Capítulo 52
Carla

Lugar desconocido, nueve años antes

 

Al día siguiente Carla se despertó eufórica. Aún no podía creer que algo así le hubiese sucedido a ella. Roeland le parecía tan distinto de los miembros que había conocido... Tenía un magnetismo que no podía ignorar. La manera en que movía las manos cuando hablaba, el tono de su voz, su mirada intensa. Pensó en la magia de haberlo visto muchas veces en sus sueños, y que ya lo había pintado en sus dibujos con tinta negra. Se dio cuenta de que ya estaba enamorada de él, lo había querido desde el mismo instante en que lo vio en uno de sus sueños, y el tenerlo delante, el sentir de cerca su calidez, su energía, su manera de hablar desenfadada, no hizo otra cosa que magnificar aquel sentimiento que brotaba de ella en todas direcciones.

Pensó en la primera vez que soñó con él; su rostro se dibujó delante de ella etéreo, como si fuese una cortina de humo que poco a poco tomaba forma. Fue una vez, y durante meses aquella imagen desapareció de sus sueños, así que Carla no le dio más importancia. Pero, pasado un tiempo, cuando se sentía sola, cuando el peso de estar encerrada se acrecentaba sobre ella, aquel rostro volvía a aparecer en sus sueños y cada vez era más y más nítido. Un día, cuando por fin se lanzó a dibujarlo sobre una de sus hojas en blanco, el rostro de Roeland desapareció para siempre de sus noches. Ahora que lo había conocido en persona y que su sueño se había convertido en realidad, entendió que tal vez sí que fuesen verdad todos los rumores de la comunidad.

Por la tarde, después de ayudar en el huerto y reordenar una y otra vez los libros del salón principal, buscando combinaciones imposibles de letras con las iniciales de cada autor, fue a la cantina para no comer. Estaba nerviosa. Se había besado con Roeland y aún sentía el cosquilleo en su estómago, revoloteando con tanta intensidad que apenas tenía hambre. Miró por todas partes y no lo vio entre los grupos que se formaban en las mesas más alargadas. Estuvo un par de horas esperando allí sentada, con un caldo marrón espeso en su bandeja y un vasito de madera lleno de agua. No le dio ni un sorbo.

—¿Qué le pasa a tu comida? —le preguntó Nous cuando pasó por su lado, inspeccionando como siempre.

—Nada, es que no me encuentro del todo bien. —Mintió. Esta vez lo hizo sin pensar en las consecuencias. No tenía miedo de lo que le pudiese ocurrir si la descubrían. Algo había cambiado en ella.

—Tienes que cuidarte, es importante. Se acerca tu día.

—Ajá —respondió Carla sin ganas.

No sabía a qué diablos se refería con aquello. Deseaba salir de allí y encontrar a Roeland, que por lo visto había desaparecido del mapa. No tenía ganas de nada más. En lo último en lo que pensaba era en seguir las normas, en mantener las formas. Roeland había aparecido en su vida el día anterior y, con un simple beso, había cambiado para siempre el orden de las cosas.

Salió de la cantina en cuanto encontró el momento de hacerlo sin llamar la atención, y recorrió todo el monasterio en su busca. Necesitaba verlo de nuevo. Aquel beso se había convertido en un nudo permanente en su garganta y quería volver a sentirlo cerca cuanto antes.

Pero no apareció por ninguna parte.

Los días fueron pasando, al igual que muchas noches en vela y las tardes de huerto al sol, y Roeland se había esfumado sin dejar rastro. Con la misma rapidez con la que había irrumpido en su vida, se había desvanecido de ella y, poco a poco, Carla fue asimilando que tal vez Roeland se había marchado del monasterio, o quizá lo habían incluido entre los nuevos miembros que formarían los Siete. Cabía esa posibilidad. Tal vez hubiesen descubierto que se escaqueaba de las labores, que se escondía en la azotea, que era un alma libre dentro de aquellos muros, y habían decidido que era mejor no tener allí dentro a alguien así.

Pasaron algunas semanas y el cosquilleo de Carla se fue diluyendo en su interior. Las mariposas que habían revoloteado en su estómago dejaron de volar. Los relámpagos que sentía en su corazón cuando pensaba en Roeland dejaron de tronar. En realidad, había comenzado a odiarlo, a pensar que solo había aparecido para besarla y hacer que sufriese. Día tras día, la monotonía regresó a su vida, su hambre fue volviendo, su sensación de sobrar en el monasterio fue creciendo. Conforme más tiempo pasaba desde aquel encuentro, más se decía que lo odiaba, que nunca más volviese, que qué se había creído, que nunca le había gustado, que no lo necesitaba para nada.

Pero un día, justo cuando ya no pensaba en él un segundo ni mientras recogía las patatas, ni mientras hacía la colada, ni tan siquiera mientras reponía el aceite de las lámparas, lo vio. Ella estaba perdida por los estantes de la biblioteca, agachada buscando algún libro que aún no hubiese leído, cuando de pronto distinguió la silueta de Roeland cruzando de un pasillo a otro.

A Carla le dio un vuelco el corazón.

—¿Roeland? —susurró.

Él no la escuchó y siguió su camino.

