una entrevista de trabajo sino más bien como una visita al dentista, que debería llevar ropa cómoda; y encima de una camisa de franela a cuadros, fresca y que olía a nuevo, se había puesto el mismo mono de ayer. La señora Pisky y Sam —a quien ésta llevaba de la mano— la habían despedido desde el porche como si mami no fuera a volver nunca más. Adiós. Adiós.
En esta mañana fresca, el pueblo había perdido su somnolencia estival y bullía de tráfico. Rosie notó la presencia del camión de Spofford, pero no vio a Spofford; estuvo en un tris de chocar con el autobús de Nueva York, que en ese momento partía de la tienda de dulces, donde tenía su parada, mientras trataba un tanto a ciegas de aparcar. Chirrido de frenos, los frenos funcionaban bien, y algo pesado se derrumbó en la parte trasera de la camioneta.
El autobús rodeó la camioneta y se alejó con un malhumorado ronquido del escape; Rosie agitó la mano, disculpándose, y un pasajero oscuro, detrás del cristal verde, le devolvió el saludo. Sacó del asiento Manzanas mordidas y con el libro bajo el brazo echó a andar por la calle de los Puentes, hasta el edificio Bola. Cuando era pequeña, Rosie suponía —le parecía obvio— que el edificio de ladrillo rojo del siglo XIX, con sus cuatro pisos, el más imponente del pueblo, llevaba ese nombre (inscrito en forma de arco, en lo alto de la puerta principal) a causa de las bolas de piedra que coronaban los florones laterales. Su dentista había tenido allí su consultorio. Y se llamaba Torno. A él le hacía gracia; pero Rosie pensaba que su apellido era tan apropiado como el nombre del edificio. El pueblo grande, los largos pasillos de extraños olores del gran edificio Bola: no acababa de identificar aquel pueblo grande de entonces con éste tan pequeño.
La secretaria de Allan Butterman pareció alarmada cuando la vio llegar.
—Oh, cuánto lo siento —dijo—. El señor Butterman ha tenido que ir a un funeral esta mañana. Lo había olvidado. Vino y tuvo que volver corriendo a su casa para cambiarse.
—Está bien, no importa.
—Estará de vuelta en un par de horas.
—Muy bien, de acuerdo. Volveré más tarde. En realidad, no tengo ninguna prisa.
El vago olor que llegaba hasta el bufete del abogado, filtrándose desde los consultorios médicos y odontológicos vecinos» ese olor de antisépticos y medicamentos, le recordó a Rosie las fantasías que solía tener cada vez que la llevaban a ver al doctor Torno: que ojalá estuviera ausente, enfermo, de vacaciones, muerto. Nunca había ocurrido nada de eso. Cuando salió al aire tibio de la mañana notó que tenía la garganta seca y que el corazón le latía al galope.
Dos horas. Está bien. Podía ir de compras o algo así. En el limbo, comenzó a vagabundear en dirección al puente, y empezó a cruzarlo mirando al sur, hacia el Butterman en su roca; demasiado lejano para distinguirlo incluso en esta luz diáfana.
Todo le pareció de pronto una inmensa complicación, un avispero que quizá se había salvado de remover gracias al imprevisto funeral de Allan; y tal vez debiera tomar eso como una señal, quizá debería olvidarse de la Ley y volver a casa. Pero cuando pensó en su casa, pensó en Arcadia y no en la casona de piedra rústica de Stonykill. De modo que una parte de su mente, en todo caso, permanecía decidida, a pesar de esta otra que todavía titubeaba.
Él le preguntaría (no podía imaginar que no lo preguntara, sin duda tendría que saberlo) por qué quería iniciar esa acción legal. Bueno, yo no quiero iniciar nada, pensó que respondería; lo que yo quiero es terminar con algo. Pero ésa no era una respuesta.
En realidad no tenía razones. La única razón era que ya no le parecía tener razón alguna para estar casada.
Le parecía claro que nada, ni la creciente aversión que le inspiraba Mike (ninguna palabra más fuerte parecía adecuada), ni sus amoríos y reclamos, ni su propio desasosiego, nada de eso sería motivo de divorcio, si es que existían motivos para estar casado. Ella suponía que en los viejos tiempos, los Viejos Tiempos, los tiempos de sus padres o antes, no hacía falta tener razones, estar casado era ante todo razón suficiente para permanecer casado; pero ahora —un somero repaso de las historias de sus amigos, de la televisión, de los periódicos, lo ponía en clara evidencia—, ahora aquellos que todavía estaban casados permanecían casados sólo gracias a un constante esfuerzo de imaginar por qué estaban casados; un esfuerzo diario, dado que un día u otro uno podía convertirse en descasado. Era lógico suponer que una alianza basada puramente en la elección, en una elección voluntaria, sería más fuerte que otra asentada, como la de sus padres, en meros supuestos sociales y tabúes; pero lo cierto era que los matrimonios electivos podían evaporarse simplemente de la noche a la mañana, en un momento de descuido. Y sin dejar nada atrás, ninguna razón. Pensó en Sam.
