Capítulo 12
Steven

Rikers Island, Nueva York, 14 de diciembre de 2014

 

Un día en el centro penitenciario de Rikers Island era distinto según el bando en que se estuviese. Los visitantes observaban con incredulidad y cierta curiosidad los protocolos a los que se les sometía cuando pasaban por el arco detector. No había muchas indicaciones salvo evitar llevar objetos punzantes, no ser cariñoso en exceso durante los abrazos y los «cuánto te echo de menos» para no levantar sospechas innecesarias y, lo más importante, salir de allí cuanto antes. Los presos, en cambio, sufrían chequeos continuos, desconfianzas, castigos, luchas de poder efímeras. Para los que tenían suerte y estaban de paso, la mayoría en Rikers Island, el suplicio duraba poco, menos de un año por término medio, así que no tenían que esforzarse demasiado por labrarse una reputación. Nadie estaba el tiempo suficiente para tener que crearse un personaje creíble, con sus matices de personalidad, sus debilidades, sus sueños y su correspondiente evolución emocional hacia el abismo de la autodestrucción; de modo que todos eran burdas caricaturas dibujadas con trazos gruesos, para que nadie se perdiese intentando saber quiénes eran y solo fuese necesario echarles un vistazo para comprender su función en la jungla de barrotes: rateros de poca monta y sinvergüenzas del estraperlo; asesinos pasionales y atracadores de joyerías; políticos corruptos y banqueros estafadores.

Horas antes del tiempo de visitas, Steven se despertó en su celda al oír el estruendo de una porra golpeando los barrotes.

—¡Tú, arriba! —gritó el funcionario.

Suspiró y se frotó la cara antes de ponerse de pie. No compartía celda con nadie, así que en las profundidades de su soledad entre rejas no tenía que soportar estupideces de un compañero con poco o nada que ver con su calvario interno.

El director del centro penitenciario había preferido tomar todas las precauciones con uno de los presos de mayor relevancia de cuantos habían pasado por allí. El caso del «decapitador», como lo habían apodado en la prensa, y que llamó la atención de medio mundo, acabó sin responsables directos. La prueba presentada por el principal sospechoso, Jacob Frost, un libro con una lista interminable de nombres de desaparecidas, y las declaraciones de Steven, un exabogado que sufrió extorsión para raptar a las víctimas (único detenido y sentenciado a cadena perpetua), fueron concluyentes para determinar que Jacob no lo hizo. La autoría de la muerte de Jennifer Trause y Claudia Jenkins, las únicas víctimas sobre la mesa, se atribuyó a una especie de secta cuyos miembros fueron encontrados carbonizados en una casa a las afueras de Boston, y cuyos rituales sin sentido ya habían sido analizados por tertulianos y psicoanalistas en un sinfín de medios de comunicación, con argumentadas inventivas, medias verdades e hipótesis infundadas, todo para determinar, con perfecta sincronización, que vivíamos en un país de locos.

Steven fue el único detenido, el único condenado y el único que viviría el infierno de la culpabilidad bajo el paraíso de los barrotes. Él lo veía así. No se sentía con fuerzas para luchar contra su carga. Durante años había secuestrado a mujeres por todo el país con la absoluta certeza de que acabarían muertas a manos de un grupo de malnacidos y, al mismo tiempo, con la incertidumbre de si conseguiría recuperar a sus hijas. Era un contrasentido, un viaje a los extremos de sí mismo cuyo único destino era morir de viejo en la prisión sabiendo que, de algún modo, se hacía justicia con las víctimas de su destrucción, en especial con Claudia Jenkins, la única sobre la que él había dejado caer el peso de la muerte.

