Capítulo 20
Carla

Lugar desconocido, nueve años antes

 

Carla levantó la trampilla con la espiral y vio el interior de una escalera que se adentraba en las profundidades del suelo. El polvo levitaba y apenas dejaba ver más allá de un par de metros, pero se sentía más valiente que nunca. Respiró hondo y, con el ímpetu digno de la búsqueda del amor, convencida de que en aquellas profundidades se encontraba lo que ella anhelaba, emprendió la bajada de camino hacia el mayor secreto de la comunidad.

No podía negar que estuviese asustada. Conforme iba bajando la oscuridad se hizo casi absoluta. Carla jadeaba y el sonido de su respiración solo era interrumpido por el goteo del agua golpeando contra el suelo. A los pocos segundos de disiparse la escasa luz que entraba a sus espaldas, pensó que tal vez no había sido buena idea, que aquello debía de estar prohibido y que sin duda pagaría por su curiosidad, pero el impulso de su corazón era más fuerte que el miedo en sus entrañas, y su corazón le pedía a gritos que siguiese hacia las profundidades de sí misma.

Continuó bajando por una sinuosa escalera de caracol mientras su respiración se perdía poco a poco entre una penumbra cada vez más espesa. Pensó que tal vez ese era el camino al aposento de Bella. Según tenía entendido, Bella dormía en una de las plantas inferiores del edificio, pero no sabía a ciencia cierta dónde. Carla nunca se había adentrado tanto en el monasterio y, por un momento, pensó que si seguía bajando llegaría al mismísimo corazón del mundo. Era su modo de pensar. Siempre buscaba el lado mágico de las cosas y, aunque no supiese qué diablos había al final de esa oscuridad cada vez más opresora, su mente encontraría el camino de vuelta a la felicidad.

Mientras bajaba más y más, su rostro se iluminaba esporádicamente con algún reflejo proveniente de huecos en la estructura, que dejaban pasar finos hilos de luz que dibujaban líneas blancas en las paredes de la escalera. Carla se relajaba cada vez que se cruzaba con una de esas líneas, puesto que iluminaban lo suficiente como para recuperar el aire y bajar el ritmo de su corazón asustado. Recordó lo que había escrito y las sensaciones que experimentó mientras plasmaba su interior en un papel en blanco. También se acordó del «Te quiero». ¿Quién lo habría escrito? ¿Por qué lo ocultó en ese lugar y dejó una pista para que lo encontrase? ¿Cuánto tiempo llevaría allí? Las incógnitas la ayudaron a evadirse del camino y a mantenerse a flote ante el miedo que sentía.

Cuando llegó al final de la escalera, se adentró en una sala cuya humedad ya había calado su nariz y empapaba todos sus temores. El aire estaba enrarecido y se escuchaba, aparte de sus tímidos jadeos, el sonido de algunas ratas que acariciaban sus pies. La silueta de Carla se movió en la penumbra, palpando las paredes y tropezándose con una mesa de madera que lideraba la estancia. Sintió el tacto de un frío objeto de metal con ramificaciones hacia arriba, y comprendió de qué se trataba. Palpó el resto de objetos de la mesa y encontró una diminuta caja de cartón que sonó con el inconfundible entrechocar de las cerillas. Rápidamente, sumergida en el júbilo que le infería escapar de la insondable oscuridad que la rodeaba, prendió una cerilla en la pared que tenía a su izquierda y, con una diminuta llama que apenas iluminaba su rostro, encendió el candelero que ya agarraba con fuerza, irradiando la estancia con la solemnidad de los mayores secretos.

La luz de la vela dejó ver el rostro de Carla junto a una mesa corroída por la humedad. El suelo estaba cubierto de charcos esporádicos en las zonas que recibían un mayor flujo de gotas, y algunos de ellos reflejaban, con un rítmico contoneo, la llama que acababa de encender.

Estaba en una sala rectangular vacía, salvo por la mesa que sostenía el candelero, y de un tamaño muy similar a su aposento. La iluminación era demasiado tenue para vislumbrar detalles insignificantes para la historia, pero suficiente para entrever que, en las paredes de piedra, había algo más.

Carla jadeaba nerviosa y sus delicados brazos temblaban por un cúmulo de motivos: el frío de la sala, el olor a humedad, pero sobre todo por el temor a los secretos.

—¿Qué es este sitio? —exhaló.

Se acercó a la pared pisando un par de charcos, empapándose los pies y la parte baja de su túnica negra, y, cuando estuvo a medio metro, lo vio: las paredes estaban escritas de arriba abajo con frases inconexas y palabras en otros idiomas. Estaban rasgadas en la piedra con algo afilado, y las letras era un completo desorden. Las piedras grises eran de distinto tamaño y, en cada una, la letra se encogía o agrandaba en función de la magnitud del pedrusco. Las grandes recogían letras de varios centímetros de altura, y las pequeñas, ubicadas entre los huecos de las de mayor tamaño, caracteres de apenas un milímetro con una pulcra caligrafía. No había argamasa que mantuviese las piedras unidas, el peso de todo el monasterio hacía las veces de cemento, y daba la impresión de que si se quitase una de las pequeñas, toda la estructura se desmoronaría y, con ella, la comunidad entera perecería bajo las rocas.

—¿Qué es esto? —susurró Carla impresionada. El nudo en su garganta se estaba enredando en sus cuerdas vocales.

Acercó la vista, eligió una de las rocas al azar y comenzó a susurrar las palabras que había en ella:

—«Corrió tan rápido como pudo, jadeando y suplicándose a sí misma que cuando girase la esquina alguien la estuviese esperando y la pudiese salvar». ¿Qué significa? ¿Será un cuento?

Carla no entendía nada. Levantó la vista y comprendió que todas las paredes y el techo estaban escritos. Saltó a otra piedra, esta vez más pequeña, y con algo de dificultad por el tamaño de la letra leyó:

—«Ella le había entregado su corazón con la primera caricia; él le dio su amor inquebrantable que duraría para siempre». ¿Es una historia de amor?

En los libros que ella estaba acostumbrada a leer nunca se mencionaban los sentimientos que tenía en su interior. Los tratados sobre la astrología, el destino, la memoria o la botánica no tenían historias dentro. Eran libros con frases simples, describiendo cosas o ideas, pero ninguno contaba con personajes con los que sentirse identificada o por los que preocuparse. Aquellas dos primeras frases que había leído habían conseguido que se imaginara a sí misma viviendo una aventura, o incluso enamorada de alguien.

—Esto es... increíble —susurró con el corazón lanzándole redobles.

De repente, cuando estaba a punto de leer otra piedra, escuchó una voz firme detrás de ella:

—¿Qué haces aquí?

El día que se perdió el amor
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