Seis
Uno de los corderitos había muerto, como un terrón mojado yacía junto a su madre, que lo hocicaba aturdida. Un poco más lejos en el cobertizo, una oveja había muerto al parir: a su lado, un corderito vivo intentaba mamar. Spofford levantó su farol, a cuya lumbre su aliento formó una nubécula, y contó las crías cuidadosamente, tan fatigado que a duras penas podía llevar la cuenta. Los demás estaban bien. En resumen: un corderito muerto, su madre repleta de leche; y un corderito sin madre. Pero la oveja no quería darle de mamar al huérfano; un instinto, un olor, algo le impedía hacerlo. Y el corderito huérfano se moriría de hambre, a menos que Spofford empezara ahora mismo a alimentarlo.
O podía probar un método más antiguo, del que alguien le había hablado, quién, no recordaba quién; le flotaba en la mente la borrosa imagen de un viejo pastor que lo había aprendido de otro s viejo que él, y así, hacia atrás, a través de los años. Bueno, muy bien.
Abrió su cortaplumas, y, trabajando con rapidez, casi automáticamente, como si ya lo hubiera hecho antes muchas veces, desolló por completo al corderito muerto, arrancándole la piel húmeda y fina. Cuando la tuvo en su mano, levantó al huérfano, y después de envolverlo en el triste harapo de la piel de su primo, lo depositó junto a la madre del corderito muerto.
La madre lo examinó hasta donde pudo; lo hocicó y creyó que era el suyo. Ante la insistencia del corderito disfrazado, lo dejó mamar: que viva.
Mira por dónde, se maravilló Spofford, ensangrentado, hasta los puños de su chaqueta, de piel de oveja.
Mira tú…
—… por dónde —dijo en voz alta, despertándose.
No era una noche de febrero, tiempo de parición, sino una mañana de diciembre. Había nevado durante la noche, la primera nevada del año; un blanco resplandor llenaba el almiar de su cabaña, de modo que supo, sin necesidad de levantar la cabeza, que había nevado.
Caray (pensó, estirándose) algunos, a veces, parecen tan reales. Tan reales.
Se incorporó y se rascó la cabeza con las dos manos. Su chaqueta de piel de oveja colgaba limpia del perchero. Se rió a carcajadas, era un buen truco, el del corderito. Se preguntó si resultaría. Jamás, hasta donde podía recordar, lo había oído mencionar, aunque de niño había alimentado de su mano a un corderito huérfano. Por cierto que el viejo pastor a quien, en el sueño, recordara explicándoselo (mejillas como manzanas, pipa como un muñón, y pelo como lana de oveja) no era nadie que él conociera en la vida cotidiana, una pura ficción.
Mientras desayunaba decidió que preguntaría a algunos criadores de ovejas de la región si ese truco podría surtir efecto. Si se trataba de un truco viejo y conocido.
¿Y si lo fuera?
Mientras se lavaba, tomó una segunda decisión. Éste parecía ser un día cargado de significados: ese sueño, esa luminosidad de la nieve y ciertos abismos suyos que parecían, sólo por hoy, abiertos y explorables. De modo que una vez terminadas sus tareas iría al Albergue a visitar a Val, algo que quería hacer desde hacía tiempo: mientras se escarbaba los dientes con una espina de trucha que guardaba a tal fin, bosquejó mentalmente qué preguntas le haría: qué consejos necesitaba y sobre qué asuntos.
El Albergue Lejanas, de Val, en Las Ánimas, cerraba durante el invierno. Val siempre describía este cierre como si fuera ella misma quien se cerraba durante tres meses; «Estaré cerrada el día de Acción de Gracias», decía, «estaré cerrada hasta la Pascua». Y en cierto sentido, también Val estaba cerrada. Tan pronto como una nevada de cierta envergadura empezaba a caer, ella dejaba de conducir; su escarabajo (en el que la corpulenta Val cabía a duras penas, como un gran payaso en un coche diminuto en el circo) se convertía en un informe montículo blanco sobre el camino de entrada, y sólo cuando había perdido su disfraz de muñeco de nieve en primavera, ella volvía a ponerlo en marcha; mientras tanto, ella (y su vieja madre, que también vivía en el Albergue) dependían del teléfono, de la buena voluntad de quienes pasaran por su camino, y de cierto talento para la hibernación, una habilidad para vivir de los placeres, ocupaciones, chismes y noticias del verano como de una reserva de gordura acumulada. Hasta su reserva de gordura física parecía encogerse un tanto, a medida que los días se alargaban rumbo al equinoccio.
El Albergue es una construcción de madera blanca, de dos pisos, a la vera del río Sombra, casi inhallable entre dos caminos de tierra, su letrero y sus accesorios absolutamente idénticos desde hace treinta años. Lo que Spofford se había preguntado muchas veces, sin que nunca encontrara una forma discreta de averiguarlo, era cuándo el Albergue había dejado de ser un prostíbulo. Que lo había sido en tiempos no demasiado lejanos, lo había deducido de varias insinuaciones de gente del lugar, de la disposición general de la casa (el bar y el restaurante al frente comunicados con la salita del apartamento de atrás, y varios cuartos pequeños ahora desocupados en el piso de arriba y un ala a la sombra de los pinos); y además del carácter de la madre de Val, Nanna, y a quien, ahora retirada y funcionando principalmente (según Val) como la cruz que ella debía soportar, Spofford podía imaginar fácilmente como una madama de campaña: aunque nunca hubiera conocido (no u esta campaña) una madama de campaña. Hoy en día era proclive a ciertas comunicaciones especiales con Dios y a contar grandes Patrañas acerca de su pasado que hacían que Val refunfuñase y le hablara con rudeza. Nunca habían vivido separadas.
