París, último primer encuentro[19]

Hoy, casi veinte años después, la pareja ya no es la misma. Si bien seguimos siempre juntos, París juega desde hace tiempo su partida de drugstores y de torres, trueca el oxígeno y la calma por automóviles; yo envejezco a su lado, olvido lugares privilegiados e itinerarios rituales. Paradoja irrisoria: cuanto más pertenecemos a una ciudad, menos la vivimos.

Pero en la noche, callejeando por el Marais solitario o fumando sentado en un banco del canal Saint-Martin, vuelve la imagen desnuda y temblorosa de un primer encuentro, y sé que nos amamos siempre y que seguimos acudiendo a la cita. Nada habrá cambiado mientras la ciudad y su amante continúen negando la superficie espumosa del tiempo para buscarse en aguas profundas. Así, cosas vividas en los años cincuenta y que llenaron páginas de Rayuela, permanecen actuales y presentes, y puedo citarlas sin ningún sentimiento póstumo, sin la melancolía del que evoca solamente el pasado. Ya no es, en ningún plano, la misma pareja; aquel París, aquel yo, no están ya, ni está la Maga que era como su síntesis. Y sin embargo el mismo estremecimiento de maravilla suele esperarme por la noche en las esquinas de ciertas calles, en los barrios del Norte, en el olor de los viejos portales y en el lento deslizarse de las pinazas bajo el Pont-Neuf.

¿Por qué, entonces, escribir de nuevo si todo fue dicho en una primera esperanza de belleza, de verdad? Fragmentos de Rayuela, guijarros de una playa de vida conservan esa visión que sigue siendo la mía.

Sé que un día llegué a París, sé que estuve un tiempo viviendo de prestado, haciendo lo que otros hacen y viendo lo que otros ven.

La ciudad, brújula invisible, conduce a Horacio Oliveira al encuentro con la que llamará la Maga.

Aquí había sido primero como una sangría, un vapuleo de uso interno, una necesidad de sentir el estúpido pasaporte de tapas azules en el bolsillo del saco, la llave del hotel bien segura en el clavo del tablero. El miedo, la ignorancia, el deslumbramiento: Esto se llama así, eso se pide así, ahora esa mujer va a sonreír, más allá de esa calle empieza elJardín des Plantes. París, una tarjeta postal con un dibujo de Klee al lado de un espejo sucio. La Maga había aparecido una tarde en la rué du Cherche-Midi, cuando subía a mi pieza de la rué de la Tombe Issoire traía siempre una flor, una tarjeta Klee o Miró, y si no tenía dinero elegía una hoja de plátano en el parque. Por ese entonces yo juntaba alambres y cajones vacíos en las calles de la madrugada y fabricaba móviles, perfiles que giraban sobre las chimeneas, máquinas inútiles que la Maga me ayudaba a pintar.

Cada encuentro, un acto mágico, un ritual oficiado en la inmensa rayuela de la ciudad.

Los encuentros eran a veces tan increíbles que Oliveira se planteaba una vez más el problema de las probabilidades y le daba vuelta por todos lados, desconfiadamente. No podía ser que la Maga decidiera doblar en esa esquina de la rué de Vaugirard exactamente en el momento en que él, cinco cuadras más abajo, renunciaba a subir por la rué de Buci y se orientaba hacia la rué Monsieur le Prince sin razón alguna, dejándose llevar hasta distinguirla de golpe, parada delante de una vidriera, absorta en la contemplación de un mono embalsamado. Sentados en un café reconstruían minuciosamente los itinerarios, los bruscos cambios, procurando explicarlos telepáticamente, fracasando siempre, y sin embargo se habían encontrado en pleno laberinto de calles, casi siempre acababan por encontrarse y se reían como locos, seguros de un poder que los enriquecía. A Oliveira lo fascinaban las sinrazones de la Maga, su tranquilo desprecio por los cálculos más elementales. Lo que para él había sido análisis de probabilidades, elección o simplemente confianza en la rabdomancia ambulatoria, se volvía para ella simple fatalidad. «¿Y si no me hubieras encontrado?», le preguntaba, «No sé, ya ves que estás aquí…». Inexplicablemente la respuesta invalidaba la pregunta, mostraba sus adocenados resortes lógicos. Después de eso Oliveira se sentía más capaz de luchar contra sus prejuicios bibliotecarios, y paradójicamente la Maga se rebelaba contra su desprecio hacia los conocimientos escolares. Así andaban, Punch and Judy, atrayéndose y rechazándose como hace falta si no se quiere que el amor termine en cromo o en romanza sin palabras. Pero el amor, esa palabra…

Meses y meses flotando en el puro azar:

Así habían empezado a andar por un París fabuloso, dejándose llevar por los signos de la noche, acatando itinerarios nacidos de una frase de clochard, de una bohardilla iluminada en el fondo de una calle negra, deteniéndose en las placitas confidenciales para besarse en los bancos o mirar las rayuelas, los ritos infantiles del guijarro y el salto sobre un pie para entrar en el Cielo.

