Capítulo 30
Bowring

Nueva York, 14 de diciembre de 2014

 

Bowring no se lo creía. Tenía ante él el expediente del caso de Katelyn Goldman. Estaba arrodillado a los pies de Leonard y respiraba profundamente, intentando tranquilizarse. La joven hizo un ademán con la cabeza y frunció los labios. Parecía que lamentaba lo que estaba ocurriendo. Ver el dolor de Bowring al rememorar la desaparición de Katelyn parecía afectarle.

Bowring trató de incorporarse pero sintió un mareo. Nada parecía encajar. El caso, que había empezado como un mero trámite, crecía a cada minuto apoderándose de todos sus pensamientos y recuerdos, conquistando su pecho hasta dejarlo sin aliento. Apoyó la mano sobre el zapato de Leonard, que no tardó en agacharse para ayudarlo a levantarse.

—¿Se encuentra bien, jefe? —dijo Leonard mientras lo sujetaba por el codo.

Poco a poco, Bowring consiguió sobreponerse. Se frotó la mano contra la gabardina, limpiándose el barro oscuro que tenía el zapato de Leonard.

—¿Tienes algo que ver? —dijo mirando a la joven.

—Si le dijera que sí, ¿de qué le serviría?

Bowring se contuvo. Sentía que estaba jugando con él. Sabía perfectamente que ella era responsable de todo cuanto había ocurrido ese día, pero era incapaz de establecer la conexión.

—Sabes que robar un expediente policial se considera obstrucción a la justicia, ¿verdad?

—¿Robar? —La joven se jactó—. Pero si lo tiene ahí, esparcido por el suelo. ¿A qué se refiere? Esa caja tenía que llegarle en el momento oportuno, inspector.

—¿Oportuno?

—Ahora que parece que va a reabrirse el caso de Katelyn, necesitará ese expediente, ¿no es así? —añadió.

Bowring no respondió.

La joven miró a Leonard y luego volvió la vista hacia Bowring.

—Si no me equivoco, usted ha tenido que analizar todas esas pruebas infinidad de veces. ¿No es el caso que más le obsesiona? Todos los inspectores tienen uno. El suyo es el de Katelyn. ¿Y si le digo que tiene la posibilidad de analizarlo una vez más? Tal vez sea la última antes de que todo termine.

Leonard y Bowring se miraron. El inspector aún estaba aturdido y la ansiedad le estaba atrapando el pecho.

—Hágalo, inspector. Dese una última oportunidad para salvarla. Tal vez nada haya cambiado en usted. Tal vez todo haya cambiado. En estos momentos usted no es el mismo que cuando inició la investigación. Nadie es el mismo al terminar una historia. Ni siquiera es el mismo dos días seguidos. Tal vez encuentre ahora algo que no vio en el pasado. Los casos cerrados nunca mueren del todo.

—Necesito salir de aquí —dijo Bowring, y dio varios pasos hacia atrás, apoyando su espalda contra la pared—. No me encuentro bien.

—Jefe, creo que será mejor que se siente.

—Eso, inspector, es vértigo —incidió la joven—. La verdad siempre se encuentra en la última planta para que salte al vacío detrás de ella.

