Prólogo
A Lluís Izquierdo, Jaime Alazraki
y Jean Andreu, maestros guardagujas.
En el cuento que da título a su primer libro, «Obras completas», Augusto Monterroso relata la historia de un tal profesor Fombona, autor de traducciones, monografías, prólogos y conferencias de escaso valor, que conoce al gran poeta en ciernes Feijoo y dedica años de magisterio a su corrupción —o embalsamamiento— hasta que el muchacho deja de escribir versos y queda reducido a la frecuentación de unos condiscípulos para quienes el descubrimiento de una simple errata acrecienta «la fe en la importancia de su trabajo, en la cultura, en el destino de la humanidad». En los párrafos finales la erudita tertulia recibe la visita del gran hispanista Marcel Bataillon y el otrora creador, encauzada ya su vida al estudio «en un mar de papeles y notas y pruebas de imprenta», tolera ser presentado ante el sabio como especialista y preparador de unas obras completas de Unamuno en edición crítica. «Feijoo le estrechó la mano y dijo dos o tres palabras que casi no se oyeron, pero que significaban que sí, que mucho gusto, mientras Fombona saludaba de lejos a alguien, o buscaba un cerillo, o algo». La moraleja, broma sobre la importancia de compiladores y editores que fue leída por Cortázar entre carcajadas, es oportuna en ocasión de escribir un prólogo que explique cómo es posible que, dos décadas y media después de la muerte del autor y mediada la ejecución de sus obras completas, aparezca una miscelánea de inéditos ¡de cuatrocientas cincuenta páginas!
Cortázar escribió en un prólogo, sin recordar al autor de la cita (era Diño Segre, Pitigrilli), que el prefacio es lo que el autor escribe después, el editor publica antes y los lectores no leen ni antes ni después; aun así, o quizá por ello mismo, éste es un buen lugar para explicar de qué modo surgen las inesperadas cuatrocientas cincuenta páginas siguientes: ¿La atención funcionando como un pararrayos?, ¿un misterio como el de la carta robada?
Un misterio como el de la carta robada
La trayectoria de Julio Cortázar como escritor y su proyección como personaje público ilustran muchos aspectos de la consolidación de un mercado literario «global» en el siglo XX. Con pocos y muy fieles lectores hasta la aparición de Rayuela en 1963, el inicio del enorme éxito de la novela coincidió con la invitación oficial que le cursó el gobierno cubano para que participara en el jurado del Premio Casa de las Américas engrosando las filas de intelectuales de renombre conversos al socialismo. Si Cuba fue —como dijo— su camino de Damasco, basta sumar al compromiso divulgador de raíz política la aparición de un público ávido de la obra para entender cómo aquel escritor casi secreto empieza a prodigarse y entra (en opinión de algunos, ése fue su drama) en el «campo literario». En ambas etapas es igualmente difícil seguir la pista de sus publicaciones: si bien para documentar los años del exilio provincial y la práctica reclusión entre amigos en Buenos Aires y París hay que acceder a revistas de localización recóndita o incierta, en la fase de internacionalización de su firma, la dispersión geográfica y lingüística complican todavía más el asunto.
