Para una crucifixión cabeza abajo[52]
You could say that a scream is a horrific image; infact, I wanted to paint the scream more than the horror. I think, if I had really thought about what causes somebody to scream, it would have made the scream that I tried to paint more successful. Because I should in a sense have been more conscious of the horror that produced the scream. Infact they were too abstract.
FRANCIS BACON,
entrevistado por David Sylvester
Especialista en alaridos, Francis Bacon le dice explícitamente a David Sylvester que en ningún momento de su obra pictórica ha tratado de ser horripilante («I have never tried to be horrific»). Pocas líneas más adelante agrega lo que puede leerse en el epígrafe.
Si ambas cosas se toman al pie de la letra, el panel de la derecha de los Tres estudios para una crucifixión sería una pintura estrictamente ceñida a imperativos plásticos. No hay por qué dudar de las afirmaciones de Bacon, que delimitan inequívocamente el campo expresivo de su obra. El problema se plantea del otro lado del cuadro, en esa zona donde el espectador la enfrenta y vive lo que el artista niega: el horror del alarido en el suplicio.
La obra de un pintor de la talla de Bacon ofrece la paradoja ejemplar del arte en cualquiera de sus puntos extremos. Allí donde el artista procede con el máximo rigor a su creación, otra cosa lo está esperando para expresarse también en ella y por ella, algo que cabría llamar la dominante histórica de su tiempo. Bacon parece sorprenderse de que sus críticos (en este caso portavoces de su público) vean su pintura como subtendida por el horror. No advierte —porque el genio suele ser particularmente ciego a lo que rebasa su intensa concentración en la obra— que la historia que nos circunda ha encontrado en él a uno de sus cronistas, y que la lectura de esa crónica entraña la extrapolación de la obra en sí, su proyección como espejo del tiempo que nos incluye.
Si cualquier espectador contemporáneo del artista puede ser sensible a esta carga que emana de una creación plástica, un espectador latinoamericano será, como en mi caso, hipersensible a un cuadro que condensa en una sola imagen el panorama global de la crucifixión de su propio pueblo y de casi todos los pueblos que forman su continente. No soy yo quien elige aquí este cuadro de Francis Bacon: la actualidad y la persistencia del horror lo eligen por mí, lo devuelven por la vía de la palabra a lo que Bacon, por ésa misma vía, acaba de negar mientras sus pinceles lo afirman más allá de sí mismo.
Incontables testimonios procedentes de países como Argentina, Chile, Uruguay, Bolivia, Paraguay y Brasil (la lista es mucho más larga, como los cuadros de Bacon son mucho más numerosos) documentan la actualidad de esta imagen que sólo buscó ser plástica. Sería hasta demasiado fácil incluir aquí fotografías que la duplican y la perfeccionan en el horror. Un crucificado cabeza abajo, de cuya boca brota el más horrendo de los alaridos, es sólo una instancia de un jardín de los suplicios que vuelve infantil el infierno dantesco y los fantaseos de un Octave Mirbeau. Basta consultar los archivos del Tribunal Bertrand Russell II, entre tantos otros, para multiplicar como en un juego de espejos demoníacos esta imagen que se vuelve multitud, que se vuelve mujer o niño, que de pie o tendida boca abajo o abierta hasta el descuartizamiento lanza para la nada el más atroz de los gritos de suplicio. Los testimonios de tortura presentados a tantos organismos o comisiones internacionales perfeccionan cotidianamente algo que parecía haber llegado a su límite; por eso cuando el marqués de Sade, en la obra teatral de Peter Weiss, describe con una minucia delectable el suplicio de Damiens, regicida de Luis XV, se diría que escuchamos a un aprendiz de verdugo, incapaz de sospechar el refinamiento que su arte habría de alcanzar en nuestros días.
¿Cómo mirar entonces una pintura que nada tiene de imaginaria, cómo encerrarse en su mera dimensión plástica cuando a pesar de la voluntad explícita de su creador la vemos rebasar hasta la náusea los límites de la tela e invadir como un repugnante mar de sangre y de vómitos su verdadero territorio, el del mundo y el tiempo desde donde estamos mirándola? Su belleza formal, su admirable fuerza la arrancan de la anécdota pictórica para volverla historia; pero ese paso reclama un espectador no solamente capaz de mirar y de ver, sino de asumir la emanación de la pintura con una conciencia histórica, es decir con un juicio y una opción. Que una pintura de Francis Bacon, orgullo de los museos que acopian la cultura de Occidente, los pulverice simbólicamente desde su marco, es tarea que concierne a quienes juzgan y optan en un territorio donde impera la otra fachada del sistema, donde los museos son la mentira o la caridad del poder, donde la sangre de bermellón y el alarido hábilmente sugerido tratan de superponerse y ocultar la verdadera sangre y los verdaderos gritos. Si alguien propusiera hacer un postercon este cuadro de Bacon y fijarlo en las paredes de Santiago o de Buenos Aires, la réplica sería la muerte; en una galería de arte —es decir, en un territorio específicamente estético—, acaso algún ministro inauguraría la exposición con las vacuas palabras presumibles.
Lo mismo ocurrirá en este libro: el cuadro y mi comentario quedarán bellamente encarcelados y neutralizados entre las cubiertas, y no sucederá absolutamente nada. Dos prisioneros más del sistema y en el sistema.
Pero algo hay ya en el hecho de que Francis Bacon haya pintado como pinta, y que muchos de los que ven sus cuadros los proyectan más allá de la estética. De sordos, insospechados y lentos procesos se nutren las mutaciones históricas: un discurso mesiánico en Galilea, un artículo en la Enciclopedia, una frase donde se habla de un fantasma que recorre Europa, y por qué no en nuestros días una pintura, una película, tantas cosas todavía insospechadas, un pequeño David de ojos rasgados derribando a un Goliat campeón de baseball: cabeza abajo en su cruz y aullando de dolor, el hombre histórico es más fuerte que su sonriente verdugo de pie. Un libro cerrado puede abrirse un día como una Bastilla de papel; un continente entero puede decidir que las pinturas de Francis Bacon entren irremisiblemente en el pasado como las decapitaciones de las tablas florentinas, como los martirios de las policromadas hagiografías. Creo que esta pintura que hoy miramos desde el horror contiene ya su reverso, su caída en los archivos de la historia. Pero es bueno que haya sido pintada, que posea un poder que a nosotros nos toca asumir y llevar a sus consecuencias últimas; sólo así habrá alcanzado su verdadero sentido, como todo lo que nace, consciente o inconscientemente, de la rebelión del hombre de luz contra el hombre de tinieblas.