Aquella frase retumbó en las profundidades de Bowring. Él siempre había sido una persona fría y analítica. No se había dejado llevar nunca por las emociones. Su vida había transcurrido sin sobresaltos, dando pequeños pasos en la dirección correcta, siempre acertado, tranquilo. Cuando estaba en el instituto, siempre entregaba los trabajos a tiempo, nunca se saltaba una clase y no iba a fiestas. Era un alumno aplicado y algo solitario, aunque tenía varios compañeros con los que de vez en cuando se sentaba en el almuerzo. Fue en aquella época cuando se aficionó a leer y analizar expedientes de casos policiales. Esperaba a que se abriesen los sumarios de los procesos que estaban candentes en los medios de comunicación para pedir una copia en los juzgados. Se había convertido en uno de sus hobbies favoritos y, entre tardes de estudio y soledad, se dedicaba a montar teorías sobre culpables, móviles y cómplices que parecían encajar mejor en los casos que las resoluciones a las que llegaba la policía de Nueva York. Con apenas diecinueve años empezó a estudiar Criminología, y se metió de lleno en el análisis del sumario de la muerte de Lynda Morgan, de la desaparición de Oliver Laplace y del extraño caso de suicidio de Loly Haze. En todos llegó a la misma conclusión que la policía criminal de Nueva York. Nada parecía encajar en ninguno de ellos, hasta que una pista insignificante, que había pasado inadvertida para todo el mundo, perdida entre un montón de papeles, era colocada por Bowring en el contexto preciso para que toda la historia adquiriera una nueva dimensión. Era tan poco emocional que su vida había ido acumulando años en solitario. Había tenido alguna pareja, pero nada que durase más allá de un par de desayunos. Nada salvo Miranda Palmer. Aquella frase que había pronunciado la joven lo catapultó a una relación que tuvo con su compañera de Criminología. Era pelirroja, con una melena lisa que le llegaba por la cintura, y un fino halo de pecas cubría sus mejillas. Se habían conocido en clase de Psicopatología. Se sentaban a varias filas de distancia, pero eran los alumnos más brillantes de la clase. Cuando el profesor preguntaba algo sobre las motivaciones de alguno de los psicópatas más mediáticos, ellos respondían al instante. Se sabían su modus operandi, habían desarrollado elaboradas teorías sobre sus motivaciones más profundas para llegar a cometer asesinatos en serie. Aquella pasión que ambos tenían por la criminología los unió. «Uno siempre se rodea de aquellos que te quieren por aquello que amas», le dijo Miranda la primera tarde que pasaron en la cafetería de la facultad, sin apenas darse cuenta de que estaban faltando a varias clases.

Su noviazgo se extendió más allá del primer semestre. Bowring y Miranda tenían unos veintiún años cuando se conocieron, estaban en tercero de carrera, y para la primavera de 1993 ya eran casi inseparables. El fin de curso estaba cerca, se palpaba el comienzo de la época de exámenes y las bibliotecas de la facultad se habían convertido en el epicentro del nerviosismo. En la televisión había irrumpido en las semanas previas el monstruoso caso del «asesino de la azotea», como lo habían llamado. Su modus operandi consistía en merodear las calles tranquilas y esperar a que alguna chica de entre veinte y treinta años entrase en algún portal, momento que aprovechaba para colarse y subir en el ascensor con ella. Una vez a solas, la llevaba a la fuerza hasta la azotea, la golpeaba hasta dejarla inconsciente, la desnudaba y la lanzaba al vacío. Miranda se sumergió en el caso y se obsesionó con identificar o ayudar a esclarecer la identidad del psicópata. Con el paso de las semanas y conforme crecía el número de víctimas que habían acabado reventadas contra el asfalto, o contra algún coche aparcado en la calle, Miranda pasaba cada vez más tiempo alejada de Bowring, hasta que un día, en mitad de la noche, el teléfono de su habitación le despertó.

—¿Sí? —respondió Bowring.

—Creo que lo tengo —dijo Miranda algo eufórica. Su voz estaba envuelta con el jaleo de la calle. Sin duda llamaba desde una cabina y su voz dulce adquiría un tono mecánico debido al mal estado del auricular.

—¿Miranda? Estaba preocupado. ¿Dónde has estado? No te he visto en las últimas tres semanas.

—Lo tengo, Bo. Al asesino de la azotea. Creo que lo he resuelto.

—¿En serio? ¿Cómo lo has hecho? ¿Qué has descubierto? —inquirió Bowring levantándose de un salto.

Eran las dos de la mañana, no hacía mucho que se había acostado, pero aún no había conseguido conciliar el sueño. Parte de él se preguntaba dónde diablos estaría Miranda y, al sonar el teléfono, deseó que fuese ella y le dijese que estaba bien.

—Sabía que tenía que tener alguna manía. ¿Recuerdas que me dijiste que era increíble que las chicas no se pareciesen en nada salvo en la edad?

—Sí. Que no tuvieran ningún parecido indicaba que sus motivos no eran sexuales sino rituales, lo que no sé si es peor. Aunque es verdad que la edad me tiene desconcertado.

—La edad le es indiferente. Se fija en el peso, para estar seguro de que podrá levantarlas por encima del muro de la azotea. Todas pesan entre cincuenta y cincuenta y cinco kilos.