La gente suele permanecer unida por los hijos. Eso habían hecho sus padres. Pero ahora había miles y miles de niños —la mayoría, hasta donde ella podía saber— en guarderías y parvularios, provenientes de Hogares Deshechos. Sin duda, con tanta gente ocupándose de esto, se encontraría una forma para que los hijos fuesen criados por los padres separados y no sufrieran por ello. Aunque quizá nunca habían sufrido tanto como decía la gente a causa de su hogar deshecho.
Sabía con certeza —una certeza fría y terrible, lejana y definitiva— que Sam no podía sufrir por el hecho de que Rosie se separara de Mike tanto como Rosie había sufrido por el hecho de que su madre permaneciera con su padre: en esa casa espantosa, donde siempre acechaba el fantasma de la muerte, donde no había en realidad ningún hogar que destruir. Sin él, habría tenido una vida mejor.
No era la primera vez que Rosie pensaba en estos términos, pero sí la primera vez que lo pensaba en el contexto de su propia condición de madre. Y en ese contexto, la alarmaba. No estaba haciendo comparaciones, no. No. Se alejó del puente rozada por el ala oscura de ese antiguo resentimiento que iba y venía. Echó a andar por la calle principal hasta la Cueva de las Roscas; se sentó en un lugar fresco, pidió café y un roscón con jalea, y abrió Manzanas mordidas en la página señalada con una horquilla. Dos horas de espera.
La segunda parte acontecía en Londres, y Rosie la leía con gusto. También a Kraft parecía gustarle, el texto se expandía y se replegaba como si los dedos del autor hubiesen estado impacientes por llegar a esta etapa más bulliciosa y colorida. Los párrafos eran más extensos, había listas y descripciones de comidas, vestimentas y costumbres curiosas y divertidas. La ciudad era un espectáculo permanente, o así estaba descrita, no sólo las procesiones del Lord Mayor y de las Cofradías, las sesiones del Colegio de abogados, sino también de los teatros que ahora se construían y de los patios de los mesones convergidos en tablados (como el «Red Bull» donde se representaban farsas y tragedias y crónicas) y de los parroquianos bulliciosos y atentos y críticos, un espectáculo tan atractivo como la representación misma, o del Teatro donde actuaban los Hombres del Conde de Leicester. Pero en Southwark todavía existían reñideros, donde los osos Old Braw y Tattered Raf y el Precious Boy trituraban a dentelladas las cabezas de los mastines como si fueran manzanas (todo el mundo conocía sus nombres e iba a verlos: aprendices de caldereros y grandes damas y nobles venidos de otras comarcas) y sus amantes amos los atendían y curaban sus espantosas heridas, y seguían viviendo para romper los lomos de otros mastines —Rosie se compadecía de los perros, pero al parecer pocos lo hacían entonces—. Había cisnes blancos en el río y cabezas de traidores picoteadas por los milanos en el Puente de Londres. Había conspiraciones e intrigas y atentados contra la vida de la reina por medio de brujerías, que horrorizaban a todo el mundo: una marioneta hecha a imagen de la reina, acribillada de alfileres, había sido hallada en los jardines de la posada Lincoln, y el amigo y astrólogo de la reina, el doctor Dee, había sido llamado para que la viera y diese su opinión. No era nada, dijo, un juguete, la reina viviría muchos años y con buena salud y ella se exhibió públicamente en su barcaza sólo para que todos comprobasen que estaba bien, y pasó la Navidad en Richmond.
Todo era tan vividamente colorido, pensaba Rosie, como un dibujo animado; y parecía natural suponer que también ellos lo sintieran así en ese entonces, con esas vestimentas extrañas de todos los colores del arcoiris, y otros que ella apenas era capaz de imaginar, azafrán y morado y obispo y caca de ganso. Cuando se morían, dejaban estos trajes imposibles a sus sirvientes, quienes, como no podían usarlos, los vendían a los actores: los tablados de los patios de los mesones estaban desnudos, y el sol brillaba (o no brillaba) en lugar de las candilejas, pero en ellos los personajes se pavoneaban cubiertos de sedas y bordados que proclamaban Rey, Señor y Princesa; así fuera en la Antigua Roma, o en los tiempos de Enrique V, o en la remota Italia, ellos usaban los mismos trajes de los señores muertos, en tanto lucieran con el suficiente esplendor. El joven Will (como Kraft seguía llamándolo), lanzado de súbito en medio de esta vorágine, aprendía a bailar y a cantar (en los teatros se bailaba, «brincaba» y cantaba tanto como se actuaba, la danza más parecía una acrobacia, y Rosie se preguntaba cómo sería, ¿sería torpe o airosa?); y se hacía de amigos entre los mozalbetes avispados fogueados en las tentaciones y asechanzas de las calles y la corte de la compañía del Conde de Leicester. Incorporado por etapas en la compañía, había tenido que soportar bromas, iniciaciones. Muchachos duros de pelar. Demuéstrales que no tienes miedo. Maese Burbage y el irritable maestro decoro, con su túnica negra, mediaban en las riñas, a ver, qué está pasando aquí, qué pasa.