—Mañana estará derretida —dijo Spofford—. Pero de todos modos he traído estas cositas. Ponías en la despensa. —Había provisiones, golosinas, y el cartón de Kent que ella le había pedido, y una bolsa de cuerda llena de naranjas.
—¿Han limpiado algún camino? —dijo Val. Tenía una muy vaga idea de las realidades del invierno, pero le encantaba hablar de él—. ¿No? ¿Y te has venido hasta aquí con todo esto? Oh Dios, qué bruto tan valiente.
Spofford se echó a reír.
—No hay nieve suficiente ni para llenar las estrías de las cubiertas, Val.
Ella le sonrió, adivinando la intención de este gesto de modestia, y mostró las cosas a su madre.
—Mira, ma, ¿qué te parece?
—Es un buen muchacho —dijo la madre, que estaba junto a ella en la cama—. Dios le concederá algo muy especial.
—Haz que Dios haga eso —dijo Val—, haz que Dios le dé una cita.
—No te burles.
Las dos compartían la cama de Val delante del gran televisor, que estaba en funcionamiento, mostrando un culebrón que Val seguía; ella y su madre, envueltas en una manta que las protegía del frío, con las almohadas amontonadas detrás de ellas, y una cafetera a mano, no estaban todavía exactamente en cama, ni tampoco exactamente levantadas. Eran dormilonas y remolonas. Sobre la cama, con la Guía TV y El Pregón de las Lejanas y algunas revistas de chismes, había una bandeja de comida para perros, y un perro, un pequeño pequinés con la melena y la expresión coqueta del chico del dibujo animado del cual llevaba el nombre. Le ladró y le jadeó a Spofford.
—Bueno, como sea —dijo Val, soltando su risa grave y contagiosa. Tenía una forma de reírse así, de nada, periódicamente, como si siempre se estuviera celebrando una fiesta en torno de ella—. Tu carta ¿no? Has venido por tu carta.
—Algo así —dijo Spofford.
—No está terminada. —Bueno.
—Está casi hecha ¿quieres verla? ¡Denis! ¡Saca tu pata del plato! Oh, caramba, mira lo que ha hecho. —Alzó el perro plumero, y se envolvió en su amplia bata de felpilla; se levantó, se colgó un cigarrillo en la comisura de la boca, guiñando los ojos para protegerse del humo—. Ven a ver.
En la salita donde Val trabajaba había, en un rincón, una mesita de juego, con una lámpara al lado. Sostenidos por dos gordos budas de esteatita, se hallaban sus efemérides, sus tablas, sus guías. Un jarro con lápices de colores, una regla de plástico rojo, un compás y un transportador daban la impresión de una escolar que hacía sus deberes, pero Val no estaba jugando. En las Lejanas, se la respetaba; se ganaba la vida, principalmente, haciendo horóscopos; había quienes no tomaban una sola decisión sin consultarla. Ella aseguraba que eran tantos los que buscaban ayuda aquí como en cualquier iglesia del condado, y le confesaban sus temores y hasta lloraban en su pecho voluminoso. Depositó a Denis en el suelo, quien se sacudió minuciosamente desde la cabeza hasta la cola rabona; sacó de debajo de una calculadora la carta de Spofford y varias hojas de papel repletas de cifras.
—Las mates me matan —dijo—. Me matan. —Se sentó a estudiar lo que tenía hecho, invitó a Spofford con un gesto, a que también se sentara en la silla de arce enfundada en chintz, y se acercó un cenicero.
Val sabía muy bien que había mil maneras de hacer lo que ella había hecho, y una infinidad de otros cálculos posibles si uno tenía la paciencia y la habilidad necesarias; pero ella no los consideraba útiles. Ella trabajaba con números sólo hasta que empezaba a vislumbrar una carta natal, con el ojo o el sentido interno, que eran su punto fuerte. Y cuando ese enganche se producía, su matemática empezaba a dar frutos, los planetas en sus respectivas casas empezaban a cobrar sentido, a enfrentarse o volverse la espalda, exaltados, dignificados, abatidos o confundidos; el pequeño universo de papel empezaba a hacer tic tac y Val podía entonces comenzar a trabajar.
Esa etapa se llamaba «rectificación de la carta». La razón de tal rectificación era evidente para Val: si cada uno de los bebés que nacieran a una misma hora en todos los hospitales de una misma ciudad, y por lo tanto todos, bajo influencias astrales idénticas, tuvieran destinos y fortunas sutil o radicalmente distintos uno de otro, (y así sería seguramente), entonces cada alma sobre la tierra era sutil y radicalmente diferente de todas las demás, y esa diferencia no podía ser aprehendida en la mera ubicación precisa de los símbolos planetarios en un esquema de casas. Yen todo caso, hasta donde Val podía saberlo, siempre existía la posibilidad de ser más preciso, y cada paso hacia la exactitud podía alterarlo todo, los plantas de una persona podían deslizarse de un signo a otro o de una casa a otra, las oposiciones podían anularse, los cuadrados convertirse en romboides sin sentido.
