Capítulo 34
Amanda

Quebec, 14 de diciembre de 2014

 

Amanda nunca había visto aquel rostro que la miraba desde lo alto de la fosa. Era moreno, con el pelo oscuro, de unos cincuenta y tantos años, y en cuanto se percató de que ella lo miraba directamente se escondió. Amanda pensó que no esperaba encontrársela despierta. De repente, se tranquilizó. Al fin y al cabo, aquel pequeño gesto de su captor escondiéndose significaba que no pensaba matarla. Era uno de los principios psicológicos de la retención de rehenes, tal y como había estudiado en la academia del FBI. Si un secuestrador planeaba matar a su víctima, no se molestaría en tapar su rostro ya que enterraría su imagen para siempre junto con la víctima. En cambio, si pensaba dejarla viva tras pedir un rescate o dudaba que fuese capaz de acabar con su vida, no había otra alternativa que ocultar el rostro y evitar a toda costa ser reconocido.

Instintivamente, Amanda gritó:

—¡No le he visto la cara! ¡Lo prometo! ¡No le he visto la cara!

Arriba, junto a la fosa, el hombre se puso la capucha de su chaqueta verde militar. Se notaba que era nueva, sin manchas ni restos de tierra. Comenzó a jadear y a respirar profundamente mientras escuchaba a Amanda gritarle desde el fondo de la fosa.

—¡Aún está a tiempo de darle la vuelta a todo esto! ¡Deje que me vaya y nadie sabrá lo que ha ocurrido!

Amanda se sorprendió a sí misma volviendo a su faceta de agente del FBI. Estaba actuando rápido, estaba pensando rápido, y sabía que si quería salir de allí con vida debía sacar lo mejor de sí misma. Hacía ya casi un año que se había tomado un descanso en el cuerpo para recuperar algo del tiempo perdido, pero su vida como Stella Hyden ya se había colado en las profundidades de su ser.

Por algún motivo que ella desconocía, cuando fue secuestrada por aquel grupo de locos, estos decidieron no acabar con su vida. Laura, la mujer del doctor Jenkins, le otorgó una nueva identidad, una nueva vida, nuevos recuerdos difusos en su mente, y cuando la soltaron un día frente a las oficinas del FBI, muchos años antes, fue directa a inscribirse para las pruebas de la academia, tal y como le habían indicado. Vivió un tiempo en Cuántico, en un pequeño apartamento que estaba alquilado a su nombre incluso sin ella saberlo. Cuando pasó las pruebas de acceso al FBI, se interesó por la psicología criminal y acabó especializándose en perfiles psicológicos. Con el paso del tiempo, aquella nueva vida, montada sobre pilares imaginarios que crearon las técnicas hipnóticas de Laura, fue asentándose de tal manera que recubrió por completo sus efímeros recuerdos anteriores, hasta el punto de ocultarlos para siempre bajo aquella fina capa de adoctrinamiento mental. Su nueva vida como agente de perfiles del FBI se había convertido en su vida real. Sus conocimientos, sus habilidades, su historia vital, su personalidad, incluso sus escarceos esporádicos con algún compañero del cuerpo eran más reales que todo cuanto había conocido años atrás. Hasta que conoció a Jacob en el centro psiquiátrico de Boston y algo comenzó a resquebrajarse en ella. Su nueva vida tenía huecos por todas partes, sus recuerdos eran efímeros y la base sobre la que se construían —aquella juventud inexistente e impuesta— era tan inestable que todo aquello hizo que su inseguridad creciese por momentos y se mostrase más débil que nunca. Cuando por fin descubrió quién era, su vida como Amanda Maslow, el tiempo perdido, los recuerdos junto a su familia recuperados, el amor que sintió por Jacob en aquella primera y única noche en que se conocieron, su seguridad volvió. Su avispada adolescencia como Amanda Maslow se unió a su carácter fuerte como agente del FBI. Su curiosidad como Amanda se unió a su perspicacia como Stella. De repente, aquel día fatídico de diciembre en que descubrió su pasado, su personalidad se transformó en la mejor versión de ella misma y desde entonces se sentía más fuerte que nunca para enfrentarse a lo que fuese.

 

 

El hombre se alejó de la fosa con pasos rápidos. Tenía que actuar deprisa. Caminó algunos minutos sobre la tierra húmeda entre los árboles hasta que llegó a una cabaña de madera desvencijada. Había un Chrysler negro aparcado frente a ella. Estaba impoluto, como si acabase de salir del concesionario. Entró en la cabaña y dio un par de vueltas antes de sentarse sobre una caja de madera que hacía las veces de sillón frente a un diminuto televisor de tubo. De la chaqueta militar que llevaba se sacó un sobre marrón en el que ponía: «Abrir cuando despierte». En el reverso, centrado y de unos centímetros de diámetro, había un símbolo que ya había visto otras veces: una espiral de nueve puntas.

El hombre resopló. Sus finas manos temblaban. «¿Qué estás haciendo, Jack? ¿Qué diablos estás haciendo? Tú no vales para esto», se dijo.

Miró a los lados. Había una pequeña encimera de cocina a su derecha y una cama de hierro sin hacer a su izquierda. Parecía que allí hubiese estado viviendo alguien, pero no alguien como él. Él se sentía tan fuera de lugar en aquel sitio que estuvo a punto de salirse de sí mismo. «Piénsalo bien, Jack. Piénsalo bien. No habrá marcha atrás», se repitió. Estuvo un rato recordando cómo había sido su salida del hospital con ella. Cuando ya habían cortado la hemorragia y cosido los puntos, uno de los cirujanos salió del quirófano con Amanda aún inconsciente en la camilla y se acercó a él, que estaba esperándolo junto al montacargas.

—Fatum est… —susurró el cirujano con la mascarilla aún puesta.

…scriptum —completó Jack, con las manos temblándole y sin creerse aún lo que estaba haciendo. Bajó por el montacargas al parking e introdujo a Amanda en el Chrysler que acababa de alquilar. Durante todo el camino hacia aquella cabaña en Quebec, había estado pensando en abortar el plan. Él no era así.

De repente, a lo lejos, escuchó los gritos de Amanda que se perdían entre el sonido del viento colándose por las rendijas de la caseta. Metió la mano en el otro bolsillo de la chaqueta y sacó un papel que estaba plegado varias veces. Lo desdobló y lo observó con preocupación. Era la fotografía en blanco y negro de una chica joven, con el pelo castaño, y miraba sonriente a la cámara. Tenía algunas pecas sobre los pómulos y los ojos claros. En el margen inferior se leía, escrito a rotulador: «Katelyn Goldman».

Un par de lágrimas cayeron sobre la foto.

—No voy a poder, Katelyn —susurró entre sollozos—. Esto me supera. Sé que se lo prometí a tu madre, pero yo no soy así.

Las manos le temblaban tanto que la fotografía cayó al suelo junto a sus pies.

Respiró hondo y cerró los ojos. Agarró de nuevo el sobre y, sin dudarlo más, rompió el sello y metió la mano para sacar su contenido.

Pensaba que se encontraría una explicación detallada de lo que tendría que hacer, una guía inequívoca de los pasos a realizar llegado ese momento, pero se quedó de piedra cuando solo encontró un papelito de unos centímetros que planeó hasta posarse sobre la fotografía de Katelyn Goldman.

Cogió el papel y lo leyó: «36 de New Port Avenue, Salt Lake. 15 de diciembre de 2014».

El día que se perdió el amor
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