Capítulo 29
Amanda

Quebec, 14 de diciembre de 2014

 

La llovizna comenzó a calar la lona verde que cubría la fosa donde se encontraba Amanda. Se despertó al sentir cómo las frías gotas le golpeaban intermitentes en la boca. Abrió los ojos y miró hacia arriba para comprobar que se había formado una balsa sobre la lona y esta estaba a punto de ceder. Hacía frío y las gotas que se colaban parecían convertirse en hielo durante la caída. Amanda estaba rodeada de tierra y hojas húmedas, y se escuchaba de fondo el abrumador sonido del bosque empapándose de vigorosa vitalidad. No sabía dónde se encontraba, lo último que recordaba era estar abrazada a Jacob por la noche y, de repente, sintió una punzaba ardiente en el estómago.

Tenía el abdomen vendado y los brazos manchados de tierra. No sabía cuánto tiempo había estado inconsciente, pero estaba anocheciendo, lo que significaba que por lo menos había pasado un día completo. Si así era, aún cabía la posibilidad de que estuviera en alguna parte del país. De repente, le vinieron a la mente imágenes borrosas de haber estado en el maletero de alguna camioneta cuya vibración aún sentía en las manos. Recordó también cómo, durante el trayecto, la camioneta paraba de vez en cuando unos minutos para rociarle la boca con agua. Eran visiones traslúcidas, que podrían ser delirios por estar cerca de la muerte, pero eran los únicos pilares de los que disponía para comprender lo que ocurría.

Recordó también un aroma que la acompañó todo el tiempo que estuvo dentro del maletero. Era un aire perfumado de vainilla y ámbar gris que se hacía más intenso cada vez que le mojaban los labios. Sin quererlo, a Amanda ese perfume se le metió dentro, y ahora no dejaba de olerlo ni estando rodeada de húmedos pinos grises y rojos, de corteza de árbol empapada en resina.

Tenía la cara y el pelo manchados de tierra y no se atrevía a levantarse para no abrir la herida que sentía bajo las vendas. Miraba hacia la lona que tenía a unos metros sobre su cabeza con miedo, puesto que desde que recuperó su vida había temido que algún día volvieran a atraparla. De repente, la imagen de Jacob conduciendo hacia el hospital para salvarla se formó en su mente. Lo veía agarrar el volante con fuerza, mirar colérico hacia la calle, volver la vista hacia ella y decirle que la quería. Para ella, era mágico cómo Jacob se transformaba para protegerla. Había tal contraste entre la mirada que le lanzaba al mundo mientras conducía y la que le dedicaba a ella, que Amanda comprendió que si algún día moría tenía que ser a su lado.

Poco a poco se incorporó, apoyándose sobre la pared de tierra de la fosa, y respiró hondo para soportar la quemazón que sentía en el vientre. Gimió al sentir una punzada bajo las vendas. Le pareció que los puntos que debía tener estaban a punto de desgarrarle la piel. Estuvo unos minutos agachada, conteniendo el ritmo de su corazón y asimilando que, si quería sobrevivir, debía hacer los movimientos con más calma. Tocó las paredes y comenzó a analizar la profundidad de la fosa. Debía de tener unos cinco o seis metros. Según el entrenamiento que había tenido en el FBI, puede que tuviera alguna posibilidad de trepar agarrándose a las raíces de los árboles que sobresalían de las paredes. Se aferró a un par de ellas e intentó auparse para apoyar un pie en la pared, pero el abdomen le ardió bajo las vendas, haciéndola soltar ambas manos de las raíces a la vez que dio un grito desesperado de dolor.

Se agachó jadeando, con una mano sujetándose el abdomen, cuando de pronto el olor a vainilla y ámbar gris perforó su nariz. Amanda supo al instante lo que significaba: quien la había secuestrado andaba cerca. No le dio tiempo a asustarse. A los pocos segundos se oyeron pasos por encima de su cabeza que se acercaban hasta donde ella estaba. Eran pasos firmes, golpeando el suelo con fuerza con un ritmo constante, y se detuvieron junto al borde de la fosa.

Amanda distinguió una sombra a través de la lona y su corazón se aceleró.

«Ojalá pudiera deciros una última vez cuánto os quiero», dijo para sí entre lágrimas, como si pudiese hablar con Jacob y con su familia. Se sentía demasiado cansada y aturdida como para considerar siquiera una pelea cuerpo a cuerpo. En el FBI contaba con varias horas a la semana de entrenamiento de lucha, pero sabía que no era su punto fuerte, y menos aún con una herida profunda en el vientre. Si plantaba cara a su secuestrador en ese estado, no tendría nada que hacer.

