Capítulo 37
Carla
Lugar desconocido, nueve años antes
Carla estuvo decorando el patio central hasta que llegó el momento de la ceremonia. Estaba tan ilusionada por el descubrimiento de aquella sala con su destino que no paraba de tararear una canción que tenía grabada en la mente, pero de la que no recordaba la letra. Poco a poco se habían ido sumando más miembros de la comunidad para ayudar con la decoración. Algunos traían velas ya encendidas y las colocaban en grupos de siete esparcidas por el patio. Carla había ido a por cintas rojas y las colgaba uniendo las ramas de los almendros. Parecía que colocaba las cintas sin demasiada intención, tan solo buscando las ramas más alejadas y altas, y atando los extremos de la cinta en ellos. Se sentía tan enérgica e ilusionada que no utilizó la escalera. Se acercaba al árbol, pegaba un salto y trepaba con agilidad a la rama que más atención le llamaba. Al rato había terminado con las cintas más largas y le quedó una que era algo más corta. Se fijó en que aún quedaba un almendro sin cinta. No tenía flores, parecía enfermo y la hierba no crecía a su alrededor. Contrastaba tanto con los otros almendros, imponentes y brillantes con la luz del atardecer, que Carla pensó que aquel árbol sería incapaz de aguantar siquiera el peso de la cinta. Dudó durante unos instantes si ponérsela, pero quería dejarlo todo tan perfecto que decidió improvisar. Rodeó ligeramente el árbol por uno de los lados, abrazando sus ramas y atando la cinta a la rama que parecía que no iba a partirse nada más tocarla.
Volvió la vista al resto de los almendros y observó todo cuanto tenía delante: el último rayo de sol se acababa de perder tras los muros, el cielo se había teñido de naranja intenso y las cintas rojas contrastaban con el blanco rosado de los almendros. La luz de las velas que estaban por el suelo habían comenzado a irradiar destellos dorados como pequeñas luciérnagas agrupadas, iluminando los rincones más sombríos del patio. Los demás miembros se movían en todas direcciones y la mayoría ya se había puesto la túnica ceremonial. Era roja, del mismo rojo borgoña de la cinta, y habría unos treinta miembros preparando los últimos detalles. En el centro, entre los almendros, habían colocado un atril de madera de nogal. A Carla todo aquello le pareció mágico. Tantas personas unidas por un objetivo común, tantas personas que amaban la comunidad. Ella siempre era capaz de ver el lado especial de las cosas.
Carla fue corriendo a cambiarse. Sabía que la ceremonia estaba a punto de comenzar. Entró a su aposento, encendió una lamparita y abrió el arcón en el que guardaba su ropa. Rebuscó en el fondo y sacó su túnica de ceremonia. La sacudió un par de veces y la dejó sobre la cama mientras se quitaba la que llevaba puesta. Se puso rápidamente la roja. Tenía una capucha algo más grande y las mangas le quedaban largas. En teoría, esa era la intención. Según las hermanas más experimentadas, el objetivo de las túnicas de ceremonia consistía en no ser nadie. Para no reconocerse unos a otros durante las ceremonias. Había que taparse bien el rostro bajo la capucha, había que esconder las manos, había que agacharse de rodillas ante quien estuviese hablando en ese momento y escuchar con atención. Las identidades no debían ser un impedimento ni una distracción.
Carla salió de su aposento a paso rápido y cuando llegó al patio ya estaban todos preparados. Toda la comunidad estaba arrodillada bajo las cintas que ella había colocado. Se habían dispuesto en filas de seis o siete miembros, rodeando el centro del patio y dejando un hueco de unos cuatro o cinco metros. Las cabezas estaban ya agachadas y miraban al suelo con determinación. Era un espectáculo abrumador. Todo estaba en silencio, todos inmóviles. Lo único que se oía era el sonido de las ramas de los almendros mecerse bajo la suave brisa. De repente, las campanas de los torreones que había a los lados del Abismo comenzaron a sonar. Carla aceleró el paso, se arrodilló y agachó la cabeza al final de la fila que parecía más corta. Las campanas seguían sonando y a veces una de ellas se sincronizaba con la otra, creando un estruendo cada vez mayor. Era la llamada a la ceremonia. Cuando dejasen de sonar, la puerta se abriría y traería las noticias del exterior, y todos debían estar en sus puestos.
