Como ya lo hiciera otra vez, Julio Cortázar se deja entrevistar por dos de sus compatriotas…
Como ya lo hiciera otra vez, Julio Cortázar se deja entrevistar por dos de sus compatriotas, imaginarios en la medida en que él los inventó en su novela 62/Modelo para armar, pero muy reales a la hora de ir a pedirle cuentas y fastidiarlo en todas las formas posibles. Su encuentro es siempre tormentoso, como se verá enseguida. Acaso, también, útil.
Este reportaje ocurrió en vísperas de la publicación Vampiros multinacionales, que Cortázar califica de «utopía irrealizable», y que tiene por protagonista nada menos que a Fantomas el justiciero. He aquí el resultado de tan extraños encuentros en la imaginación y en la vida.
Llegada de los tártaros pampeanos
Está escrito —y cómo, malditos sean— que jamás podré escapar a la persecución a la vez irónica y sádica de Calac y de Polanco. Es bien sabido que en el drama de Luigi Pirandello, seis personajes andan en busca de un autor; en mi caso es mucho más grave pues aunque son solamente dos, no sólo han encontrado a su autor sino que se lo hacen sentir minuciosamente, como ahora que vuelven a subir las trabajosas escaleras que llevan a mi departamento y apoyan el dedo en el timbre con ese aire definitivo que haría caer cualquier muralla de Jericó después de tres minutos de silencios a resistencia del pobre sitiado.
—Te venimos a ver —me informan los tártaros pampeanos, como si no estuviera lo suficientemente claro— porque nos anoticiaron de un nuevo libro que parece vas a sacar en México, pobre gente, y eso siempre nos apena un poco.
—En realidad… —intento decir mientras retrocedo en el pasillo—. Vos no te preocupés —concede magnánimo Polanco—, no queremos molestarte en tu trabajo, de modo que el whisky y el hielo lo serviremos nosotros mientras vos abrís una lata de paté o algo así para acompañar.
—Estoy leyendo unos ensayos sumamente filosóficos —digo desde mi última barricada—, y en realidad ustedes me caen más bien mal.
—Guardaremos gran silencio —promete Calac— hasta que acabes el capítulo empezado.
Como tantas otras veces, no me queda más remedio que dejarlos organizar el aperitivo, apoderarse de mis últimos puros y de los dos mejores sillones donde se desparraman con el mismo aire de triunfo que debió tener Alejandro Magno cuando se sentó en el trono de Darío. Hay un prolongado rumor de masticación y tintineo de hielo, mientras el salón se va llenando de un humo que mis buenos pesos me cuesta.
—Se rumorea en los medios cultos —dice Polanco— que tu nuevo libro es heterodoxo, anfibio, ilustrado y en colores.
—No es un libro —le hago notar—, sino una simple historieta, eso que llaman tiras cómicas o muñequitos, con algunos modestos agregados de mi parte.
—¿Así que ahora dibujás y todo?
—No, los dibujos los saqué de una historieta de Fantomas.
—Un robo, entonces, como de costumbre.
—No señor, en esa historieta Fantomas se ocupaba de mí, y en ésta yo me ocupo de Fantomas.
—Digamos una especie de plagio.
—Tampoco, che. Con que me dejen abrir la boca dos minutos, les explico la cosa.
—Serví otro trago y pasame el paté —ordena Calac a Polanco—. Ya lo conocés cuando se larga, tenemos que estar bien avituallados.
De cómo una primera historieta desencadenó una segunda
—Esta pequeña aventura —explico— la pusieron en marcha amigos mexicanos al enviarme un número de las aventuras de Fantomas titulado La inteligencia en llamas. Muy sintéticamente: un enemigo desconocido empieza a atacar los libros con ayuda de un arma infalible que incendia las más importantes bibliotecas públicas del mundo y hace desaparecer poco a poco los volúmenes de las colecciones privadas; de la noche a la mañana nos quedamos sin los clásicos, sin la Biblia, sin novelas ni poemas, y…
—¿Tus obras también? —pregunta Polanco con aire de inocencia, mientras Calac se ahoga de risa detrás de una tostada.