Por suerte, los fondos documentales que conservan los originales cortazarianos más importantes están localizados. Hasta el 23 de diciembre de 2006, los de mayor relevancia conocida eran dos: la serie de escritos vendida por el propio Cortázar a la Universidad de Texas en Austin en 1982, y el conjunto de textos, borradores, notas y agendas depositado en la Universidad de Princeton en el año 2001. Esta segunda colección contenía, cabía suponer, los papeles del legendario mueble que, a modo del baúl de Fernando Pessoa, Cortázar dejó a su muerte: un armario —según contó Mario Muchnik en una entrevista publicada en la revista Cambio 16 a los pocos meses de la muerte del escritor— de un metro de largo y lleno de cajones, una especie de mueble de plástico en el que había bastante de todo: novelas y cuentos inéditos, recibos de la luz, notas como «Era zurda de una oreja». De ese mueble salieron los libros editados póstumamente: Dos juegos de palabras, Divertimento, El examen, La otra orilla, Teoría del túnel, Diario de Andrés Fava, Imagen de John Keats, Cuaderno de Zihuatanejo. El lector coleccionista (y los de Cortázar son legión) sólo tenía que esperar a que los pocos textos dispersos que continuaban inéditos en volumen se integraran lacónicamente en los intersticios reservados a tal efecto en los tomos genéricos de las obras completas, ya que siendo tan pocos no se justificaba la existencia de un libro suelto, uno más, para ellos solos. A no ser que…
El tesoro de la Plaza del General Beuret
La antevíspera de la Navidad de 2006, cerca de la medianoche y tras tres nada tristes días hablando ininterrumpidamente —sobre todo, ella— de la vida en general y de la vida de los Cortázar en particular, Aurora Bernárdez, su viuda, albacea y heredera universal, dijo en su domicilio parisino del distrito XV que tenía algo, unos papelitos a los que, por cierto, quizá me interesase echar un vistazo. Bajamos al primer piso de esa alargada y estrecha casa que Vargas Llosa comparó en su primera visita con la figura del escritor, cuatro décadas atrás y para siempre en la memoria de los lectores; se acercó a una cómoda (desde una fotografía en un estante, Alejandra Pizarnik se sonreía con malicia muy adecuada a la escena que iba a presenciar), abrió con esfuerzo un cajón que se resistía por barrigudo, sacó un puñado de hojas de varios tamaños y colores y dijo: «¿Has leído alguna vez esto? Y…, ¿esto? ¿Y esto otro?». Puso sobre la gran mesa de madera en la que fue escrita Rayuela un montón de manuscritos y manuscritos originales, inéditos en libro, probablemente inéditos absolutos, sin duda inéditos absolutos. «Pero ¡¿este texto se ha conservado…?!» «Eso no es todo», me detenía a cada instante. Repitió el truco del rebosante cajón hasta cinco veces. «Este artículo lo tienes, este poema te falta». Temí que la cómoda tuviera doble fondo; vi, como en un brindis de Macedonio Fernández que Cortázar citaba, que me faltaban tantas páginas que si me faltaba una más no iba a caber.
A la madrugada todo el piso estaba empapelado de textos nunca publicados en libro. ¿Cómo era posible que ese tesoro no estuviera ordenado, clasificado, inventariado, microfilmado? ¡El día de mi llegada habíamos pasado un buen rato riéndonos con las historias del simpático ratoncito que le robaba pan todas las noches! ¿Y si era un roedor papirófago —me dije entonces—, un ratón de biblioteca? «¿Cómo se le ocurre tener todo esto aquí?», protesté. «Bueno —accedió al rato, tras un temerario discurso salpicado de sobreagudos que salía de mi boca con tanto entusiasmo que hasta a mí acabó por convencerme—, quizá sí; quizás haya llegado ya el momento de empezar a ordenarlo verdaderamente».
La atención funciona como un pararrayos
Uno de los encantos indudables de leer todo Cortázar es asistir, como desde un ventanuco de la alcoba, al prodigioso acontecimiento de la formación de un gran escritor y a su posterior desarrollo. En el famoso ensayo-entrevista «Cortázar o la cachetada metafísica» Luis Harss, que lo conoció en 1964, escribía que «Cortázar no fue siempre lo que es, y cómo llegó a serlo es un problema misterioso y desconcertante». En efecto, para Harss era una incógnita la combinación indescifrable y maravillosa de lecturas, genética, intuición y azar que —como señalaba Chesterton al estudiar el portento formativo de Dickens— produjo ese escritor, enigma al que había que sumar el asombro acerca de qué iba a hacer el tipo en adelante. Concluido ya el ciclo biológico y cerrado también el ciclo de publicación de los libros póstumos de mayor enjundia, así como fijado el contorno del itinerario vital e intelectual mediante la correspondencia, tenemos una idea muy completa que da respuesta a esos interrogantes; conocemos los primeros escritos y tenemos acceso a casi toda la obra. Para ofrecer una imagen aún más detallada, quedaba sólo recuperar y editar conjuntamente los textos dispersos.