Durante el juicio sorprendió a medio mundo con su autoinculpación: «Señores y señoras del jurado —dijo entonces con voz seria—, he secuestrado a cientos de mujeres, no sabría decirles cuántas. He destrozado miles de vidas y hundido millones de sueños con la única esperanza de recuperar a mi hija, Amanda Maslow, a quien ustedes conocían como Stella Hyden. Mi otra hija, Carla Maslow, sigue desaparecida. No tengo más fuerzas para luchar. No quiero librarme de mi condena, puesto que la llevaré siempre por dentro. Yo secuestré a esas mujeres. Yo las entregué a la muerte. No pierdan un segundo más con este juicio. Júzguenme sin piedad, dejen que me pudra entre rejas. Gastaré las últimas palabras de mi alegato con lo único que a estas alturas puedo decir. —Steven se aproximó al estrado y se giró hacia los presentes. Un murmullo recorrió la sala y los medios de comunicación acreditados se agolparon y se pisotearon para inmortalizar el gesto. Steven se arrodilló con lágrimas resbalando por sus mejillas y dirigió una última mirada a Amanda, al fondo de la sala. Con la voz entrecortada por el llanto gritó—: ¡Lo siento!».

Desde que entró en Rikers Island rememoró ese momento cada día, no por lo que representaba, el fin de su calvario, sino porque había visto el rostro de Amanda una vez más. No podía creer cuánto tiempo había pasado sobre ella. La última vez que la vio, diecisiete años antes, cuando entraba en la consulta de un psicólogo en Salt Lake, era una chiquilla, y cuando por fin la recuperó y la abrazó, con treinta y tres, todo lo que hizo por encontrarla, todo a cuanto renunció por verla, dejó de tener importancia para él. Antes de que llegase la policía a Salt Lake el 28 de diciembre de 2013 y lo detuviesen junto a Jacob, pasaron cuatro horas, eternas y efímeras, voraces y dolorosas, sentados los tres juntos bajo el cielo, en las que lo único que quería sentir era que su hija estaba bien.

Steven se acercó al diminuto espejo redondo situado sobre el lavabo y contempló su barba castaña, en la que destacaban algunas canas.

—Hoy es el día —dijo con voz ronca.

Se peinó con una especie de cepillo rectangular con púas de plástico, parecido a un borrador de pizarra, y se miró a los ojos. Estaba ilusionado. Desde la última vez que vio a Amanda en el juicio habían pasado seis meses; un instante, comparado con los años que había dedicado a recuperarla, pero las gotas que colman el vaso son las últimas, y estaba más ansioso y exultante que nunca por ver de nuevo a su familia.

Unos pasos agitados se acercaban hacia la celda de Steven, taconeando sobre el compacto suelo de hormigón, reverberando en toda la sección, y se empezaron a escuchar algunos insultos provenientes de los presos: «Este se ha levantado con ganas de joder», «Ven aquí, director, tengo la cama caliente».

Steven seguía sumergido en las profundidades de sus recuerdos, absorto en su reflejo, ensimismado en la ilusión del día, cuando escuchó un carraspeo a su espalda.

—Steven Maslow, preso 7 4 2 1, sección C.

Steven se dio la vuelta y vio al director de la prisión al otro lado de los barrotes, escoltado por dos celadores; uno negro, otro blanco; ambos uniformados de azul, y cuya envergadura contrastaba con la del director: gafas redondas, traje gris, al igual que su cabello, mirada insegura, mofletes lacios. «Este se meaba de niño en la cama», pensó Steven.

—¿Qué quiere? —inquirió frunciendo el entrecejo—. Hoy es el día que veo a mi hija. No venga a joderme. Tengo la visita programada para las diez.

—Ha ocurrido algo, señor Maslow, y se le necesita urgentemente.

—No veo por qué debería ayudarles.

—A nosotros no, señor Maslow.

—Entonces ¿a quién?

—Prométame que no se alterará —dijo el director, inquieto.

—No pienso prometerle nada. Ya dije que no daría problemas, si no me los daban a mí. —Su ronca voz reverberó por la estancia.

El director suspiró.

—Verá, señor Maslow. Nos han llamado del hospital. Su hija está gravemente herida.

El día que se perdió el amor
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