Capítulo 49
Carla

Lugar desconocido, nueve años antes

 

Carla no se lo podía creer. Miraba hacia abajo, observando el recorrido de las cintas que conectaban los almendros, fijándose en la perfección de aquella espiral. Cada uno de los trazos estaba dibujado, sin querer, con una curva perfecta que se precipitaba hacia el centro en la misma dirección.

—Es bonito, ¿verdad? —dijo Roeland—. Siempre te sale perfecta. Lo tienes bien ensayado.

—¿Ensayado? ¡No! ¡Lo he hecho sin querer! —respondió Carla, molesta y aún maravillada.

—¿Qué dices? Vengo aquí arriba antes de cada ceremonia para escaquearme de montar todo el tinglado, y desde que tú te encargas de poner las cintas, siempre están igual.

—Te juro que no lo pongo así a propósito.

—Venga ya. Lo que tú digas.

Roeland se giró y se fue hacia el otro lado de la azotea. Mientras andaba, se quitó la túnica roja de la ceremonia y dejó ver, entre la penumbra, su ropa negra. Debajo se intuía el cuerpo de Roeland. Delgado, pero no demasiado delgado, atlético, pero no demasiado atlético. Carla lo siguió.

—¿Cómo tienes esa ropa? Es ropa del exterior. Aquí no se puede.

—Me escapé una vez y me la traje. Así de sencillo.

—¿Escaparte? Eso sí que no lo creo. Nadie puede salir de aquí y volver.

—Pues Laura lo hace siempre —respondió Roeland—. Tan peligroso no es. Te sorprendería lo que ha cambiado todo.

—¿En serio?

—No te lo puedes ni imaginar. —Sonrió mirándola a los ojos.

—Cuéntame, por favor. Cuéntamelo todo.

—¿A la gran Carla? Creo que no hay nadie aquí menos apta para escuchar todo lo de fuera.

—Por favor, por favor —suplicó Carla—. Necesito saber qué está pasando tras esos muros. El mar, cómo es, ¿ha cambiado o sigue tan azul como lo recuerdo? Los coches, cómo son, la gente, cómo es. Llevo años preguntándome si lo poco que recuerdo se parece en algo a la realidad.

Roeland la miró y tragó saliva.

—Está bien. Está bien. Pero tiene que ser un secreto. Entre nosotros, de nadie más.

—Nuestros secretos serán solo los nuestros —dijo Carla. Le sonrió.

Roeland le devolvió la sonrisa.

—Está bien..., quieres saber cómo es lo de fuera. ¿Qué recuerdas?

—Poco. A mi familia, que murió. Por eso vine aquí. Pero poco más. Vivía en Nueva York, y recuerdo las luces de la ciudad. Ahora no sé ni dónde estamos. Era muy pequeña. ¿Cuántos años tenía? Unos siete. Sí, eso. Siete. Bloques de hormigón altos. Vehículos circulando por grandes avenidas. Y mi casa. También recuerdo mucho mi casa. Es mi recuerdo más fuerte.

—Supongo que sí. Que de pequeños nuestros principales recuerdos son entre cuatro paredes. En realidad no hace falta más.

Carla asintió. Su corazón seguía palpitando con fuerza. Sentía que estar saltándose las normas, allí arriba, era lo mejor que había hecho en toda su vida. Roeland le estaba dando la vida.

—Pues a ver... Los coches, más o menos igual. Cajas metálicas algo más redondeadas que antes, pero cajas metálicas al fin y al cabo. La gente, pues algo más arisca. Yo no he estado en Nueva York, algún día iré, pero supongo que no es distinto de los lugares de por aquí. Casas, tiendas, gente por la calle.

Carla lo miraba maravillada. No le contaba nada especial, pero solo conversar sobre el exterior con alguien como él le fascinaba.

—¿Sabes lo que es un móvil? —preguntó Roeland.

—¿Un qué?

—Son como los teléfonos de casa, pero te los puedes llevar.

—Ahora que lo dices, mi padre tenía uno de esos. Pero era gigantesco. Él lo odiaba. Parecía que llevaba una caja de zapatos en la oreja.

—Pues ahora son más pequeños. Y todo el mundo tiene uno.

Carla se imaginó a la gente paseando por un parque, todos con un móvil gigantesco en la oreja.

—¿Para qué tienen que llevarlo?

—Para hablar con la gente que tienen lejos e ignorar a los que tienen cerca.

Carla rio con fuerza. Roeland se acercó rápido e hizo un gesto para que se callara.

—¿Estás loca? Nos van a oír.

Roeland miró abajo, al fondo del patio, y observó que ya estaban quitando las cintas de los almendros. Carla se tapó la boca. Roeland se sentó en el suelo de la azotea y apoyó su espalda contra el antepecho. Carla miró a ambos lados, para comprobar que no había nadie, y se sentó a su lado. Se quitó la capucha roja y se quedó en silencio. Tenía el corazón a mil por hora. Roeland levantó su mano y la puso sobre la de Carla, que sintió un relámpago que recorrió su brazo, su pecho, sus piernas, y volvió en dirección contraria para detenerse en el fondo de su alma. Ella giró la cara y lo miró a los ojos. Y se dio cuenta de que lo amaba con todas sus fuerzas. Carla se había enamorado y perdido para siempre en su mirada.

