Capítulo 8
Jacob
Nueva York, 14 de diciembre de 2014
Todo ocurre con celeridad. Su tropiezo hace que se incline hacia delante, girándose a la izquierda y poniendo su cuerpo entre el de Amanda y el mío, en un descuido que me juro le costará la vida. El cuchillo sigue en su mano, pero ya lo he agarrado y lo levanto al aire lo más lejos posible de mi amada, pero se me resiste. Estamos los tres en la pugna; brazos y empujones en todas direcciones. Las manos y el cuchillo vuelven a enredarse, haciendo que el corazón me trepe hasta la garganta y, cuando me quiero dar cuenta, Amanda nos empuja a los dos con desesperación.
—¡Ah! —grita, rompiéndome el alma en mil pedazos.
En ese instante pierdo el equilibrio, y él oscila hacia atrás, liberando a Amanda y poniendo un metro entre nosotros. Ahora o nunca. Me abalanzo hacia él pero esquiva mi carga con una habilidad recuperada. Se detiene durante un segundo y me observa de nuevo oculto tras la máscara. Ambos jadeamos y Amanda ya está detrás de mí. Doy un paso adelante, pero no se inmuta; uno hacia la izquierda, pero no quiere bailar.
—¡Vamos! —grito.
—Fatum est scriptum —pronuncia con su voz amortajada.
«El destino está escrito». Ya había oído esa frase en aquella casa en Boston, y escucharla de nuevo me traslada a mis peores pesadillas. Los recuerdos de un ritual siniestro, Jennifer Trause y la mirada ardiente de Eric. Me duele tanto revivir esos instantes que se tambalea mi valentía. Doy un paso atrás, no sé por qué. Si quisiera acercarse de nuevo a Amanda tendría que pasar por encima de mí. La presiento a mi espalda, no me hace falta mirarla para saber que está ahí; sin embargo, la noto más lejos que nunca. Tengo que protegerla y lo haré con mi vida. Recupero el paso perdido y me aproximo a él decidido a acabar con todo.
—Eres hombre muerto —digo.
—Lo sé —responde inquebrantable.
Tras esas palabras, tal vez espantado o acorralado, hace una última mueca, tira el cuchillo al suelo y corre hacia la ventana. Sin darme tiempo de hacer nada, y con la habilidad digna de un felino, salta por ella, destrozando el cristal y precipitándose al abismo desde un sexto piso.
—¡No! —grito.
Lo sigo rápido hasta la ventana, me asomo por el borde para ver si escapa con vida y, al atisbar las profundidades del callejón oscuro, veo su cuerpo estampado contra el asfalto. No me lo puedo creer. «¿Por qué lo has hecho, idiota? ¿Qué ideas te han metido en la cabeza para que te inmoles así?». Es aún de noche, aunque el sol ya empieza a insinuarse por el horizonte coloreando de un azul perfecto el contorno oscuro de Nueva York.
—Ya ha terminado —digo volviéndome hacia Amanda. Está temblando y me mira con preocupación—. Cielo, no pasa nada, ¿vale? Ya ha terminado.
—Lo siento, Jacob —responde con la voz entrecortada.
—¿Sentir? ¿Qué diablos dices? Esto no es culpa tuya. Pagarán por todo lo que te han hecho.
—Jake...
—¿Qué ocurre, cariño?
Se mira el abdomen, que está cubriendo con ambas manos por encima del obligo. De repente, un suave hilo de sangre comienza a fluir por entre sus dedos, y me muero por dentro y se me hunde el mundo al ver que a mi amor, a mi anhelo, a todo cuanto quise, quiero y querré, se le escapa la vida entre los labios.
—Jacob...