A la hora de reunir la totalidad de mis relatos para esta edición…

A la hora de reunir la totalidad de mis relatos para esta edición he tenido que cumplir algunos gestos necesarios con miras a su buena ordenación; que esos gestos hayan despertado un recuerdo de hace más de veinte años —concretamente un viaje en tren de Córdoba a Salamanca— no tendría nada de extraño si no fuera que se trata de un recuerdo de España en el momento en que preparo este libro para un editor de ese país, y decirlo es ya una primera aproximación a los relatos que siguen, puesto que desde hace medio siglo ellos fueron naciendo de supuestas coincidencias, inesperadas asociaciones y puentes poco definibles en el tiempo y el espacio.

Los gestos a que aludo trajeron el recuerdo con una precisión en la que cada detalle se recorta estereoscópicamente: veo cómo mi mujer y yo subimos al tren con un mínimo de equipaje y de dinero después de descubrir que se nos había acabado la lectura en el hotel y correr al quiosco de la estación donde apenas pudimos conseguir una mala novela policial de tapas chillonas y autor merecidamente olvidado. El compartimento estaba lleno, pero teníamos los asientos de ventanilla y durante una hora miramos el paisaje andaluz hasta que el aburrimiento ecológico nos incitó a la lectura. Empecé yo, y apenas terminada la primera página la arranqué y se la pasé a Aurora, que la leyó a su vez y la dejó volarse por la ventanilla mientras yo le pasaba la segunda, y así sucesivamente.

Los restantes pasajeros, que hasta entonces se habían dedicado a comer embutidos y tortillas y hablar animadamente entre ellos, empezaron a mirarnos de una manera inequívocamente escandalizada, y aunque ninguno se animó a decir lo que estaba pensando, la reprobación flotaba en el aire y nuestra lectura se volvió poco menos que pecaminosa. Gente que por su parte no habría de tocar un solo libro en un viaje de horas y horas, encontraba sin embargo que deshojar un volumen y regarlo a lo largo de los campos españoles era una especie de crimen cultural imperdonable. Cuando la última página voló por la ventanilla llevándose de paso la revelación del nombre del asesino, sentimos que los verdaderos criminales éramos nosotros para los demás viajeros, y el resto del viaje lo pasamos sintiéndonos como en capilla y luchando para no reventar de risa, conducta poco apropiada en circunstancias tan ominosas. De golpe descubríamos la fuerza de uno de los tantos tabúes que rigen las conductas usuales (años después una señora me armaría un lío en un restaurante de París porque yo apuntalaba la pata de una mesa chueca con un pedazo de pan, cosa que según me explicó no debe hacerse jamás puesto que el pan, etcétera).

Ahora acaba de sucederme que para preparar esta edición he tenido que poner todos mis libros de cuentos sobre la mesa, y desvencijarlos sistemáticamente para poder ordenar a mi gusto la totalidad de los relatos y ofrecerlos de la manera más cómoda y racional a los tipógrafos. No había acabado de arrancarle la cubierta al primero y engrampar un par de cuentos, cuando mis gestos puramente mecánicos me devolvieron al recuerdo de aquella lectura, probándome de paso que no solamente los pasajeros del tren habían condenado mi proceder sino que algo en mí mismo les daba la razón tantos años más tarde. Comprendí que los interdictos más estúpidos tienen una fuerza frente a la que poco puede la inteligencia, y la hora que pasé acabando con más de diez volúmenes para convertirlos en una pila de relatos barajables no tuvo nada de agradable.

Digo interdictos, pero podría decir igualmente supersticiones, transgresiones de leyes o principios, actos excepcionales, infracciones a la normalidad tranquilizadora. El lector irá viendo en este libro que la casi totalidad de su contenido nace de estados o situaciones o climas que favorecen o son el resultado de cosas así, de haber deshojado las páginas de algo que sólo debía asumirse o consumirse respetuosamente como un todo. Casi siempre los personajes de estos cuentos pasan explicablemente o no de la aceptación cotidiana de su entorno a una zona donde las cosas cesan de ser como se las presumía. Algunos de ellos podrían incluso llevar a imaginar a un pastor español que hace muchos años encontró una página impresa al lado de las vías del ferrocarril, donde se le informaba que Lord James trataba de huir por la ventana mientras un asesino lo acorralaba por razones que acaso figuraban en la página siguiente, página que flotaba ya en las aguas de un arroyo tres kilómetros más lejos; el libro de nuestra vida no siempre puede leerse entero y encuadernado.

Nada más diré de estos relatos, sobre cuyas razones de ser y mecanismos no he tenido jamás una idea clara; lo que pude ver en ellos y en mí mismo fue explicado ya en un par de ensayos que no repetiré aquí. Sólo quisiera agregar cuánto me alegra verlos hoy juntos en un hermoso volumen, ordenados por afinidades y por atmósferas. Digo juntos, digo ordenados; pero vaya a saber si algún día, en un compartimento ferroviario, una pareja descubre que sólo tiene ese libro en la maleta, y entonces…

(c 1983)