Carla miraba al suelo frente a sus rodillas y se concentró en él. Tras más de un minuto las campanas dejaron de girar y, poco a poco, su sonido comenzó a ser más irregular, hasta que todo se quedó en silencio y volvió a oírse el suave y melódico rumor de las ramas de los almendros.
De pronto Carla escuchó pasos rápidos detrás de ella y una punzada le recorrió el pecho.
«¡¿Quién llega tarde?! ¡No puede ser!», se dijo. Escuchó a alguien tirarse deprisa justo detrás de ella, y vio cómo varios guijarros se deslizaron dentro su campo de visión.
—Por favor, no digas nada —musitó una voz a su espalda.
—¿Me estás hablando a mí? —susurró Carla. No se lo podía creer.
—Pues claro. ¿A quién si no?
—Chisss, cállate o nos meterás en un lío —respondió con el corazón a mil por hora.
—Prométeme que no dirás nada —susurró la voz.
—Te pido que te calles, ¡por favor!
—¡Prométemelo!
—¡Te lo prometo, pero cállate!
—Sabía que podía confiar en ti.
—¡La puerta se va a abrir ya! —dijo para zanjar la conversación.
A Carla estaba a punto de darle un infarto. Sentía la adrenalina hasta en la punta de sus dedos. Un relámpago recorrió su cuerpo al oír de lejos la madera del gran portón exterior abrirse. Crujió como si estuviese a punto de romperse en mil pedazos. A los pocos segundos, se escuchó el sonido de la puerta cerrándose. Todo quedó en silencio de nuevo, como si nunca hubiese ocurrido nada. Carla siguió mirando el pequeño trozo de tierra que le permitía ver su capucha. Había comenzado a dolerle la rodilla izquierda porque estaba apoyada sobre un guijarro que se le estaba clavando en la rótula. Se movió levemente para intentar colocar la pierna unos centímetros a la derecha, pero se clavó otro. Estaba incomodísima, pero tenía que aguantar en aquella posición el tiempo que fuese necesario.
—Mete la tela que sobra de las mangas bajo las rodillas —susurró la voz desde atrás—. Así no duele.
Carla no se lo creía. Aquella voz le estaba hablando otra vez. Nunca la había escuchado. Era una voz joven, con un aire algo irreverente.
—Chisss, ¡cállate!
—Hazme caso. ¡Te dolerá menos!
Carla levantó la rodilla izquierda y metió debajo el exceso de manga antes de apoyarla de nuevo. No daba crédito. No solo desapareció la molestia, era como estar sobre una alfombra mullida.
—¡De nada! —susurró la voz desde atrás.
Carla resopló y aguantó una ligera sonrisa, aunque no tardó en añadir:
—Gracias...
—¡De nada!
Durante los siguientes minutos no ocurrió nada. Todos seguían inmóviles, mirando al suelo con la solemnidad que requería un momento como aquel. Carla no paraba de darle vueltas a quién sería la persona que tendría detrás. Nunca, en ninguna de las ceremonias, había sabido de nadie con tal falta de rectitud con las normas. No solo había llegado tarde, sino que se atrevía a hablar en el momento de mayor expectación.
Se escucharon algunos pasos caminando junto a ella en dirección al centro del círculo que habían formado todos los miembros. Eran pasos suaves y rítmicos, que parecían acariciar el suelo con delicadeza.
A los pocos instantes, la voz de Bella vociferó:
—Hermanos, hermanas. Hoy es un gran día.
—Fatum est scriptum —gritó la comunidad al unísono.
—Hoy es un gran día porque nos visita la persona más importante de nuestra congregación.
—Fatum est scriptum —respondieron de nuevo todos los miembros.
—Hoy, hermanos y hermanas, es el día más importante de nuestra historia. El día que forjará el curso de la humanidad.
—Fatum est scriptum.
