Capítulo 40
Bowring
Nueva York, 15 de diciembre de 2014
Bowring imprimió la imagen ampliada del rostro de aquel chico que aparecía en los vídeos. No recordaba haberlo visto nunca. No es que la foto fuese muy nítida, pues la cámara del cajero tenía poca resolución, pero se intuían perfectamente, en la oscuridad, sus facciones y su penetrante mirada azul.
El inspector se levantó de la mesa y fue a por un café. Había entrado la madrugada, estaba cansado y apenas podía pensar. Se acercó a la máquina, echó un dólar y pulsó un café con leche. La máquina comenzó a rugir y a vibrar con fuerza, dejó caer un vasito en la bandeja y, al instante, el oscuro y revitalizante líquido empezó a fluir hacia el fondo del vaso.
Bowring miró hacia atrás. La oficina era un desierto. La única luz que estaba encendida era la de su despacho, al fondo de la sala. Escuchó un ruido y miró a la máquina. Una cucharilla de plástico ya estaba colocada en el vaso mientras el café caía poco a poco.
—Quién es ese tío. ¿Quién diablos es ese tío? ¿Qué hacía siguiendo el recorrido que había hecho Katelyn?
Cogió el café y se quemó la mano. La máquina aún no había terminado y el chorro le cayó encima del pulgar.
—¡Joder! —gritó.
Una voz a lo lejos le habló desde la oscuridad.
—¿Está bien, jefe?
Bowring miró hacia la puerta que estaba a su izquierda y vio a Leonard en el pasillo, mirándolo. Llevaba el abrigo en el brazo y sujetaba la puerta de salida del edificio.
—Esto..., sí. Me he despistado —respondió Bowring—. ¿Te vas ya?
—¿Ya, jefe? Son las dos de la madrugada. Como siga llegando a estas horas mi mujer me va a pedir el divorcio. Hoy la pobre incluso ha venido a recogerme —dijo Leonard, y señaló hacia la calle—. Con esta lluvia cualquiera va a casa caminando.
Bowring miró la hora en su muñeca: seguía marcando las 14.20. No se acordaba de que el reloj estaba parado. Chasqueó la lengua, lamentándose. Se asomó a la puerta y saludó al coche, que tenía los faros encendidos e iluminaban la lluvia cayendo con fuerza.
—No se quede mucho. Se piensa mejor con la cabeza despejada —dijo Leonard.
—Creo que tengo algo nuevo —le aseguró Bowring—. Algo sobre Katelyn. ¿Tienes un segundo?
—¿Katelyn? —preguntó Leonard—. ¿Se está dejando guiar por esa loca de ahí abajo? Creía que iba a investigar el asesinato de Susan Atkins.
—Y lo estoy haciendo, Leonard. El caso de Katelyn y el de Susan tienen el mismo responsable. Estoy seguro.
Leonard salió a la calle y le hizo un gesto al coche, pidiéndole unos minutos. Volvió sobre sus pasos y dejó que la puerta se cerrara tras él.
—¿Por las notas esas? ¿Y si quieren jugar con usted? ¿Y si esa loca está guiándolo en la dirección que ella quiere?
—El nombre de Katelyn apareció en la boca de Susan Atkins. ¿Acaso no es conexión suficiente?
—Jefe. Escúcheme. No está pensando con claridad. ¿De verdad cree que una simple nota vincula un caso con otro?
—No lo creo. Lo sé.
Leonard miró a Bowring y por un momento dudó. Era nuevo en el cuerpo, no hacía mucho que se había incorporado, y no le pareció oportuno discutir más con su superior directo.
—Haga lo que crea conveniente, jefe —añadió con resignación—. Solo le pido que tenga cuidado.
Bowring asintió.
Leonard se dirigió de nuevo a la puerta y, cuando la abrió, el sonido de la lluvia inundó la oficina. Bowring se quedó mirándolo durante unos instantes. De repente, gritó desde donde estaba:
—¡Una última cosa, Leonard!
El ayudante se giró con la mano en el pomo de la puerta.
—Dígame, jefe.
—¿Te suena de algo... este tío? —Bowring se acercó a su mesa y cogió la fotografía en la que el chico miraba a la cámara directamente.
Leonard se quedó sujetando la puerta mientras Bowring se aproximaba a él con la fotografía en la mano.
—A ver...
—¿Te suena de algo? A mí sí, pero no consigo saber de qué. ¿Algún ladrón de poca monta de por aquí? ¿Algún camello?
—Por supuesto que me suena, jefe. ¿Y a quién no?
—¿Qué dices? ¿Lo conoces?
—Pues claro. Es Jacob Frost. Algo más joven, más atlético, pero es él, no hay duda.
