Capítulo 39
Amanda
Quebec, 14 de diciembre de 2014
El hombre comenzó a dar vueltas de un lado al otro de la cabaña. Estaba nervioso. Sabía lo que significaba la dirección de la nota. Se llevaba las manos a la cabeza y cerraba los ojos con fuerza intentando pensar con claridad. «Joder, Jack, joder. Qué diablos estás haciendo. Tú eres escritor, no un asesino».
Tenía un nudo en el pecho que estaba creciendo por momentos. Se acordó de cuando, un par de meses antes, recibió aquella llamada a las tres de la mañana. Estaba escribiendo, su hija pequeña ya se había dormido y su mujer estaba en la cama sin poder pegar ojo. Llevaba años así, yéndose a la cama para no dormir, mientras él procuraba avanzar en una nueva historia que había empezado a escribir por las mañanas en un Starbucks. En un primer momento Jack se molestó cuando el teléfono sonó a esas horas; ya habían recibido llamadas de gente que quería gastarles una broma haciéndose pasar por Katelyn. «La sociedad es así», se decía. «Si te ocurre una desgracia siempre habrá algún gilipollas que se ría de ella».
Él trataba de amortiguar el golpe de esas bromas ante su mujer; a fin de cuentas, era la madre de Katelyn y había sufrido su desaparición con más intensidad, y no había vuelto a ser la misma después de aquello. Él también sufrió, pero el amor de una madre es insustituible.
El dolor de la mujer de Jack Goldman se magnificó cuando la prensa se ensañó con el caso, desvelando su pasado doloroso ante un marido maltratador, inventando teorías de que tal vez ella tenía algo que ver, diciendo que Katelyn se habría ido de casa por no aguantarla, e incluso que esa familia era incapaz de criar a su otra hija en un ambiente con tanto sufrimiento. La televisión lanzaba tal cantidad de asaltos a su intimidad que estuvo meses sin salir de casa para evitar el acoso. Con el tiempo, la prensa perdió el interés, los focos pasaron a iluminar otras historias oscuras y los miedos se quedaron para siempre con ella.
Aquella noche Jack levantó el auricular y colgó al instante sin escuchar quién diablos llamaba.
—Valientes malnacidos —dijo antes de volver al ordenador.
Pero en cuanto se sentó de nuevo y escribió una palabra, el teléfono volvió a sonar con intensidad. Cuando fue a descolgar, llamaron dando tres golpes en la puerta.
Su mujer se levantó de la cama y fue corriendo hasta donde él estaba.
—¿Quién puede ser a estas horas? —se quejó Jack.
—¿Será Katelyn?—preguntó su mujer con cara de preocupación.
Fue hacia la puerta de entrada dando pasitos cortos y abrió. No había nadie. La calle estaba desierta, salvo por un gato que se subió al capó de uno de los coches que estaban aparcados.
Jack miró hacia la entrada con preocupación. Luego levantó el auricular y contestó:
—¿Quién es?
Al otro lado, una voz comenzó a hablarle. Era femenina, calmada y segura. Jack prestó atención. En el momento en el que escuchó que tenían a Katelyn y que necesitaban algo de él, Jack Goldman vio cómo su mujer regresaba cubierta de lágrimas, con un sobre en una mano mientras se tapaba la boca con la otra. Jack asentía al teléfono y su mujer lloraba frente a él. Le enseñó lo que había en el sobre; la fotografía de Katelyn, amordazada, tumbada en el fondo de una fosa de tierra.
De eso hacía dos meses, y aquella noche la voz al otro lado del teléfono le dijo que pronto tendría noticias suyas sobre qué necesitaban de él. «Un único encargo y recuperarás a Katelyn», le dijo. «Lo que quieras. Haré lo que sea», respondió. Su mujer lo abrazó llorando, mientras él aún tenía el auricular pegado a la oreja y asentía con la mirada perdida.
Jack salió de la cabaña y sintió el frío de la noche. Podía haber cuatro o cinco grados bajo cero, la noche cubría el cielo sobre los árboles, y los pequeños filamentos de los pinos estaban cubiertos de escarcha. Caminó en la oscuridad hasta que encontró el Chrysler negro. Abrió el maletero y cogió una mochila verde con cintas de cuero marrón. Volvió sobre sus pasos y giró para acercarse a la fosa en la que estaba Amanda. Se paró en el borde y abrió la mochila. Sacó unas botellas de agua, un par de sándwiches, un bote de somníferos. Abrió todas las botellas e introdujo tres pastillas en cada una. Las agitó bien, cerciorándose de que no quedasen restos flotando en el agua, y las volvió a cerrar. Se levantó, apartó un poco la lona que cubría el habitáculo y lanzó tres botellas al fondo de la fosa; también los sándwiches.
Amanda sollozaba de frío. Se agachó y cogió con avidez uno de los sándwiches. Necesitaba energía. Empezó a comer con desesperación. Jack comprobó que cogía la comida y cerró la lona antes de que ella mirase hacia arriba y le viese el rostro. Estaba nervioso.
