Capítulo 26
Jacob

Nueva York, 14 de diciembre de 2014

 

Salgo deprisa del hospital, que se ha convertido en un hervidero de policías. Una muchedumbre se ha amotinado en la puerta. Tienen que haberse enterado de que Steven y yo estábamos aquí. Hay un cordón policial que intenta espantar a los curiosos, pero lo único que consigue es atraer más moscas en busca de nuestros cadáveres. Observo a lo lejos que mi coche sigue en mitad de la calle, ahora sobre una grúa, que arranca y se aleja con él. También veo en doble fila un furgón azul oscuro, con un vinilo que reza «Prisión de Rikers Island». Deduzco que es en el que han trasladado a Steven. Miro a ambos lados para ver cuál es el camino más corto para llegar al centro psiquiátrico cuando un chico trajeado que camina por la acera se me acerca:

—Oye, te veo perdido. ¿Necesitas algo? Me conozco esta ciudad como la palma de mi mano.

No tengo tiempo para responderle e ignoro su pregunta.

—¡Oye! —grita mientras me alejo hacia el norte para doblar la esquina del hospital—. ¡Valiente desagradecido!

El Instituto Psiquiátrico de Nueva York se encuentra justo detrás del hospital en el que estoy, en Riverside Drive, así que no está a más de dos minutos caminando. Me doy cuenta de que sigo descalzo y el vendaje de mi pie derecho se ensucia con el suelo de Nueva York. Me da igual, aunque descubro que tengo que cojear ligeramente porque el dolor me da punzadas a cada paso. Algunas personas me observan, pero tengo tan claro adónde voy que ni siquiera pienso en eso. Una chica me ha sacado una foto con el móvil y cree que no me he dado cuenta. Ya me imagino el revuelo en cuanto la suba a las redes, pero a quién le importa.

Doblo la siguiente esquina y vislumbro la puerta del Instituto Psiquiátrico de Nueva York. Podría haber llegado hasta el instituto desde el interior del hospital, a través de un puente que lo conecta con el resto de las instalaciones sanitarias, pero las tripas del hospital son un laberinto, y solo si trabajas allí eres capaz de descubrir los intrincados atajos para llegar a cualquier sitio. Subo el par de escalones que hay frente a las puertas mecánicas y, tras esperar un segundo a que estas se deslicen y me dejen pasar, vislumbro el brillante interior de esta jaula en la que luchan por rescatar mentes de las profundidades de la locura.

Hay dos recepcionistas en el mostrador que me miran sonrientes. Una es morena y la otra rubia. La morena está serena, y en su mirada y sus incipientes arrugas se notan los años de experiencia; la rubia tiene el pelo alborotado, el maquillaje mal extendido, y sus ojos saltones y el pintalabios algo corrido en el labio inferior indican que algo no encaja en ella. Lleva una pequeña placa negra con letras blancas en el pecho: «Estrella». La morena no lleva identificación.

—¡Dios santo! —chilla la rubia con voz estridente y marcada por una leve afonía—. ¡Estás hecho un desastre!

—Esto… sí… he tenido un… un percance.

—¡Vaya! —añade con una sonrisa—. ¿Has visto qué guapo? —susurra, dirigiéndose a su compañera morena.

—Buenas… rellena esto y estará todo listo para tu ingreso —dice la morena, casi por encima de la voz de su compañera.

—¿Ingreso? —respondo casi de un grito—. No, no. Vengo… vengo a visitar a alguien—. Jadeo unos segundos, asustado, y apoyo una mano en el mostrador. Me miran extrañadas, pero la morena levanta los hombros y resopla, como si estuviese acostumbrada a ver cosas peores.

—Disculpad mi aspecto… de verdad… vengo a… a ver a un amigo.

—¡Vaya hombre! —chilla la rubia al tiempo que se incorpora y me sonríe de oreja a oreja pero sin mostrar los dientes—. ¡Qué guapetón! ¡No suele visitarnos nadie como tú!

—No le haga caso —añade la morena sin mostrar ninguna emoción—. Terapia de inmersión. Nos acompaña en nuestras tareas por si se aprecia alguna mejoría —susurra mientras se cubre la boca como si me contase un secreto.