—¿Jacob Frost?
—¿No se acuerda? El año pasado. El escándalo mundial —añadió gesticulando con los brazos de modo grandilocuente, dejando que la puerta se le escapase y se cerrara—. Lo llamaron el «decapitador» durante un tiempo, hasta que lograron identificarlo. Se lió un gran revuelo. ¿De verdad no recuerda ese caso? En la televisión no hablaban de otra cosa.
—No veo la televisión.
El corazón de Bowring retumbaba en su interior.
—La gente no tenía otro tema de conversación. Fueses adonde fueses, todo el mundo hablaba de él. Hubo incluso un escritor a quien no conocía nadie que escribió una novela sobre esa historia y arrasó. Ya le digo, a mi mujer le encantó. Creo que hasta van a hacer una serie del libro.
—Y tú ¿qué sabes de él?
—Fue en.... ¿dónde fue? ¿En California? No, no. Boston. Eso es. Boston. Se me había olvidado ya. Sí. En Boston. Ese tío, Jacob Frost, apareció el año pasado con la cabeza decapitada de una chica. Lo detuvieron, pero lo absolvieron por falta de pruebas. Además, detuvieron a otro tipo que confesó que había estado trabajando para un grupo de locos del que, al parecer, ya no quedaba nadie vivo. Desvinculó al tal Jacob Frost y dijo que él no tenía nada que ver. ¿Cómo se llamaba esa secta?
—¿Lo absolvieron?
—Sí, por falta de pruebas. No tenían nada en realidad. Apareció con la cabeza, sí, ¿y qué? Fue lo que dijo el jurado, que eso no probaba nada. Tócate los...
—¿Estás seguro de todo eso?
—Y tanto, jefe. Ese tío está libre, se lo aseguro. Mi mujer flipó con el libro y no hablaba de otra cosa. Me lo recomendó, y allí lo tengo en la mesilla: El día que se perdió la cordura. Es un buen título, no lo voy a negar. A ver si un día lo leo.
De pronto en la cara de Leonard apareció una expresión de terror.
—Susan Atkins, joder. Lo acabo de recordar. Ella era una superviviente del otro tío. Al que cogieron y exculpó a Jacob Frost. Sí, joder. Era ella.
—Parece que el tal Jacob sí que tuvo algo que ver y ahora está atando cabos sueltos.
—¿Y si la chica, la exhibicionista, ha venido a avisarnos de que Jacob, al estar libre, continuará actuando?
Bowring se dirigió de nuevo a su mesa y cogió la otra captura de imagen. Volvió hacia Leonard con la fotografía y el puñado de CD.
—Ese tipo hizo el mismo recorrido que Katelyn, dos semanas después de que desapareciese.
—¿Qué dice, jefe?
—Esta foto —dijo mostrándole la captura del momento en el que Jacob aparecía en el cruce— es de una grabación de uno de los sitios donde se vio a Katelyn por última vez. Esta otra —le enseñó la que mostraba a Jacob frente al cajero— está tomada a menos de doscientos metros de la casa de Katelyn.
—¿Es eso cierto?
—¿Ves todos estos CD? Son grabaciones del último recorrido de Katelyn de la universidad a casa. Estoy seguro de que ese tipo aparecerá en todas ellas.
Leonard miró los discos desconcertado.
—Eso es increíble, jefe —dijo—. ¿Y ahora qué?
—Ahora hay que encontrar a Jacob Frost —respondió el inspector.
Bowring estaba eufórico. Sintió que estaba más cerca que nunca de resolver la desaparición de Katelyn. Jamás un caso se había enquistado tanto en su alma, y al ver que se acercaba al final, al ver que podía incluso aliviar algo su corazón y hacer justicia, recuperó la vitalidad y la pasión de cuando era estudiante de Criminología.
Se dirigió al ascensor con pasos rápidos. Leonard volvió a agarrar el pomo de la puerta y tiró de él.
—¡Prométamelo, jefe! —gritó Leonard desde la puerta.
—¿Prometerte el qué? —respondió Bowring mientras pulsaba el botón del ascensor.
—Que tendrá cuidado.
—¿Vienes conmigo? —Se giró hacia Leonard y lo miró desde la distancia. Ya sabía la respuesta.
—No puedo, jefe. Sabe que no puedo. Mi mujer...
Bowring observó la cara de Leonard. Estaba preocupado de verdad.
—Vete, Leonard. Es tarde. Mañana te cuento cualquier avance.
—Gracias, jefe.
Bowring asintió y se metió en el ascensor, que acababa de abrir las puertas tras él. Pulsó el botón del sótano –1 y, un instante después, las puertas se cerraban mientras Leonard lo miraba a lo lejos.