De una infancia medrosa[24]

Interrogarme sobre el miedo en mi infancia es abrir un territorio vertiginoso y cruel que vanamente he tratado de olvidar (todo adulto es hipócrita frente a una parte de su niñez) pero que vuelve en las pesadillas de la noche y en esas otras pesadillas que he ido escribiendo bajo la forma de cuentos fantásticos.

La casa de mi infancia estaba llena de sombras, recodos, altillos y sótanos, y a la caída de la noche las distancias se desmesuraban para ese chico que debía ir al baño atravesando dos patios, o traer lo que le pedían desde una despensa remota. Sagas sangrientas de asesinos circulaban en las sobremesas familiares, y el suburbio abundaba en ladrones y vagabundos peligrosos, pero todo eso, que aterraba comprensiblemente a mi madre, sólo incidió marginalmente en mis miedos. A una edad que no alcanzo a fijar, la soledad y la oscuridad desencadenaron en mí otros temores jamás confesados; animalito literario desde el vamos, el terror me llegó por la vía de las lecturas y no de las crónicas vivas, e incluso en esas lecturas el vórtice del pavor fue siempre la manifestación de lo sobrenatural, de lo que no puede tocarse ni oírse ni verse con los sentidos usuales y que se precipita sobre la víctima desde una dimensión fuera de toda lógica.

Así, desarmado, nunca pude refugiarme en la confesión del temor que los mayores comprenden a veces, aunque casi siempre la rechacen en nombre del sentido común, la hombría y otras estupideces?, desde muy niño tuve que aceptar mi soledad en ese terreno ambiguo donde el miedo y la atracción morbosa componían mi mundo de la noche. Puedo fijar hoy un hito seguro: la lectura clandestina, a los ocho o nueve años, de los cuentos de Edgar Allan Poe. Allí lo real y lo fantástico (digamos la rué Morgue y Berenice, el gato negro y Lady Madeline Usher) se fundieron en un horror unívoco que literalmente me enfermó durante meses y del que no me he curado jamás del todo.

El folklore argentino hacía también lo suyo a través de tíos y primas: el lobizón, por ejemplo, la posibilidad monstruosa del licántropo cada vez que me mandaban a buscar algo al jardín en una noche de luna. Poco me atemorizaba la idea de un criminal que pudiera apuñalarme o estrangularme en la sombra; ese criminal estaba de mi lado, e incluso mi ingenuidad me llevaba a creerme capaz de defensa, de directo a la mandíbula o patada letal en salva sea la parte. El miedo era lo otro, eso que la literatura anglosajona llama tan admirablemente the thing, «la cosa», lo que no tiene imagen ni definición precisa, roce furtivo en el pelo, mano helada en el cuello, risa apenas perceptible al otro lado de una puerta entornada. Contra eso no había respuesta posible salvo correr, cumplir el encargo a toda velocidad y regresar sin aliento para recoger irrisoriamente grandes elogios por mi diligencia.

Mis compañeros de escuela y de fútbol tenían miedo de lo que genéricamente llamaban fantasmas y que extraían de relatos familiares y de novelones malamente góticos. La idea del fantasma típico, con sábana blanca y ruido de cadenas, no me preocupó jamás; podía admitir su existencia, y vaya si la admitía, pero estaba casi seguro de que no se molestarían en manifestarse, los encontraba demasiado estereotipados y repetidos. Mis lecturas poco controladas por los adultos iban casi infaliblemente a formas más sutiles de lo sobrenatural y lo morboso; la literatura de la catalepsia y del sonambulismo, por ejemplo, que abundaba en las bibliotecas de mi infancia, el gólem, que entró temprano en mi vida, los dobles, los autómatas homicidas, y ya en el umbral de la despedida infantil, el monstruo hijo de Mary Shelley y del doctor Frankenstein, y Cesare, la horrenda criatura de Caligari.

El niño es el padre del hombre, y quienes lean estas líneas reconocerán algunas de las atmósferas que surgen de mis cuentos y de alguna novela (donde se trata de vampiros que, cosa extraña, no circularon demasiado en las noches de mi infancia, sin duda por fallas bibliotecológicas). Si el miedo me llenó de infelicidad en la niñez, multiplicó en cambio las posibilidades de mi imaginación y me llevó a exorcizarlo a través de la palabra; contra mi propio miedo inventé el miedo para otros, aunque está por verse si los otros me lo han agradecido. En todo caso creo que un mundo sin miedo sería un mundo demasiado seguro de sí mismo, demasiado mecánico. Desconfío de los que afirman no haber tenido nunca miedo; o mienten, o son robots disimulados, y hay que ver el miedo que me dan a mí los robots.