No, lo que siempre importaba más que la exactitud, más que las matemáticas, era la intuición: la creciente certeza de estar en buen camino, de que tenía sentido. Fíjate en esto: Mercurio en conjunción con Saturno en la séptima casa, por supuesto, y tu madre debe de haber tenido la luna en Géminis, claro que la tenía. Cuando las doce casas aparecían ante el ojo interno de Val, no como tajadas de un pastel abstracto sino como casas y no las casas de cualquiera sino las casas de esta alma, casas que, ruinosas o de mármol pulido o sombrías y almenadas, no podían ser las de ningún otro, entonces, y sólo entonces, ella empezaba a hablar.
—Las casas —le dijo a Spofford—. Hay doce casas en un horóscopo y los planetas están alojados en ellas. Doce compartimientos de la vida, doce clases distintas de cosas que tiene la vida. Esas son las casas; y siete clases de presiones o fuerzas o influencias sobre esas cosas, ésos son los planetas. ¿Te das cuenta? Ahora, según cuándo y dónde has nacido y qué estrellas asomaban por encima del horizonte en ese preciso instante, ordenamos estas casas de uno a doce, a partir de aquí, donde tú naces, en sentido contrario a las agujas del reloj.
—Hum —dijo Spofford.
—La cosa es —dijo Val— que esta carta está hecha de tiempo, y también lo están las casas; y tenemos que situarlas en el espacio.
»Las tres primeras casas desde aquí hasta aquí, son el primer cuadrante: el primer cuarto ¿ves?, porque en doce hay cuatro veces tres ¿de acuerdo? El primer cuadrante es amanecer. Y primavera. Y nacimiento ¿entendido? —Tomó otro cigarrillo del arrugado paquete y lo encendió—. Muy bien, la primera casa es la llamada Vita: es en latín, pedazo de burro, seguro que no lo sabías. Vita: Vida. La Casa de la Vida. El pequeño Spofford nace e inicia su viaje.
Siguió hablando mientras señalaba a Spofford dónde estaban situados los planetas, en qué casas, y si estaban a gusto en ellas o incluso exaltados o lo contrario y qué podía presagiar todo ello para el destino de Spofford y su felicidad y su Crecimiento. Él escuchaba divertido, intrigado y satisfecho de ver articulada de esa manera, por partes, su incipiente persona, dispuesta en una geometría nítida; el color tostado general de su alma (como él la percibía habitualmente) diversificado por el prisma de su carta natal en un aspecto de tonalidades claras, algunas franjas anchas, otras estrechas.
—¿Qué es esto? —preguntó; una línea que partía de Saturno en su casa doce, Carcer, la Cárcel, y llegaba hasta Venus en la sexta casa, opuesta.
—Oposición —dijo Val—. Desafío. Saturno en la casa doce puede significar aislamiento. Autodisciplina. Soledad, el eremita melancólico. Esas cosas. Uh uh. Opuesta a Venus en Valetudo, la casa sexta que, es como quien dice, una casa del Servicio; Venus, en esta casa, insufla armonía en la vida de la gente. Algunas veces intercediendo, aceptando tu óbolo y sacándote del brete. ¿Entendido?
Spofford observó un momento esa lucha.
—Y ¿quién gana?
—Vaya a saber. Ése es el desafío. —Con un movimiento de la mano, dispersó el humo—. Pero. Hay un pero. Mira: aquí está Marte, justo en la casa de al lado, la Séptima, que es Uxor, la Esposa; y el viejo Marte está en trígono con Saturno; y cuando dos planetas en oposición tienen un tercer planeta que está en sextil con uno y en trígono con el otro, hay lo que se llama una Oposición Simple. Simple porque, por intensa que sea la oposición, está equilibrada por el gran peso del tercer planeta.
»¡Marte en Uxor! Tal vez signifique un romance, iniciado en un impulso, del que nunca saldrás. Uno de ésos con muchos gritos ¿sabes? O podríais resultar una pareja sólida en un matrimonio, amigos de por vida.
»Eso depende de ti.
Habiendo concluido con lo que hasta el momento sabía, Val cruzó las manos sobre la mesa.
—Bueno —dijo Spofford.
—Bueno.
—En principio —dijo él, bajándose la gorra—, lo que yo esperaba averiguar era algo acerca del futuro.
—¿Ah sí?
—Acerca de cierta mujer. Mis posibilidades. Cómo aparecen aquí.
—¿Qué cierta mujer? Eh, tómalo con calma. No quiero saber su nombre. Astrológicamente. ¿De qué signo es?
—Nunca lo recuerdo. Creo que de Piscis.
—Piscis y Aries no combinan demasiado bien —dijo Val—, pero hay tantos factores…
—¿No demasiado bien?
—Fuego y agua —dijo Val—. Recuérdalo. Y Aries es el signo más joven. Y Piscis el más viejo.
Spofford miró un rato la carta que Val había vuelto hacia él; le pareció poder encontrar en ella, en todo caso, todo cuanto por el momento necesitaba saber. Saturno, su tendencia a la melancolía, su casa pequeña; una piedra gris, de tristeza, como la triste piedra gris que tan a menudo creía sentir en su pecho. Soledad.
