Capítulo 32
Carla

Lugar desconocido, nueve años antes

 

Carla no se lo podía creer. Su nombre aparecía entre aquellas miles de frases. Según Bella, era el único que había en todas las piedras. El corazón le latía a mil por hora y sus ojos viajaron rápidamente por todas ellas intentando encontrar algún nombre propio para convencerse de que aquello era imposible. Se volvió a agachar y leyó de nuevo aquella frase: «Carla se había enamorado y perdido para siempre en su mirada».

No podía ser. En su mente no había posibilidad de que ella fuese la protagonista de toda aquella historia desordenada.

—Podría ser cualquier Carla, ¿no? Quiero decir, no hay nada que diga que soy yo, ¿verdad?

—Hay indicios que nos hacen pensar que solo puede tratarse de ti. Tenemos identificados algunos fragmentos que encajan contigo —respondió Bella, que parecía saber bastante más que lo que había contado hasta ese momento.

—¿Indicios?

—Muy claros.

Carla se incorporó y la miró pidiéndole que continuara.

—Esa piedra de ahí —Bella señaló hacia una pequeña piedra de varios centímetros que estaba cerca de Carla—, dice textualmente: «Todo sucedió tan deprisa que nadie pudo hacer nada. La luna delantera se rompió en mil pedazos». Y esa otra de allí —señaló al otro lado de la sala—, dice: «Desde la feria se escuchaban los gritos de pánico, la música dejó de sonar y los gitanos ya no vociferaban las maravillas de sus cacharros inservibles».

—El accidente de coche de mis padres en la feria... —susurró Carla a modo de revelación.

—En el que ellos murieron y tú lograste sobrevivir —añadió Bella—. Podría seguir, Carla. Aquella de allí habla sobre un incidente con unas cortinas en casa. Esta grande de aquí sobre la reconstrucción de una pulsera para una hermana. Esa de ahí arriba sobre tus primeros días aquí.

Carla estaba sin palabras. Todos esos momentos formaban parte de su vida. De repente, la búsqueda de la persona que había dejado la nota escondida entre los libros de la biblioteca se había transformado en algo que nunca imaginó. Su vida entera podría estar plasmada en aquellos muros, escritos treinta años antes de forma desordenada para que nadie pudiese montar el puzle completo. Si era cierto, ¿cómo podría vivir ahora sin saber qué estaba escrito en aquellas paredes?

Fatum est scriptum, Carla. La frase ya cobra sentido para ti.

Fatum est scriptum —repitió sin siquiera pensarlo. Estaba grabado en su mente, como un acto reflejo que aparecía sin darse cuenta—. El destino está escrito.

—Especialmente el tuyo, pequeña —dijo Bella—. Tu destino está escrito.

Aquella frase se apoderó de su corazón. Estaba rodeada de fragmentos de su vida entera. Aunque el aparente desorden de las frases lograra que nunca comprendiese nada de lo que iba a ocurrir, su alma le pedía a gritos que leyese lo máximo posible de aquellos muros para intentar descubrir su destino. ¿Conseguiría salir algún día de la comunidad? ¿Se enamoraría algún día de alguien? ¿Observaría algún día un atardecer sobre el mar? Su mente no paraba de lanzarle preguntas que nunca antes se había planteado, pero el tener abiertas todas las posibilidades del mundo, el tener todo su destino delante como un libro en el que nada parece encajar, aunque fuese de un modo hipotético, hizo que su mente no parase de imaginarse una vida nueva para ella. Si leía lo suficiente de aquellas piedras tal vez identificase momentos clave de su pasado y de su futuro. Tal vez encontrara alguna referencia a alguna playa o paisaje, lo que significaría que habría conseguido salir de la comunidad. O quizá no. Quizá hubiera muchas alusiones a la comunidad, al huerto, a los mejunjes marrones que comía o a los pasillos oscuros, y entonces tendría por seguro que nunca conseguiría salir. Pensar en eso hizo que se replantease qué hacer. «Una no debería enfrentarse a tales decisiones», se dijo tras debatir consigo misma durante unos instantes. ¿Qué haría otra persona? ¿Indagaría en su destino para ver si en un futuro conseguiría cumplir sus sueños o, por el contrario, obviaría cualquier referencia al futuro para que el futuro la pillase por sorpresa? Sin duda, cualquiera de las dos decisiones tendría grandes repercusiones en su vida. En cualquier caso, la frase que la mencionaba directamente a ella seguía retumbando en su corazón: «Carla se había enamorado y perdido para siempre en su mirada».

«¿Enamorada yo? ¿De quién? ¿Cómo es posible? ¿Cuándo?». Aquella ilusión crecía y crecía en su interior por momentos. Estaba al límite de dejar explotar toda su alegría, pero tener delante a Bella hizo que contuviese el torrente que emanaba desde su corazón.

—Una última cosa, hermana —dijo Carla con el corazón al límite de la felicidad.

—Dime, pequeña —respondió Bella, sabiendo la pregunta que vendría a continuación.