Pasó media hora andando de una punta a otra del claro en el bosque en el que estaba la fosa. Caminaba de un árbol al coche, de este a un pequeño arbusto que había a unos doce pasos, y vuelta atrás. Estaba esperando a que los somníferos hiciesen efecto. Había leído que dos pastillas bastaban para dormir a un oso en menos de una hora. Le había puesto tres en cada botella de agua, y le había tirado las tres botellas. Con que se hubiese bebido la mitad de una, sería suficiente para hacer que cayese inconsciente.
Jack levantó la lona y vio que Amanda estaba tirada en un rincón, inconsciente, con la camisa cubierta de tierra. Buscó por el fondo y vio que las tres botellas estaban vacías.
—¡Joder! —gritó.
No había pensado que podría bebérselas todas. Tal cantidad de somníferos la matarían. «¡No, no, no! ¡Tiene que estar viva!», se dijo.
Se levantó y dio un par de vueltas intentando pensar con claridad. «No es eso lo que te han pedido. No te han pedido que la mates. ¡Te han pedido que la lleves, idiota! Joder, joder».
Se llevó las manos a la cara y, de pronto, salió corriendo hacia la cabaña. Al llegar, la rodeó y rebuscó entre la maleza que cubría la pared exterior. Había herramientas, una cuerda, un hacha. Siguió buscando. La voz al teléfono le dijo que allí tenía todo lo que necesitaba. Palpó algo frío y tiró con fuerza, descubriendo una escalera de aluminio que habían tapado las hojas húmedas.
Cargó con la escalera hasta la fosa y la dejó a un lado mientras apartaba la lona de plástico que cubría la entrada. Amanda seguía inmóvil, acurrucada junto a la pared. Parecía no respirar. Jack introdujo la escalera y la apoyó junto a los pies de Amanda. Pegó un salto, se subió en la escalera y bajó todo lo rápido que pudo.
Al llegar abajo, se agachó y comprobó que Amanda no respiraba. Se fijó en su pecho y observó que no se movía. Se temió lo peor. La había matado. Había incumplido la única condición que le pedían para recuperar a Katelyn: «Llévate a Amanda Maslow del hospital el 14 de diciembre y mantenla con vida hasta que te digamos». En un principio se temió que la tuviese que tener cautiva algunas semanas, pero al abrir el sobre y comprobar que la fecha era del día siguiente se tranquilizó. Ahora todo se había ido al traste, no había cumplido su parte del trato y la otra parte no cumpliría la suya.
—Lo siento, Katelyn. Lo siento... —dijo entre sollozos—. Te he fallado.
Miró al cielo y se fijó por primera vez en la cantidad de estrellas que había sobre él. A sus pies, tenía lo peor que había hecho en su vida; sobre él, tenía la belleza de decenas de constelaciones parpadeando sin parar. Su visión del cielo apenas abarcaba un par de metros, el ancho de la fosa, pero el brillo destacaba sobre la negrura de las paredes de tierra húmedas con tal esplendor que se sintió diminuto.
Comenzó a llorar.
—Dios santo..., qué he hecho...
No creía en Dios, pero Dios siempre estaba en sus expresiones cuando lo necesitaba.
Se quitó la chaqueta y la echó sobre Amanda, cubriendo la parte superior de su cuerpo y su rostro. Estaba destrozado. Se agachó y se sentó junto a ella. Sin querer, tocó su pie y lo sintió tan gélido que un escalofrío le recorrió la espalda.
Pensó en entregarse. Él no servía para ser un fugitivo. No pasaría demasiado tiempo hasta que perdiese los nervios huyendo de un lugar a otro. Pensó en su mujer, pensó en su hija. Había hecho todo esto para que su mujer recuperase la alegría. «A la mierda mi carrera de escritor», dijo cuando debatió con su mujer si ceder ante tal chantaje. Desde que Katelyn desapareció se había sumido en tal tristeza que ni su relación ni la atención que le dedicaban a la pequeña pasaban por buenos momentos. Hacía años que no dormían en la misma cama. Ella no lo soportaba. Necesitaba llorar por las noches a solas. Jack lo había hecho por ella, por recuperar a su familia, por reconstruir el hogar que habían cimentado entre los dos, ayudándola a huir de los golpes, por recobrar la alegría que sentían antes de que Katelyn se esfumara como si nunca hubiese existido.
Pero ya no quedaba nada de eso.
Katelyn desapareció y, con ella, la familia quedó destrozada para siempre. Si volvía sin ella, nada de lo que había hecho tendría sentido, y nunca recuperaría lo que tanto echaba de menos. Katelyn seguiría desaparecida, o tal vez aparecería muerta en cualquier descampado, y su mujer seguiría destrozada, su vida entera hecha pedazos. Se llevó las manos a la cara y decidió ponerse en marcha.
Apoyó la mano en el suelo para levantarse y esta se hundió en un charco de agua. Se miró la mano y vio que estaba empapada. De pronto, miró hacia las botellas de agua vacías y lo comprendió.
Amanda se incorporó con rapidez, gritando con todas sus fuerzas y golpeándolo en la cabeza con un pedrusco que había sacado de entre la tierra.