Capítulo 35
Bowring
Nueva York, 14 de diciembre de 2014
Bowring se sentó a su mesa y comenzó a sacar uno a uno los dosieres del caso de Katelyn Goldman. Los amontonó a un lado de su escritorio y puso el primero delante de él. De la caja sacó otra de menor tamaño que guardaba las cintas con los audios de las declaraciones de los testigos, y un archivador de discos cargado de CD con imágenes de las cámaras de seguridad de la zona. Estaba nervioso pero decidido a descubrir qué diablos podría habérsele pasado por alto. Había revisado aquella caja hasta la extenuación, había escuchado las declaraciones de los testigos infinidad de veces, pero nunca avanzaba lo más mínimo.
Abrió la primera carpeta y encontró el informe resumen del estado de la investigación. Le llamó la atención la transcripción de la declaración de una vecina de Katelyn, que vivía puerta con puerta, que decía: «Me la encontré a eso de las tres de la tarde subiendo las escaleras hacia su casa». Bowring cogió el archivador de CD y comenzó a pasar las fundas: «CÁMARA INTERIOR FARMACIA», «CÁMARA TRÁFICO CRUCE», «CÁMARA INTERIOR BANCO», «CÁMARA HALL UNIVERSIDAD»... Había decenas de CD y, bajo el título escrito con rotulador, aparecía la fecha del fatídico día en que desapareció Katelyn: «7/06/2007». Encendió la pantalla de su ordenador e introdujo en el lector uno titulado «CÁMARA CAJERO». Ya había visto aquella grabación. La declaración de la vecina estaba contrastada por cuatro fuentes distintas, pero su corazón estaba tan decidido a resolver lo que estaba ocurriendo que se dispuso a revisar paso por paso cada pequeña pista.
La cámara de seguridad de un cajero, a varios bloques de distancia del edificio en el que vivía, grabó a Katelyn pasando por delante a las 14.54. Iba tranquila, casi esbozando una ligera sonrisa que apenas se divisaba entre los pixeles, y llevaba un jersey de punto blanco y una mochila marrón a la espalda. Tenía la melena suelta y el pelo bailó tras ella durante el instante en que apareció delante de la cámara. No fue más de un segundo, pero esa era la última imagen que se tenía de ella. Bowring recordó cuando les llevó a sus padres una captura de ese momento impresa en papel: su madre llorando desconsolada; su padrastro abrazándola con lágrimas en los ojos.
Bowring siguió durante un rato mirando el contenido del CD. Cada poco tiempo, una persona distinta pasaba por delante de la cámara en un sentido y en el otro; todos anónimos, todos sin rostro. Bowring estaba seguro de que quien se llevó a Katelyn tenía que salir en algún momento en alguna cinta. Pero era imposible identificar a todos los que pasaban por allí, al margen de algún vecino que ya había sido objeto de investigación y que había sido descartado con la misma rapidez.
Bowring volvió al informe. Leía con calma, intentando reconstruir en su mente toda la investigación, que poco a poco se le había ido olvidando. Se sorprendió de las anotaciones al margen que él mismo había escrito meses y años antes. Utilizaba el margen izquierdo para añadir los títulos de los CD o de las cintas en las que podía comprobarse lo que se decía. En el derecho, incluía conclusiones resumidas tras analizar cada una de las fuentes. Siguió pasando páginas y revisando cada punto con los audios o los vídeos, cada vez con mayor desesperación porque en el margen derecho de todas las páginas rezaba: «Declaración contrastada», «No ha visto nada», «Sin información adicional».
Cuando llegó a la última página reconoció su letra en mayúsculas, en color rojo, ocupando gran parte del folio: «ES IMPOSIBLE DESAPARECER ASÍ».
Miró a su alrededor y se dio cuenta de que la oficina se había quedado vacía. Era de noche y había estado tan concentrado que no se había percatado del paso del tiempo. Miró el reloj de su muñeca, las 14.20: miró el reloj de la pared, las 23.11.
—Otra vez se me ha parado este maldito trasto.
De repente su móvil comenzó a sonar a lo lejos. Estaba en su chaqueta. No recordaba cuándo la había dejado colgada en el perchero de la entrada, pero se levantó precipitadamente para llegar a la llamada. Metió la mano en el bolsillo, cogió el móvil y respondió sin mirar quién era.
