Capítulo 22
Jacob

Nueva York, 14 de diciembre de 2014

 

—¡No puede ser! ¡No! —grito.

Me queman las entrañas mientras Steven resopla y susurra palabras para sí mismo. Me llevo las manos a la boca y las lágrimas no dudan en asaltarme las mejillas. La he perdido para siempre. Esta vez no hay vuelta atrás. Ha desaparecido. Amanda ha desaparecido y mi alma con ella. Siento un agujero inmenso en mi interior, un nudo incontenible en la garganta y el corazón golpeando las paredes de mi pecho.

Atravieso la puerta del quirófano buscando algo que confirme que estoy equivocado, pero tras entrar en una sala más vacía que mi vida sin ella, comienzan a flaquearme las piernas.

—¡Jacob! —grita Steven agarrándome del brazo con su mano recia, sacándome de mi martirio interno—. ¿Dónde está Amanda? ¡¿Dónde está?!

—¡No lo sé! Estaba aquí. La trajeron al quirófano.

—¿Viste cómo entraba?

—¡Por supuesto que sí! —Su pregunta me enfada. ¿Acaso desconfía de mí?

Ambos nos callamos durante un segundo y en mi mente se forma la macabra idea de que quizá haya muerto en la operación. Sin duda, podrían haberla trasladado a otra sección del hospital, pero el único camino que conecta el quirófano con el resto del centro pasa por el pasillo en donde yo la esperaba. Es imposible.

—Han sido ellos —asevera Steven sin dudarlo—. Los Siete. No tengo la menor duda.

Steven comienza a caminar de un lado a otro buscando por dónde han podido llevársela. Sale al pasillo y lo sigo como puedo. Es increíble la fortaleza y la rabia que desprende. Los grilletes de sus pies no le dejan apenas moverse, pero son insuficientes para contener el coraje que transmite. Se pierde en uno de los cuartuchos de material médico que hay junto al quirófano. Yo no tengo fuerzas ni para moverme. La visión fantasmal del quirófano vacío me ha bloqueado. De repente, se dirige con decisión hacia el montacargas y aporrea el botón de llamada, pero no hace nada. Necesita una tarjeta de personal sanitario para activarse. Steven vuelve tras sus pasos y me agarra por los hombros, zarandeándome.

—Jacob, despierta, joder. Tienes que hacer algo.

Suspiro y aprieto la mandíbula ante su comentario. En el fondo, aunque en estos momentos esté destrozado, sé que mi vida no significa nada si no me pongo a buscarla. No podría vivir sabiendo que la han atrapado y yo no estoy intentando salvarla. No sabría vivir si no es con ella. Nadie que no haya estado en mi lugar entendería mi amor por Amanda ni sería capaz de comprender la evolución de mi pálpito interno hacia sus labios y su sonrisa.

—Escúchame, Jacob. Tienes que encontrarla antes de que sea demasiado tarde. ¿Entiendes? Se la han llevado. Cada minuto que pierdes aquí es un minuto que ellos se alejan con ella.

—Tienes razón, joder. Tienes razón.

Respiro hondo y trato de repasar todo lo que ha ocurrido desde que llegué al hospital. Mi memoria rescata a todos los médicos y enfermeros que han transitado el pasillo y, sin saber por qué, en mi mente solo identifico la estúpida cara del enfermero de los zuecos de plástico. Su rostro, cubierto por la mascarilla, aparece en todas las personas que logro formar en mi recuerdo, como un parásito que se hubiese apoderado de mi memoria: un doctor calvo, una enfermera rubia y otra morena, un celador de mantenimiento. Por Dios, ¿qué me pasa?

—Escúchame, Jacob —me grita Steven, sacándome de mi pesadilla mental—. Tenemos poco tiempo antes de que me lleven de nuevo a la prisión. Busca a Amanda. Búscala. Por favor..., búscala. —Se derrumba. Su voz se rompe en mil pedazos, en un reflejo de lo que ocurre en nuestros corazones. Sus ojos no tardan en perderse entre lágrimas que se precipitan por las arrugas de su cara.

—Voy a encontrarla, Steven. No he luchado todos estos años por recuperarla para que fuese en vano.

Me doy cuenta de que también estoy llorando y me paso la mano por el rostro para limpiarme las lágrimas.

—Piensa, Jacob. Necesitamos algo por lo que empezar. Rápido. ¿Alguien os ha vigilado? ¿Os han enviado alguna nota? ¿Alguien se ha comportado con vosotros de manera sospechosa?

—No lo sé —respondo—. Hemos salido lo justo para evitar el acoso de la prensa. Tal vez...

—¿Algún paquete con flores amarillas?

—No. ¿Qué es eso?

—¿Alguna visita extraña? ¿Llamadas silenciosas con respiraciones al otro lado de la línea?

—¡Sí! ¡Hubo una llamada! —El corazón casi se me sale del pecho al recordarla.

—¿Qué llamada? ¿Qué decía?

—¡No lo sé! Una mujer llamó y se quedó callada unos segundos al otro lado de la línea.

—¡¿Qué dijo?!

—Que..., que pronto iba a terminar todo.

—¿Qué más?

—Nada más. Colgó tras esas palabras.

—Recuerda, Jacob. Esto es importante. ¿Había algún símbolo en la casa?

Tras su pregunta, vuelve a mi mente la imponente espiral dibujada en nuestro salón. La había olvidado por completo. Pintada en negro sobre la pared color marfil, pasando por encima de cuadros, lámparas e interruptores, dinamitando, con sus sinuosas nueve aspas, toda mi existencia.

—Sí... En la pared del salón. Como el de vuestro cobertizo en Salt Lake antes de desaparecer Amanda, pero distinto. En este las líneas son curvas, formando una espiral.

—Está bien. Está bien. —Hace ademán de recordar y continúa—: No pierdas tiempo. Tienes que encontrarla, Jacob.

—Avisaré a la policía.

—¡Ni hablar! —grita—. ¿Estás loco? Si avisas a la policía no te creerán. ¿Has olvidado lo que piensan de ti? ¿Has olvidado cuál es la primera impresión que causaste? Creerán que has sido tú el que se ha llevado a Amanda.

—Pero ¡mucha gente ha visto que la he traído al hospital!

—Jacob, escúchame. Fui abogado. Te detendrán y te interrogarán durante horas, incluso días. Mandarán a varios agentes a comprobar tu coartada. Tendrán que encontrar a las personas que dices que te han visto en una ciudad de nueve millones de habitantes. Tardarán una semana en comprobar que lo que cuentas es verdad y, para entonces, será demasiado tarde. Amanda habrá desaparecido para siempre.

No respondo. Tiene razón. Mi imagen recorrió el mundo portando la cabeza de Jennifer Trause. Aunque se me exculpó por lo sucedido, aún vuela sobre mí la sombra de la duda.

—Si lo hago yo, ocurrirá lo mismo. Soy el preso más mediático del planeta y aún llevo los grilletes. Jacob, por favor. La policía no hará nada. Nunca hace nada. Tienes que encargarte tú.

En su manera de ver el mundo pueden apreciarse las cicatrices que dejaron en su vida las desapariciones de Amanda y Carla.

—¿Y por dónde empiezo? No tengo nada.

—Hay alguien que quizá sí sepa algo —dice.

—¿Quién?

—El doctor Jesse Jenkins.

El día que se perdió el amor
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