—Las mías y las de Mongo Aurelio —digo enfurecido—. Es entonces cuando Fantomas, mucho más culto que ustedes dos, consulta el parecer de sus amigos escritores, entre otros Susan Sontag, Octavio Paz, Alberto Moravia y el que tiene el desagrado de estar hablándoles. Los cuatro aparecen dibujados en diversos domicilios y actitudes, y desde luego piden a Fantomas que les saque las castañas del fuego porque además de quemarles las bibliotecas los han amenazado de muerte si siguen escribiendo.
—Te diré que más de cuatro… —empieza Calac.
—No lo ofendas —sugiere Polanco.
—En vista de todo eso —digo yo haciéndome lo que probablemente soy—, Fantomas saca pecho y en pocos días encuentra al monstruo que detestaba la cultura, un tal Steiner, y acaba con él. Colorín colorado, fin de la historieta mexicana y principio de la mía.
—Madre querida —dice Calac—. En fin, ya que te preguntamos…
—Les diré que al principio me limité a divertirme porque después de tantos años de ser espectador de diversas tiras cómicas que van desde Barbarella a Mafalda, pasando por El llanero solitario y otras veinte o treinta, me resultaba bastante asombroso verme reflejado en un diminuto espejo de papel de colores, y convertido en actor para mí mismo. Lo primero que me pregunté fueron las razones por las cuales Fantomas me había elegido entre sus asesores intelectuales. Ninguna duda sobre Susan Sontag, por ejemplo, pues a ella todos la elegiríamos en las más diversas circunstancias. Terminé pensando que Fantomas me estimaba por motivos que me conmueven: Robert Desnos, por ejemplo, que…
—Ya empezó el catálogo —dijo Polanco.
—… que escribió una célebre Complainte de Fantomas que siempre me he sabido de memoria, cosa que su héroe no podía ignorar. Y también porque Fantomas, que había empezado como un horrendo criminal, ha terminado en justiciero solitario y sabe que por mi parte yo empecé como un horrendo indiferente y he terminado en no sé qué exactamente pero en todo caso en alguien que tiene sed de justicia cada vez que abre el diario y ve lo que pasa en el mundo.
—Abreviá —mandó Polanco—, no estamos para detalles autobiográficos.
Donde obedezco y abrevio
El resultado es que al terminar la historieta me quedé pensando un buen rato («Cuesta creerle», dice Calac al oído de Polanco), y sentí que Fantomas, con toda su inteligencia y energía, se había equivocado en la historieta de los libros quemados. Me pareció que resultaba demasiado fácil atribuir ese bibliocidio en gran escala a un mero demente, y que fuerzas disimuladas habían debido poner a Fantomas sobre una pista falsa, o en todo caso incompleta. Casi simultáneamente me dije que mi deber era acudir en su ayuda y explicarle lo que me parecía la verdad. ¿Pero cómo hacerlo? ¿Cómo llegar hasta Fantomas? La respuesta era obvia: por medio de otra historieta, puesto que era el único terreno común entre él y yo.
—¿Y se puede saber lo que tenías que explicarle?
—Mirá, en esos mismos días yo volvía de una de las reuniones del Tribunal Bertrand Russell, donde durante una semana se habían presentado las pruebas irrefutables (y por desgracia mal conocidas por nuestros pueblos latinoamericanos) de la siniestra intervención de las sociedades multinacionales en la libertad y la economía de muchos de nuestros países. Bastaba sumar dos más dos para sentir que el ataque contra nuestros valores propios, nuestra manera de ser y de pensar, nuestra educación y nuestra cultura, no se explicaba tan simplemente como creía el pobre Fantomas, y que en vez de un loco armado de un rayo láser había una enorme cantidad de cerebros nada locos y armados de cosas todavía más mortíferas, sobre todo esa que llaman dólar y que parece tan mansita.
—Bah, el dólar —dijo Polanco—. Cualquiera sabe que se está marchitando cual tulipán mal regado.
—Eso te crees vos. En todo caso Fantomas no parecía haberse dado cuenta de que el enemigo no era míster Steiner, el loco del láser, sino míster Imperialismo, y que ese enemigo lo había hecho caer en la trampa para poder seguir tan tranquilo su genocidio cultural, su corrupción en todos los planos de la inteligencia, su destrucción de nuestros valores nacionales por medio de armas mucho menos espectaculares que los rayos láser pero harto más eficaces.