Will fue probado al principio para los roles femeninos, los difíciles de cubrir, porque desde luego no había actrices; Rosie recordó que en un tiempo ella había sabido eso. Dos naranjas en su corpiño. Besos y silbatinas. Empezaba a aparecer en la historia una suerte de tensión sexual extraña y hasta tenebrosa, y Rosie se preguntaba si no sería ella la que la imaginaba a causa de lo que Boney le había contado sobre Fellowes Kraft; como si allí hubiera otras iniciaciones de las que no hablaba, una especie de corrupción casi escandalosa, sólo casi: en las mansiones de los nobles, donde los muchachos actuaban, había jóvenes señores siniestros, de largos rizos, con pendientes en las orejas, ebrios y ojerosos, alguien vomitando en el rincón. Con la primavera la peste llegó a Londres; el amigo íntimo de Will, que hacía el papel de Phyllis y Clorinda y Semíramis, pero que había defendido con bravura a Will en las riñas de los muchachos, murió aferrado a la mano de Will. Pálido y delirante y balbuceando versos y canciones de amor. Will creció un poco. Los jóvenes señores se iban a sus casas de campo, o a Francia, los carretones de los cómicos partían hacia las provincias huyendo de la peste; los muchachos del Conde de Leicester siguieron a la Corte y a la reina en su peregrinaje.
¡La Reina! Se hubiera dicho que en el relato no había más mujeres que ella, como si en ella se concentrara todo lo femenino, una sola mujer en el reino pero qué mujer. Kraft parecía deslumbrado y casi sin palabras ante la reina, lo mismo le sucedía a todos en la historia. Robin de Leicester la colmaba de agasajos, él y la reina habían sido amantes durante años (pero qué harían, se preguntaba Rosie); y si alguien conocía el fondo de su corazón, ése era el suave y delicado Robin; pero no, nadie lo conocía. En mayo Leicester llevó a sus muchachos a Wanstead para presentar una mascarada escrita por su sobrino, sir Philip Sydney, un caballero perfecto y gentil vestido de una seda tan azul como sus claros ojos de niño. La Dama de Mayo. Era Isabel en persona, ella misma, el principal actor enmascarado, y el único objeto del drama, aunque no había parlamentos escritos para ella; no necesitaba ninguno. En el suave chartreuse de los jardines ella y su séquito se topaban con una ninfa que emergía de entre las lilas y hacía reverencias: No imaginéis, adorable y gentil señora, que me humillo así ante vos a causa de vuestro rumboso atavío… Ni porque cierto caballero procure rendiros tanto honor contó puede en ésta su morada… Aspiraría más bien a vuestra reverenda si no viera en vuestro rostro algo que hace que me rinda ante vos… y la reina respondió al gracioso y encantador impronto con una afilada sutileza que casi demudó al efebo-ninfa y le enrojeció las mejillas bajo el colorete.
Will, alto ahora y formal de aspecto, interpretaba el papel del pedante Rhombus, un personaje característico de la Comedia que le iba como anillo al dedo: los pedantes y sabihondos, con bocadillos de palabras cultas, sólo él entre todos los muchachos era capaz de aprenderlos de memoria. Permitidme delicidar el intrinsicabilísimo mihollo del dilema. Bien dicho, doctor, veo que poseéis vuestro grado de Magister Artis. Por cierto que sí, con el beneplácito de Vuestra Majestad (inclinándose en una profunda reverencia, con una mano en su lumbago de viejo pedante), lo poseo honorificabilitudinitatibus. La reina soltó una carcajada, era una palabra que Will solía blandir a borbotones para hacer reír a Simón Hunt en la escuela de Stratford; y después de la representación la reina pasó revista a los Mancebos, y se detuvo frente a Will, casi una cabeza más alto que sus compañeros, una cabeza pelirroja.
Oh la la, pensó Rosie, la reina va a hacer una profecía.
La cabeza de la reina se irguió, blanca, pequeña y arrugada, desde el escote del suntuoso vestido, el rostro de una doncella largo tiempo aprisionada en un castillo feérico, la roja cabellera ornada de joyas tan complejas como rizos, y la tiesa gola blanca de encaje enmarcaba desde atrás su cara abovedada, de nariz larga y ojos saltones. De modo que también ella era un pavo real, un pavo real blanco con todo su plumaje desplegado. Will, delante de ese monstruo fabuloso, no podía apartar la mirada; los ojos de pájaro de la reina se clavaron en los suyos, verdes como esmeraldas.
Dos cosas que la reina adoraba eran los cabellos rojos y las joyas. Acarició suavemente con su mano cubierta de anillos el pelo de Will, y su máscara blanca sonrió.
—Honorificabili-tudini-tatibus —dijo.
Con los primeros fríos, los hombres del Conde de Leicester regresaron de su gira por el norte y una vez más sentaron sus reales en el «corral» que James Burbage había construido en los suburbios, fuera del alcance de los magistrados de Londres. Era un local como no había otro en la Inglaterra de entonces. Burbage lo amaba y le prodigaba tanto dinero como a una querida (y su esposa sé lo había hecho notar más de una vez); en realidad no era un corral ni tampoco un reñidero, ni un patio de mesón adaptado para el caso, ni una barraca provista de un escenario y algunas puertas y algunos asientos para los nobles —no, no era una barraca, sino un teatro, como los romanos llamaban a sus edificios circulares, y así lo llamaron: el Teatro, el único en toda Inglaterra.
