Epílogo
Unos meses después
En el Instituto Psiquiátrico de Nueva York la luz de la tarde se colaba por la ventana de la habitación de Kate, iluminando las pulseras que había por todas partes, creando destellos de colores que se esparcían en todas direcciones. Kate estaba sentada en la cama y llevaba puesto un jersey de cuello alto negro y un pantalón oscuro. Miraba al suelo y se frotaba los dedos como si siguiese trabajando en una nueva pulsera, pero no tenía ninguna cuenta ni ningún hilo entre ellos. Era un movimiento que sus manos se habían acostumbrado tanto a hacer que se había convertido en su estado de reposo. Alguien dio dos golpecitos en la puerta y Kate aceleró el movimiento de sus manos.
—¿Estás lista, Kate? —dijo Amanda, que entró con suavidad en la habitación.
Kate no respondió y desvió la mirada hacia la mesa, como si estuviese intentando comprobar que todo seguía en su sitio y que nadie había tocado el teléfono.
—Bueno, eso está bien. Te has puesto la ropa de calle. Y mira qué bien te queda —continuó Amanda con una sonrisa.
Kate permanecía callada, sin separar los labios lo más mínimo.
—Verás, Kate —dijo complaciente—. Hoy quiero que vengas conmigo a un lugar especial. ¿Crees que podrás?
Levantó la vista hacia ella, inexpresiva. Y volvió la mirada hacia sus manos.
—Perfecto. Haremos eso. Vamos a ir a ver a alguien pero, y esto quiero que lo tengas bien claro, en cualquier momento puedes decirme que no te encuentras bien, y volvemos aquí. ¿Te parece?
Kate la miró de nuevo e, instintivamente, guió sus ojos hacia los lados, conforme.
—Está bien. ¡Allá vamos! —dijo Amanda, pegando un salto y reincorporándose. Ofreció su brazo para que Kate se apoyara en ella y Amanda sintió un escalofrío cuando su madre le agarró la mano para ponerse en pie. Era la primera vez que tocaba a alguien por su cuenta, y aquel gesto dio esperanzas a Amanda—. ¿Te parece si nos llevamos una pulsera?
Kate no respondió, pero pareció aprobar aquella decisión. Amanda se dirigió a la pared y cogió una de las pulseras que parecía brillar más que las demás.
—Creo que esta es la más bonita. Quiero que la lleves puesta.
Amanda le puso la pulsera a su madre en la muñeca contraria a la que tenía la banda identificativa del centro, y sonrió.
—Ya estamos listas. El toque perfecto.
Salieron de la habitación y caminaron por el pasillo del Instituto Psiquiátrico, tranquilas, mientras Kate daba pequeños pasos hacia la salida y Amanda aguardaba paciente diez centímetros por delante de ella, protegiendo el camino y asegurándose de que cada paso de su madre estuviese fuera de peligro. Amanda empujó la puerta que conectaba con la recepción del complejo e, inmediatamente, Estrella se levantó desde detrás del mostrador:
—Creo que hoy no necesitarás esto —dijo, dirigiéndose a Kate. Se acercó con unas tijeras y le cortó la banda identificativa del centro. Estrella seguía teniendo la suya, con «Hannah Sachs» escrita en ella—. Tienes una más bonita puesta.
—Muchas gracias por todo, Estrella —añadió Amanda—. Gracias por haber cuidado así de ella.
Kate se tocó la muñeca donde había estado la banda con la otra mano y levantó la vista hacia Amanda.
Estrella miró a la enfermera morena que vigilaba su progreso, que seguía sentada tras el mostrador, con una sonrisa complaciente.
—De verdad que no tengo palabras por todo lo que habéis hecho —continuó, dirigiéndose hacia la morena—. Gracias. De verdad. Gracias.
Estrella asintió, contenta, y permaneció algunos momentos frente a Kate y Amanda. De pronto, se abalanzó sobre Kate, que no supo cómo reaccionar. La envolvió con sus brazos, pegó su cabeza sobre su hombro y le susurró algo al oído imperceptible. Estrella se separó y sonrió.
Kate levantó rápido la vista hacia Amanda y se quedó mirándola con interés.
—Todos te echaremos de menos, Kate —dijo Estrella.
—Ya están todos los papeles listos —añadió la morena, al tiempo que sacaba un taco de folios y los colocaba sobre el mostrador—, solo firma aquí y podréis iros.
—Hecho —dijo Amanda, acercándose hacia el mostrador y garabateando «Amanda Maslow» en el hueco que le había señalado.
Amanda guio a Kate hacia la puerta y la abrió con decisión. El sol brillaba resplandeciente, eran las once de la mañana y corría una ligera brisa fresca primaveral. Frente a la puerta, había un Dodge gris aparcado con el motor encendido. Amanda señaló el camino a Kate, que miraba a ambos lados de la calle, inquieta.
—Vamos, Kate. Nos están esperando —dijo Amanda señalando al coche.
