Viaje a un tiempo plural[53]
El ojo entra en el campo de estas imágenes (pequeñas, distribuidas al azar de una mesa o una vitrina) e instantáneamente se pasa del tiempo del reloj a un tiempo donde todo se da como simultáneo, lo mítico y lo histórico, y donde una metamorfosis elástica y continua desliza sus serpientes de mármol o de bronce de figura en figura.
El gran Lezama Lima mostró cómo los objetos de una vitrina cumplen misteriosas interacciones que los ligan, los conciertan o los destruyen; aquí, un pequeño universo de piezas nacidas de una sola madre (pero se siente la tentación de escribir Madre con clara referencia a la fuerza primordial, a la más arcaica gestación telúrica) tienden entre ellas un juego de vibraciones y una red de signos que sólo pueden darse fuera del tiempo usual. Para quien sabe ver, todo coexiste sin fractura y sin contradicción, simultáneamente se tiene acceso al mundo de Gilgamesh y del biscuit dieciochesco, a la coexistencia de arpías y Coatlicues y pebeteros corintios y esfinges y terracotas libertinas y Tanit y Gudea y sirenas y lo cellinesco y zoomorfías precolombinas y afrontados genios babilónicos bajo una luz de Ishtar. Pero ésta no es una enumeración de referencias míticas o estéticas sino la única manera posible de concitar y de transmitir esa simultaneidad atemporal que Virginia Silva extrae de la arcilla con la liviana imposición de sus manos que saben más que ella, más que nosotros.
En ese múltiple circuito de fuerzas donde todo es o puede ser mandrágora, gorgona, hermafrodita, rito fálico, hierogamia y por qué no epifanía, nada se da en un solo plano, y la multiplicidad de las esencias se expresa en muchas de sus esculturas como incitación a acercarse y tocar; entonces se descubre que esas piezas no empezaban ni terminaban en su contorno visual sino que lo táctil está ahí para abrir una segunda compuerta. Ligera presión, levísimo empuje de los dedos, y lo monolítico se descompone en caja de Pandora, una cabeza se divide para mostrar su moviente cerebro de frutas diminutas o de temblorosos cangrejos, un sector se separa del resto para recomponerse en un orden que altera el conjunto y lo vuelve interrogación permanente. Se diría que la naturaleza se interroga allí sobre su persistente monotonía, y busca a través del arte algo más que la imitación que le sospechara Oscar Wilde, una renovación capaz de arrancarnos de la rutina genética. Todo es allí reemplazo, completación y apertura hacia nuevas constelaciones morfológicas; por debajo, entrelazándose, surgiendo como constantes que de alguna manera ordenan y codifican esa libertad que nada tiene que ver con el desenfreno, las imágenes arquetípicas se repiten: la serpiente, el acoplamiento cósmico y humano, el ramo de frutas, la joya y el cráneo vacío y desollado. Hay como una lucha interminable entre lo que el hombre histórico acata y teme, y la metamorfosis que le propone el salto al delirio y a la irrepetible creación. A semejanza de los bestiarios de oro que se esconden en un museo poco visitado de San José en Costa Rica, otros dioses juegan con otras creaciones; sin sospecharlo acaso, Virginia Silva continúa de este lado del mar una tarea secreta e infinita.
Algunas de sus criaturas parecen incluso sospecharlo en su propia presencia plástica; pienso en esa hermosa adolescente que emerge de una plataforma sostenida por un animal de las profundidades ctónicas, y que escucha los rumores que emanan de dos caracolas o dos audífonos. Atenta a lo que le llega como un murmullo marino o celeste, no parece ver esa mano innominable que yergue ante ella el libro de la civilización y la cultura, y tampoco la otra cuyo dedo busca su clítoris para iniciar en ella el placer que la exaltará hacia sí misma y le dará la clave de todo lo demás.
Casi siempre la crítica de arte consiste en centrar en la obra la interrogación y el análisis. Prefiero lo contrario, la crítica que la obra ejerce en mí como espectador, su provocación, el juego de espejos mentales y libidinales que suscita, la apertura a pasajes muchas veces vertiginosos que la ligan y me ligan a los arquetipos, a ese tiempo fuera del tiempo donde coexisten y laten la pulsiones profundas de lo humano. El microcosmos de Virginia Silva es un potenciador, un proyector hacia ese tiempo; de él vuelvo con la bella fatiga que sigue al amor y a los viajes, a todo lo que nos excentra para impulsarnos hacia el Centro.
(1978)