—Este año necesitaremos esas tuberías —dijo James Burbage.
Erguido, abierto de piernas sobre el tablado, contemplaba la platea vacía y las graderías para el populacho. Detrás de él, los efebos de la compañía ensayaban una nueva obra. En lo alto se extendía el firmamento pintado en oro en el palio azul noche, el zodíaco y sus planetas residentes, el sol, la luna.
—¿Qué tuberías? —preguntó Will.
El muchacho —ya no tan muchacho en realidad— estaba sentado al borde del escenario, balanceando las piernas largas y flacas. Tenía el libreto en una mano, pero no le habían asignado ningún papel en la nueva obra. No había en ella ni pedantes ni poetas; tan sólo héroes y sus amadas, la nueva moda, anticuada y austera.
—Tuberías de bronce —dijo Burbage—. Tuberías de bronce construidas… construidas de cierta manera… construidas y colocadas debajo de los armarios, aquí y allá: no sé exactamente cómo; y canalizan el eco y la resonancia, y la voz vuelve a salir, amplificada.
Will echó una mirada en torno, tratando de imaginarlas.
—Vitrubio dice —salmodió Burbage— que el verdadero antiguo teatro romano tenía estas tuberías. Colocadas aquí y allá con ingenio y cuidado. Eso mismo dice mi sabio amigo el doctor Dee. Que ha leído a Vitrubio y a todos esos autores. A quienes también tú deberías leer y estudiar, muchacho. Un comediante no tiene por qué ser ignoramus.
Observaba a Will desde el tablado. Qué podía hacer con él. Si su incorporación a los Mancebos se había hecho del modo habitual, bueno, su salida, llegado el momento, también podía serlo. Maese Burbage, en su prisa, no había considerado ese aspecto de la situación. Si un muchacho tenía buenos papeles, y al crecerse mantenía grácil y delicado, menudo y con la voz adecuada, podía, llegado a la adolescencia, aspirar a los papeles femeninos en el grupo de los mayores y por ende a una participación plena en l compañía; si no, bueno, podía ser devuelto a su familia, una vez acabado su contrato, para que probara suerte en algún otro oficio.
En algún lugar, sepultado entre las facturas y recibos de la caja de plomo de Burbage, estaba aquel ridículo documento de Will. Más le valdría quemarlo.
Porque Will no había crecido grácil y menudo, había crecido como la mala hierba. Sus rodillas grandes y nudosas sobresalían entre la pantorrilla y el muslo como una bisagra mal ensamblada. Su cabello rojo se había vuelto opaco y ralo, y Burbage se preguntaba si detrás de la frente, ancha y abombada, Will no tendría agua en el cerebro; porque en verdad se había vuelto esquivo y silencioso y casi idiota durante el último año. Y esa voz; esa dulce voz de soprano, quebrada ahora: quebrada por graznidos roncos, sin sonoridades.
Si lo hubiera castrado. Sus piedrecitas cortadas a tiempo, como lo hacen los italianos. Burbage se estremeció de sólo pensarlo.
—Las tendremos —dijo—. Si el teatro antiguo tenía tales maravillas, también el de esta era debería ostentarlas. Bien. El doctor Dee ha de saber de esto. Debemos pedirle el libro de Vitrubio, o que él mismo lo consulte y dibuje para nosotros un croquis y un plan de su disposición, para que podamos forjarlas. Deja eso, deja eso.
Will levantó la vista de su libreto. Su único talento como actor, pensó Burbage, era la memoria. Los versos quedaban prendidos en su cerebro como la lana de las ovejas en las zarzas, y podía juntarlos a voluntad; sería capaz de recitar, mañana, todos los papeles de la nueva obra. Si alguien caía enfermo.
—Escucha —dijo. Sacó dinero de su bolsa—. Quiero que vayas a Mortlake, a la casa del doctor Dee; ve siguiendo el río, ¿me escuchas? a Mortlake. Entre la iglesia y el río está su casa, pregunta el camino en la iglesia.
Will había arrojado el libreto y se levantó poco menos que pisándose los grandes pies.
—Sí —dijo—. Mortlake, entre el río y la iglesia.
—Dale mi recado —dijo Burbage—. Dile, dile…
—Lo de las tuberías de bronce, sí, lo haré. Ya he comprendido.
—Buen chico. Ahora péinate y límpiate las uñas. Ponte una camisa limpia. Es un hombre sabio y es amigo de la reina ¿me has oído? No te distraigas por el camino.
Will tomó la moneda y se volvió para marcharse.
—Will.
El muchacho volvió la cabeza. Ese aire que tenía ahora, de que nada le importaba, de que estaba aquí sólo por accidente, con su cabezota y sus huesos desarticulados, no tenía nada que ver con él; todo era desmentido por sus grandes ojos despiertos. Qué hacer, qué hacer.
—Consulta al doctor Dee —dijo Burbage—. Es un hombre sabio, hijo, y podría ayudarte. Pídele que examine tu carta natal y vea lo que pueda ver. Dile que el gasto corre de mi cuenta. Dile eso.
Will se volvió para partir, sin responderle.
