Capítulo 14
Bowring
Nueva York, 14 de diciembre de 2014
Bowring salió de la improvisada sala de interrogatorios con la absoluta certeza de que nada tenía sentido. Caminó por el pasillo, subió de nuevo a la zona de oficinas y se aproximó al barullo en busca de Leonard.
—Escúchame, mueve el papeleo necesario para que pueda estar retenida aquí todo el fin de semana.
—¿Y qué pongo en el informe? ¿Alteración del orden público? Le adelanto que nos lo van a echar para atrás y se irá a la calle en cuanto el juez lo reciba.
—Antes me dijiste que este caso era extraño, ¿no?
—Y con lo de Susan Atkins, todavía más.
—¿Y la aparición de esa chica decapitada no es suficiente, teniendo en cuenta que uno de los nombres es el suyo?
—Sí, es algo, pero yo diría que se sujeta con pinzas, jefe. No tenemos una sola prueba, solo su nombre en un papel. ¿Y si resulta que tiene una amiga que se llama igual? O es una fan de esa escritora, o quién sabe, puede que sea una jodida casualidad.
—Las casualidades no existen, Leonard.
—¿El destino? Eso es lo que dice ella. Pensaba que a usted no le convencería con su palabrería.
—Ni destino ni casualidad. Son las personas las que lo crean todo.
—Pues si yo le contara la de cosas que me han pasado por casualidad, alucinaría. Una vez visité Londres cuando tenía dieciocho años y, atención, aquí viene lo fuerte... me encontré allí con...
—Ha nombrado a Katelyn Goldman —interrumpió Bowring.
—¿Qué? —dijo, sorprendido.
—Que ha nombrado a Katelyn, Leonard.
—¿La que desapareció?
—A mí también me cuesta creerlo. Pero si tiene algo que ver con su desaparición, si existe la mínima posibilidad de que esté viva en alguna parte, tengo que hacer lo que sea para dar con ella.
—Es imposible que pueda seguir con vida. ¿Cuánto hace de eso? ¿Diez años? Yo ni siquiera había entrado en la academia.
—Es posible que tengas razón y no siga con vida, pero necesito descubrir la verdad. Necesito poder contarle a su madre lo que le ocurrió a Katelyn. Es muy doloroso no saber si tu hija está muerta o si simplemente alguien se la llevó y aún la tiene retenida en algún zulo, haciéndole Dios sabe qué.
—Pero ¿por dónde va a empezar? No hay ninguna pista nueva sobre su paradero, jefe.
—Tenemos un cadáver.
Bowring metió la mano con celeridad en su bolsillo y sacó las pequeñas tarjetas. Rebuscó entre las notas y levantó una de ellas para leerla detenidamente en busca de alguna pista: «Susan Atkins, diciembre de 2014».
—Susan Atkins ha muerto en diciembre, el mes que aparece en esta nota. Está claro que esto es una pista.
—¿Qué es eso que tiene pintado detrás? —inquirió Leonard.
Bowring le dio la vuelta a la nota. Hasta entonces no lo había hecho. No había dado importancia a los papeles hasta ese momento, en el que se convirtieron en el único clavo al que agarrarse. Una sensación de extrañeza se apoderó de él al ver el símbolo dibujado con tinta negra en su dorso: una sinuosa espiral de nueve aspas.
—¿Qué diablos es esto? —dijo.
—Ni idea, jefe. Pero está pintado a mano.
—¿A mano?
—Es lápiz. No creo que haya impresoras o sellos que utilicen lápiz.
—¿Sabes lo difícil que es dibujar una espiral tan perfecta?
—No lo he probado, la verdad.
—Te lo diré yo: es imposible, y más en un tamaño tan pequeño.
Leonard respondió con una mirada de desconcierto.
—¿Sabemos algo de los demás nombres?
—Nada, jefe.
Bowring pasó una a una las notas y comenzó a leerlas en voz alta:
«Robert Lee, diciembre de 2014».
«Eric Swanson, diciembre de 2014».
«Marc Sallinger, diciembre de 2014».
«Benjamin Auster, diciembre de 2014».
«Paul Allen, diciembre de 2014».
Bowring dejó de leer, se quedó paralizado al ver la última nota. Fue una puñalada directa a su estómago, una lluvia de agujas afiladas descargadas sobre su alma. La nota era idéntica a las demás pero a la vez distinta, cargada de una mayor mezquindad, con un juego tan sutil que nadie hubiese adivinado de quién se trataba. Nadie salvo Bowring: «K.G., diciembre de 2014».
—«K.G.». ¡Maldita sea!
Bowring le dio la espalda a Leonard y se dirigió con decisión hacia el perchero. Agarró su abrigo y se lo puso mientras en su mente comenzaban los trabajos para mantener a flote su entereza.
—¿Qué ocurre, jefe?
—Encárgate de que permanezca aquí, Leonard. Es lo único que te pido. Tengo que ir a ver el cuerpo de Susan Atkins.
—¿Por qué? ¿Sabe quién es K.G.?
—Katelyn Goldman —dijo con la voz quebrada.