Capítulo 6
Carla

Lugar desconocido, nueve años antes

 

Carla aceleraba el paso de camino a su habitación con la nota en la mano sin querer mirarla. No sabía qué ponía en ella, pero la sola idea de que alguien hubiese dejado un mensaje entre aquellos muros, que se hubiese tomado la molestia de rasgar el suelo y esconder el texto, solo podía significar una cosa: que no todos los miembros del monasterio seguían las normas que dictaba la comunidad. En teoría, no había nada que no pudiese decirse a viva voz y que no tuviesen que conocer todos los miembros. Nadie podía tener secretos, y de tenerlos, acababan confesándose tarde o temprano.

La comunidad estaba formada por unos sesenta hombres y sesenta mujeres de diversas edades, todos emparentados de algún modo u otro. Carla, en cambio, había sido adoptada por la fundadora, Bella, la encargada de ver el destino de los demás, y ahora la consideraban como su hija.

 

 

Era una cría de siete años cuando llegó en los brazos de Bella al monasterio; un cachorro malherido, con apósitos y vendas manchadas de sangre, inconsciente y aullando en sueños que todo ardía a su alrededor. La comunidad la recibió como a un mesías. La cuidaron y la protegieron con la ilusión con la que se trata a los reyes pero, y así debía ser, la instalaron en unos aposentos en los que podrían vivir las ratas. Le curaban las heridas con trapos bañados en infusiones de hierbas, pero cuando su cuerpo parecía que acariciaba la curación sustituían los ungüentos por agua con sal, haciéndola gritar por el escozor. Le secaban los sudores fríos con paños mojados, y encendían en torno a ella solemnes braseros para mantenerla caliente y hacerla sudar hasta el límite de la deshidratación. El proceso era un contrasentido, pero era el modo en que funcionaban las cosas en un mundo de opuestos. Por aquellos días Carla se debatía entre la vida y la muerte, y tras cada ritual o cada muestra de atención, se encontraba a sí misma más cerca de uno de los lados.

—¿Aguantará? —preguntaban a Bella algunos miembros, preocupados.

—Cuando caminas entre dos mundos, el único modo de permanecer en el centro es tirando de los dos extremos.

Durante los días siguientes, entre sudores fríos y delirios, Carla comenzó a susurrar: «Amanda no puede morir» una y otra vez. Al principio lo silbaba de manera casi imperceptible, con un hilo de voz entrecortado por los jadeos, pero según pasaban las horas y se extendían los cuidados, los susurros se convirtieron en chillidos a viva voz que se oían por todo el monasterio. Bella debatió durante días con otros miembros de la comunidad si aquello significaba algo y si debían seguir con el plan marcado por Laura.

Laura, que había soñado con Amanda y había decidido que debía morir para evitar males mayores a la humanidad, dudó sobre qué hacer cuando se enteró de los delirios de Carla.

A las pocas semanas de llegar al monasterio, sumida en luchas internas, Carla despertó con un chillido desgarrador:

—¡Amanda no puede morir!

Su maltrecho cuerpecito de niña, en el que habían comenzado a disiparse los moratones y las heridas, no aguantó un segundo más de vaivenes y decidió que era mejor despertarse aun sin saber en qué lado se encontraba.

—Bienvenida, Carla —dijo una silueta con voz serena postrada junto a los pies de su camastro.

—¿Mamá? Amanda no puede morir... —susurró casi sin miedo a las sombras que la rodeaban.

—Tu madre no está —respondió la voz desde la oscuridad—. Ni tampoco tu familia.

—Amanda no puede morir —susurró de nuevo, sin saber por qué aquellas palabras se escapaban de su boca.

—Tranquila, hija —susurró la silueta, intentando acallar la cantinela que Carla seguía susurrando entre frases—. No morirá.

—¿Dónde está mi familia? —preguntó con la voz rota—. Amanda no puede...

—Ya no están, hija mía. Tus padres han muerto en un accidente de tráfico. El destino, por algún motivo, ha querido que tú sobrevivas.

Era mentira. Cualquiera se habría dado cuenta, pero a ella aquellas palabras pronunciadas por la silueta le parecieron lo más sincero que había oído en su vida. Su corazón palpitó con ímpetu, el aire se esfumó de sus pulmones y las lágrimas no tardaron en inundar sus vidriosos ojos miel. Los labios comenzaron a temblarle, y también las manos.

—Si tienes que llorar, llora, hija. La muerte de tu familia nos ha conmocionado a todos.

—Amanda no..., Amanda... no puede..., Amanda no... La historia es suya..., la historia... no puede..., las piedras..., la historia...

La figura abrió los ojos con sorpresa. Algo había cambiado de repente. Miró a ambos lados e hizo un gesto a uno de los miembros que estaban junto a ella.

—Que se encargue Laura —susurró la figura al oído del que se había acercado, y se quedó en la penumbra observando a la niña con interés.