Miro de nuevo a la rubia y veo que en la muñeca lleva una pulsera del centro. Leo que pone «personalidad múltiple», justo bajo el nombre «Hannah Sachs». Debe de ser el verdadero.

—Vengo a ver a un amigo —repito, con la voz algo temblorosa, pero más decidido que antes, como en un intento de hacer que no se fijen más en mi ropa manchada de sangre. Me enerva tener que referirme al doctor Jenkins como si fuese mi amigo.

—Solo se permiten visitas de familiares —me responde la morena—. ¿Seguro que no vienes por un ingreso voluntario?

—¡Seguro! Vengo a ver a un viejo amigo.

—Nada de amigos, guapo. Aquí nadie es amigo de nadie —añade la rubia, y se recoloca el pelo detrás de la oreja—. ¿Acaso no sabes qué es esto? Es un hospital para locos. Este sería el último lugar del mundo en el que tendría algún amigo.

—¿Un amigo? Me refería a mi suegra, Kate Maslow. Uno nunca sabe cómo referirse a una suegra. En cierto modo somos familia. Le estoy preparando una sorpresa a mi chica.

—¿Kate Maslow, dices? —pregunta la morena.

—Salgo con Amanda Maslow, su hija. —Es la primera vez que digo en voz alta que Amanda es mi novia y un redoble de emociones me retumba en el estómago—. Verás, se acerca el cumpleaños de Amanda y quiero contarle que vamos a preparar una fiesta sorpresa. Aunque sea aquí. Sé que algo así la ayudará.

Se me quedan mirando unos segundos, con el ceño fruncido, y finalmente la morena se vuelve hacia la rubia y le hace un ademán con la cabeza.

—Firma aquí y pon tu nombre y tus apellidos —dice la rubia mientras me entrega la hoja de visitas—. Y aquí el número de teléfono —añade, sacando un post-it amarillo y pegándolo sobre el mostrador.

A la morena se le escapa un pequeño resoplido y me mira negando con la cabeza.

—Tengo novia. Ya he dicho que vengo a ver a mi suegra. Supongo que no estaría bien.

—Pues te doy mi número. Para cuando os peleéis —dice agarrando un bolígrafo y garabateando un puñado de números que dudo que sean correctos.

Yo nunca me pelearía con Amanda. Y aunque lo hiciéramos, estoy seguro de que ambos cederíamos a los pocos minutos y acabaríamos fundiéndonos en un abrazo de esos que roban el alma.

—Sé escuchar muy bien. La doctora Parker dice que podría ser psiquiatra si no estuviese loca.

—Bueno, hace falta estar un poco loco para entrar en la cabeza de quien lo está —añado con una sonrisa.

Me devuelve la sonrisa, y parece que al darle la razón hubiese abierto algún lugar secreto de su personalidad. Le noto un tic en la mano derecha que se repite cada pocos segundos, como si fuese un ligero metrónomo marcando el ritmo de sus emociones.

Me mata estar perdiendo tanto tiempo en estos momentos. La vida de Amanda está en peligro, aún no sé dónde está, y estoy intentando mantener las apariencias para conseguir hablar con la única persona que puede ayudarme a encontrarla.

—Yo te guiaré —añade la rubia, que da un respingo en la silla y sale de detrás del mostrador—. Lo llevo yo, ¿vale? —pregunta a la morena.

—Sabes que no puedo dejarte sola, Estrella.

—No voy sola. Voy con él —añade con tono irónico—. Nunca he ido tan bien acompañada.

Termino de firmar en la hoja de visitas y al darme la vuelta tengo a la rubia a mi lado mirándome con los ojos como platos, con una sonrisa de oreja a oreja.

La recepcionista morena chasquea la lengua contra el paladar.

—Está bien. En dos minutos te quiero de vuelta. Lo acompañas hasta la puerta de la señora Maslow y te vienes enseguida.

—Me sobrará un minuto... —responde mientras mete su brazo por mi codo, como si fuésemos al altar, y me agarra con fuerza. Luego se gira hacia su compañera con un guiño burlón y añade—: Tal vez me falten veinte.

—Pórtate bien —bufó.