Viajar junto al río, y sin compañía. Él no quería demorarse, pero era imposible no distraerse en la calle Bishopsgate, cruzando los muros de la ciudad a la altura de Bishopsgate, más allá de las tabernas de la calle Fenchurch, donde pregonaban las representaciones del teatro. En la calle Leadenhall viró a la derecha y se mezcló con el gentío del Cheapside; carruajes —que sólo en años recientes se habían resignado a compartir las callejuelas estrechas con sillas de mano y carretones y gente— que se abrían paso con arrogancia, el cochero de pie en el pescante, fustigando a los caballos. Varios carruajes suntuosos aguardaban fuera del enorme y nuevo emporio construido por Thomas Gresham para su propia gloria y la del reino: el Exchange, recientemente designado Real por Su Majestad, todo un mundo de mercados bajo un techo sostenido por pilares. En su interior —y a través del Exchange había un atajo en dirección al río que Will conocía—, en las tiendas de la planta baja, mercaderes flacos y gordos, vestidos con lúgubres túnicas de paño, concertaban importantes transacciones en granos, pieles, cereales, cuero y vinos; en tanto arriba, en la almoneda, los orfebres, los fabricantes de instrumentos, los encuadernadores, los guanteros y sombrereros y tapiceros, los armeros, los boticarios y los relojeros llevaban a cabo sus negocios y vendían sus mercancías. Puertas afuya, en cambio, y a lo krgo de los muros y de las calles, pequeños comerciantes sin tienda ejercían también su oficio, llevando sus géneros cargados a la espalda, voceando ostras, manzanas, cerezas maduras, mariscos frescos, escobas buenas escobas, hinojo marino recogido en los acantilados de Dover, e incluso agua que se vendía en botijos.
Will compró una manzana reineta y la comió mientras bajaba por el Cheapside en dirección a Saint Paul, dejó atrás los talleres de los orfebres, donde los ricos y los caballeros extranjeros entraban y salían sin cesar, y los carteristas, ladronzuelos y rateros los esquilmaban. En las cercanías del atrio de Saint Paul la multitud se espesaba de pordioseros, viejos soldados lisiados o ciegos, falsos locos que fingían enfermedades repulsivas, que trataban de manosear a los viandantes y de los cuales sólo podías librarte con limosnas; en las puertas de la catedral, los pobres, como una bandada de gansos importunos, armaban una batahola con sus platos cada vez que un posible donante pasaba por las puertas. Tiempo atrás, Saint Paul había perdido su cúpula, destruida por un rayo, y era tanto un sitio público de reunión como una iglesia, aunque el culto divino se celebraba diariamente; en las vastas naves los niños del coro, con sus golas almidonadas (Will los compadecía con júbilo en su corazón) cantaban de memoria, sin saber lo que decían.
Will, cortando camino a través de la iglesia y de la nave principal, desde la puerta norte a la sur, se detenía a leer los anuncios clavados en las columnas: hombres que se ofrecían para trabajos a destajo, maestros de danza y esgrima que ofrecían clases, profesores de italiano y francés y doctores y astrólogos anunciando sus servicios. Leyó el anuncio de un boticario:
… estos Óleos, Aguas, extractos o Esencias, Sales y otros compuestos; en el muelle de Paul ya preparados para ser vendidos por John Clerkson, experto en el arte de la Destilación; quien estará también dispuesto por un estipendio razonable a instruir a quienquiera que desee aprenderlos secretos del mismo en unos pocos días, etcétera.
Y ved lo que ofrecía: essentia perlarum, ¿sería esencia de perlas?, y balsamum sulphuris, y saccharum plumbi o azúcar de plomo; el vitrum antimonii, eso era el vino de antimonio; sal cranii humani (Will se estremeció al traducir «sal de cráneo humano», qué podría ser); y también sustancias más comunes, «barnices diversos y variados, fuegos artificiales extraños y terribles».
Una vieja alcahueta, que tomó por otra cosa su ociosa contemplación del fascinante aviso, intentó de entrar en conversación con 41; Will, atemorizado, se apartó deprisa, tropezando con sus propios pies, y una pandilla de abogadillos, que esperaban clientes junto al pilar habitual, se echaron a reír a coro, tal vez de él. Salió rápidamente a la luz del sol.
Allí había otro mundo: el atrio de la iglesia de Saint Paul era el mercado de libros de Londres, y en tenderetes cobijados entre las columnas, bajo el signo del Ciervo, o la Rosa de los Vientos, o el Delfín, ofrecían libros que Will no podía comprar pero sí mirar: las crónicas de Holinshed en enormes folios, Noticias jubilosas del Nuevo Mundo. Y en medio de los tenderetes iban y venían los vendedores de canciones y baladas, con sus novedades propias, intrigas españolas y asesinatos dobles, reglas para el amor y para el ajedrez, historias recién traducidas del italiano, todas reales, todas reales.
Más allá de Blackfriars el tráfico iba todo por el río, la principal arteria de Londres. Will bajó deprisa la escalera del muelle, a los empellones con todos los demás, para disputarse con ellos los servicios de los barqueros, y sólo consiguió llegar a uno después de ser desalojado del primero por un regidor y su sirviente; y luego, río abajo. Las nubes, desplazándose veloces, viento en popa más allá de la multitud de agujas de campanario, se adelantaban al tráfico fluvial, a los pesqueros y chalanas y otras embarcaciones ligeras que se mecían, las velas henchidas, y a los gigantescos buques mercantes. Will se abrazó las rodillas en su exiguo recoveco a bordo de la barca, escuchando y viendo y paladeando el día de septiembre como si lo estuviera grabando para siempre en su corazón.