—¿Y eso lo descubriste vos solito?
—De ninguna manera, cosas así las sabemos desde hace rato, pero no lo bastante como para derrotar al super-Steiner. En mi versión de la historieta, cuando me preguntan cómo se llaman los verdaderos criminales que el Tribunal Russell acaba de condenar moralmente en su reunión de Bruselas, la respuesta es ésta: «Se llaman de mil, de diez mil, de cien mil maneras, pero se llaman sobre todo ITT, sobre todo Nixon y Ford, sobre todo Henry Kissinger o CIA o DIA, sobre todo Pinochet o Banzer o López Rega, sobre todo general o coronel o tecnócrata o Fleury o Stroessner, se llaman de una manera tan especial que cada nombre significa millares de nombres, como la palabra hormiga significa siempre una multitud de hormigas aunque el diccionario la defina en singular».
—Al lado de éste no somos nada —dijo Polanco—, y Demóstenes tampoco.
—Ustedes se la buscaron, ñatos. En síntesis, la historieta de Fantomas es un símbolo del gran engaño que los expertos del imperialismo nos han puesto por delante como una cortina de humo. Igualito que en su tiempo la Alianza para el Progreso, o la OEA, o la reforma en vez de la revolución, o los bancos de fomento y desarrollo, no sé si hay uno o dieciocho, y tantas fundaciones dadoras de becas, y…
—Yo una vez casi me saqué una para estudiar las costumbres del batracio —dijo soñadoramente Calac.
—Siempre fuiste muy rana —lo elogió Polanco.
—Y ahora termino porque a ustedes se les va a hacer tarde. El final es también simbólico, puesto que Fantomas se entera de que le han estado tomando el pelo con Steiner y los rayos mortíferos, y se pesca una de esas broncas que al dibujante le cuesta sudor y lágrimas representar. Decidido a vengarse, sale como un cohete, y… Pero ustedes no tienen más que comprarse la historieta y ya verán lo que pasa.
—¿No lo vas a contar? —protestaron al mismo tiempo los tártaros pampeanos.
—No —dije yo, que adoro el laconismo aunque no siempre lo practique.
De cómo me quedé solo y tranquilo en mi casa
Profundamente ofendidos, Calac y Polanco procedieron a demostrarlo sirviéndose otro whisky hasta el borde y guardándose sendos puros en el bolsillo superior izquierdo del saco. Después se levantaron con relativa dignidad y, tomados del brazo por razones de equilibrio más que de amistad, me saludaron sin mayor interés y buscaron la salida en varias partes del departamento empezando por el cuarto de baño. Me permití no ofenderlos indicándoles el buen camino y al cabo de un rato se los oyó bajar la escalera; uno de ellos daba la impresión de hacerlo rodando, pero cada cual tiene su sistema propio de locomoción.
Yo me quedé un rato fumando y después me puse a estudiar los documentos para la próxima reunión del Tribunal Russell. Había muchas cosas sobre el Tribunal Russell en mi historieta, pero Calac y Polanco se iban sin saberlas, parecidos en eso a tantos cientos de miles de latinoamericanos privados de buena información sobre las cosas que realmente importan. En sus reuniones de Roma y de Bruselas, el Tribunal había hecho lo posible para que sus conclusiones alcanzaran a todos los sectores del continente latinoamericano, pero eso no bastaba frente a los silencios cómplices, las mentiras y la indiferencia. Quizá, pensé con ese optimismo que provoca en mis amigos un considerable regocijo, la nueva aventura de Fantomas sirviera para mostrarles a algunos lo que tan imperiosamente se necesitaba saber en toda América Latina. Quizá fuese un pequeño paso hacia la verdad, hacia un mañana diferente. La suma de muchos pequeños pasos, pensé, es al fin y al cabo la única manera de avanzar por el camino de la historia.
Como Calac y Polanco ya no estaban ahí, pude imaginar todo eso con alguna esperanza, sin verles en la cara ese aire que yo mismo les inventé en mala hora y del que me arrepentiré hasta el fin de mis días.
(1975)