Capítulo 7
Bowring
Nueva York, 14 de diciembre de 2014
—Está bien —dijo Bowring—, esto es muy extraño. ¿Cómo sabías qué ropa iba a traerte mi compañero?
—Mi conversación con usted ya ha terminado, inspector Bowring.
—¿Ahora no quieres hablar? Pues ahora es cuando vas a contarme qué diablos sabes sobre Katelyn. ¡Empieza!
La joven se levantó de la silla, sorprendiendo a Bowring, y se dirigió con calma hacia la única ventana de la sala. Era una especie de abertura con un cristal traslúcido de ochenta por cincuenta y quedaba a más de medio metro por encima de su cabeza.
Bowring la observaba atónito.
—¿Qué haces?
—¿No lo escucha, inspector? —respondió con una ligera sonrisa mientras pegaba la oreja a la pared, bajo la ventana.
—Yo creo que por hoy ya he tenido suficiente. ¡Leonard! —dijo viendo su propio reflejo en el espejo—. Por favor, lleva a la detenida al calabozo. Tal vez el lunes, después de un par de días recluida, quiera contarnos qué narices son esos nombres de las notas. Yo me voy a casa. ¡Leonard!
—Está empezando —susurró la joven.
—¿Qué?
—Ponga las noticias, inspector. Se está perdiendo la historia.
Bowring apartó la vista del reflejo de sí mismo y se quedó algo aturdido cuando sintió que su ayudante no estaba al otro lado del cristal. Era una extraña sensación de soledad, muy frecuente en sus tardes de ocio casero, pero, por primera vez en mucho tiempo, distinta. Más palpable, más real, más nítida que nunca. Puede que el recuerdo de Katelyn lo hubiese catapultado de nuevo al dolor de su búsqueda, y puede que verse reflejado junto a una demente lo hubiese impregnado con el jugo de la locura. Volvió la mirada hacia la joven, que se había girado hacia él y lo observaba con una amplia sonrisa perlada.
—¿Qué dices?
—Quería saber qué eran las notas, ¿verdad? Es hora de que obtenga su respuesta. Salga ahí fuera y mire las noticias. Comienza el primer acto.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Bowring frunciendo el entrecejo.
—No pierda ni un segundo más.
Dos golpes sonaron en la puerta, retumbando en la sala y en el alma de Bowring.
—Adelante —dijo alzando la voz.
—¿Inspector? —interrumpió Leonard.
—¿Dónde estabas?
—Venga un segundo, jefe, tiene que ver esto.
El inspector abandonó la sala de interrogatorios algo preocupado y caminó junto a Leonard, que apenas se atrevía a hablar.
—¿Me lo vas a decir ya o vamos a jugar a la ruleta de la fortuna? —dijo, mientras subían en el ascensor hasta la zona de oficinas del edificio.
—A ver cómo se lo digo, jefe… —dijo Leonard, dubitativo—. Hemos encontrado a Susan Atkins.
—¿La habéis encontrado?
—Sí…, verá…
—¿Y dónde está?
—Mejor que lo vea usted mismo.
Al llegar a una de las salas de reuniones (mesa blanca alargada, tazas de café haciendo de portalápices, sillas negras acolchadas, luz alógena de quirófano), Bowring se sorprendió al ver a varios agentes mirando atónitos una pantalla de televisión que colgaba de una de las paredes.
—¿Qué ocurre aquí?
Vio que eran las noticias de la NBC y mostraban un plano aéreo de un descampado. En la imagen se observaba una zona acordonada con cintas de la policía local de Nueva York, de la que salían y entraban toda suerte de personas, cual hormigas cogiendo pedacitos de un trozo de pan dispuesto con delicadeza en el centro, pero cubierto bajo una bolsa de cadáveres. Al pie de la imagen, en letras blancas sobre un faldón rojo, bajo un diminuto «Breaking news» que parpadeaba incesantemente, leyó el titular: «Susan Atkins aparece decapitada a las afueras de Nueva York».
—No puede ser —gritó Bowring mirando a todos los agentes, que permanecían ajenos a la situación.