Hasta que el fondo documental en manos de Aurora Bernárdez no fue estudiado en detalle, se preveía incorporar en las obras completas, a modo de apéndices de los volúmenes dedicados a cuentos, poesía, obra crítica y la llamada «prosa varia» los textos publicados por el autor pero no recogidos en libro, así como los que conservó inéditos con indicación de que podían aparecer postumamente. Sin embargo, el descubrimiento de tal cantidad de materiales nuevos aconsejaba una reformulación de la idea original: los textos dispersos, más otras hierbas que irían encontrándose al extremar los cuidados («Es sabido que toda atención funciona como un pararrayos», se lee en Último round), darían lugar a un nuevo volumen, muy visible; este que, usted que tan gentilmente lee estas líneas, tiene ahora entre las manos.
El volumen que usted tiene entre las manos
Editar textos póstumos trae a la memoria de todos el episodio Kafka/Brod y las dos corrientes de pensamiento que se enfrentan al respecto: los «lectores-héroe» quieren leer hasta las notas para el panadero, mientras que los «lectores-vinagreta» tienen una imagen fija del escritor —al que no necesariamente frecuentan— y consideran una traición a su memoria ¡y un abuso!, darles más lectura. (Es cierto, hay ya tantas novedades imperdibles… Nota mental del prologuista: comprar otra cesta para los libros pendientes.) En este caso concreto no hay lugar para el debate porque el testamento de Cortázar atribuye a Aurora Bernárdez, de un modo muy claro, la potestad de seleccionar y decidir, y así lo ha hecho.
A la vista de la montaña decidió suprimir, por ejemplo, algún discurso juvenil o algún texto reiterativo. Decidió asimismo que no era necesario publicar por el momento los fragmentos conservados en cuadernos o en papeles sueltos dado su irregular interés: por lo general se trata de proyectos (borradores de cuentos y poemas, apuntes para capítulos de Rayuela semejantes a los del «Cuaderno de bitácora» que editó Ana María Barrenechea) o anotaciones sueltas que, por carecer de un hilo que los vertebre como en Diario de Andrés Fava, deberían de presentarse en edición crítica; proyecto para otra ocasión puesto que el presente volumen ya es muy heterogéneo, muy del género libro-almanaque al que Cortázar era tan aficionado[1].
En el prólogo a Imagen de John Keats, Cortázar decía que ése era
un libro de sustancias confusas, nunca aliñadas para contento del señor profesor, nunca catalogadas en minuciosos columbarios alfabéticos. Y de pronto sí, de pronto ordenadísimo cuando de eso se trata: también al buen romántico le llevaba un método el hacerse la corbata al modo del día.
Con esa idea en mente, los textos han sido agrupados en tres bloques que siguen una cronología interna aproximada: poemas, prosas y autoentrevistas, género que acaso inventó Truman Capote. Dada su cantidad y variedad, las prosas han sido reagrupadas a su vez por afinidades; así, «Historias», «Historias de cronopios» y «De un tal Lucas» congregan la narrativa breve, complementada con un capítulo que fue desgajado de Libro de Manuel. En «Momentos» y «Circunstancias», por su parte, se recogen textos «de emergencia», a la vez que en «De los amigos» y en «Otros territorios» se concentran los textos-palmada-en-la-espalda. Por último, «Fondos de cajón» presenta las páginas tal vez más inclasificables, incomparables ni tan sólo entre ellas mismas.
Al pie de cada texto se indica la primera edición de que tenemos noticia; asimismo, al final de algunos textos cuya publicación no nos consta, se señala como guía la fecha de redacción, cierta o aproximada, y el año de escritura cuando no coincide con el de su publicación. Las fechas que aparecen sin paréntesis al final de los textos las puso Cortázar. Queda así abierto un nuevo campo de trabajo para coleccionistas y quisquillosos, semejantes a nosotros, nuestros hermanos. A ellos dedicamos las curiosidades siguientes:
Aurora Bernárdez fecha el relato «Manuscrito hallado junto a una mano» hacia 1955 porque ese año conocieron a la esposa de Ruggiero Ricci, el violinista con que se inicia la historia a modo de private joke.