Carla apartó su mano con rapidez y la guardó en el bolsillo. Estaba muy nerviosa. Pensaba que nunca ocurrían cosas así, que uno solo podía amar a alguien después de un tiempo, que las historias románticas eran mentira, que la vida era más plana, previsible, que uno se enamoraba de quien tenía que enamorarse, y que a veces el amor te ponía en el camino equivocado solo para que supieras cuánto duele.

Sentía un gran peso en su corazón, se suponía que algo así nunca debía pasarle a ella. Que entre aquellos muros la vida era siempre la misma, que la gente era siempre igual, que la esperanza ya la tenía perdida desde el mismo momento en que se despertó gritando aquella noche que sobrevivió al accidente.

De repente, sintió algo en su bolsillo. Era un papel y, sin pensarlo, lo sacó: estaba arrugado, era pequeño y tardó un segundo en reconocerlo. Lo desdobló y leyó lo que ponía: «Te quiero».

Era la nota que había encontrado en la biblioteca y, al leerla, fue como si su corazón se hubiese detenido durante un microsegundo.

—¿Fuiste tú? —preguntó Carla—. ¿La dejaste tú?

—¿El qué?

—Esto.

Carla extendió la mano, con miedo, y sus dedos tocaron de nuevo los de Roeland.

Él cogió el papel y lo leyó. Lo sostuvo durante unos segundos mientras Carla esperaba atenta su reacción. De repente, Roeland se levantó, serio, y se fue sin decir nada hacia el fondo de la azotea.

—¿Adónde vas? —gritó Carla entre susurros.

Roeland se alejó en silencio, susurrándose a sí mismo, sin responderle. Carla se levantó y lo siguió en la oscuridad. No sabía qué pensar. Las luces del patio ya se habían apagado y, allí arriba, la única luz que permitía ver algo era la de las estrellas.

Carla lo alcanzó y lo cogió del brazo. Roeland se giró y la miró a los ojos.

—¿Qué ocurre, Roeland? ¿Qué pasa?

—No lo entenderías —respondió tajante.

—¿Entender el qué? Cuéntamelo. Si no me lo cuentas no podré entenderlo.

—Carla, por favor. No me hagas esto.

—¿Hacerte el qué?

—No puedo. De verdad que no puedo.

—¡Venga!

—Pues, que a veces me pregunto: ¿y si todo esto fuese mentira?

—¿A qué te refieres?

—¿Y si lo de los sueños fuese mentira? ¿Y si todo lo que se ha montado aquí solo fuese un disparate para asesinar a gente sin motivo?

—¡Eso es imposible! —bufó Carla—. ¿Qué sería de los dones? ¿Qué sería de la humanidad sin nosotros?

—Todo esto es mucho más complicado de lo que crees, Carla. Todos esperan que tú seas la siguiente con sueños. Pero eso nunca pasará. No ocurrirá si no sufres. Dicen que tienes que sufrir mucho para despertar tu don. Es horrible. Esto es una mierda.

—¿Por qué hablas así? ¿Qué te pasa?

—Nada, olvídalo.

—No, dímelo. Necesito saberlo.

Roeland se quedó callado. Carla lo miró a los ojos, apretando la mandíbula con decisión. Estaba nerviosa, pero deseaba con todas sus fuerzas escapar, aunque fuese por un segundo, de aquel sitio. Él se quedó inmóvil. Carla estiró sus manos y sus delicados dedos acariciaron el rostro de Roeland, sintiendo la suavidad de su mentón. Roeland cerró los ojos y se dejó llevar.

Se besaron.

Mientras lo hacían, Carla sentía su cuerpo reverberar de emoción, iluminando los rincones oscuros de su alma con fuegos artificiales que explotaban en todas direcciones. Un cosquilleo le creció en el estómago, un temblor recorría sus dedos. Poco a poco, sus labios se separaron, pero las manos de ambos seguían en su lugar: las de Roeland en la cintura de Carla, las de Carla en el mentón de Roeland.

Carla cerró los ojos y sonrió, respirando hondo al sentirse viva por primera vez en muchos años.

Roeland la cogió de la mano y la besó.

—Ven, quiero enseñarte algo —le dijo.

—¿El qué?

Roeland la guio, sin soltarle la mano, hasta el extremo más alejado de la azotea, rodeando algunas chimeneas que se erigían desde el suelo. Después, Roeland se giró y le dijo:

—Antes me has dicho que no sabías dónde estábamos.

Carla se puso nerviosa.

—Me encantaría coger un mapa y saber qué hay cerca de nosotros, qué mares, qué montañas, qué lagos, qué ciudades. A veces creo que estoy en Europa. Otras veces que estoy en una isla. Quisiera saber si el aire que respiro viene cargado de mar, o si es de aire frío de las montañas.

—Pues mira allí.

Roeland señaló a la oscuridad, muy lejos, más allá de los muros. Se puso detrás de Carla, agarró su brazo y apuntó con él en la misma dirección, guiando la vista de Carla hacia la punta de su dedo. De repente, ella observó, entre los árboles que escoltaban la oscuridad en el exterior, bajo las estrellas, un pequeño grupo de luces amarillas chisporroteando. Estaban tan lejos, tan cerca del horizonte, que parecían mezclarse con el cielo si no llega a ser por la evidente diferencia de color. Las estrellas brillaban blancas y azules, aquel pequeño grupo era de un amarillo cálido. El corazón iba a salírsele del pecho.

—Es un... —dijo Carla incrédula.

—Sí. Eso de allí es un pueblo.

El día que se perdió el amor
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