Pero Venus, la de la dulce sonrisa en la casa opuesta a Saturno… Un alma vieja, le había dicho Rosie alguna vez, una alegre alma vieja, y un viejo, viejísimo signo de agua. Él ya había intercedido: y además lucharía por ella, si es que la lucha podía servir de algo. Y Marte, refulgente, su propio planeta, alojado en la casa de tomar Esposa (el curtido dedo índice de Spofford tocó el signo O—›). ¿Y acaso él, Spofford, no había sido también un guerrero? Tal vez podría obtener alguna ayuda de allí, llegado el caso. Como del Programa GI.
Sigue brillando, pensó. Sigue brillando.
—No pinta mal —dijo, levantándose—. Pinta bien.
Cuando Spofford se hubo marchado, Val permaneció sentada un rato con las manos cruzadas sobre la mesa, luego con la barbilla en el hueco de una palma y, por último, enlazó las manos detrás de su cabeza.
A Rosie Mucho le convendría andarse con cuidado, pensó. Este tío la tiene entre ceja y ceja. Y además tiene una luna en Tauro, una voluntad de hierro. Rosie haría mejor en prepararse para eso.
Se dio vuelta en su silla.
Detrás de ella, en la estantería de los libros, había unos cuantos volúmenes antiguos, de tapas anaranjadas, lomos moteados en blanco y negro, pequeños ganchos de metal para cerrarlos y lengüetas de cuero a los costados para tirar de ellos. Eligió uno, lo abrió, y después de una breve búsqueda entre su contenido, extrajo el cuadrante de una carta dividida en doce gajos, como esa otra inconclusa, que le había explicado a Spofford, sólo que totalmente distinta, con distintos domicilios alojando diferentes huéspedes, dispuestos de distintas maneras. La colocó al lado de la de Spofford, y apoyando la frente en una mano y tamborileando sobre la mesa con los dedos de la otra, las estudió en conjunto.
Piscis: Amor y Muerte. Eso era lo que Val pensaba del signo. Chopin era un Piscis. Sólo que aquí había un ascendente de sentido común, Tauro con Venus en la casa de la Vida.
En fin, ella era una buena chica, y tal vez una sobreviviente, pero un poco loca, más loca de lo que ella suponía, probablemente. Luna en Escorpio: Escorpio es Sexo y Muerte. Haría mejor en andarse con cuidado.
La nieve continuó espesándose durante ese día y su noche; los grandes quitanieves salieron al amanecer, navegando, fantasmales, detrás de sus faros resplandecientes, las cuchillas arrojando a cada lado largas estelas de nieve. Al día siguiente, cuando el sol brilló al fin, el mundo estaba perfectamente envuelto en ella; las ovejas de Spofford no eran tan redondas, ni tan blancas, ni tan suaves como las colinas y los bosques que podían verse desde las ventanas de la cocina de Arcadia, donde Rosie esperaba.
—Pst —dijo el alto radiador.
—Pst —dijo Sam, mitad dentro y mitad fuera de su traje para la nieve, pero tan lista para salir, que Rosie sólo tendría que levantarle la mitad superior y llevarla hasta la puerta. Las mangas y la capucha del traje colgaban de Sam como un pellejo que estuviera cambiando.
—Psst —dijo el radiador.
—Pssst —dijo Sam, y se rió.
—Aquí llega —dijo Rosie, agradecida—. Puntualmente.
—Quiero ver.
Rosie la alzó para que pudiera ver el pequeño coche rojo que entraba por el portón, coleando un poco en los restos de nieve que las máquinas habían dejado amontonados a la entrada del camino.
—Espero que andarán con prudencia —dijo Rosie a Sam, levantando la mitad siamesa del traje, y arropándola dentro de él.
—Está refalosa.
—Sí.
—Papi sabe conducir.
—¿Sí? ¿De veras?
—¿Por qué no vienes tú también?
—Esta mañana no. Te veré más tarde.
Rosie empujó a Sam a través de la casa hasta el vestíbulo y abrió la pesada puerta del frente. En el camino de entrada estaba detenido el coche rojo, temblando como de frío, y exhalando aliento blanco por el tubo de escape. Mike avanzaba hacia la casa pisando con cautela, las enguantadas manos extendidas para mantener el equilibrio.
—Hola.
—Hola, ¿qué tal? Hola, Sam. Upa. —Levantó el bulto envuelto de su hija y la estrujó; Rosie, abrazándose con frío en el umbral, esperó que acabaran de hablar. Sam tenía novedades. Mike escuchaba.
—Bueno, ¿y qué hay para hoy? —dijo Rosie, al cabo—, ¿cuál es el programa?
—No sé —dijo Mike, mirando no a Rosie sino a Sam, cuyos dedos jugaban con su mostacho—. Tal vez hagamos un muñeco de nieve, ¿eh? O un castillo.
—¡Bueno! —dijo Sam, retorciéndose para bajar—. ¡O un auto de nieve! O un hospital de nieve.
—De acuerdo, sí, pero no a uf —dijo Mike. La dejó en el suelo—. Iremos a casa y haremos uno.
—Ojo —le dijo Rosie a Mike.
—Está bien.
Le entregó a Mike un bolso. Manta, biberón para más tarde.