La versión que ofrecemos de «Relato con un fondo de agua», de 1941, procede del original de La otra orilla, colección editada postumamente sin referencia alguna al cuento. Las variantes que presenta la reescritura aparecida en la primera edición en libro (Final del juego, Sudamericana, 1964) respecto a esta versión primitiva revelan a las claras la constitución del llamado «estilo cortazariano».
«Ciao, Verona» complementa y propone una versión alternativa al relato «Las caras de la medalla» publicado en Alguien que anda por ahí en 1977. Según escribió Cortázar en una carta a Jaime Alazraki en febrero de 1978, «fue tan duro de escribir como el otro».
En carta a Paco Porrúa de 22 de abril de 1961, Cortázar aceptaba suprimir cinco historias de cronopios y de famas. El estudio de uno de los conjuntos originales ha permitido recobrar dos de esos títulos: «Vialidad», incrustada también en una carta inédita a Eduardo Jonquières de 30 de julio de 1952, y «Never stop the press». En una hoja suelta hemos dado con «Almuerzos», historia de la que no teníamos ni siquiera noticia.
Algunos de los episodios protagonizados por Lucas que aquí recuperamos iban a ser publicados por José Miguel Ullán, en 1977, en un proyecto que no se llevó a cabo. Hemos encontrado anotaciones con prometedores títulos para otras historias del mismo protagonista que suponemos que no fueron escritas: «Lucas, sus cronometrías», «Lucas célebre», «Lucas solitario (cadena de interrupciones desde que amanece)», «Lucas feo», «Lucas lindo», «Lucas ingeniero», «Lucas pintor», «Lucas, su sombra», «Lucas, su espejo», «Lucas, su empleo del tiempo», «Lucas, sus vuelos», «Lucas, sus aeromozas», «Lucas, sus monólogos de amor I. A Isabel», «Lucas, sus monólogos de amor II. A un niño pequeño (la inocencia, el no-saber-todavía-el-teorema de Pitágoras)».
«Un capítulo suprimido de Rayuela» fue publicado como nota introductoria al recuperado capítulo 126 que editó la Revista Iberoamericana en el número que dedicó al autor en 1973. El texto fue reproducido por Jaime Alazraki en su edición de Rayuela en la Biblioteca Ayacucho en 1980, y el capítulo en cuestión ha sido reproducido en otras ocasiones (en la edición de la novela en la Colección Archivos y en el volumen III de Obras Completas) sin esa nota.
A petición de Italo Calvino, Cortázar publica en la editorial Einaudi en 1965 y con el título Bestiario un volumen en que incluye casi todos sus cuentos, agrupados en las secciones Riti, Giochiy Passaggi. En 1970 Sudamericana publica en un solo volumen (Relatos) todos los que habían aparecido en libro hasta la fecha, y en 1976 Alianza Editorial los presenta en tres volúmenes llamados asimismo Ritos, Juegos y Pasajes. En la segunda ordenación, hacia 1983 y a petición de Mario Muchnik —a la sazón director de Seix Barral—, Cortázar añade una cuarta parte (Ahí, ahora), redistribuye los relatos aparecidos en el ínterin en los libros Alguien que anda por ahí, Queremos tanto a Glenda y Deshoras y escribe un texto presentación. Esa edición de lujo de los relatos completos en un volumen único no pudo llevarse a cabo. La reordenación apareció postumamente también en Alianza, en cuatro tomos y sin el prólogo que aquí presentamos por vez primera como «A la hora de reunir la totalidad de mis relatos para esta edición».
El sábado 5 de noviembre de 1938 el doctor Luis Gagliardi ofreció en la Intendencia Municipal de Bolívar un recital Schumann-Chopin a beneficio del comedor escolar, con «comentarios preliminares a cargo del Profesor J. Florencio Cortázar». Reproducimos aquí el comentario de la primera parte, «Para las Kinderszenen de Roberto Schumann»; el comentario de la segunda, «Para obras de Frédéric Chopin», fue incluido en el volumen VI de las Obras Completas (Obra crítica).