Tras cada frase, tras cada alusión a la importancia de los hechos, la comunidad entera gritaba con fuerza. Bella observaba con orgullo los cuerpos arrodillados de los miembros de la congregación. A su lado, una figura débil y de aspecto envejecido miraba asombrada a su alrededor. No estaba vestida como Bella, con la túnica negra, sino que llevaba puesto un jersey verde y una falda negra que le llegaba por debajo de la rodilla. Tenía el rostro cubierto de arrugas, la nariz puntiaguda, y aunque por el aspecto de su cara podría tener más de setenta años, su pelo era completamente negro y lo llevaba recogido con una felpa negra. Sostenía bajo el brazo un libro con tapas de cuero.
—Laura está con nosotros. Laura está a mi lado en estos momentos. Laura nos ha traído más nombres. Es nuestro deber, nuestro único deber en realidad, el asegurarnos que cumplimos con lo que dicta el destino.
—Fatum...
—Son, hermanos y hermanas, muchos más de los que esperábamos. Muchos más.
Los bultos rojos que rodeaban a ambas se movieron ligeramente. Estaban exaltados y contenían como podían la emoción. Se escuchó un sollozo de algún miembro que lloraba de felicidad.
—Algunos de vosotros decíais que Laura traería cien nombres. Algunos de vosotros no confiabais lo suficiente en ella. Algunos de vosotros incluso dudabais de que fuese a traer apenas cinco nombres. Hoy, hermanos y hermanas, os anuncio que es el mayor número de nombres que nunca antes haya traído Laura.
La comunidad vibraba de emoción. Algunos miembros comenzaron a moverse inclinando su cuerpo hacia un lado y luego al otro. Sus túnicas rojas bailaban con ellos, y oscilaban en el aire con un vaivén rítmico. Poco a poco, el resto de los miembros comenzaron a hacer lo mismo, uniéndose a una danza macabra que dibujaba una ola circular rodeando a Bella y a Laura.
Laura hizo un ademán con la mano y dio un paso al frente. Carla se había unido a la danza y se inclinaba en la misma dirección que el resto.
—Hermanos, hermanas —dijo Laura, alzando la voz—. Os necesito más que nunca. Sé que lleváis bastante tiempo sin tener noticias de mí ni de los Siete, los elegidos por el destino para ayudarme en esta misión. Sé que algunos podríais incluso haber perdido la fe en lo que hacíamos. Pero no desfallezcáis. No ahora. Vuestra hermana os necesita. Vuestra hermana os lo pide con el corazón. Traigo... —Hizo una pausa mientras miraba a su alrededor— ... más de doscientos nombres.
Un murmullo creciente se apoderó del patio. La ola que creaban los miembros con su vaivén se detuvo en seco al escuchar aquel número.
—Fatum est scriptum —gritaron todos con más fuerza que nunca.
Un escalofrío recorrió el cuello de Carla cuando escuchó que más de doscientas mujeres tendrían que morir. Aunque estaba más que habituada a tratar con la muerte, algo en su interior le decía que no tenía sentido.
—Algunas de las señaladas por el destino necesitan resolverse muy pronto. Con otras podremos esperar varios meses. He tenido muchos sueños en los últimos tiempos. Se avecina algo grande. Algo sin precedentes. Por eso hoy, hermanos y hermanas, tengo una segunda noticia que daros.
Bella asintió con la cabeza a Laura, dando su aprobación.
—Alguien nos persigue. Alguien intenta acabar con lo que hacemos. Alguien no comprende la magnitud de nuestros hechos. En las últimas semanas nos ha encontrado y puede dar al traste con todo lo que hemos trabajado durante los últimos años para llegar hasta aquí. Creemos que ha identificado a tres de los Siete, de quienes ya me he despedido y a quienes estoy completamente agradecida. Pero no temáis, hermanos y hermanas. Para eso estáis vosotros. Para no dejar que nadie ponga en peligro nuestro cometido.
Se sentía el nerviosismo entre todos los miembros, que seguían mirando al suelo, agazapados, mientras la oscuridad de la noche crecía sobre ellos. La brisa había desaparecido, las cintas y las ramas de almendro llenas de flores estaban inmóviles, y la luz de las velas irradiaba ya en todas direcciones.
—Por eso quiero anunciaros algo sin precedentes, hermanos y hermanas: tres de vosotros me acompañaréis al mundo exterior.