Se acostumbraron a comparar los acolchados, las puertas, las lámparas, las cortinas; las piezas de los hoteles del cinquiéme arrondissement eran mejores que las delsixieme para ellos, en el septiéme no tenían suerte, siempre pasaba algo, golpes en la pieza de al lado o los caños hacían un ruido lúgubre, ya por entonces Oliveira le había contado a la Maga la historia de Troppmann, la Maga escuchaba pegándose contra él, tendría que leer el relato de Turguéniev, era increíble todo lo que tendría que leer en esos dos años (no se sabía por qué eran dos), otro día fue Petiot, otra vez Weidmann, otra vez Christie, el hotel acababa casi siempre por darles ganas de hablar de crímenes…

El amor por París es siempre, de una manera o de otra, el amor en París.

Y por qué no, por qué no había de buscar a la Maga, tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rué de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y oliva que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en et Pont des Arts, nos íbamos por ahí a la caza de sombras, a comer papas fritas al Faubourg St. Denis, a besarnos junto a las barcazas del canal Saint-Martin. Con ella yo sentía crecer un aire nuevo, los signos fabulosos del atardecer o esa manera como las cosas se dibujaban cuando estábamos juntos y en las rejas de la Cour de Rohan los vagabundos se alzaban al reino medroso y alunado de los testigos y los jueces… Por qué no había de amar a la Maga y poseerla bajo decenas de cielorrasos a seiscientos francos, en camas con cobertores deshilachados y rancios, si en esa vertiginosa rayuela, en esa carrera de embolsados yo me reconocía y me nombraba, por fin y hasta cuándo salido del tiempo y sus jaulas con monos y etiquetas, de sus vitrinas Omega Electron Girard Perregaux Vacheron & Constantin marcando las horas y los minutos de las sacrosantas obligaciones castradoras, en un aire donde las últimas ataduras iban cayendo y el placer era espejo de reconciliación, espejo para alondras pero espejo, algo como un sacramento de ser a ser, danza en torno al arca, avance del sueño boca contra boca, a veces sin desligarnos, los sexos unidos y tibios, los brazos como guías vegetales, las manos acariciando aplicadamente un muslo, un cuello…

Y la noche al acecho esperando su hora:

Sí, pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rué de la Huchette, saliendo de los portales carcomidos, de los parvos zaguanes, del fuego sin imagen que lame las piedras y acecha en los vanos de las puertas, cómo haremos para lavarnos de su quemadura dulce que prosigue, que se aposenta para durar aliada al tiempo y al recuerdo, a las sustancias pegajosas que nos retienen de este lado, y que nos arderá dulcemente hasta calcinarnos. Entonces es mejor pactar con los gatos y los musgos, trabar amistad inmediata con las porteras de roncas voces, con las criaturas pálidas y sufrientes que acechan en las ventanas jugando con una rama seca. Ardiendo así sin tregua, soportando la quemadura central que avanza como la madurez paulatina en el fruto, ser el pulso de una hoguera en esta maraña de piedra interminable, caminar por las noches de nuestra vida con la obediencia de la sangre en su circuito ciego.

Y una vez más el extranjero se perderá en esa multitud en la que cada uno flota como un corcho en el agua turbia del Barrio Latino:

A todo el mundo le pasa igual, la estatua de Jano es un despilfarro inútil, en realidad después de los cuarenta años la verdadera cara la tenemos en la nuca, mirando desesperadamente para atrás. Eso es lo que se llama propiamente un lugar común. Nada que hacerle, hay que decirlo así, con las palabras que tuercen de aburrimiento los labios de los adolescentes unirrostros. Rodeado de chicos con tricotas y muchachas deliciosamente mugrientas bajo el vapor de los cafés créme de Saint Germain-des-Prés, que leen a Durrell, a Beauvoir, a Duras, a Douassot, a Queneau, a Sarraute, estoy yo un argentino afrancesado (horror horror), ya fuera de la moda adolescente, del cool, con en las manos anacrónicamente Etes-vous fous?, de René Crevel, con en la memoria todo el surrealismo, con en la pelvis el signo de Antonin Artaud, con en las orejas las Ionisations de Edgar Várese, con en los ojos Picasso (pero parece que yo soy un Mondrian, me lo han dicho).

—Tu sémes des syllabes pour récolter des étoiles —me toma el pelo Crevel.

Se va haciendo lo que se puede —le contesto.

Y esa fémina, n’arrêtera-t-elle donc pas de secouer l’arbre á sanglots?

Sos injusto —le digo—. Apenas llora, apenas se queja.

Es triste llegar a un momento de la vida en que es más fácil abrir un libro en la página 96y dialogar con su autor, de café a tumba, de aburrido a suicida, mientras en las mesas de al lado se habla de Argelia, de Adenauer, de Mijanou Bardot, de Guy Trébert, de Sidney Bechet, de Michel Butor, de Nabokov, de Zao-Wu-Ki, de Louison Bobet, y en mi país los muchachos hablan, ¿de qué hablan los muchachos en mi país?

Hoy, casi treinta años después, hablan de liberación, buscan una identidad propia alejándose cada vez más de los espejismos europeos. Es justamente lo que hacen los personajes del Libro de Manuel.

1952-1977