—¿Cuál es tu don de verdad?

—No tengo ninguno, hija. Mi único objetivo es velar porque el destino se cumpla.

Carla se quedó pensando en aquella frase, intentando comprender lo que acababa de decir, y se quedó conforme. No se sintió con fuerzas para decir que no lo había entendido.

—Ya es tarde. La ceremonia va a empezar —dijo Bella—. Hace mucho que no nos visita Laura. Tenemos que hacer que sienta que todo merece la pena.

—Es verdad. ¡Me había olvidado! ¡La ceremonia!

La magia de aquel sitio, tan oscuro y a la vez tan brillante por la humedad de las rocas, hizo que Carla se entusiasmara de nuevo con todo lo que tenía que ver con la comunidad. Estaba deseando volver arriba y ver a Cloto y a Láquesis, dos de sus compañeras, para contarles lo que había descubierto. Seguro que se sorprenderían de su suerte, de que ella fuese la elegida por el mágico destino escrito por Bella.

—Ya habrá ocasión de volver aquí. Te aseguro que pronto podrás pasar aquí todo el tiempo que quieras.

—¿Podré venir cuando quiera?

—Por supuesto.

—¿Con quien quiera?

—Solo puedes venir tú. No puedes traer a nadie.

—¿Sola?

De repente, se descubrió a sí misma dudando de que sus compañeras se fuesen a creer la historia. Especialmente Cloto, la más mordaz. Era incrédula por naturaleza, muy reacia a dar por ciertos los rumores de la comunidad. A Carla le sorprendía cómo una persona como ella podía formar parte de todo aquello. ¿Por qué se iba a creer que Bella había escrito hace treinta años aquella historia desordenada sobre ella? No tenía pruebas, a menos que la propia Bella lo contase en persona.

—No te preocupes, Carla. Yo me encargaré de que todos sepan que ya conoces lo que guardábamos en esta sala.

—¿En serio?

—Puedes contar con ello.

Carla sonrió, conforme. Parecía como si hubiese recuperado de golpe la alegría por formar parte de la comunidad.

Bella hizo un ademán con el brazo, señalando la puerta e invitándola a salir. Ambas subieron por la escalera hasta llegar a la trampilla por la que había entrado Carla. Cuando bajó, le pareció que aquella escalera era eterna y que se aproximaba al centro del mundo. En el camino de vuelta, no sabía por qué, la escalera le pareció insignificante y el trayecto se le hizo muy corto. El tiempo parecía contraerse y expandirse a su antojo en la mente de Carla, aunque tal vez fuese el efecto de la adrenalina, de la ilusión, de la esperanza, que jugaba con los segundos y los minutos y los alternaba como si fuesen los vasos de un trilero.

Salieron al patio central. El sol radiaba con la luz del atardecer y cegó un instante a Carla, que parecía verlo todo de un color distinto. Miró hacia los almendros del patio y se dio cuenta de que habían florecido, y ella no se había percatado hasta entonces. Desde el patio se fijó en todo el complejo. Detrás de ella, el ala sur, construida con ladrillos amarillentos. Frente a ella, el patio central, abarrotado de almendros cubiertos de una etérea película rosácea, tan delicada que parecía a punto de desaparecer de un momento a otro. Al otro lado del patio estaba el ala norte, donde ella vivía, y que sobresalía tres plantas sobre el ala sur. Al este, más allá del patio central, se extendía un huerto en el que había algunas hermanas recogiendo calabacines y patatas con la indumentaria de recolección (vestido gris oscuro). Rodeando toda su visión, más allá del huerto y de las distintas edificaciones, se encontraba el muro: una construcción de aspecto medieval (como casi el resto de edificios de allí), imponente e infranqueable. En el centro del muro este se encontraba el portón de entrada. Lo llamaban «El Abismo», porque quien salía por él no volvía. En el centro del muro este se encontraba el portón de entrada, flanqueado por dos torreones con campanas que solo se hacían sonar cuando se abría.

De un modo extraño, Carla se sentía segura entre aquellos muros. A pesar de conocer de manera efímera toda su vida anterior a la comunidad, le había cogido aversión al mundo exterior. Sabía que era peligroso, que la gente no era de fiar y que ocurrían desgracias; a fin de cuentas, su familia entera murió en él. Por otro lado, la comunidad se le estaba quedando pequeña. Su corazón era curioso, impaciente, imaginativo, y estar dentro de aquella prisión de sentimientos era lo peor que podía sucederle a un alma como la suya.

—Laura estará aquí en una hora, Carla —dijo Bella—. Hay mucho que hacer.

—Sí, hermana —respondió Carla sin poder contener la alegría que sentía por todo lo que había descubierto—. Voy a ayudar a prepararlo todo.

—Gracias, Carla.

Carla se alejó de Bella con pasos rápidos.

—Y recuerda... —dijo Bella alzando la voz—: Tu destino está escrito.

El día que se perdió el amor
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