Carla lo siguió, girando a un lado y al otro entre los libros, hasta que lo perdió bajo la oscuridad de la puerta. Corrió. Salió al pasillo y lo vio perderse de nuevo tras una esquina. Fue tras él. Aceleró el paso intentando seguirle el ritmo, pero andaba más rápido que ella. Lo vio atravesar el salón central, salir al patio, alejarse y cruzar otra de las puertas del complejo. Lo persiguió lo más rápido que pudo y, al fin, observó cómo entraba en una habitación con la puerta de madera, que cerró de un portazo sin mirar atrás.

Carla se acercó a la puerta y estuvo a punto de llamar. Tenía que ser la habitación de Roeland. Sin duda era él, lo había visto de perfil y le dio la sensación de que la había mirado justo antes de doblar una esquina. Estaba nerviosa y no sabía qué hacer. Se miró y se dio cuenta de que llevaba la ropa que había utilizado para la recolecta en el huerto. Había ido a la biblioteca sin cambiarse y aún tenía algunas manchas de tierra en las mangas de la túnica marrón.

«¡No puede verme así!». Volvió sobre sus pasos y fue corriendo a su aposento. En el camino, estuvo pensando en todo lo que le diría en cuanto lo viese. Le preguntaría dónde había estado, qué había estado haciendo, incluso le pediría explicaciones sobre por qué se besaron en la azotea. Pero, por más que lo pensaba, por más que recordaba lo que presintió aquella noche de la ceremonia, lo viva y enérgica que se sentía, no se vio capaz de decirle nada de eso. Para cuando llegó a su habitación, lo único que quería era sorprenderlo y llamar su atención para que no desapareciese nunca más. Tenía miedo de dejar de sentir su amor por él otra vez. En el fondo, era lo más puro que había sentido desde que tenía recuerdos y perder esa emoción sería para ella más duro que vivir cien años de soledad. De pronto, se dio cuenta de que su amor había cruzado la línea del miedo a perderlo. Se ilusionó al pensar en cómo reaccionaría en cuanto la viese, en la cara que pondría. Incluso se lo imaginó sonriendo al abrir la puerta.

Abrió su arcón y comenzó a sacar toda su ropa. Lo que buscaba estaba al fondo: un vestido rojo, de tela fina, que le habían entregado un año antes cuando cumplió quince años. Era el único regalo que había recibido estando allí. Era el modo en que la comunidad celebraba el crecimiento de la feminidad, entregando un vestido largo, que la mujer debería ponerse la noche que pensase concebir. Carla no sabía qué significaba aquello, sabía que implicaba estar en pareja y poco más; aún no había tenido tiempo de investigarlo ni le interesaba el asunto, pero sin duda aquel vestido le pareció la prenda más adecuada para cuando viese de nuevo a Roeland. Se cambió deprisa. No quería perder demasiado tiempo, y se soltó el pelo. Rebuscó en el segundo cajón de su arcón, metiendo las manos bien al fondo, hasta que sus dedos tocaron algo metálico. Tiró y sacó un espejito tocador que había encontrado años antes enterrado en el huerto. Aquel era uno de sus tesoros, algo que de vez en cuando miraba con ilusión para intentar reconocerse en él. Tenía el cristal roto, por lo que solo podía ver partes de ella distorsionadas en el reflejo. Le gustó intuirse así. Se vio perfecta, se sintió guapa.

Se guardó el espejito bajo el vestido, en un bolsillo que tenía la falda en el forro, y salió de su aposento decidida a decirle a Roeland que nunca más desapareciese así. Intentó no cruzarse con nadie, caminaba rápido y lo último que quería era que alguien le preguntase qué diablos hacía vestida así. Caminó por los pasillos, nerviosa, mientras en su estómago no paraban de volar de nuevo todas las mariposas del mundo, de estallar todos los relámpagos en su corazón, de sentir vibrar sus muslos imaginándose que Roeland volvía a agarrarle la mano.

Salió al patio, estaba anocheciendo y apenas quedaban miembros en el exterior. Carla lo cruzó con rapidez y entró en la zona en la que estaba la habitación de Roeland. Justo antes de llegar, se paró en una esquina para evitar ser vista por un par de miembros que venían en su dirección. Cuando pasaron, continuó su camino hasta que llegó a la puerta. Estaba eufórica. Levantó la mano para llamar, pero la detuvo en el aire y cerró los ojos. Tenía el corazón a mil por hora. Pensó qué le diría en cuanto lo viese, pero no encontraba las palabras.

De repente, escuchó algo. Una especie de grito que provenía de la habitación de Roeland. Carla se asustó.

—¡¿Roeland?! —exclamó al tiempo que su mano agarraba el pomo y abría la puerta de golpe.

Carla se quedó inmóvil al mirar hacia el interior, callada, mientras su corazón explotaba en mil pedazos, mientras sentía que su mano perdía la fuerza con la que agarraba la puerta, mientras su mente intentaba reconstruir y buscar sentido a lo que veía. Aquel instante se congeló para ella.

Roeland estaba desnudo y se movía enérgicamente sobre la cama. Vio dos manos salir por debajo de él agarrando su cintura, dos piernas delgadas envolviendo las suyas perdidas entre las sábanas. La espalda de Roeland estaba empapada en sudor y aquellas manos se deslizaban sobre ella, empujándolo hacia abajo con ardor. Al escucharla, Roeland se dio la vuelta y la miró a los ojos, sorprendido. Bella levantó la cabeza de entre las sábanas y Carla la vio, tumbada entre los brazos de Roeland.

El día que se perdió el amor
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