—¿Sí?
—¿Lo ha visto ya? —dijo una voz al otro lado.
Era una voz casi mecánica y Bowring era incapaz de intuir si era un hombre o una mujer. Le recordó al timbre que tenía la voz de Miranda Palmer cuando lo llamó aquella fatídica noche desde una cabina.
—¿Quién es?
—Observe, inspector. Lo tiene delante y no lo ve.
—¿De qué está hablando? ¿Quién es usted?
—Lo tiene delante y no lo ve —repitió la voz.
Bowring miró la pantalla del móvil y vio un número largo que no tenía memorizado en la agenda. Sin duda era de una cabina telefónica.
—¿Quién es usted? ¿Se ha equivocado de teléfono?
Esperó durante algunos segundos, pero la persona al otro lado parecía estar alimentando el miedo de Bowring.
—¡Respóndame! ¡¿Cómo ha conseguido mi teléfono?!
Nada, pero Bowring aún escuchaba el ruido de la calle al otro lado de la línea.
De repente, la voz aseveró:
—Aún está a tiempo de salvarla.
Un golpe sonó en el auricular y el pitido intermitente de la llamada finalizada reverberó en el oído de Bowring, que se quedó bloqueado al escuchar aquella frase. Nadie podía saber que había vuelto a investigar ese caso. Era imposible. Se quedó extrañado y se llevó consigo el móvil a su mesa.
Abrió otra de las carpetas marrones que tenía sobre la mesa: estaba llena de fotografías. Fotos de Katelyn, de su cuarto, de su edificio, de su trayecto a casa. También había un mapa de la ciudad, con un recorrido marcado en rojo que conectaba su facultad con su casa. Era el camino más directo entre un punto y otro, y comprobaron que efectivamente fue el que hizo Katelyn ese día. En todo ese trayecto, de más de mil quinientos metros, distintas cámaras de seguridad la grabaron andando con la misma tranquilidad. En el mapa estaban marcados todos los puntos en los que alguna cámara la captó en dirección a su casa. Bowring había comprobado todas la última vez que revisó el caso. En algunas de esas grabaciones solo aparecía un instante; en otras, situadas en los cruces para controlar el tráfico, se veía a Katelyn esperar durante casi un minuto a que la luz del semáforo le permitiese avanzar en su último paseo. Era como si no supiese nada de lo que le iba a ocurrir. Verla tan tranquila en esos vídeos, sabiendo que finalmente desaparecería, era como presenciar las primeras chispas que desatan un incendio sin tener acceso a un cubo de agua.
Agarró otra carpeta del montón, más abultada que las demás pero de la que no sobresalía ningún folio. A Bowring le extrañó. La abrió de golpe y se quedó petrificado: un sobre de plástico estaba pegado con cinta adhesiva en la solapa de la carpeta. Justo encima del sobre estaba escrito en mayúsculas, con mala caligrafía: «LO TIENE DELANTE Y NO LO VE».
Eran las mismas palabras que le había dicho la persona de la última llamada. Quienquiera que fuese le había dejado aquel sobre para que él lo investigase. El corazón le latía con fuerza. Había revisado tantas veces el caso que sabía que aquello no tendría que estar allí. Sin dudarlo más, despegó el sobre de la carpeta y vació su interior sobre la mesa: eran varios CD que él no había visto. Tenían una etiqueta roja, distinta a la blanca con la que él marcaba los CD de sus investigaciones. Se fijó en el texto que había en cada uno de ellos: «CÁMARA INTERIOR BANCO», «CÁMARA HALL UNIVERSIDAD», «CÁMARA CAJERO»... Tenían los mismos textos que sus CD.
—¿Una copia de las grabaciones? ¿Quién ha copiado estos CD?
De repente se dio cuenta de que no era eso. En la parte superior de cada etiqueta aparecía la fecha a la que correspondían las grabaciones: «21/06/2007».
—No puede ser —dijo—. Son de dos semanas después de la desaparición de Katelyn.
Rápidamente introdujo en el ordenador uno de los CD. Era del cruce en el que Katelyn esperó el semáforo, pero esta vez ella no aparecía. Era de noche y los coches iban y venían. No había nadie en ese momento esperando para cruzar.