Parecía que Carla iba a estallar de un momento a otro, reventar en un llanto y dejarse ir por la noticia más dolorosa de su corta vida, pero cerró los ojos, respiró hondo y rememoró el último recuerdo que tenía de su familia. Las imágenes de una noche de pizzas y juegos de imitación, las risas de todos y la mirada cómplice de su hermana. Había otras imágenes: un lago, una puesta de sol y atracciones de feria, pero pasaron tan rápido que ni ella misma se reconoció.

No recordaba mucho, solo momentos salpicados, pero estos constituyeron para ella un pilar férreo sobre el que sostenerse. Era impensable que una cría de su edad mantuviese la entereza ante aquella noticia, en un lugar desconocido iluminado por las velas, pero había realizado tantos viajes entre la vida y la muerte durante los días previos que era como si su espíritu se hubiese preparado para recibir el golpe de antemano.

Tragó saliva y, al hacerlo, empujó hacia el fondo de sí misma toda la rabia y la pena que sentía. Sus ojos se llenaron de vulnerabilidad y miraron preocupados a la silueta que tenía frente a ella. De entre las sombras aparecieron más siluetas con túnicas oscuras, aplaudiendo, y corrieron a abrazarla. La miraban de cerca a los ojos y le daban las gracias por estar viva. Eran agradecimientos fervientes y entusiastas. Mientras unos aplaudían, otros se sentaban en la cama y le acariciaban los pies para reconfortarla; los más apasionados gritaban al cielo: «Viva nuestra Carla», seguido de un murmullo imperceptible; todo ello ante la solemne y estoica actitud de la silueta central, inmóvil frente a la cama, tranquila y casi etérea.

Carla acogió el recibimiento estupefacta, sin saber cómo reaccionar; no entendía nada, pero si tanta gente se alegraba de verla bien, sería porque la querían de verdad.

De día se dejaba cuidar sin hacer muchas preguntas, aceptando que su vida había cambiado para siempre, pero de noche, en la soledad oscura de su aposento, se entregaba a los recuerdos de su vida anterior. «Qué duro es esto, mamá», decía para sí entre lágrimas bajo las sábanas. «¿Por qué os habéis ido?». Cada noche lo mismo, repetía esas palabras una y otra vez como si de una oración se tratase.

Los años siguientes pasaron rápido, a pesar del dolor interno que poco a poco iba apoderándose de ella. Al principio se entregó a las enseñanzas de los miembros de la comunidad. No había más niños en el monasterio, así que el aula que improvisaron en un antiguo cuarto de lavandería era demasiado espacioso para el único pupitre que instalaron. Las clases de latín se intercalaban con simbología; la aritmética, con el estudio de la mente; la literatura, con la interpretación; todo mezclado en un cóctel perfecto para prepararla para un destino que no conocía.

Añoraba las clases de dibujo que disfrutaba en su antigua escuela de Nueva York, así que en la soledad de su aposento solía entregarse a plasmar en folios amarillentos lo primero que se le pasaba por la cabeza. Cerraba los ojos, dejaba que su espíritu viajase por toda su vida y su imaginación, y permitía a su mano izquierda coger la pluma y comenzar a garabatear. Era su vía de escape, el último reducto para salvaguardar su mente, y era el único momento del día en que, a pesar de no ser plenamente consciente de qué acabaría dibujando, se sentía viva.

 

 

Al fin llegó al extremo del corredor y se detuvo frente a una solemne puerta de madera. Apoyó la cabeza contra ella aguantando el papelito entre los dedos, y respiró hondo para empujarla y abrirse paso hacia la oscuridad protectora de su aposento. Una vez dentro, se cercioró de que había bloqueado la puerta y que nada podría resquebrajar la seguridad que constituía para ella aquel cuarto. Caminó entre la negrura absoluta en una especie de zigzagueo, conocía bien la ubicación de cada mueble, y a los pocos segundos tiró de una cuerda que encendió una lamparita que iluminó toda la estancia, mostrando las paredes empapeladas con todo lo que había pintado a lo largo de los años.

Paisajes inconclusos donde todo parecía descomponerse en los bordes del papel, garabatos sin sentido emulando animales que devoraban a sus presas, siluetas negras observando a una chica difusa correr durante la noche. Entre todos los dibujos, destacaba la imagen del rostro de un joven, garabateado con tinta negra, del que emanaba una especie de aura digna de los primeros amores. Ese rostro, idílico y perfecto, había sido dibujado en uno de los trances internos de Carla y, cuando por fin lo terminó, se quedó completamente fascinada por la inquietud y el pálpito interior que la mirada de esos ojos desconocidos causaban en ella.

Se sentó más nerviosa que nunca sobre la cama, desdobló entre sus temblorosos dedos de dieciséis años el papelito que acababa de encontrar entre los libros de la biblioteca y lo leyó en un susurro: «Te quiero».

El día que se perdió el amor
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