Kate miró al frente, cerró los ojos durante un segundo, respiró hondo y avanzó. Bajó los dos escalones de la entrada hasta la acera, mientras Amanda se adelantaba con rapidez y abría la puerta trasera del coche. Volvió corriendo hacia su madre y la ayudó a entrar en el vehículo. Cerró con suavidad y rodeó el coche para entrar por el otro lado.
—¿Vamos? —dijo Jacob desde el asiento del conductor, mirando de reojo por el espejo retrovisor.
—¿Lista, Kate? —preguntó Amanda en voz baja a su madre, mientras le abrochaba el cinturón.
Kate tragó saliva y cerró los ojos.
—Listas, Jacob.
Jacob pisó el acelerador con suavidad y el vehículo comenzó a deslizarse por el asfalto. Kate volvió la cabeza atrás para observar cómo se alejaba el Instituto Psiquiátrico y cómo las calles de Nueva York vibraban por la mañana. Había gente por todas partes; un par de niños jugaban a darle patadas a un globo en la acera, una cuadrilla de trabajadores arreglaba unos cables de teléfono, un chico cruzaba la calle con un ramo de flores. Kate volvió a mirar hacia el coche, donde comprobó que Amanda daba pequeños botes con su pierna derecha mientras miraba hacia delante, comprobando con interés y preocupación el itinerario que Jacob estaba siguiendo.
Quince minutos más tarde Jacob cruzaba por el puente de Robert F. Kennedy, sobre el East River y se adentraba en Queens por la 278. Poco después, detuvo el coche, se bajó y abrió en silencio la puerta del lado de Kate. Amanda se bajó, nerviosa y dirigió una mirada silenciosa a Jacob.
—Hemos llegado. ¿Quieres salir? —dijo Amanda.
Kate salió del vehículo y entrecerró los ojos al sentir el destello del sol. Amanda agarró a su madre del brazo y la ayudó a incorporarse.
—¿De verdad que no quieres que os espere aquí? —dijo Jacob.
—No. De verdad. Necesito hacer esto sola.
—¿Segura? Puedo esperar lo que os haga falta.
—Volveremos en taxi. Vete tranquilo, Jake.
—Está bien —respondió Jacob con un suspiro. Se acercó a Amanda y le dio un beso. Rodeó el coche y se montó de nuevo en él.
—Está bien. Llámame con lo que sea, ¿vale, cariño? —dijo a través de la ventanilla.
—Cuenta con ello, mi vida —respondió Amanda.
Tan pronto como Jacob arrancó y comenzó a alejarse, Amanda agarró del brazo a su madre y comenzaron a andar juntas hacia el interior del cementerio Calvary. Caminaron durante un rato, por un camino de gravilla blanca que se extendía entre las lápidas que sobresalían del césped. Las ramas de los árboles se mecían con la brisa y, de vez en cuando, sonaba el canto de los pájaros que revoloteaban entre sus copas. Poco después, Amanda guió a su madre hacia el césped, y juntas caminaron dejando a un lado algunas lápidas grises que parecían llevar bastantes años allí. Kate siguió callada a Amanda durante todo el camino y, poco a poco, conforme se acercaban a una lápida blanca que había al final de esa parcela verde, un suave nudo se formó en su garganta. Cuando llegaron frente a la lápida blanca, Amanda respiró hondo al leer lo que había escrita en ella.
Carla Maslow 1989-1996
Tu hermana, Amanda, y
tus padres, Kate y Steven,
siempre te querrán.
Kate permaneció de pie, en silencio, mirando junto a Amanda la lápida durante algunos segundos.
Ambas siguieron inmóviles un tiempo, mirando las dos al frente, oyendo el sonido de las ramas, de los pájaros, de la brisa mover el césped a sus pies, cuando, de pronto, Amanda sintió que algo le tocó los dedos de su mano. Miró hacia abajo y vio cómo su madre movía su mano y le cogía con fuerza la suya. Al levantar la mirada hacia el rostro de Kate, que seguía mirando hacia la tumba de Carla, vio una lágrima recorrer su mejilla.
En el centro penitenciario de Rikers Island, Steven esperaba impaciente en su celda. Deambulaba de un lado para otro, con pasos firmes que golpeaban con intensidad el suelo, sabiendo que en cualquier momento lo llamarían. Al otro lado de las rejas, comenzaron a repiquetear unos pasos sobre el suelo de cemento. Steven se detuvo en seco y esperó, mirando hacia fuera mientras el sonido se acercaba. Dos celadores aparecieron desde un lado, acompañados por el director de la prisión. Había cambiado las gafas redondas por unas metálicas sin montura, y ese día llevaba un traje azul. Lo que no había cambiado era su mirada insegura ni sus mofletes lacios.
—Ya…, ya sabes el protocolo —titubeó el director.
Steven se acercó de espaldas a las rejas, y dejó que uno de los celadores lo esposara.
—¿Tienes claro que será tu única concesión? El juez ha sido bien claro: el único privilegio que tendrás en los próximos diez años. Una llamada a la semana. No tendrás televisión. No te podrás unir a ningún taller. ¿Estás seguro?
—Adelante —dijo Steven, volviéndose y mirándolo a los ojos.