—¿Qué diablos es esto? ¿Para qué graban y guardan este momento?
El vídeo no duraba mucho; el temporizador del reproductor apenas marcaba tres minutos y doce segundos. Bowring estuvo a punto de quitarlo y ver otro pero, de repente, por la calle dejaron de pasar coches. La imagen parecía congelada, de no ser por un neón parpadeando en la lejanía. Seguramente los semáforos de otros cruces se habrían sincronizado dejando a este sin actividad, pensó. Siguió mirando, como hipnotizado por aquel leve parpadeo que destellaba en la esquina de la pantalla, cuando una figura apareció caminando.
Era un chico de veintitantos años, vestido con un chándal gris. Andaba mirando el suelo con atención. Cada pocos pasos, miraba arriba y luego a los lados. Parecía buscar algo. Le recordó a él mismo cuando investigaba alguna escena de un crimen. Observaba con atención cada rincón, cada farola, cada baldosa del suelo.
Tenía el pelo corto y era moreno. Estaba lejos, por lo que era imposible identificarlo. Aun así, no era necesario. Que estuviera en mitad de la calle no era indicio de nada. El chico se detuvo en el cruce. Podría haber cruzado puesto que la luz estaba en verde, pero no lo hizo. De repente levantó la cabeza y miró a la cámara. Sus ojos brillaron como los de un gato por la noche. Permaneció unos segundos inmóvil, manteniendo un pulso con Bowring que lo observaba en la pantalla de su ordenador, incrédulo de que alguien se fijase en la cámara en la oscuridad de la noche.
El vídeo terminó justo en ese instante. Bowring se quedó aturdido. «¿Quién es? ¿Por qué diablos se quedó mirando a la cámara?», pensó. Hizo una captura e imprimió el rostro pixelado de aquel chico mirando a la cámara.
Cambió el CD por otro de los que tenía en la mesa. Era una grabación del mismo cajero por el que pasó Katelyn antes de desaparecer para siempre. Ocurría lo mismo que en el otro CD. Era de noche y no pasaba nadie frente a la cámara. El vídeo era de siete minutos y siete segundos. Había un coche rojo aparcado frente al cajero que bloqueaba casi toda la vista del otro lado de la acera. En el suelo, junto a la rueda, había una botella de cerveza vacía. A lo lejos, por el único hueco que dejaba el coche, se veía una floristería cerrada.
Pasaron los minutos y no ocurrió nada. A Bowring le pasó igual que con el anterior. Estaba absorto mirando la imagen. Tenía la intuición de que en cualquier momento Katelyn pasaría por delante como en el vídeo que ya conocía; sonriente por su día, ignorante de su destino. Pero no fue así.
Conforme pasaban los minutos, Bowring perdió la esperanza. En realidad, no tenía sentido que pensase de ese modo, puesto que si las fechas eran correctas, para cuando se hizo esa grabación Katelyn ya llevaba dos semanas desaparecida. Pero el corazón de Bowring deseaba que todo hubiese cambiado. Que apareciese ante la cámara sonriente y que estuviese bien.
Cuando el vídeo estaba a punto de terminar sin haber sucedido absolutamente nada, salvo el paso del tiempo en la parte inferior de la pantalla, algo llamó su atención al fondo de la imagen. Por detrás del coche rojo una figura comenzó a acercarse hacia el cajero. Estaba difusa, ya que la cámara tenía poca calidad y ambos cristales estaban sucios, pero Bowring observó cómo la figura se hacía cada vez más grande tras la ventanilla. Cuando llegó junto al coche, la figura lo rodeó, saliendo del plano durante un momento, y de golpe apareció mirando al suelo a un lado y al otro como si estuviese analizando el entorno.
Era el chico del otro vídeo. Llevaba el mismo chándal y tenía el mismo corte de pelo. Tenía que ser él. Estaba siempre de espaldas al cajero y se movía con rapidez. De repente, Bowring paró el vídeo justo cuando el chico miró durante un microsegundo a la cámara. Tenía los ojos azules, el mentón pronunciado y barba de tres días. Estaba serio y se intuían unas leves ojeras en la imagen.
—¿Quién diablos eres? —dijo mirando fijamente la imagen del chico en la pantalla.