La imagen del descampado dio paso a la de una presentadora morena, abstraída de sus palabras, seria e indiferente:
—Nueva York se despierta hoy con una noticia monstruosa para una fecha tan próxima a la Navidad —dijo la presentadora—. Susan Atkins, la joven que sobrevivió a un secuestro en Quebec el año pasado, ha aparecido esta mañana decapitada, en un horrendo acto que ha convulsionado al mundo entero. En numerosas entrevistas, la joven relataba con especial crudeza cómo vivió las horas en las que había permanecido bajo el frío de Canadá, y cómo su captor, en prisión desde el pasado 28 de diciembre y relacionado con la secta que acabó con la vida de Jennifer Trause, y probablemente con muchas otras víctimas por todo el mundo, le perdonó la vida. El cuerpo ha sido descubierto por un par de chiquillos que jugaban por la zona y que en estos momentos se encuentran bajo tratamiento psicológico.
La narración de la periodista se alternaba con imágenes de Susan Atkins que lloraba en distintos platós de televisión. La cámara volvió al descampado e hizo zoom sobre una mancha pálida en el centro, que poco a poco iba ganando nitidez, y dejaba entrever las formas de cuerpo desnudo en postura fetal.
—Apagad eso, por favor —dijo Bowring.
Los agentes de la sala seguían impávidos ante las palabras de la presentadora.
—¿No me oís? ¡Que lo apaguéis! Ya está bien de tocaros las narices. Quiero a cuatro de vosotros allí para saber todo lo que rodea a esa muerte. Quiero veros sin vida hasta que encontréis algo.
—Eso es asunto de los locales, inspector —dijo Leonard, temeroso, con la aprobación de cuantos lo miraban.
—Eso es asunto de quien yo diga. ¿Me oís? El nombre de esa chica estaba en una de las notas que ha traído la exhibicionista, así que es asunto nuestro. ¿Ha quedado lo suficientemente claro?
Nadie se inmutó salvo Leonard, que lo miraba algo preocupado.
—¿Se encuentra bien, jefe?
—Tenemos que descubrir qué se esconde tras esa mujer. Necesito información sobre Susan Atkins y sobre su secuestro el año pasado.
—¿No lo siguió usted por la televisión? Fue muy sonado.
—Nunca veo la televisión.
—Ya pero eso… no creo que haya ser vivo en los Estados Unidos que no siguiese el caso el año pasado.
—Demasiadas cosas ocurren ya en Nueva York como para preocuparme de lo que ocurre en otras ciudades.
—Si no recuerdo mal, Susan Atkins era de Nueva York. La secuestraron en su piso de Manhattan.
Bowring resopló. Lo que le faltaba ese día era que un chiquillo le dijese que no hacía bien su trabajo. La verdad es que en los últimos años Bowring estaba más distraído que nunca y hasta él mismo era consciente. Estaba descuidando su barba, estaba más lento en la toma de decisiones, se preocupaba más por las cosas insignificantes que por lo que de verdad tenía importancia. Por las tardes, al salir de la la oficina, volvía a casa y se entregaba a la filatelia, un nuevo hobbie que le ayudaba a desconectar. No estaba pasando una buena racha, todos en el cuerpo lo estaban notando, pero nadie dio el paso adelante para sacarlo a la luz. Seguía con sus tareas, con sus casos, pero la verdad es que habían adquirido un ritmo distinto. Desde la oficina central ya le habían mandado algunas citaciones para que explicase en detalle sus preocupaciones y su reciente desazón en el trabajo, pero había conseguido aplazarlas alegando que estaba demasiado ocupado por las tardes.
—¿Puedes conseguirme un dosier de ese caso? —incidió Bowring, sabiendo que era hora de ponerse en marcha.
—Por supuesto. Deme unos días. Creo que puedo conseguir el expediente completo si hablo con los de Boston.
—Encárgate tú de eso, ¿vale?
—¿Cree que tiene que ver con ella, con la exhibicionista?
—¿Me preguntas si creo que ha asesinado a Susan Atkins?
—Le pregunto si cree que ella sabía de antemano que Susan Atkins iba a morir.
—Espero que no.
—¿Espera que no? ¿Qué significa eso?
—Que de ser así, puede que sepa el paradero de Katelyn Goldman.