Capítulo 38
Steven
Camino a Quebec, 15 de diciembre de 2014
Steven condujo hacia el norte durante más de cinco horas antes de parar en una gasolinera en mitad de la nada. Durante el trayecto vio que en el asiento del copiloto había una bolsa de basura con ropa en su interior. Era suya. La misma que utilizaba cuando estaba al servicio de los Siete. La habrían cogido de la casa en la que vivía en Quebec y la habrían dejado en la camioneta para que se cambiase. «Esos hijos de puta lo tienen todo pensado», se dijo.
En realidad, tampoco hubiera ido muy lejos con la ropa de Rikers Island. El mono marrón lo identificaba como un presidiario y, en el momento en que saliese de la furgoneta, cualquiera que lo viese llamaría a la policía para denunciar la fuga de un preso. Además, Steven era tan conocido, su rostro y su declaración habían salido tantas veces en los medios, que era imposible no reconocerlo si fuese vestido como el día del juicio. No podía correr tal riesgo, así que en cuanto paró, antes de bajarse de la furgoneta, se cambió de ropa: botas marrones, pantalón vaquero, camisa verde y anorak marrón.
Había parado en la gasolinera con menos tránsito de la interestatal. «Cuanto más oscuro el camino, menos luz para ser visto», se dijo. Era una de esas frases que se le quedaron grabadas de su época al servicio de los Siete. Se la habían dicho por teléfono, en uno de los primeros encargos, desde una cabina perdida a las afueras de Quebec, y la había adoptado como filosofía de vida. Esconderse y vivir a oscuras, perdido entre miles de árboles, agazapado entre la belleza gris de las ramas del norte.
Era de noche, y a la entrada de la gasolinera había una cabina iluminada por un fluorescente que estaba a punto de fundirse. Se le revolvió el estómago. Se palpó el bolsillo del anorak y se dio cuenta de que había un fajo de billetes de cien. Lo miró con desdén y lo volvió a guardar. Puso la manguera a repostar, se acercó a la tienda y empujó la puerta haciendo sonar la campanilla.
—Hace mucho frío para ir al norte —dijo una voz rasgada al otro lado del mostrador—. Algunos lagos aún están helados.
Steven miró hacia el mostrador, pero no vio a nadie.
—No hace frío para quien conoce este viento —respondió Steven con voz áspera.
Un hombre mayor, con barba descuidada y arrugas marcadas, se levantó justo al otro lado del mostrador.
Steven se acercó a él y tiró la mitad del fajo de billetes encima del cristal.
—Llenaré el depósito y un par de garrafas, y me llevaré algunas cosas —añadió Steven.
El hombre miró incrédulo el montón de dinero, pero lo cogió con interés y empezó a contarlo.
—Por este dinero podrías llevarte la tienda entera.
—Solo quiero gasolina, comida y algunas herramientas.
—Tengo también alcohol. Con este frío nunca viene mal un trago.
Steven se quedó mirándolo unos instantes, asintió y giró hacia la tienda. Caminó entre los estantes y cogió algunos paquetes de patatas fritas, una botella de agua, chocolatinas y, al final del pasillo, vio una extensa vinoteca que cubría toda la pared. Aquella estantería destacaba sobre las demás; era de madera, estaba iluminada con una tenue luz amarilla, y los focos estaban orientados a los mejores vinos. Los demás estantes eran de metal pintados en blanco y en algunas partes el óxido se había comido la pintura y estaban desconchadas.
—¿Le gustan los vinos? —gritó Steven desde el fondo.
El hombre parecía que no se esperaba aquella pregunta.
—Eh..., sí. Es la única pasión que este viejo aún no ha abandonado. —El hombre se acercó a la vinoteca.
—Yo era un apasionado —dijo Steven.
—¿Era? Uno nunca deja de serlo. Una vez que aprendes a encontrar ese punto, esa chispa especial, la acidez y el sabor amargo escondidos en una buena cosecha, se convierte en algo que siempre te acompaña.
Steven miró de reojo al hombre.
—Sabe usted vender muy bien. Me recuerda a un viejo amigo.
—Es fácil cuando amas algo tanto. Llevo toda la vida amando lo que hago. Una lástima que con el tiempo los vinos mejoren y las personas empeoremos. Debería ser al revés.
Steven asintió. No sabía por qué, pero aquel hombre le resultó familiar. Buscó en su memoria, pero no recordaba haberlo visto antes. Tal vez tuviese algún parecido con alguien.
—Llévese uno. Con lo que me ha pagado puede coger el que quiera.
—No sabría cuál elegir.
—Déjeme recomendarle uno. Hace tiempo que no hago esto, pero uno nunca olvida lo que es.
Steven pensó por un instante que se refería a él. Aquel hombre parecía decir siempre las palabras correctas. Si no tuviese prisa, si no tuviese el alma lanzando relámpagos en su pecho para que encontrase a Amanda, podría quedarse una tarde entera charlando con él.
El hombre se acercó a un rincón de la pared y se estiró para alcanzar una botella que estaba en los estantes más altos.
—Llévese este. Es la última botella que me queda y, sin duda, es la más especial de todas. Compré cuatro botellas hace años. Y esta en concreto tiene historia. Me bebí una el día que perdí lo que más quería: a mi hermana; y le aseguro que es el mejor vino que he tomado nunca. Le tengo cariño y odio a la vez. Pero es un recuerdo extraño. Llévesela.
Steven cogió la botella que le tendió el hombre.
—Un Château Latour de 1987. Parece un buen tipo. Prefiero que se la lleve usted antes que uno de esos pijos que de vez en cuando paran por aquí de camino a sus mansiones en el bosque.