Al comenzar nuestro paseo nupcial por el largo pasillo que se esconde tras una de las puertas laterales, me fijo en la luz fluorescente que ilumina todo el corredor. Está repleto de puertas a ambos lados y no hay sillas por ninguna parte; no hay macetas ni cuadros; en el aire flota el aroma de la tristeza. Cuando vine hace unas semanas con Amanda a visitar a su madre, me pareció que todo tenía más vida. La luz era otra, algo más cálida, aunque puede que me lo esté imaginando. Supongo que ha cambiado mi percepción por lo que pasó con Kate en nuestra visita. La verdad es que tengo que encontrar al doctor Jenkins cuanto antes. Bueno, exdoctor Jenkins. Después de lo que ocurrió, creo que ni siquiera él se reconoce.

—¿Me presentas a los demás?

A Estrella, o Hannah en realidad, le sorprende mi pregunta. Cuando hemos accedido al pasillo se ha quedado callada, casi sin gesticular y temblorosa, como si estuviésemos en una primera cita. La confianza que mostraba en la recepción se ha desinflado ante la visión de todas estas puertas de metal. Este no es lugar para escapar de la locura. Me fijo en que no para de mirarme mis pies descalzos, con interés, pero cuando se da cuenta de que la estoy viendo, levanta la cabeza y mira al frente, intentando disimular.

—¿A los demás? Aquí no hay demás. Aquí una siempre está sola —dice casi susurrando—. Aunque estés rodeada de gente, cada uno vive en su propio mundo y no entra en el de los demás.

Por un segundo la noto más lúcida que a mí mismo.

—Me refiero a saber sus nombres, quiénes son y por qué están aquí —digo para que me desvele dónde puede estar el doctor Jenkins.

—Ah, bueno, te refieres a su ficha. Tienes suerte. Como estoy en recepción me sé las fichas de todos, al menos lo que el psiquiatra ha escrito en ellas. Luego siempre está la verdad. El motivo real por el que están ingresados y que no le cuentan a nadie. Ese doble fondo que todos tenemos, en el que escondemos nuestros secretos y nadie es capaz de encontrar. —Parece que va cogiendo confianza—. Ese de ahí —dice señalando una de las puertas hacia la mitad del pasillo— es Benjamin Franklin. Al menos eso dice él. Está tarumba, ¿verdad? ¿Cómo va a ser Benjamin Franklin? Pues bien, un día, hablando con él —se me acerca al oído, casi susurrando—, me contó que en realidad era Richard Nixon, pero que no quería contárselo a nadie porque desde que decía que era Benjamin Franklin caía más simpático.

—Entiendo. —No tengo ni idea de adónde quiere llegar.

—El muy loco esconde su verdadera identidad para caer mejor. Aunque, bueno, eso lo hace todo el mundo.

—Pero es imposible que sea Richard Nixon o Benjamin Franklin.

—Aquí cada uno puede ser quien quiera. Si te apetece levantarte una mañana diciendo que eres una gallina, pues lo haces. Nadie te va a llamar loco. Al contrario.

—Tienes razón.

—Luego están los que se inventan historias para estar aquí. Se vive muy bien, ¿sabes?

—¿Muy bien?

—Te hacen la cama, te preparan la comida, te dan una combinación de drogas que difícilmente encontrarías en la calle. Tienes charlas casi todos los días con psiquiatras y psicólogos que se interesan por tu vida, por tus emociones o por tus crecientes ganas de suicidarte. Te hacen preguntas íntimas, e incluso puede que te cuenten sus propios secretos para ver si acabas contándoles los tuyos. Es una relación bonita. Tú me das y yo te doy. Aunque lo que te devuelva no tenga ningún sentido. Hay quienes incluso acaban emparejándose aquí. El año pasado celebramos una boda en la sala de descanso. Una esquizofrénica se casó con una de las voces que oía. Es bonito a su manera. Un mundo perfecto creado para locos.

—Pues tiene su lógica —respondo.

Creo que empieza a caerme bien. Me sorprende su manera de argumentar. En un primer momento pensé que era una persona de lo más inestable, pero al escucharla hablar con tanto cariño del centro tengo la sensación de que este lugar es más mágico de lo que parece.

—Hemos llegado —dice señalando la puerta abierta que tengo a mi derecha.

Miro el cartelito que hay a la entrada y leo: «67 - KATE MASLOW».

El día que se perdió el amor
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