Tarde ya, y a todo correr, subió la escalerilla del muelle en Mortlake, y preguntó a la mujer que estaba lavando por la casa del doctor Dee, y preguntó de nuevo en la iglesia, y una vez más en un portón que daba a un jardín donde estaba apoyada una mujer sonriente, de mejillas rubicundas como manzanas de septiembre y tan rechoncha que los ojos chispeantes se veían pequeños.
—Ésta es la casa del doctor Dee. Y quién podrás ser tú.
—Me ha mandado Maese James Burbage, del teatro de Shoreditch.
—Un cómico.
—Eso soy.
La mujer lo estudió, divertida y bonachona, y al fin abrió el portón en el que estaba apoyada.
—El doctor esta en el jardín —dijo—. Ésta es su casa y yo soy su mujer.
Se inclinó en una ligera cortesía burlona. Will hizo una reverencia.
—Entra sin hacer ruido —dijo ella—. Está ocupado con no sé qué. Pero siempre está. Ocupado. Con no sé qué.
Will fue hacia donde ella le indicaba, un jardín bien cuidado, ahora deslucido y amarillento de otoño. Había matas de hierbas y un estanque de carpas y dos, no, tres relojes de sol de distintas clases; y en el centro algo que no pertenecía a un jardín. Una especie de caseta o tienda sostenida por postes con lonas pesadas alrededor, y en el frente uno de los paños pintado de negro en el que había un cristal, una lente, una lente pequeña y redonda que reflejaba la luz del sol.
Las cortinas se agitaron, se inflaron y de la caseta salió encorvándose un hombre alto, que parecía más alto aún por la larga y lúgubre túnica que vestía y la larga y fina barba cana. Miró a Will de soslayo y alzó las cejas, pero no le prestó mayor atención; sacó de entre sus ropas una tapita redonda con la que cubrió en el paño negro el ojo de cristal. Luego volvió a entrar.
Will esperaba apoyándose alternativamente en uno y otro pie.
Cuando volvió a salir, el doctor Dee llevaba un par de espejuelos con montura negra y patillas curvas sujetas a las orejas que hacían que sus ojos redondos parecieran aún más sorprendidos, aún más redondos. Le hizo una seña a Will.
—Acercaos.
Will fue hacia él y el doctor lo tomó por el hombro. Lo guió hasta la caseta y le hizo detenerse delante de ella, frente al cristal cegado; luego reflexionó un momento y empujó a Will unos pasos más atrás.
—Señor, Maese Burbage os envía sus saludos y…
—Lo que debéis hacer ahora —dijo el doctor alzando un largo dedo admonitor— es quedaros absolutamente quieto. No mováis una sola pestaña hasta que yo os diga. ¿Me habéis oído?
Will asintió. Empezaba a alarmarse. ¿Acaso iban a hechizarlo? Más le valía hacer lo que el otro le decía. El doctor Dee volvió hasta la caseta negra, se detuvo junto a ella y una vez más le hizo una seña admonitoria con su dedo huesudo.
—Quieto. Quieto como si estuvierais muerto. Ahora.
Arrancó de un tirón la tapita que cubría el ojo de cristal, y pareció contar o rezar para sus adentros. Will, inmóvil, miraba fijamente el ojo de cristal como si de él, como del de un basilisco, pudieran dispararse rayos mortíferos. Al cabo de un momento el doctor volvió a cubrirlo; respiró hondamente, y desapareció en el interior. Will continuaba paralizado, escuchando los latidos de su corazón, mientras las lágrimas se amontonaban en sus ojos que seguían sin pestañear.
Por fin el doctor Dee volvió a salir y pareció ver a Will por primera vez.
—Os pido perdón, señor, podéis moveros, moveros, brincar y bailar.
Traía algo, algo chato y liso como una placa, envuelto en terciopelo negro.
—Venid —dijo—. Venid conmigo y decidme qué desea de mí mi amigo Burbage.
La casa a la cual lo condujo el doctor Dee parecía ser más que una casa, varias casas contenidas en una, con puertas que se abrían a través de paredes y pasadizos que conducían del granero a la cocina, de la cocina al cuarto de estar, del cuarto de estar al lavadero; Will fue en pos de la túnica flotante del doctor y del golpeteo de sus pantuflas hasta una habitación espaciosa, iluminada por ambos lados, con pequeñas ventanas de parteluz y repleta de cosas en desorden, mucho más repleta y desordenada que cualquier habitación en que él hubiera estado o soñara jamás.