—¿Eso en libras cuánto es?

—Tú y tu maldito sistema imperial —bromeó Miranda.

—Sé que nuestras medidas son endiabladamente ilógicas y arbitrarias, pero me encanta imaginarme tu cara cuando estás calculando cuánto te cobrarán por una de tus bolsas de verduras a granel.

Miranda se echó a reír. Bowring siempre bromeaba con la doble nacionalidad franco-americana de Miranda y resaltaba las diferencias entre ambos países, aunque sabía que sus argumentos acabarían cediendo ante la irremediable superioridad lógica de Miranda. Si bien era igual de brillante que Bowring, en clase Miranda tenía una perspicacia, una chispa permanente que le permitía emplear la frase más adecuada para cada situación. Era el tipo de chica que no solo tenía siempre la última palabra, sino la mejor palabra. Por eso Bowring había caído rendido ante ella.

—Escúchame, Bo. Además del peso hay un dato que a la policía se le ha pasado por alto.

—¿Cuál?

—La altura del edificio. Todas las víctimas han sido lanzadas desde edificios de trece plantas.

—¿En serio?

—Lo he comprobado. El edificio Sputnik, el 40 de la calle Once, el de oficinas de la Sesenta y siete..., podría seguir. Todos tienen trece plantas. Tiene fijación por el trece. Es supersticioso. Creo que no parará hasta que consiga trece víctimas. Le quedan seis.

—Es... increíble. Solo habría que vigilar los edificios de trece plantas y daríamos con él. ¿Has avisado a la policía? Podrías salvar la vida de seis chicas. ¡Esto es magnífico, Miranda! —gritó eufórico. Acababa de descubrir no solo que Miranda estaba bien, sino que compartía su pasión hasta un nivel que él nunca imaginó.

—Aún no. Quería hablarlo contigo. Somos un equipo, ¿no?

—El mejor equipo del mundo —respondió con un nudo en el corazón—. Mañana por la mañana llamamos al inspector Harbour. ¿Sigues teniendo su número?

—Lo guardé en Favoritos, por si llegaba un día como este.

—Eres maravillosa.

—He aprendido todo de ti.

Colgaron y aquella conversación se quedó para siempre en el recuerdo de Bowring. No por el hecho de haber encontrado a su media naranja, sino porque fue la última vez que habló con Miranda. Unas horas más tarde su cuerpo desnudo reventó el techo y los cristales de un Buick negro que estaba aparcado frente a su edificio. El asesino de la azotea había lanzado a Miranda desde la planta trece. Bowring no había caído en que Miranda encajaba con el perfil de víctima del asesino, ni en que vivía en un edificio de exactamente trece plantas. Aquel fue el golpe más duro en la vida de Bowring. Esa misma mañana le contó al inspector Harbour la pista descubierta por Miranda, que llevó a la detención, tres días más tarde, del asesino. Lo peor ocurrió poco después: uno de los abogados más importantes de la ciudad consiguió invalidar como prueba la grabación de las cámaras de seguridad del edificio de Miranda, la única pista, la que había servido para detenerlo, y dejaron libre al asesino. Poco después otra chica, esta vez de trece años, tiñó de sangre la acera de la ciudad.

Esa había sido la primera gran lección de Bowring y la única que siempre volvía a él de cuando en cuando: «Si algún día estás frente a un asesino, no dejes que la justicia se encargue de él».

—¿Me escucha, jefe? —inquirió Leonard dándole un par de toques en la espalda que lo sacaron del trance—. Descanse. Necesita tomarse un descanso. Yo le llevaré el expediente a su casa, pero tiene que desconectar un poco. Lo noto algo afectado.

—Inspector Bowring, adelante —añadió la joven—. Estoy segura de que podrá resolver esto.

Bowring permaneció en silencio. Recordar a Miranda era lo último que necesitaba, pero su mente era incontrolable y una mecha ardiente prendió en su interior.

—¿Jefe?

—Leonard —dijo el inspector incorporándose y con semblante serio—, recoge todo esto y déjalo en mi mesa. No descansaré hasta que descubra qué diablos está pasando.

El día que se perdió el amor
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