—No le des leche cuando haga la siesta. Órdenes del dentista, libro. Cosas.
—De acuerdo —dijo Mike—. ¿Lista?
Sam, de pie entre ellos, miraba alternativamente a uno y a otro, novata aún en esta elección.
—Adiós, Sam. Hasta luego.
—Vamos, Sam. Mami tiene frío allí en el umbral. Dejémosla entrar.
Viendo que Sam no se decidía a seguirlo, Mike, al fin, con un vibrante ¡úpala! la alzó de nuevo en vilo, y mientras la transportaba como un pirata, trastabilló y estuvo a un tris de caer de bruces en e sendero nevado. El coche refunfuñó. Mike trepó al asiento de conductor, empujando a Sam delante de él. Deben de estar un tanto apretujados allí, pensó Rosie, pero sabía que a Sam le gustaba ese coche. Rosie saludó con la mano, adiós, adiooós. Sonrió. Volvió a saludar con la mano, esta vez al coche, el saludo de un adulto, sin rencores. Entró en la casa y cerró la puerta. La última bocana da de aire invernal aprisionado, se coló por el vestíbulo.
Boney estaba en el otro extremo del corredor con las manos detrás de la espalda.
—No está del todo mal —dijo Rosie—. Es algo así como tener una buena niñera. Gratis. —No había descruzado los brazos, todavía la abrigaban—. Antes, él nunca pasaba tanto tiempo con ella. Nunca se había empeñado tanto en darle los gustos.
Boney asintió con lentitud, como si meditara sobre lo que ella decía. Llevaba puesto un viejísimo y muy estirado suéter con cuello de tortuga del que emergía su descarnado cuello.
—¿Tienes algún plan para esta mañana? —preguntó.
—No.
—Bueno —dijo él reflexionando—. Me gustaría tener tu opinión acerca de algo. Conversarlo contigo.
—Claro, claro.
—¿Qué has dicho?
—Dije claro —dijo Rosie, liberándose de su propio abrazo y acercándose a Boney. Para no tener necesidad de gritar—. Claro. ¿De qué se trata?
—Si estás segura de no tener nada que hacer… —dijo Boney, observándola con atención.
—No tengo ninguna otra cosa —dijo Rosie, sonriendo, tomando el brazo que él le ofrecía y oprimiéndolo con suavidad—. Tú sabes que no.
—Bueno —dijo él—. Entonces ésta puede ser una buena oportunidad. Vamos a mi estudio.
Cada vez, cada vez que Mike salía con Sam, Rosie sentía esta nube de culpa y de pérdida tan absurda e inútil, una nube bajo la cual se negaba a estar y de la que, sin embargo, no podía librarse —era como aquel sueño que solía tener, una y otra vez, durante los primeros meses de vida de Sam, y en el que alguien con derecho a juzgar decretaba que Sam no era suya, o que Rosie no era competente para educarla y tendría que renunciar a ella; la misma sensación de pérdida y culpa, la horrible negación de su adultez y al mismo tiempo esa sensación de ser una vez más, libre y sola como una niña—, un sentimiento furtivo de la posibilidad de ser libre y estar sola, que no sustituía a Sam pero que, de todos modos, existía. O esta nube provenía de aquel sueño, o bien los dos, la nube y el sueño, tenían el mismo origen. ¿Y cuál era? Culpa. La culpa de no querer crecer, podía ser eso; la culpa de no querer, en su secreto corazón de niña, ser doble o triple, sino sólo y para siempre única, y la pérdida, además, la pérdida de todo cuanto es caro para ti, de todo lo que has ganado al crecer.
Todo, todo lo que es caro para ti, excepto tú misma.
—Bueno, aquí estamos —dijo Boney, abriendo la estrecha puerta doble e invitándola a entrar.
Rosie no había estado nunca en lo que llamaban el estudio, aunque de Boney se decía a menudo, cuando ella era pequeña, que estaba ocupado allí, que no se lo molestara; ella solía imaginárselo encerrado y cavilando como un mago oscuro, pero ahora, escuchando nuevamente en la memoria esas recomendaciones, suponía que probablemente Boney estaba durmiendo allí la siesta.
Y de hecho había, en un rincón, una chaise-longue de cuero capitoneado con una manta afgana encima, que parecía bastante confortable.
—El estudio —dijo Boney.
Había sido en un tiempo, y era aún, principalmente una biblioteca; elegantes anaqueles de una madera clara se elevaban todo alrededor de la habitación hasta un cielorraso artesonado, incluso entre las altas y profundas ventanas que daban al jardín; y estaban todos llenos, aunque no sólo de libros, había también carpetas y lo que parecían ser cajas de zapatos y pilas de viejos periódicos y revistas.
—Mike viene una vez por semana ¿no es así? —preguntó Boney retirando de una silla giratoria de cuero una pila de correspondencia.
—Sí. —Ella creyó vislumbrar hacia dónde quizás apuntaba él—. Bueno, esto es sólo transitorio. En realidad, en realidad, tú sabes, no tengo intenciones de quedarme aquí incordiando el resto de tu vida. Es sólo hasta…
¿Hasta qué?