Era seguramente la guarida de un hechicero. Lo que le otorgaba esa apariencia no era sólo la esfera armilar de cobre, los pequeños huesecillos de toda especie que cualquier hechicero podía tener; no eran sólo los dos globos de pergamino coloreados, uno al lado del otro, como dos distintas concepciones del mundo, ni la vara de astrónomo graduada cuyo uso Will no comprendía pero que era seguramente más maravillosa que cualquier lignum vitae. No era exactamente la profusión de objetos raros y comunes, ni la calavera de dientes amarillos (sal cranii humani) ni las gemas, prismas, cristales y trocitos de vidrio de colores amontonados en vasijas de barro cocido, o desparramados encima de las mesas, o colgados en las ventanas para colorear la luz del día; ni los manuscritos atados con cuerdas, ni las hojas de papel escritas en tres o cuatro idiomas distintos y apilados aquí y allá como para recordar al doctor Dee las fórmulas que había ideado y que podía olvidan eran todas esas cosas y el cristal convexo sobre la pared que reflejaba todo aquello, y el gato negro que olisqueaba los restos de un plato de comida (huesos de paloma y una rodaja de queso), y hasta el plumero que asomaba como un pájaro raído del bolsillo de una casaca colgada de un clavo. Más que nada eran los libros: más libros que los que jamás había visto en un solo lugar; libros en altas estanterías, libros apilados en los rincones, libros cansadamente apoyados unos sobre otros en los anaqueles, libros encuadernados y sin encuadernar en esta habitación y en el corredor y elevándose hasta el techo en las estanterías de la habitación contigua; libros abiertos encima de otros libros abiertos encima de las mesas y las sillas. En las casas de sus parientes de Arden, Will había visto muchos libros, docenas de libros encerrados en armarios, silenciosos. A estos centenares —millares tal vez— él podía casi oírlos cuchichear, susurrar el uno al otro acerca de su contenido.
El doctor Dee, al oír que los pasos de Will se hacían lentos y se detenían, volvió desde el corredor.
—¿Amáis los libros?
Will no supo qué contestar.
—Hay libros aquí que un actor podría leer —dijo—. Tengo a Esquilo. A Eurípides. ¿Leéis el griego? No, bueno, también tengo aquí historias, Leland y Virgilio Polidoro. He comprado la nueva crónica de Holinshed pero aún no me la han traído. Plutarco traducido por North. Son cuentos magníficos.
—¿Los habéis leído a todos? —preguntó Will casi en un susurro.
El doctor Dee bajó sus extraños espejuelos y le sonrió.
—Si gustáis podéis volver y consultarlos —dijo—. Leer los que queráis. Hay muchos que vienen por aquí a buscar esto o aquello. Relatos. Historia. Saber.
Por un momento esperó que el muchacho dijera algo, gracias señor, al menos por cortesía, pero Will sólo miraba atónito.
—Venid entonces —dijo—, y decidme qué desea de mí mi amigo Burbage. Venid.
Condujo a Will fuera de la habitación, a través de un laberinto de corredores, a un cuarto oloroso y quieto donde había botellas, retortas y alambiques que semejaban pájaros grandes y gordos, redomas tapadas con corchos, llenas y vacías; empujó al muchacho delante de él, más allá de una puerta y de un espeso cortinado, a una habitación cerrada y oscura donde ardía una única vela.
—Venid —dijo—, vuestro recado, señor.
Lo mejor que pudo, Will tartamudeó aquello que Burbage quería saber acerca de las tuberías de bronce, lo cual, en el fondo, no había comprendido del todo; el doctor Dee meneó la cabeza y murmuró para sus adentros, continuando con su trabajo que debía ser, pensó Will, sin duda, magia pura.
—Y que canalizan la voz y la devuelven, arriba, abajo…
—Hum. Mm, mm.
Había sacado del envoltorio de terciopelo una plancha de metal, delgada, negruzca, que tomó cuidadosamente por los bordes. La deslizó en un pequeño recipiente, lleno de algún fluido, donde se hundió adquiriendo un color parduzco y luego pardo rojizo. El doctor Dee lo estudió con atención. Unos trazos negros empezaron a aparecer en la superficie, un grupo de manchas que iban cobrando formas.
—Ah —dijo el doctor.
Con un diminuto par de pinzas levantó el cuadrado de metal, haciéndolo girar de un lado a otro, dejando que desprendiera el fluido. Luego lo llevó junto con el candil hasta el extremo de su mesa de trabajo y deslizó la vela debajo de un pequeño cuenco sostenido por un trípode.
—Mercurio —dijo. Sonriendo, se llevó un dedo a los labios.
Cuando el mercurio estuvo bastante caliente, sostuvo encima de 61, en ángulo, el cuadrado de metal, y lo fumigó, observándolo de vez en cuando con satisfacción. Al cabo abrió los postigos (la luz del día inundó la pequeña habitación) y tendió a Will la placa de metal. Will la tomó y la miró. En su superficie, como en la placa de un grabador, pero mucho más nítida, había una figura: un muchacho solemne, rígido, de pie en un jardín, con un reloj de sol a su espalda. Él.
Él, las ropas que vestía, el viejo sombrero; su cara.
Will estaba mirándose en un espejo, un espejo en el que se había mirado un cuarto de hora antes y en el que aún estaba mirándose. Para siempre.
El doctor Dee lo vio, enmudecido de asombro, y con dos dedos tomó el retrato por uno de los bordes.
—Un juguete —dijo. Y lo arrojó en una caja abierta donde había otras placas manchadas—. Hay cosas más maravillosas —dijo—. Hay incluso juguetes más maravillosos.