—Está bien —respondió el director.
Un timbre estridente sonó al desbloquearse la cerradura, y el otro celador deslizó la puerta de la celda hacia un lado.
—Acompáñanos —dijo el primer celador, mientras el director daba un par de pasos atrás, alejándose.
Steven salió de la celda con las manos a la espalda y caminó justo un paso por delante de los dos celadores. Cuando llegaron al final del módulo, atravesaron otra puerta y un largo pasillo con ventanas a un lado. El director se desvió y se perdió en una sala de vigilancia que había en uno de los lados. Una vez que alcanzaron el otro extremo del pasillo, uno de los celadores levantó la mano hacia una cámara de vigilancia y el mismo sonido estridente sonó al liberarse la cerradura de la siguiente puerta. Al atravesarla, Steven observó que se encontraba en una pequeña sala vacía con una única mesa pequeña en el centro, sobre la que había un teléfono negro de marcación por rueda. Junto a la mesa había una silla atornillada al suelo.
Uno de los celadores se acercó por detrás a Steven:
—Ninguna tontería a partir de ahora —dijo, mientras le soltaba las esposas. El otro celador se aseguró de que la puerta se hubiese quedado cerrada y se apoyó en la pared junto a ella, atento.
Steven se dirigió con pasos cortos a la mesa y se sentó en la silla. Miró el teléfono con ilusión, con la esperanza de que al otro lado le contestasen.
Levantó el auricular y se lo pegó a la oreja. Marcó uno a uno los números que había memorizado, y esperó impaciente.
Jacob condujo dirección norte durante varias horas. Mientras duró el trayecto, estuvo pensando en todo lo que había vivido desde que aquel día, hacía ya diecinueve años, llegó a casa de su tío en Salt Lake sin nada en su vida salvo dolor. Recordó la mirada que le lanzó cuando lo vio llegar con la mochila, intentando dejar atrás la casa en la que su padre reventaba a golpes a su madre. Se sintió cobarde por dejarla allí, pero sabía que aquella pesadilla no terminaría nunca. Recordó cómo su tío lo acogió y le dio trabajo en su licorería y cómo aquel lugar, lleno de botellas polvorientas, se convirtió en el inicio de su historia de amor tan dolorosa por Amanda, que lo hizo dejarlo todo e intentar recuperar, aunque fuese por un instante, la felicidad que experimentó al sentirse vivo por una vez.
Como si los años intermedios no importasen, su mente viajó a cuando abrió los ojos en el hospital, de noche, días después del disparo de Bowring en su pecho, y vio a Amanda a su lado, dormida en la butaca, sujetándole la mano. Se fijó en cómo los dedos finos de Amanda agarraban los suyos, en la calidez natural que emanaba de su piel, en cómo su pelo caía sobre el lado izquierdo de su cara. Se sintió tan feliz y completo de tenerla cerca, de saber que estaba bien, que pasó toda la noche despierto, observándola, mirando atento cada gesto, sintiendo el tacto de la piel de Amanda, el aroma de su pelo, la forma de su cara, mientras las horas transcurrían y el sol se insinuaba por el horizonte. Recordó el momento en que Amanda se despertó y lo vio a su lado, despierto, mirándola atento, para justo en ese instante dedicarle una ligera y perfecta sonrisa que él nunca iba a olvidar.
Las líneas de la carretera se deslizaron con rapidez por los lados del coche y, cuando llevaba unas cinco horas conduciendo hacia el norte, paró el coche en la gasolinera con menos tránsito de la interestatal. Se bajó del vehículo y se quedó allí, junto al coche, mirando la tienda, mientras rememoraba, a través de la neblina de los años, la imagen del rostro de su tío, afable, siempre con una sonrisa en la cara. De repente, la puerta de la tienda se abrió, haciendo sonar una campanilla y un hombre mayor salió al exterior y dio un par de pasos adelante hasta detenerse y quedarse observándolo, inmóvil, a unos diez metros de donde estaba. Jacob lo miró a los ojos y lo reconoció al instante. Se aguantó las ganas de llorar, al ver pasar sobre él tantos años, y sintió con fuerza la necesidad de saber qué había sido de su vida durante todo el tiempo que él se había marchado para encontrar a Amanda.
—Un buen hombre te encontró y me dijo dónde estabas, tío —dijo Jacob, con un nudo ardiente en la garganta.
De pronto, la expresión de Hans se transformó de la duda hacia la incredulidad, para, al instante, cubrirse completamente por una cortina de lágrimas.
Jacob se acercó hacia él, mientras su tío Hans dejaba caer un periódico que llevaba en la mano y, sin parar de llorar, lo abrazó con todas sus fuerzas.
En el cementerio, Amanda sintió la vibración de su móvil en el bolsillo de su pantalón. Con la mano con la que no estaba sujetando la de su madre, sacó el móvil y, entre lágrimas y con un nudo incontenible en su corazón, respondió la llamada:
—¿Estáis? —dijo Steven desde el otro lado de la línea.
—Al fin estamos las tres, papá —respondió Amanda, entre sollozos.