—No me interpretes mal —dijo Boney, después de despejar laboriosamente una silla, y sentarse en ella—. Eres más que bienvenida. Sólo estaba preguntándome, si es que estás bien segura de no querer volver con Mike, ¿cómo te vas a arreglar con el dinero? Rosie se sentó en la chaise-longue.
—La escuelita —dijo Boney—. Eso nunca fue una cosa segura. —No.
—Lo que yo iba a sugerirte… Bueno, empecemos por el principio. —Se reclinó en la silla, que rechinó, tan vieja y tan necesitada, de engrase como Boney mismo—. No sé qué es lo que sabes de la Fundación Rasmussen.
—Bueno, sé que existe. En realidad no sé cómo funciona.
—Es precisamente el dinero de la familia, lo que quedó de él, que fue invertido en una corporación sin fines de lucro, y utilizado para sostener obras que merezcan ayuda. Cosas en las que mi hermano o yo estábamos interesados o que la comunidad necesitaba. —Sonrió su sonrisa marfileña y señaló con un gesto un trío de cajoneras de acero, incongruentes con el artesonado de madera—. Ésta es nuestra ocupación hoy en día ¿sabes? —dijo—. Dar dinero en vez de ganarlo.
—¿A quién lo dais? —dijo Rosie, preguntándose por un instante si se propondría ofrecerle una subvención, y de qué modo la justificaría.
—Oh, la gente pide —dijo Boney—. Te sorprenderían las solicitudes que recibimos. La mayor parte va a la misma gente año tras año, subvenciones renovadas: la Biblioteca de Jambas de Blackbury, la reserva de vida salvaje, el Hogar de Ancianos. Los Leños.
Alzó los ojos y la miró, las arrugas trepándose por su calva moteada.
—Hay una comisión directiva —prosiguió—, que se reúne una vez por año y aprueba las subvenciones. Pero soy yo quien les manda las solicitudes. Casi siempre aprueban lo que les envío, si están presentadas en regla, y esas cosas.
—No estarás por darme una a mí, supongo —dijo Rosie, riendo—. Por ser una buena chica y una ayuda para la comunidad.
—Bueno, no —dijo Boney—. No había pensado en eso exactamente. A lo que iba es a que en los últimos dos años no han llegado solicitudes a la comisión directiva. —Enlazó lentamente las manos—. Y hay otros asuntos que no han sido tratados y que deberían serlo.
—¿Necesitas ayuda? Si necesitas ayuda…
—Yo iba a ofrecerte un empleo.
Boney, detrás de su gran escritorio, las manos cruzadas sobre el gazo, la cabeza casi debajo de los hombros, era una sombra oscura a contraluz de los altos ventanales y la nieve. Por primera vez, Rosie tuvo la clara certeza de que Boney se iba a morir, y pronto.
—Yo podría ayudar —dijo—. Sólo por casa y comida. Claro que lo haría, y estaría encantada de hacerlo. —Un nudo empezaba a formarse en su garganta.
—No, no —dijo Boney—. Hay demasiado trabajo; un empleo de horario completo. Piénsalo.
Rosie ensartó sus manos frías entre las rodillas. No había, por supuesto, nada que pensar.
—Espero que no te ofendas —dijo Boney, con dulzura—. Trabajar por un salario para la familia. Yo lo hago, Rosie. Es, como quien dice, todo lo que queda.
Ahora las lágrimas se le agolpaban en los ojos.
—Claro que me ofendo —dijo—. Claro que sí. Oye, escucha ¿no hace aquí un frío mortal? ¿Enciendes alguna vez esa chimenea?
Estaba revestida de serpentina verde y un enrejado en forma de pavo real. Había una cesta de bronce llena de leña menuda y troncos, y un juego de atizadores de metal, y una caja de fósforos largos.
—No, nunca la enciendo —dijo Boney, levantándose con gran esfuerzo y yendo a examinar la chimenea como si en ese momento hubiera aparecido en la pared—. A la señora Pisky no le gusta verla encendida. Chispas sobre la alfombra. Humo en los cortinados.
Rosie se había arrodillado delante de la chimenea y había apartado el pavo real. Abrió el tiraje.
—¿Qué te parece? —preguntó.
—Está bien —dijo Boney, dubitativo—. Si tú cargas con la culpa.
—Desde luego —dijo Rosie—, ¿tienes un poco de papel?
Boney volvió a su escritorio y luego de examinar brevemente la correspondencia, le tendió la mayor parte.
—Hay una cosa —dijo— ahora que lo estás pensando que se me ocurrió podía interesarte. ¿Recuerdas que te dije que Sandy Kraft trabajó en un tiempo para la Fundación?
—Sí, creo que me lo dijiste. ¿Qué era lo que hacía?
—Oh, investigar. Varias cosas, en los viejos tiempos.
—Uh, uhú —dijo Rosie.
—En fin. Lo cierto es que ahora sus derechos de autor pertenecen a la Fundación. Y de vez en cuando cobramos alguna regalía. Los derechos de reedición. Y yo pensé, puesto que tú parecías tan interesada en ellos…
—Uhú. —Con uno de los fósforos largos encendió las cartas y leña menuda y los troncos. La chimenea tiraba de maravillas—. Entiendo.
