Minidiario[38]
Un día que parece condensar la luz y el tiempo; la luz de un sol furioso que nos golpeará sin lástima, y la sucesión de lugares y de hechos que la memoria acabará desplegando, equivocada como tantas veces, en un lapso mucho mayor. También nosotros estamos condensados en el auto (perdón, carro) en el que viajamos de Managua a Rivas y que además del compañero chofer lleva a Sergio Ramírez, Ricardo Coronel, Carlos Schutze y el que escribe; también nuestra charla a lo largo de cuatro o cinco etapas se aprieta en una sucesión incesante de temas, aunque yo hablo poco porque estoy ahí con los amigos para escuchar y aprender de ellos lo que sólo puede ser sentido en vivo mientras se corre de la capital hacia la frontera de Costa Rica y cada paisaje, cada pueblo, cada cultivo despiertan en ellos un torrente de datos, explicaciones, cifras, proyectos, toda la esperanza de sus planes de gobierno y también sus frustraciones, la batalla diaria contra el subdesarrollo y la pobreza.
Vamos hacia El Ostional, en la costa pacífica y a apenas ocho kilómetros de la frontera que se ha vuelto hostil y tras de la cual se siguen agrupando las bandas contrarrevolucionarias que tantean las posibilidades de una invasión por el sur. Sergio Ramírez, miembro de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional, va a entregar títulos de propiedad a una serie de cooperativas de campesinos a quienes la reforma agraria distribuye tierras; el mismo Sergio que esta mañana me ha entregado a mí su libro de ensayos Balcanes y volcanes, lúcido análisis paralelo de la evolución (y muchas veces involución) económica y literaria de Centroamérica. Pienso en sus cuentos, en su novela cuyo título pregunta: ¿Te dio miedo la sangre?, y mientras lo oigo discutir problemas de ganadería con sus compañeros veo como en un reflejo múltiple algo que me sigue asombrando, la casi inconcebible coincidencia en tantos dirigentes «nicas» del estadista, el combatiente y el intelectual. Ernesto Cardenal, Tomás Borge, Omar Cabezas… la lista es larga, y no del azar ha nacido esta lista sino de la altísima escala de valores con que se definen la lucha y la Revolución Sandinista y que explica su más auténtica razón de ser.
Pero éste es un minidiario de viajes y me paro aquí, como ahora nos paramos en la plaza del Ostional donde se agrupan los campesinos con sus niños y sus carteles (perdón, pancartas), uno de los cuales me conmueve porque lo imagino improvisado por su autor: Las tierras osiosas / a las manos laboriosas. En esa falta de ortografía se agazapa todo el pasado, todo el abandono en que han vivido los campesinos y que la reforma agraria quiere rescatar paralelamente a la alfabetización, rescate exterior e interior de un pueblo lleno de gracia y de poesía innatas. Y hay ya un sol del carajo, y los discursos parecen más largos de lo que son (porque son sorprendentemente cortos, empezando por el de Sergio que tiene el arte de decir mucho con poco, pese a que los altavoces tienden a ser más bien horrendos en El Ostional y lo obligan a repetir más de una frase). La alegría de la gente tiene esa mesura que ya conozco en los nicas, hay esa manera de ofrecer un trago o hacer un comentario sin salirse de un límite, de un pudor que los vuelve más hondos y entrañables.
Otra vez en marcha, pero ahora entramos en una zona donde hablar de carreteras parece una mera expresión de deseos, razón por la cual nos hemos mudado a un jeep (perdón, Yip) en el que me toca un asiento lateral donde parecen brotar todas las alabardas de los visigodos o el atroz tanteo previo al empalamiento fatal de los turcos. Frente a mí, Ricardo Coronel habla de granjas agrícolas, de cruces genéticos, de inseminación artificial y sobre todo del riego, porque atravesamos ahora una zona reseca donde vamos a inaugurar la micro-presa que dará fertilidad a los valles más desolados. Mientras lo escucho y aprendo un poco más sobre cosas tan alejadas de mi vida usual, me vuelve desde la otra cara de la medalla la imagen de su padre, el admirable poeta José Coronel Urtecho, y también descubro cuánto se parece Ricardo a doña María, su madre casi legendaria, la alemana amazona que durante años incontables ha sido la fuerza y la gracia de Las Brisas, esa finca donde pernocté en mi primer viaje a Nicaragua. Hombre, ahora que lo pienso, en ese viaje también estaba Sergio, sólo que entonces vivía exiliado en Costa Rica, y con él y Ernesto Cardenal nos metimos de contrabando en Nicaragua para visitar Solentiname. Qué lejos está ya, por suerte, ese año setenta y seis.
Si al marqués de Sade le hubieran gustado las micro-presas —y esto se prestaría a muchos juegos de palabras—, merecería ser el dueño de la de Guiscoyol, porque han instalado la tribuna de frente al sol de las tres de la tarde, nos sientan en una fila de sillas como si fueran a fusilarnos (¿usted sabía que en algunos de nuestros países se tenía esa delicada atención para que el condenado estuviera más cómodo?), y ahora los discursos me parecen maratones, las obras completas de Balzac, las arengas de Fidel, con el sol empujándome la cara, juro que es cierto, moriré convencido de que la teoría corpuscular de la luz es la única verdadera, qué ondas ni que ocho cuartos, son piedras, hermano. Y otra vez tragos pero al sol, y yo agarro mi cerveza y encuentro un árbol perdido por ahí y le digo que es mi árbol, que lo amo apasionadamente, no sea cosa de que se me vaya de golpe, puede pasar en este país de locos. Y la cerveza está caliente, para decírtelo todo.
Cambio delicioso y bien merecido una hora más tarde: Sergio inspecciona una fábrica para el procesamiento de langostinos y camarones, donde los enormes hangares tienen por lo menos el aire de ser frescos, y además la gente está contenta porque la fábrica va a dar trabajo a seiscientas personas en una zona particularmente pobre. Por eso vuelvo a subir al horrendo jeep un poco menos muerto que antes, pero el turco me espera con el palo ensebado y mi único consuelo es pensar en Vlad V, el príncipe rumano que se vengó de los turcos empalando a diez mil de ellos y de paso originó la leyenda de Drácula; no crea que estoy haciendo un mal juego de palabras, fue así pero allá lejos y hace tiempo.
El sol empieza a caer y da gusto decirlo aunque sea retrospectivamente (la literatura no es otra cosa al fin y al cabo). Llegamos a Belén para participar en un homenaje a jóvenes combatientes sandinistas que fueron asesinados a traición por la guardia de Somoza en la última etapa de la guerra. Ahí, junto al pequeño monumento donde se inscriben sus nombres, están las madres de muchos de ellos rodeadas por los vecinos, por los innúmeros niños de Belén. Todo es grave y tierno a la vez, y a la vez nada es lúgubre. La noche cae mientras compartimos una cena colectiva en la casa comunal, y del regreso a Managua me acuerdo poco porque ahora tengo un buen asiento en el que me duermo como corresponde; por momentos oigo a Sergio y a Ricardo discutiendo problemas de regadío. Con otras diez micro-presas se podría… También hablan de granjas avícolas, creo, todo se mezcla en mi semisueño, las gallinas se caen en las micro-presas, creo que no sirvo mucho para las inauguraciones pero no lo diré, para que me sigan llevando a todas las micro-presas y a todas las gallinas, siempre.