«Tres notas complementarias» es un texto que encontramos entre los originales inéditos. Es una continuación del artículo «Los lobos de los hombres» aparecido en Nueva Política, México, n.° 1, enero-marzo de 1976.
A propósito de «Nuevo itinerario cubano» conviene recordar este fragmento de una carta de Cortázar a Roberto Fernández Retamar de 29 de octubre de 1976: «Tal vez ya hayas leído en El Sol de México los dos textos que le di después de mi maravilloso mes en Cuba. Creo que puse en ellos mucho amor y mucha objetividad al mismo tiempo; aunque como es natural ya he oído los rumores consabidos: Cortázar vendido a Cuba, le hace una propaganda desaforada. Como buen argentino mal hablado, mi respuesta es cortés pero inequívoca: la puta que los parió».
«Acerca de las colaboraciones especiales» fue distribuido por la agencia de noticias EFE en abril de 1979. Contra el pronóstico del autor que acusaba a El Mercurio de pretender falsas exclusivas, el texto sí fue publicado en el periódico chileno, con una nota de la Dirección que aclaraba que la exclusiva era sólo para su país y terminaba así: «No debería, este afortunado escritor del freudo-marxismo, seguir ordeñando a cuatro manos al mundo capitalista que declara despreciar. A menos que, de verdad, como tantos lo sospechan, sea un cronopio».
«El extraño caso criminal de la calle Ocampo» es el texto que Cortázar leyó en una reunión de amigos celebrada en Buenos Aires en 1957 como culminación de una broma con que los había embaucado. Los protagonistas del relato son, por orden de aparición, Damián Bayón, Julio Cortázar, Aurora Bernárdez, David e Isabel Davidov, Guida Kágel, Eduardo Jonquières y María Rocchi de Jonquières, Dora y Celestino Berdichevski.
Encontramos el texto «Hace rato que lo venía sintiendo…» fotocopiado en una hoja suelta. Nos parece indudable que se trata de la primera página, a modo de ejercicio de calentamiento, del borrador del relato intitulado e inconcluso que fue editado como «Bix Beiderbecke» en el primer volumen de Obras Completas (Cuentos) en 2003. El original está en la colección de la Universidad de Princeton, en New Jersey.
Cortázar contó en Salvo el crepúsculo que hacia 1956 había comprado un mimeógrafo en un remate de la Unesco y que con esa copiadora manual hizo pequeñas ediciones privadas, «copias muy bonitas que yo abrochaba pulcramente y guardaba en un armario, razón por la cual casi nadie se enteró de su existencia aparte de una que otra laucha». De ejemplares de esas ediciones rescatamos algunos de los poemas que permanecían inéditos.
«Los días van» atestigua el primer viaje transatlántico del Cortázar adulto en 1950, cuando visitó Italia y Francia. En el viaje de ida, a bordo del Conté Biancamano, dedicó el poema a Jorge y Dorita Vila Ortiz, compañeros de travesía.
Para terminar, queremos agradecer a Margo Gutiérrez, bibliotecaria en jefe de las bibliotecas de la Universidad de Texas en Austin, la copia de las historias «La daga y el lis», «Los gatos» y «Manuscrito hallado junto a una mano», conservadas en la Nettie Lee Benson Latin American Collection. Queremos agradecer también a Carmen Pérez de Arenaza y a Celia Martínez, de la biblioteca Julio Cortázar de la Fundación Juan March, en Madrid, y a Lola Álvarez, directora general de la Agencia EFE, el envío de algunos textos que no conocíamos. De un modo muy especial va nuestro mayor agradecimiento a Carmen Balcells, patrona incomparable de esta empresa, siempre entre el entusiasmo y el alarido.
Cyril Connolly contó que el alivio de la ansiedad que siente el bibliófilo cuando da con su presa lo satisface más que cualquier otra cosa: sólo al tachar un título de la lista de búsquedas consigue olvidarse de él. No seamos tan optimistas ni demos este volumen por cerrado; sin duda seguirán apareciendo textos inesperados porque, como escribió Borges a propósito de las versiones homéricas, «edición definitiva» es un concepto que no corresponde sino a la teología o al cansancio.
CARLES ÁLVAREZ GARRIGA