—Y hay más —dijo Boney—. Más que eso. —Se frotó el brillo ceroso de la calva—. Su casa —dijo—. Ahora pertenece a la Fundación, y nadie ha estado allí desde que él murió. Ver qué hay allí. —Rosie no podía distinguir sus ojos detrás de las llamas reflejadas en sus gafas azules—. Yo no puedo hacerlo.
—Uh, uhú.
—Bueno —dijo él—. Piénsalo, por qué no tú. Ysi te parece…
—Boney —dijo ella—. Claro que sí.
—Bueno, tendremos que conversar sobre horarios, y sueldos, y…
—Claro, seguro —dijo Rosie—. Quiero decir que sí, que lo haremos, desde luego. Pero cuenta conmigo.
Le sonrió como para tranquilizarlo.
—Hum —dijo Boney, observándola; arrodillada allí delante de la chimenea: complacido, o quizás un poco desconcertado por lo súbito de su decisión—. Bueno, de acuerdo. —Metió las manos en los bolsillos—. Bien.
Fue hacia una de las estanterías, la que se hallaba a espaldas de Rosie. Ella había empezado a descubrir, en la habitación, cosas en las que no había reparado antes. Las cajoneras de acero daban la impresión de estar un tanto repletas, apenas capaces de contener lo que contenían. Había varias cajas de cartón en los rincones, desbordantes de papeles viejos o tal vez de correspondencia sin contestar, solicitudes olvidadas.
Los Leños. Hum. Mike había insinuado que Los Leños tenía ciertas dificultades financieras. Era estimulante pensar que ella podía tener en ese aspecto algún poder, aunque sólo fuera el de activar su solución. O de demorarla.
—Éste —dijo Boney, volviendo con un libro que había sacado del anaquel—, éste podría interesarte.
Se titulaba Ten paciencia, tiistezay su autor era Fellowes Kraft.
—Una edición limitada —dijo Boney—. Un libro de memorias. Sólo unos doscientos ejemplares impresos por una pequeña editorial. Podrías enterarte de algunas cosas.
—Bueno —dijo Rosie—. Hum. —Había unas cuantas fotografías embutidas en el libro. Los bordes picoteados del grueso papel en que estaba impreso estaban desmenuzándose en esquirlas diminutas. Rosie lo abrió y echó una ojeada a una página.
Algunas veces me preguntan cómo puede alguien tener por la mano todos los pormenores, no tan sólo de un hecho histórico, sino también de la vestimenta y las comidas y las costumbres y la arquitectura y el comercio, que se requieren para que una novela histórica resulte convincente. Bien, supongo que es posible recurrir a distintas clases de cuadernos de notas y de aides-memoive; pero, en mi caso, aunque no poseo un cerebro particularmente prodigioso, llevo dentro cuanto necesito, porque durante todos estos años he practicado un sistema mnemónico que permite retener un número casi ilimitado de hechos de una manera ordenada, y que a ojos de muchas personas puede, en verdad, resultar muy curioso.
—Ahora hace demasiado frío —dijo Boney, y Rosie tardó un momento en comprender que seguía hablando de la casa de Fellowes Kraft—. Ahora hace demasiado frío, sin calefacción ni electricidad. Pero en la primavera…
—Seguro —dijo Rosie. ¿Cuál era esa expresión que usaba en Manzanas mordidas para referirse a la vieja reina? Con su absurdo maquillaje blanco y la peluca roja y las alhajas y sortijas… Un monstruo fabuloso. Eso es lo que es Boney, pensó mientras lo observaba calentándose las viejas garras junto al fuego que ella había encendido. Un monstruo fabuloso.
—En primavera —repitió Boney como si de pronto se hubiera dormido a medias—. En primavera. Tú irás allí y verás.
—Cada uno de los doce signos —le dijo Val a Beau Brachman, incómodamente acuclillada en el suelo del apartamento de Beau, y muriéndose por un cigarrillo—, cada uno de los doce signos puede, como quien dice, ser resumido o reducido a una sola palabra.
—¿Una palabra? —preguntó Beau, con la mano en la mejilla y sonriendo.
—Bueno, un verbo, quiero decir. En primera persona. Como «yo hago» o «yo puedo». Cada signo tiene el suyo, que de algún modo lo resume.
—Uhú —dijo Beau— cómo…
—«Cómo» es lo que te estoy por decir… dijo Val.
Había sido Rosie quien llevara a Val a las Jambas, en ese fangoso día de enero, para que hiciera sus visitas mientras ella arregla algunos asuntos con Allan Butterman, los suyos propios y los de Boney; más tarde ella y Val irían juntas al Volcano en Cascadia, a comer tapas de mariscos de los mares del Sur y beber Mai Tais en el saloncito con cortinas de abalorios, mientras Rosie ponía a Val al tanto de sus dificultades y sus triunfos.
—Aries —dijo—. El primer signo. Aries dice: yo soy. El primer signo, el más joven de todos. Luego Tauro. Tauro dice: yo quiero. Deseos materiales, ¿ves?, importantísimos para Tauro. ¿Te das cuenta? Géminis. Géminis dice… —Miró de pronto a Beau, de soslayo, y levantó un dedo admonitor—. No estás escuchando —canturreó.
—Te escucho, Val, te escucho.
—Yo sé que piensas que todo esto es pura paparruchada.
—No, lo que yo pienso…
—Lo que tú piensas es que todo esto es una gran cárcel. Eso es lo que le dijiste a mamá.
