Capítulo 23
Carla

Lugar desconocido, nueve años antes

 

Carla se giró y vio que una silueta oscura la observaba desde el arco de la puerta. La luz de la vela iluminaba su túnica negra, que indicaba su estatus superior en la comunidad, por lo que Carla, pese a no saber de quién se trataba, se lamentó por haberse metido en líos.

—Lo siento, hermana. Me he perdido —susurró Carla con el corazón acelerado.

La silueta avanzó un par de pasos y dejó que la luz empapara también su rostro. Era Bella, la mismísima fundadora de la comunidad. El corazón de Carla se paró durante un microsegundo puesto que solo había preparado coartadas simples para contentar a los numerarios si la descubrían. Su «me he perdido» podría haber sido suficiente para ellos, pero sabía que ninguna argucia funcionaría con Bella. Había tenido suerte zafándose de Nous en su aposento, pero no correría la misma con Bella. Según la comunidad, Bella poseía el Don de la Vida, que consistía en ver el pasado y el futuro de las personas con la misma nitidez que el presente, y eso le permitía conocer a cualquiera con un simple vistazo. Todos sus errores y aciertos del pasado, y todos sus futuros errores y aciertos. La vida de una persona era como un libro abierto para Bella, escrito en pequeños capítulos salpicados con los acontecimientos más importantes de su existencia. Carla tenía entendido que el don de Bella solo funcionaba si se encontraba a solas con la persona y esta le aguantaba la mirada durante algunos segundos. Nadie sabía cuántos segundos eran necesarios, pero lo que cualquier numerario tenía claro es que cuanto menos tiempo la mirasen a los ojos, menos posibilidades tendrían de ser castigados por los errores que aún no habían cometido. Recibir un castigo por algo que habías hecho era simple justicia, pero por algo que aún no habías llegado a hacer se consideraba un acto divino.

Decían, aunque nadie estaba seguro, que era un poder muy distinto del que tenía Laura. Su alcance era corto, requería de contacto visual y dependía de la fortaleza espiritual de la persona de quien pretendiese ver su futuro. Del poder de Laura, en cambio, al que llamaban el Don de la Salvación, se decía que le permitía ver en sueños acontecimientos críticos que iban a producirse y conocer al responsable, siempre que fuese una mujer. Si iba a haber una fuga de gas en un edificio en Chicago que lo haría volar en mil pedazos, Laura soñaba con la universitaria que se despistaría hablando por el móvil y saldría de casa dejando el gas encendido. En cambio, si fuese a ocurrir un accidente de tren en París en el que sucumbirían doscientas por culpa de un maquinista que no había respetado sus horas de sueño, Laura no tendría noticia del evento hasta que lo anunciasen en los periódicos. Solo veía los eventos mortales vinculados a mujeres, y eran ellas quienes soportaban el peso de sus notas de muerte. Laura era el fatídico pilar sobre el que se edificó la comunidad.

Carla había crecido rodeada de la magia de los dones. Muchas de sus clases se habían centrado en convencerla de que existían personas con la capacidad de ver más allá de la primera capa que recubría el mundo, de que la mente no era más que un receptor de los distintos niveles del universo y de que el mundo real solo era una mota de polvo levitando a merced de la brisa del destino.

Así que, si era cierto lo que decían del don de Bella, Carla ya le habría enseñado toda su existencia.

—Te repito la pregunta: ¿qué haces aquí? —dijo Bella, cuya voz rebotó en las piedras empapadas de vida y humedad.

Carla agachó la mirada hacia los charcos que Bella pisaba en un intento de alejar la vista de aquellos portentosos ojos oscuros.

—Hermana Bella, disculpe mi ignorancia, por favor —dijo Carla con voz delicada—. No sabe qué estúpida me siento por haber venido a buscarla aquí abajo para avisarla de la llegada de Laura.

—Hija, supongo que sabrás que siempre soy la primera a la que informan cuando algo así sucede, ¿verdad?

—Por supuesto, hermana Bella. ¡Qué estúpida soy! Me alegré tanto de la noticia que me ilusioné y quise contárselo yo misma.

Bella observó en Carla el temor que acostumbraba a percibir en todos los miembros de la comunidad (miradas esquivas, conversaciones llenas de miedo, voces temblorosas a punto de romper a llorar) y levantó ligeramente la comisura de los labios.