Rodeó con un brazo los hombros de Will.
—Ahora, dijo. Ahora estudiaremos a Vitrubio. Y también vuestra carta natal, ¿no es eso? Y veremos lo que podamos ver.
—¿Qué tal el libro? —dijo una ancha sombra que se había interpuesto entre Rosie y la luz de la ventana.
—Hola —dijo ella a la inclinada silueta de Spofford—. Es más bien disparatado. Ese personaje, esa especie de mago, acaba de tomarle una fotografía a Shakespeare.
—No bromees. —Por un momento se miraron en silencio, sonriendo.
—¿A qué has venido al pueblo? —dijo Rosie.
—A traer a mi amigo Pierce al autobús. Ya buscar algunas cosas. ¿Y tú? ¿Te importa si me siento?
—Bueno, en cierto modo. Sí y no… Caray, siéntate.
Él se deslizó lentamente en el asiento opuesto al de ella, observando su cabeza gacha.
—¿Qué sucede? —preguntó.
Ella suspiró con fastidio apoyando la mejilla en la mano, los ojos fijos en su libro como si aún estuviera leyéndolo. Luego lo cerró.
—Voy a ver a un abogado esta mañana —dijo—. Allan Butterman, en esta misma calle.
Spofford no dijo nada, y aunque la sonrisa prudente que había conservado desde que la saludara no se alteró, pareció expandirse en su asiento; estiró las largas piernas debajo de la mesa y colgó por encima del respaldo su brazo moreno.
—Hay una cosa que quiero decir —dijo Rosie, uniendo las manos como si fuera a rezar—. Yo te quiero mucho. Mucho. Has estado maravilloso, super.
—Pero.
—No creas que estoy haciendo esto por ti. Porque no es así.
—Claro.
—No estoy haciendo esto por ti, ni por nadie. Lo estoy haciendo, simplemente. De eso se trata, de que lo estoy haciendo sola, y de que eso me deja sola, pase lo que pase después. —Tamborileó con los dedos sobre la mesa—. Por eso, en cierto modo, no quería que te sentaras. Y también por eso, no quiero que digas nada al respecto.
Lo que ella quería decir era que no aceptaba tenerlo a él como motivo. Si otras razones más graves, más críticas, no podían serlo, entonces Spofford, una buena razón, menos aún. Era sólo justo: para ella y para todos.
—No diré nada —dijo él. Se cruzó de brazos. Había un pez pálido tatuado en el dorso de su mano izquierda; a veces era invisible—. El día del perro negro no ha llegado todavía.
—¿Cómo?
—Es un cuento. Parece que cierto señor tenía un perro negro, un perrazo inútil, lo único que hacía era comer y comer siempre echado en el umbral, interrumpiendo el paso. No cazaba, no rastreaba. Carga inútil. La gente le decía que se lo sacara de encima, y el hombre respondía: Paciencia. Al perro negro no le ha llegado aún su día.
—¿De dónde sacaste ese cuento? —dijo Rosie riendo. Spofford (ésa era una de las cosas que le gustaban de él) parecía estar siempre lleno de rincones y recovecos sorprendentes donde atesoraba cosas extrañas como ésta.
—Bueno —dijo Spofford—. Ese cuento, diría yo, es de Dickens, o de Scott, uno de los dos. Mi familia tenía dos enormes colecciones de esos libros. Obras completas. Dickens y Scott. Era más o menos todos los libros que tenían. Y no pretendo haberlos leído íntegramente, aunque sí buena parte de ambos. Pero los confundo un poco, así que no siempre puedo recordar qué historia es del uno y cuál del otro. Yo diría que éste es de Wally Scott. Y si no es de Wally Scott ha de ser de Chuck Dickens. Quien seguramente lo sabría es mi amigo Pierce.
—¿Y así termina el cuento?
—Ah no, diantre. Al perro negro le llega su día. Salva la vida del buen hombre. Ése es el final.
—A todo perro le llega su día.
Spofford no dijo nada más, pero sonreía y el diente negro asomaba en su boca, con tan satisfecha insolencia que Rosie tuvo que desviar la mirada para no sonreír a su vez.
—A propósito —dijo, recogiendo de la mesa, con determinación, libro y dinero, pronta para marcharse y cambiando de tema—. ¿Qué tal tu amigo… Pierce? ¿Le gustó la visita?
—Le gustó —dijo Spofford sin levantarse—. Volverá.
La evocaba a menudo, de distintas maneras y en distintos contextos; ya en el frígido y sofocante autobús, rumbo a la ciudad, había empezado a evocarla. Y en las calles de la urbe, todavía violentas de verano, viciadas de repulsivo verano; y en su apartamento, allá en la torre, demasiado holgado ahora para él, como el traje de un hombre enflaquecido por el hambre; o cuando se fortalecía para la tarea que ahora sabía lo esperaba, sentía a veces que esos lugares que había visitado estaban justo atrás de él, un estanque de luz dorada, tan cercano que no acertaba a comprender como había viajado de allí hasta aquí: hasta aquí, donde suponía que tendría ahora que quedarse para siempre, o casi tan para siempre que no había ninguna diferencia.