Steven se quedó de piedra. Era el mismo vino que compró a Jacob en Salt Lake. Al instante a Steven le vino a la mente aquel momento junto a Amanda, riéndose sobre el experimento que hizo con Carla y el vino de brick. Recordó a Jacob y cómo era entonces: alegre, valiente y atento.
Miró al hombre y, de repente, se dio cuenta de a quién se parecía. No era un parecido exagerado, era más bien un soplo en la mirada. Sus ojos azules eran como los de Jacob, el mismo azul intenso y nada más. Solo era eso, pero Steven comprendió que aquel hombre estaba conectado con Jacob. Recordó al viejo Hans, el tío de Jacob, y lo reconoció tras las arrugas del viejo.
—La vida no perdona a nadie, ¿eh? —dijo Steven.
—¿Perdone? —preguntó el viejo Hans.
—Nada. Nada. —Steven no quiso profundizar en cómo había llegado allí.
—Pues ¿sabe? —continuó Hans—. Compré estas botellas a un antiguo proveedor que importaba vinos europeos. Yo era dueño de una diminuta licorería en un pequeño pueblo al sur de aquí. Perdí demasiadas cosas allí. —Suspiró—. Cerré aquello y me fui un tiempo a Europa. Es mágico ese continente. Tiene mucha historia. Hasta el viento huele distinto. Es un viento que ayuda a olvidar las cosas que duelen.
—¿Y se puede saber qué le dolió?
—Perdí a mi hermana. Tardé en superar aquello. Después, perdí a mi sobrino, de quien me había hecho cargo.
—¿Murió? —preguntó Steven, sabiendo la respuesta.
—Peor. Se fue.
Steven se quedó mirándolo unos instantes, pensando en todo lo que tendría que haber pasado Hans cuando Jacob se esfumó para salir en busca de Amanda.
—Seguro que lo hizo por un buen motivo.
—Lo sé —respondió Hans—. La vida siempre pone palo en las ruedas a las buenas personas.
Steven asintió y tragó saliva.
—¿Y cómo acaba un amante de los vinos en una gasolinera en mitad de la nada?
—Cuando volví de Europa —continuó Hans—, me vine al norte. Vendí todo lo que tenía en el sur y compré este lugar. No es el trabajo que me haga más feliz del mundo, pero una gasolinera te permite no atar lazos con nadie. Los clientes que vienen apenas duran unos minutos y, casi siempre, solo están de paso. Como usted. Seguramente nunca le vuelva a ver. Es bonito saber que este puede ser nuestro único encuentro.
Sintió pena de Hans, pero más aún de él mismo. La vida también le había cambiado. Steven agachó la vista al darse de cuenta de que podría reconocerlo.
—Me la llevaré —dijo Steven—. Es usted un buen tipo —añadió.
—Solo intento ser justo.
—Yo también —respondió Steven, acercándose al mostrador y cogiendo lo que había comprado. Se metió la mano en el bolsillo y tiró en el cristal el resto del dinero.
Justo antes de salir, miró hacia atrás y vio que el hombre se sentaba de nuevo en una silla detrás del mostrador y subía el volumen de un diminuto televisor escoltado por cajas de chocolatinas.
—Hasta pronto, Hans —dijo Steven, dejando que la puerta se cerrase tras él.
—Hasta pronto, Steven —respondió Hans, en voz baja para que no le escuchase, mirando hacia la puerta.
Se montó en la camioneta y arrancó. El depósito ya estaba lleno, y antes de subirse colmó también un par de garrafas que tenía en la parte de atrás. Se incorporó a la interestatal y no tardó en entrar en territorio canadiense. Mientras conducía, miró de reojo la botella de vino y recordó que le regaló una botella igual al doctor Jenkins después de atropellarlo.
—Maldita ironía del destino —dijo en voz alta.
Paró la furgoneta a un lado de la calzada. No podía seguir viendo aquella botella. Cogió uno de los sándwiches y lo dejó a un lado. Agarró la botella y la bolsa con el resto de las cosas, se bajó y las guardó en el maletero.
Siguió conduciendo durante un par de horas más y pronto se desvió hacia el oeste. Los grandes bosques del norte rodeaban la carretera secundaria a la que se había incorporado. Los faros de la camioneta iluminaban escasos metros más allá del frontal, pero Steven se conocía tan bien aquellos giros que apenas le hizo falta aminorar la velocidad. Era extraño, pero se sentía en casa. Pasó por un puente que atravesaba uno de los cientos de lagos que había por la zona y desvió la mirada hacia el reflejo de las estrellas en el agua. Pensaba que se lo encontraría congelado, que aquel espejo estaría empañado, pero no fue así. El lago estaba tan inmóvil que se había convertido en una extensión de la oscuridad del cielo con miles de motas brillantes salpicadas por todas partes.
Steven pisó el acelerador y, al final del puente, cogió un camino de tierra hacia el norte. Poco después giró a la izquierda y se salió del camino. Avanzó algunos metros entre los árboles en la oscuridad. De pronto, pegó un frenazo que hizo que la camioneta se deslizara por la tierra. Estaba estupefacto. Miraba al frente con miedo.
Se bajó de la camioneta y una bocanada de vapor se escapó de su boca. Los faros iluminaban el camino improvisado entre los árboles. Steven se puso delante y se agachó: había marcas de neumáticos entre el barro. Él sabía que no eran los suyos, puesto que tenían distinto dibujo y ancho de rueda. El corazón le dio un vuelco, podría haber alguien más por la zona. En todos los años en los que había estado oculto en Quebec, nadie se había acercado a su cabaña. Miró hacia delante para ver por dónde se perdían las marcas de neumático cuando, de repente, escuchó un grito desgarrador.