Sin saber por qué, se acordó de la última vez que vio a su madre en Nueva York: la visitó junto a Jacob en el centro psiquiátrico de la ciudad, donde la habían internado varios años antes porque intentó quitarse la vida tras perder a sus dos hijas.

Amanda, conteniendo la ilusión, esperó unos minutos antes de cruzar la puerta de la habitación de su madre, observándola. Estaba sentada de espaldas, trabajando muy concentrada en algo. Habían sido tantos años sin ella que aquel momento permanecería para siempre en su recuerdo. Tenía el pelo recogido en una coleta y se había subido las mangas de la camisa del uniforme del centro. Aquella imagen de su madre le sonaba de algo, pero no consiguió fijarla en ningún momento concreto. Con el corazón rogándole que lo hiciera, reunió el valor suficiente para entrar en la habitación y, tras dos pasos, levantó la vista y miró a su alrededor.

Las paredes de la habitación de Kate estaban llenas de miles de pulseras de bolitas, de todos los colores y tamaños, colgadas en pequeñas chinchetas, y brillaban con infinitos reflejos con la luz que entraba por la ventana. Había pulseras con cuentas transparentes y opacas, con brillos y sin ellos, con cadenas de oro, de plata, de hilos finos y gruesos. La habitación completa era un muestrario de pulseras, dispuestas y fabricadas con el esmero de los mejores orfebres y con el amor de una madre anclada a un único recuerdo. Si cada cuenta de cada una de las pulseras tuviese algún significado, sería el número de veces que Kate había suspirado y soñado con volver a ver a sus hijas.

—¿Mamá? —dijo entonces Amanda, con el rostro cubierto de lágrimas.

Kate dejó de trabajar en la pulsera que estaba montando en ese instante y sus diminutas bolas rodaron por el suelo, algunas de las cuales se detuvieron a los pies de Amanda. Tras varios segundos, se dio la vuelta y la miró extrañada.

Permaneció unos instantes observándola, seria y algo inquieta, y Amanda creyó reconocer a su madre en aquella mirada. Había pasado mucho tiempo, la piel de Kate se había arrugado y sus ojeras se habían marcado profundamente, pero sus ojos eran los mismos y mostraban el instinto protector que ella recordaba. De pronto Kate se volvió indiferente, cogió un puñado de bolitas de una de las cajas de plástico que tenía sobre la mesa y continuó trabajando en la pulsera, dejando a Amanda bloqueada y con el dolor ardiente de un corazón roto.

—Mamá, soy yo —susurró Amanda acercándose a Kate.

Amanda no sabía cómo comportarse, pero le dolía tanto verla así que no dudó en dejarse llevar. La abrazó por la espalda, rodeándola con sus brazos y apretando su cara contra el hombro de Kate, en un intento de rescatarla del olvido y que la reconociese. Estuvo reconfortándola así unos segundos, hasta que Kate pronunció las palabras que le partirían el alma a Amanda:

—Tengo que terminar esta pulsera para cuando vuelvan mis hijas.

—¿Tus hijas? Soy Amanda, mamá —le susurró al oído con desesperación—. Tu hija. Ya estoy aquí. He vuelto.

Kate se quedó inmóvil durante un momento en el que pareció que había recuperado la sensatez, pero a los pocos segundos comenzó a gritar:

—¡No me toques! ¡No me toques! ¡Tú no eres mi hija!

El recuerdo la conmocionó y le cayó una lágrima que se paró a mitad de su mejilla convertida en escarcha. Amanda miró hacia arriba al tiempo que se presionaba el abdomen con una mano. La silueta continuaba al otro lado de la lona mientras ella se esperaba lo peor. Tras unos instantes, la lona se abrió y vio el rostro de su captor.

El día que se perdió el amor
eldiaqueseperdioelamor-66.xhtml
eldiaqueseperdioelamor.xhtml
corporativa.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-1.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-2.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-3.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-4.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-5.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-6.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-7.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-8.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-9.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-10.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-11.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-12.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-13.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-14.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-15.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-16.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-17.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-18.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-19.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-20.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-21.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-22.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-23.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-24.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-25.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-26.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-27.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-28.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-29.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-30.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-31.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-32.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-33.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-34.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-35.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-36.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-37.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-38.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-39.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-40.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-41.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-42.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-43.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-44.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-45.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-46.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-47.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-48.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-49.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-50.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-51.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-52.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-53.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-54.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-55.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-56.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-57.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-58.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-59.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-60.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-61.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-62.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-63.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-64.xhtml
eldiaqueseperdioelamor-65.xhtml