—Por lo que veo, te has creído esas historias que cuentan de mí, como que vivo en las profundidades del monasterio.

—Qué idiota soy, hermana. Lo siento, de verdad que lo siento.

—¿Quién viviría aquí abajo? Pero dime, ¿cuál de las historias te has creído?

—He oído rumores —respondió Carla, avergonzada—, de que usted se alimenta de soledad.

Bella sonrió.

—La soledad no te alimenta, hija, la soledad se alimenta de ti. Crece con cada minuto que pasas con ella, se agarra a tus inseguridades, te hace ver cosas que no existen y, cuando te das cuenta y quieres escapar de ella, ya te ha invadido para siempre.

Carla se sintió reconfortada por el hecho de que Bella no la reprendiese. En realidad, y ahora que lo pensaba, no la conocía en absoluto. La impresión que tenía de ella había sido creada a partir de rumores y de susurros al viento lanzados entre los surcos del huerto, por lo que, al escucharla hablar, con su tono melodioso y su entonación maternal, comenzó a pensar que tal vez todo estaba en su imaginación. Todas las historias que había oído sobre ella podían ser inventadas: la que decía que Bella era el destino personificado, la que contaba que podía rodearte con sus delgados brazos y enseñarte tu futuro, o incluso la que insinuaba que podía susurrarte y enviarte al olvido. Había historias sobre Bella muy disparatadas que nadie se creía, pero que igualmente levantaban un suave velo de magia en torno a ella: que podía convertirte en una cucaracha con solo darte la mano, o hipnotizarte y hacerte bailar durante días hasta que murieses de cansancio.

—No sabe cuánto siento haber venido hasta aquí —musitó Carla al tiempo que levantaba la mirada de los pies a la cintura de Bella.

—No tienes que preocuparte, hija. Tarde o temprano había que enseñarte este sitio. Al fin y al cabo, eres la hermana más especial de todas.

—¿Qué? ¿Yo, especial? —simuló Carla, contenta de que la conversación no derivase en algún posible castigo.

—No solo eres especial, hija, sino clave para toda la historia. Sin ti, nada de lo que hacemos tiene sentido. Cuando Laura ya no esté, tú serás nuestra líder. ¿Lo entiendes?

Carla permaneció en silencio intentando descifrar si en aquellas palabras se escondía una trampa para que bajase la guardia.

—Es más, llevo años pensando cuándo sería el momento oportuno para contarte en profundidad nuestra labor y la importancia de nuestra existencia, y siempre he creído que el momento se mostraría por sí solo. Y parece que así ha sido.

—¿Qué es este sitio? —inquirió Carla, liderada por su eterna curiosidad.

—¿De verdad quieres saberlo? —susurró, mostrando en su rostro un aire de alegría contenida que Carla no pudo ver.

—Me muero por saberlo, hermana. Me parece un sitio mágico. Todas esas palabras, todas esas frases. Es lo más mágico que he visto nunca —dijo Carla mirando a su alrededor, maravillada, girando sobre sí misma mientras se liberaba una sonrisa entre sus labios.

Al terminar de girar y volver a estabilizar su cuerpo danzante en dirección al de Bella, bajó instintivamente la vista de nuevo hacia sus pies.

—Si quieres saber de qué se trata, acércate —dijo Bella en tono autoritario.

—¿A ti? Pero...

Carla sabía que estaba perdida. La miraría a los ojos y le entregaría su existencia: todo cuanto ella quisiera saber sobre su pasado, sus dudas con respecto a la comunidad, el descubrimiento de la nota en la librería, que había escrito sus pensamientos y se los había ocultado a propósito a Nous.

—Acércate y mírame, hija —repitió Bella.

Carla, sin poder crear una escapatoria válida, se resignó. Trató de pensar en algo que la salvase, pero su mente era incapaz de procesar más mentiras. No estaba acostumbrada, se había criado con la transparencia más ferviente de una comunidad en la que no existían los secretos, y las únicas capas traslúcidas de mentiras o de su personalidad que había conseguido interponer habían sido levantadas con la facilidad de la mejor de las madres. Tragó saliva, cerró los ojos y se aproximó insegura. Cuando sintió que estaba apenas a medio metro de ella, respiró hondo, levantó la cabeza y abrió los ojos frente a Bella.

El día que se perdió el amor
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