—Sé que es una gran cárcel. Destinos. Astros. Signos. Casas. Palabritas y verbos. Todo lo que tú estás diciendo, Val, con todo ese palabrerío, es así como estás amarrado. Pero uno no está amarrado. Hay una palabra para todas esas cosas con las que tú trabajas: Heimarmene. Una palabra griega. Significa hado, o destino, pero también significa prisión. No se trata tan sólo de comprender en qué punto estás, cuál es tu signo y tu destino a cada momento, sino de abrirte paso a través de él. Abrirte paso, dejar atrás las esferas que te aprisionan. —Se había exaltado lo bastante como para renunciar a su habitual posición de Buda y ponerse de pie—. Yo llevo en mí esos doce signos, Val, todos. Todos esos verbos. Todos esos planetas, siete u ocho o nueve. Todos son míos. Si quiero ser un Tauro, lo seré; o un Leo o un Escorpio. No necesito recorrer los doce, a lo largo de vidas interminables. Eso es lo que ellos quieren. —Hizo un gesto, señalando hacia arriba—. Pero no es así.
—¿Ellos? —preguntó Val.
Siempre sonriendo, Beau se llevó lentamente el índice a los labios. Silencio.
—Estás loco —dijo Val, extasiada. Se echó a reír—. Loco de atar.
—Oh, escucha —dijo Beau, asaltado de pronto por una idea—. ¿Por casualidad, no irás al banco hoy? El de la calle de los Puentes. ¿No es ése el tuyo? ¿No podrías hacer un depósito para nosotros? tenemos todos estos cheques de enero que acabamos de…
—Capricornio —dijo Val apuntándolo con un dedo—. Yo tengo.
Unos pasos pesados resonaron en la escalera exterior, y alguien intentó abrir la puerta. Beau y Val prestaron oídos intrigados, en tanto ese alguien trataba de introducir una llave, sin conseguirlo; lanzó una maldición; espió a través de la diminuta y empañada mirilla haciéndose pantalla con la mano.
—Adelante —dijo Beau, al cabo—. No está cerrada.
Unos tanteos más, y un hombre corpulento, con un largo abrigo jaspeado, apareció en el felpudo de la entrada, mojado y confundido, mirando alternativamente a uno y otro.
Había algo en él, pensó Val, que hacía pensar en un Gary Merrill inconcluso. No estaba mal. Un Sagitario, decidió casi instantáneamente. Un Sagitario, sin ninguna duda.
—Perdón —dijo el intruso—. Creí que estaba vacío. Me dijeron que estaba vacío.
—No —dijo Beau.
—¿Es éste el que está en alquiler?
—¿El apartamento? No. —Lo señaló con una mano—. Es mío.
—¿No es Arce 21?
—No, ésta es la acera par. Éste es el 18. El 21 está justo enfrente.
—Oh, perdón. Mil perdones.
Beau y él se miraron por un momento, intrigados, tratando cada uno de recordar dónde y cuándo había conocido al otro, sin conseguirlo. Luego Pierce Moffett dio media vuelta y se marchó.
—Un Sagi —dijo Val, cogiendo por instinto sus Kent y volviéndolos a guardar en el bolso, prohibido fumar en casa de Beau—. Apuesto un dólar.
—¿Y cuál es su verbo? —preguntó Beau, tratando todavía de situar al intruso.
—¿Su verbo? Deja que piense. Sagitario. Escorpio es: yo deseo. Así que Sagitario… Sagitario es yo veo. Eso es: yo veo.
Tensó la cuerda de un arco imaginario y apuntó con la flecha.
—¿Te das cuenta? Yo veo.
El apartamento de la planta alta, en el 21 de la acera de enfrente, estaba desocupado, como le aseguraran, y la llave que le había entregado la señora de la inmobiliaria abrió, sí, la puerta. Se detuvo, chorreando agua sobre el linóleo de la cocina, a la que la llave le diera acceso, y midió de una ojeada la longitud de la vivienda, dispuesta en forma de tren, al igual que su antiguo apartamento suburbano. Más allá de la sombría pero amplia cocina, había una salita diminuta con una alta y agradable ventana ojival. A continuación de ésta venía otro cuarto, el más espacioso de la casa, curiosamente revestido de madera pintada, y con un cielorraso de zinc acanalado: tendría que servir —supuso— de dormitorio y estudio a la vez.
Raro, no demasiado cómodo. Pero posible.
Del otro lado de las ventanas de la habitación, comunicado por una puerta acristalada, había un mirador que abarcaba todo el ancho del apartamento: un angosto mirador cerrado por ventanas de batiente. Y más allá, el río Blackberry y las Lejanas, porque el apartamento miraba en esa dirección. Aquí en la cocina prepararía la comida y comería; allí se sentaría a leer, más allá dormiría y trabajaría; y una vez por mes, allí en su escritorio, llenaría un cheque por la suma ridículamente pequeña que le pedían por la vivienda.
Y más allá aún, allá fuera, timonearía el mirador, como solía timonear el estrecho mirador del primer piso de la casa de los Oliphant en Kentucky, años atrás. Alerta, sereno; la mano sobre la rueda del timón, navegando a la altura de la copa de los árboles, un mirador con ventanas como la góndola de un dirigible, o el puente de un vapor, rumbo al Este.